En el círculo de Laura
Año 1952. Un aula larga, clase de historia, olor a seres humanos. El profesor nos llama «respetable público», que es mejor que «queridos camaradas». Como es mi costumbre, me escondo en la última fila y, dejando allí el cuerpo, procuro salir volando por la ventana. Me rodeo de unas pocas personas bienintencionadas, de Cibulka, el minero, y Kabarkó, el campesino. Fueron admitidos en la universidad tras un curso intensivo de seis meses, que les valió un diploma de bachillerato. Los «eligieron» y les dijeron que estudiaran; ellos lo consideraron un honor. Si todo iba bien, acabarían siendo maestros de ruso.
Ambos son alumnos mayores, torpes, tímidos y, aun así, astutos. Durante la guerra fueron prisioneros de guerra en Ucrania. Sobrevivieron. También sobrevivirían a la experiencia didáctica. Les echo una mano, les chivo las respuestas y ellos me obsequian con historias y se pelean (sus camas son contiguas en el dormitorio de la residencia de estudiantes). Cuando Kabarkó recibe un paquete con comida de su mujer, se lo come casi todo él; Cibulka, en cambio, cuando recibe algo de su familia, actúa en representación de la clase trabajadora y de su vanguardia, los mineros, y demuestra una moral más elevada: antes de abrir el paquete, lo pone sobre la mesa y llama a todo el mundo. Fue capataz en la cuenca del Don, y los camaradas soviéticos se mostraron contentos con el tovarich Cibulka: enseñó a los hombres del Don de lo que era capaz un minero húngaro. A poco, su nombre figuraba en la lista de honor. Los profesores de la universidad no se mostraban tan satisfechos: los exámenes orales no eran el punto fuerte de Cibulka. Aunque tomaba abundantes notas en clase, el resultado era una desconcertante aglomeración de palabras. Kabarkó, más espabilado, gustaba de exhibirse con respuestas ejemplares, sobre todo cuando podía destacar ante Cibulka, al que apenas le quedaba más remedio que poner en evidencia el taimado egoísmo de Kabarkó.
Jamás vi a uno sin el otro; parecían inseparables. No obstante, sus caminos se bifurcaron. El día en que estalló la revolución del 1956, Kabarkó estaba a punto de regresar a su pueblo. Pasó junto a un camión que repartía armas, vio la ineptitud de los jóvenes que limpiaban la grasa de los rifles recién desembalados y no pudo continuar. Como excombatiente, se convirtió en su instructor durante la hora siguiente. Insatisfecho con su manejo de las armas de fuego, sin embargo, se quedó con ellos y dirigió la batalla. Prendió fuego a tres tanques. Cuando unos jóvenes soldados rusos ocuparon un viejo edificio medio derruido, él y sus hombres fueron de habitación en habitación con granadas de mano y acabaron con ellos. Lo que más molestó a Kabarkó fue que su escuadrón, que incluía a varios gitanos, se bebiera todo un barrilete de aguardiente. Lo atribuyó a la frivolidad gitana. Kabarkó continuó cuidando de sus hombres y hasta la derrota de la revuelta no regresó al pueblo con su mujer. Allí lo recogió Cibulka en persona, que fue a buscarlo en un coche grande marca Pobeda, puesto que a esas alturas ya había sido nombrado investigador del departamento de seguridad del Estado.
Durante el interrogatorio, Cibulka trataba a Kabarkó de usted, lo cual lo cansaba sobremanera. Más dolores de cabeza le causaba la máquina de escribir, pero tenía que redactar el expediente. Kabarkó, fingiendo respeto, le señalaba las faltas de ortografía. Para colmo, recurrió a su astucia campesina para negarlo todo. «¿No le queda ni una gota de decencia?», le preguntó un sorprendido Cibulka. «¿Negaría incluso que fuimos compañeros de habitación?». «Jamás fuimos compañeros de habitación», respondió Kabarkó, lo cual encendió a Cibulka de tal modo que le pegó un puñetazo en plena boca y decidió que fuera otro quien llevara el caso: ese sinvergüenza y mentiroso le hacía perder los nervios. A buen seguro que era un kulak hijo de puta, rebufó, aunque su madre fuera una criada. Claro que fluía sangre de kulak en sus venas, por eso era tan empedernido; en vez de confesar sin más, mirándolo a uno a la cara, sus crímenes contra el socialismo y la clase obrera, se quedaba contemplando el suelo. Los superiores tranquilizaron a Cibulka y le dijeron que no importaba que se enfadara. Al final continuó, pues, como encargado del caso. Al día siguiente pidió disculpas a su antiguo compañero por haber tenido demasiado floja la mano y cerró la investigación salvando a Kabarkó de la soga y endilgándole tres años de cárcel.
Kabarkó cumplió dos, porque trabajó de manera ejemplar y pasó a ser jefe de cuadrilla en los interminables campos de maíz. Cuando Cibulka fue a visitarle, se enteró, pues, de que Kabarkó volvía a ejercer de jefe. Todos llenaban sacos con paja y cargaban con ellos hasta los barracones, y era Kabarkó, por supuesto, quien enseñaba a aquellos bobos a llenarlos de manera uniforme. Se sentaron el uno frente al otro a una larga mesa de pino, sin apenas decir palabra. La esposa de Kabarkó se sentó al lado de Cibulka, que había traído chorizo asado y morcilla de su pueblo, pues se había reincorporado a la minería: sus colegas se habían burlado de la torpe redacción de sus expedientes.
Tras ser liberado de la cárcel, Kabarkó dio también la espalda a su oficio de intelectual. Fue el primero de su pueblo en cultivar tomates bajo condiciones de invernadero, cubriendo las plantas con plásticos. Reconstruyó su casa, pero su mujer sucumbió a un cáncer; él mismo, volviendo un día a casa del hospital, sufrió un ataque al corazón. El veterano minero Cibulka, ya canoso, demacrado y tambaleante, siguió con tristeza el ataúd en la procesión fúnebre. Acababa de abandonarlo una mujer joven, que, como amante de un camionero, se había llevado todos los bienes muebles en el camión.
Principios de septiembre, segundo año académico; la luz del sol se filtraba en el aula. ¿Por qué tengo que estar aquí sentado? ¿Por qué estoy en la universidad? ¡Qué pérdida de tiempo! Un rayo de luz dio en la cabeza de Laura e hizo oscilar su melena indomable entre el color bronce y el óxido. La miré (estaba sentada delante, con los empollones) y me pareció que el pelo llameaba. No pude apartar la vista de su cabeza durante largo rato, le dirigía miradas cuando se movía, que era a menudo, pues le encantaba charlar y volverse a un lado y a otro, flanqueada como estaba por dos partisanos griegos. Entre los estudiantes de este curso había bosnios y chipriotas y todo tipo de guerreros, muy ocupados todos cortejando a las chicas húngaras. Laura contaba con unos guardaespaldas muy leales, a los que daba clases particulares. Le decían que era hermosa como una mosca y no comprendían por qué la sorprendía el cumplido; querían decir mariposa, claro, pero confundían las palabras en húngaro.
Un semblante serio y reservado, una maravillosa nariz respingona, unos pliegues burlones en la comisura de los labios, un blanco marfil alrededor de unos iris muy morenos. Me pasé días mirándola pero no me atrevía a hablarle. Mi intenso examen se extendía hasta los tacones de sus zapatos. No le irían nada mal unos zapatos nuevos, decