El orden de los días
Después de que el levantamiento de 1956 fuera sofocado y la ciudad se llenase de tanques soviéticos, los amigos de Dragomán se marcharon junto con miles y miles de jóvenes. Cuando esta oleada se dirigía hacia la frontera, cuando la alternativa más sensata era elegir lo mejor, él no optó por trasladarse a un lugar más tranquilo. Más allá de explicaciones racionales y de la pura inercia, simplemente se quedó, esperó a quienes venían a arrestarlo, las represalias y las buenas noticias, a las mujeres y la soledad.
Se convirtió en un transeúnte sin destino que encontraba algo en todos los barrios, algunos de los cuales lo fascinaban incluso por su fealdad. Todos los acontecimientos memorables son espaciales, todo sucede en algún lugar, cada incidente está ligado a un sitio, como un caracol está unido a su concha, una ostra a su caparazón o un gato a su rincón preferido junto al hogar. Existen cosas que a Dragomán sólo se le ocurren en este o aquel sitio; emergen de las profundidades; un recuerdo está escrito en una pared desnuda. Si no se hubiera encontrado en una esquina, si no hubiera pasado delante de un portal, la historia que evocaban se habría desvanecido para siempre y ningún impulso la habría hecho emerger como una burbuja de las honduras.
Desde que era un niño soñaba con espacios desiertos. Le gustaba vagar sin ser molestado, como una gallina. Y no dejaba que las circunstancias lo angustiasen. Ya se vería por dónde abriría el arroyo su cauce. La materia tiene sus formas de decir en qué quiere convertirse. Sólo a posteriori, y sólo por los destellos de un instante, descubre uno lo que quería. Esos fogonazos nos recompensan hasta que caemos, inevitablemente, en el foso.
Dragomán, sentado en su habitación, oye a alguien llamar a la puerta. Ha oscurecido, la calle está iluminada por las luces de los interiores. Es ella: Laura, la que anda sin apenas hacer ruido. Dragomán la deja entrar. Dice que está de visita, pero que tendrá que marcharse pronto. Si ahora todo va bien, volverá. Esta vez, no obstante, sólo puede permanecer media hora. Considerando que lleva muerta diecisiete años, media hora es un tiempo demencialmente largo. Sus cartas están en el armario, Dragomán las lleva consigo dondequiera que vaya, pero nunca las toca. Laura se marchó, Dragomán se quedó y le gustaría permanecer un poco más.
Bien está si bien ha ido. Y mal está si mal ha ido. El futuro no guarda ni castigos ni recompensas. Quien quiera hablar con él lo encontrará. Dragomán extenderá la alfombra de la curiosidad, pero hay cosas que no desea compartir con nadie. Cuanto más viejo se hace, menos paciencia tiene para los lloros, lo empalagoso y los remilgos. Hasta las cuatro de la tarde es un misántropo, no soporta el olor de los humanos.
Cuando ve a alguien perder los nervios, se pregunta: ¿Qué habrá bebido este tío? ¿Qué mosca le ha picado? A la locura le gusta sentirse impresionada por sus propias bufonadas, le gusta fanfarronear, y su medio es la exageración. A medida que se hacen mayores, incluso las personas sensibles procuran hablar sin parar: así confirman que aún existen. El invitado de Dragomán habla, luego existe. ¿A qué se ha dedicado? Se ha pasado la vida hablando, expresándose, soltándose.
Dragomán no alberga resentimiento contra nadie, no acusa a nadie, no exige nada, no cree haber recibido de más ni haber dado demasiado poco, le aburre la autocompasión, no quiere tomar parte en compañerismos infantiles. Tranquiliza a todos diciéndoles que no le deben nada, y si se muestran agradecidos o se disculpan, les asegura que no hay de qué.
En cualquier caso, lo que sucedió sucedió. El acontecimiento queda en el tiempo universal y de allí no puede extraerse. Ni el perdón ni el olvido pueden deshacer lo ya hecho. Si Dragomán obró mal, su castigo es haber obrado así. Vive con sus actos; le rondan como guardaespaldas o carceleros.
A Dragomán le encantan las dudas. Cuando le toca hablar, prefiere contar una historia divertida a pronunciar palabras solemnes, algo que irrita soberanamente a los oradores serios. Pero lo cierto es que no se puede complacer a todo el mundo.
Su mente cae de espaldas y va a parar a una nave desagradable: lo llaman, le piden que baje para una sesión fotográfica. Incómodo, avergonzado, sonríe y desciende la angosta escalera; periodistas con micrófono se arremolinan a su alrededor. Logra decir algo, no exactamente lo que ellos querían oír, ya que se muestra evasivo, pero se encuentra con el presidente y los fotógrafos corren tras ellos, y de rodillas, de puntillas, inmortalizan el apretón de manos. Dragomán sonríe de nuevo, el presidente también intenta despegar sus finos labios, hay champán pero faltan las copas. Los agentes de la policía secreta corren en su busca.
El calor del verano regresa con su aire inmóvil por unos días. Las hojas del sauce apenas se mueven. Dragomán apoya la espalda en el muro de piedra, su cabeza y su espalda buscan las agradables protuberancias de la piedra, y se balancea hacia delante y hacia atrás con los ojos cerrados. De vez en cuando bebe algo, de vez en cuando se despereza, y sólo coge la pluma cuando se siente en un estado elevado.
El avión también parece excitarse antes de despegar. Un levantador de pesas ejecuta extraños rituales alrededor de su enemigo, las pesas: las rodea, cierra los ojos y respira hondo antes de levantarlas. El sol se esconde tras las nubes, una tormenta veraniega cruza el jardín y un arco iris conecta luego la casa del molinero con la casa de campo del oculista retirado. Dragomán entra en su habitación: ante sus ojos, una ventana y una pared blanca, donde puede aparecer cualquier cosa. Por la ventana puede ver a su nieto, que se divierte en la lluvia con sus numerosos compañeros. La lluvia se detiene y un puñado de viejas salen a contemplar el arco iris. Se les une el tractorista, el paisajista, el pastor, el bodeguero, el cerrajero y el dueño de las caballerizas.
Las dependencias de Dragomán se hallan convenientemente alejadas de los otros dormitorios y de los establos. Los preparativos para la cena están ya en marcha. Dragomán juega a bádminton con Habacuc, tras lo cual cogen coliflores, cebollas y judías. Entonces Habacuc se sienta en una silla de mimbre verde bajo la jaula del papagayo para escuchar el cuento que Olga borda todas las noches, añadiendo emocionantes detalles, aunque el héroe de la historia sea siempre él, Habacuc.
Murmulla un arroyo bajo el puente de madera, los manzanos y los ciruelos están cargados de frutas, una gallina se ha vuelto loca en el patio del vecino. Ha llovido mucho tras una larga sequía, las uvas habían comenzado a secarse, la planta había absorbido incluso la humedad del fruto casi maduro. Ahora la tierra ha bebido agua.
El profesor se acoda en el muro y contempla el maizal, un pato grazna a su espalda, las nubes se abomban en el cielo, una suave brisa hace susurrar las hojas del maíz.
Dragomán se apoya en el muro de piedra. La noche anterior bebió mucho, la bebida le ha bloqueado los sentidos, por lo que se siente indiferente y espeso, y se limita a ser educado incluso con Habacuc. Se sienta en el cenador con columnas de piedra o en la choza al límite del jardín que sirve para secar las cáscaras de los cereales; vuelve a lloviznar benéficamente, las nubes lloran, el aire se llena de neblina, los pájaros gorjean perezosamente, las bayas del saúco se vuelven negras.
Cuando ha pasado varios días en un país vecino, los viejos del pueblo le preguntan: «Ha regresado de tierras extrañas, ¿verdad? ¿Y qué vio?». Vio casas destartaladas, árboles frutales, gatos, acequias, bicicletas, borrachos, a un viejo que daba cabezadas en una taberna y a una alegre camarera. Cruzó caminando un pueblo sin luz y atravesó un puente de madera camino de una taberna situada a orillas del río.
Bebió aguardiente en compañía de un joven que se conformó con una taza de café. Su trabajo consistía en acompañar al profesor a casa en coche, de modo que escuchó atentamente las historias de Dragomán y luego le dijo con cierto apuro que, según tenía entendido, Dragomán había mantenido una relación con su madre. Efectivamente, era aquella muchacha regordeta color café con leche de la tienda de antigüedades. Se reía hasta que las lágrimas le asomaban a los ojos y se arrimaba a Dragomán como una niñita. En una ocasión le confesó que se había quedado embarazada, pero que había abortado: no quiso avisarle.
Emprendió el camino de regreso a casa con el joven, que conducía con precaución y se paraba de vez en cuando. En un pueblo, una anciana ofreció a Dragomán aguardiente de cerezas y un pedazo de pastel recién horneado y elogió a su nieto, que era un pan de Dios y un pícaro, decía. Dragomán se sumió en la historia de la abuela de la mujer, que emigró a América, donde se hizo rica; luego regresó y compró medio pueblo. Sin embargo, perdió su fortuna por culpa de un amante deshonesto. La mujer se quejó también de lo poco que veía a su nieto. Sentada en un banco de patas delgadas, dijo ser pobre como una rata, pero no esperar mucho de la vida, de modo que en el fondo se sentía satisfecha.
El joven indicó que si iban a detenerse en cada pueblo a beber aguardiente y escuchar historias, no llegarían jamás a casa. A Dragomán le resultaban familiares tanto esa voz como la ligera impertinencia, aunque no le recordaba en absoluto a la muchacha color café con leche. Durmió durante el resto del viaje o por lo menos cerró los ojos.
«¡Menudo tipo!», exclama Bella, contemplando, veinticinco años después, al conferenciante, antaño tan entusiasta y nervioso. «Se sume en la melancolía durante días y días, se vuelve rígido, se encierra en su habitación y echa a todo el mundo, excepto al pequeño. Da media vuelta tan pronto como alguien entra en su campo visual. Habla con desdén, incluso de sí mismo. “¿Adónde quieres ir, cariño? —le pregunto—. ¿Qué te gustaría hacer? Te llevo adonde quieras”. Él no responde. Cuando viene alguien a verlo, asume de mala gana el papel de profesor, pero pronto se deshace de él como si fuese un batín viejo. Cuando abro la puerta no veo más que una máscara cansada que esboza una sonrisa. El porche está lleno de periódicos, les echa un vistazo y los tira. Cuando lo miro, se vuelve hacia la pared. No habla de dolores físicos: lo que no se menciona no existe».
Dragomán saluda a todo el mundo en el pueblo, se detiene cuando se topa con alguien, habla del tiempo y de otras cosas. Compra, paga, va y viene, trae y lleva, echa una ojeada al interior de los vestidos veraniegos, desabotonados, de las mujeres, replanta las adelfas en grandes tiestos o se queda mirando el exuberante jardín.
Le gusta la barandilla verde de madera tallada del balcón del piso superior. Se adueñó de la mesa de patas oblicuas y del banco ya en la primera noche que pasó en el lugar y, apoyado en el muro, contempla fascinado el enorme plátano. Estar siempre al aire libre, observar la colina desde el banco de madera de acacia apoyado en el bastión de piedra, nunca de forma definitiva, siempre en el estado del nacimiento y del comienzo, bajo el susurro del viento; silbar en el cenador, liberado de la responsabilidad del cronista, registrar la llegada, tolerar la luz del sol, sentir el suelo bajo los pies…
Dragomán visita a los amigos que viven en la zona, recorre los alrededores, se siente inquieto cuando no ha explorado un valle, se aventura por todos los senderos, sube todos los días al Reloj de Piedra para contemplar las tres bahías, escucha el murmullo de los arroyos que bajan serpenteando por Öreghegy: no desea estar en ninguna otra parte.
El suyo es un programa de vida minimalista. De la biblioteca de la Universidad de Kandor puede sacar cualquier libro que le interese. Coge la mochila, monta en su bicicleta y se dirige a la ciudad. Sin embargo, prefiere recorrer la región. Va al otro lado de Öreghegy, hasta la cantera que años atrás fuera un campo de internamiento. En 1957 ya no se picaban piedras, pero tuvo que enrollar cables eléctricos en un frío taller de la mañana a la noche: cumplió condena por Dios sabe qué delito, porque las autoridades no se enteraron del más serio: asesinar de un tiro al comandante soviético de la ciudad. Si lo hubieran sospechado, lo habrían ahorcado.
Desde allí miró la gran llanura que se encuentra a los pies de las formaciones de basalto y del Reloj de Piedra, donde asesinaron a los muchachos en el Valle de la Misericordia. Cuando Dragomán realiza esas excursiones, lleva unos prismáticos militares, dibuja el paisaje desde diversos ángulos y toma fotografías. En la cantera abandonada, en ese gran cuenco de piedra, se sienta en un banco de madera de acacia. La pista que sube al monte está bordeada de grosellas y arándanos. En los claros, Dragomán encuentra incluso tréboles de cuatro hojas.
La región ya sirvió de lugar de reposo para guerreros veteranos hace dos mil años; aquí, los legionarios retirados cultivaban sus viñas. Los pueblos que se instalaron en estos parajes no recurrieron a la violencia; coexistían, se mezclaban, no se exterminaban los unos a los otros. El paisaje les inspiraba moderación. Adulteran el vino, es cierto, el agua tiene muchas burbujas, sopla un viento fresco procedente de las angostas bocas de las cuevas. Los viejos bajan a la tienda con mochilas al hombro cada tres días y, por lo demás, apenas se mueven. Entre águilas y ciervos, contemplan el color del tiempo que les queda.
Un hombre llega lejos cuando se deja guiar por los pies. Camina por senderos verdes y húmedos, acompañado por el susurro de los álamos a la orilla de un arroyo. Bandadas de cuervos se le acercan cuando se echa sobre un montón de heno y se dispersan cuando se mueve. Tumbado boca arriba, observa los dibujos que trazan las aves sobre el cielo gélido y blanco.
En la distancia, cerca de las ruinas del castillo, un punto negro se convierte progresivamente en un planeador. Un piloto con casco y gafas apunta con un arma de fuego a Dragomán y dispara luego a una liebre que sale brincando de los matorrales. En las noticias de la CNN ha visto esta mañana el rostro quemado de un colega, un filósofo. Mientras abría el correo sentado a la mesa del desayuno, una carta bomba le explotó en las manos. Perdió un ojo.
Dragomán tiene que viajar al mismo tiempo a diversas ciudades y alzar la voz en defensa de diversas causas nobles, motivo por el cual ahora está aquí sentado en el banco del jardín. Las reuniones de veteranos se celebran con creciente frecuencia. Se reúnen los antiguos compañeros de clase, los del 56 y del 68, los disidentes, los pasados de moda y los nuevos e insufribles, deseosos de serrar sillas, los expertos en promocionarse chapados a la antigua y los adalides de las últimas tendencias: todos se cuelgan sus etiquetas de identificación y deliberan sobre el sufrimiento de otros, exigen intervenciones armadas en lugares donde no serán sus cadáveres los que acabarán en bolsas para restos humanos. Mediante un fax, logra rescatar a unos cuantos colegas atrapados en una ciudad asediada y a otros de la cárcel. Apacigua algunas disputas groseras y consigue algunos compromisos.
Un chófer lo recoge y lo conduce a una lejana ciudad de provincias. Toma café y aguardiente en un bar. Educados moderadores esperan en diversas salas de conferencias. Aquí y allá, discurso de hora y media. Hay aplausos antes y después de las conferencias, la charla se prolonga entre el plato principal y el postre. Vuelven a casa por la noche. Antes de cada aparición se siente tenso, acuciado por el miedo escénico, tanto en N., una ciudad de diez mil habitantes, como en Nueva York. No desea estos actos ni las explicaciones. Al final le obsequian con un jarrón y le dicen que han visto a un verdadero europeo entre nativos blancos. Desearía no volver a oír esa frase. Todo aquel que es tratado como una celebridad acaba destronado antes o después. Primero el encumbramiento y luego el ocaso. Lo invitan, insisten y lo responsabilizan luego de haber ido. Por vanidad, sin duda. Lo cierto es que le gustan las paredes divisorias: no tiene necesidad de aparecer en persona cuando puede hacerlo por impreso. No está muy interesado en lo que los demás digan de él: no considera esencial el juicio de nadie. Le encantaría dar marcha atrás, retirarse, pero el coche avanza a ciento veinte por hora, el público espera en N., la sala está llena y él ha prometido ir.
Después de la cena escucha una historia sobre un funeral que se celebró en otros tiempos. En la década de 1960 se rumoreó que el líder político del condado se había pegado un tiro durante una cacería y había muerto. El féretro estaba cerrado, ni tan sólo se permitió a la familia ver al difunto. Su hija se abalanzó sobre el ataúd, lo abrió y descubrió que estaba vacío. Enseguida la apartaron y le pusieron una inyección para tranquilizarla. El ataúd vacío se enterró con la debida pompa, conforme a la normativa para los funerales oficiales.
El siguiente líder local del partido era un gran cazador; sólo él podía disparar en los bosques que rodeaban los silos de misiles soviéticos. Como el acceso a la zona estaba vedado, los animales se habían multiplicado. Cuando estaba perezoso, cazaba desde el coche. En otras ocasiones disparaba desde un helicóptero: los focos asustaban a las presas y él les disparaba desde el aire con la ametralladora. Una manada de jabalíes iba a beber a un estanque todas las tardes a las cinco; los mató a todos, no dejó ni una cría.
Era un hombre alto, fuerte y malvado que disfrutaba humillando a la gente. Todos temían su ira. «¡Voy y lo mato!», decía. Cuando acababa un interrogatorio, se dirigía a su subordinado: «¡Lárguese!». Demolió prácticamente todo el centro antiguo de la ciudad y erigió en su lugar la sede del partido y un puñado de edificios altos con pisos para sus funcionarios. Elegía personalmente a las mujeres de las juventudes comunistas y les regalaba una casa y un niño. Asistía al teatro todas las noches de estreno, sentado en el palco central. En los intermedios la gente lo rodeaba formando un semicírculo y esperando sus manifestaciones. Tras la actuación se retiraba al club de actores para tomar una copa; su séquito iba detrás en fila india.
Cuatro viejos mofletudos sólo podían hablar de este hombre, cuya sombra se proyectaba sobre la habitación. Fue el responsable de todos sus fracasos, la causa de todas sus oportunidades perdidas. Le temieron durante toda la vida y desearon desesperadamente deshacerse de él; envejecieron intentándolo. Uno de ellos, director de escuela, fue perseguido durante semanas: «Me castraron; desde entonces he vivido con miedo. Pude ascender, pero preferí mantenerme alejado. Me quedé en mi viñedo. Ahora él está acabado y yo también».
Una postal muestra un puño cerrado a punto de propinar un puñetazo. En el reverso puede leerse: Memento mori. Una carta empieza así: «Eres una escoria». En una reunión, un nuevo líder del partido califica a Dragomán de traidor a la patria. En la tienda de comestibles una desconocida confiesa a Dragomán que lo quiere mucho y le desea salud para las batallas que se avecinan. Llama batalla a exponer algunas ideas. Una voz masculina pregunta por teléfono: «¿Es el profesor Dragomán?». Después de la respuesta afirmativa, el desconocido asegura: «Esta semana la palmarás».
Dragomán se ha comprado unos pantalones nuevos y los lleva a una vieja costurera judía para que se los arregle. La mujer lo abraza y le confiesa con lágrimas en los ojos que tiene miedo. Uno de sus vecinos, oficial de la gendarmería en otros tiempos, no había entrado nunca en el ascensor con ella. Ayer, sin embargo, lo hizo y, sin testigos, le preguntó: «Señora, ¿cuál es su opinión sobre la emigración? ¿No cree que sería mejor seguir el ejemplo de los judíos rusos?». Su nieto preguntó a la profesora en el instituto: «¿Por qué hay tantas esvásticas dibujadas en su diccionario? ¿A quién van dirigidas?». «¡A ti! —respondió ella—. ¡A los de tu especie!».
El que despotrica contra los judíos se indigna. ¿Cómo puede alguien acusarlo de antisemita? Sostiene, claro, que la fuente de los problemas del país es la minoría ladrona y malvada. Ante ella, la mayoría bienintencionada sucumbe sin remedio, como en las peores pesadillas. «¿Se considera usted un judío asimilado?», preguntó a Dragomán un profesor, colega suyo. Él respondió que no. «¿Entonces se considera no asimilado?». Tampoco. «¿Pero cómo es posible? ¿Por qué los judíos no pueden diluirse en la sociedad en la que viven?». Dragomán se limita a señalar que él, personalmente, no siente ninguna necesidad espiritual de diluirse.
Es sagrado aquello que el hombre alza por encima de sí mismo. La autonegación de los judíos no puede ser más que provisional. Faltan a sus deberes y cometen crímenes, pero no pueden liberarse de la conciencia de culpa. Consideran seres próximos, sabios y falibles a los intermediarios con forma humana, a los padres Moisés, Salomón, Jeremías, Jesús, el rabino Akiba. Dragomán está convencido de no necesitar intérprete para dirigirse al Señor. El Señor está donde Dragomán. No coloca la conciencia de sí mismo en el suelo, sino que la pende del innombrable y omnipresente.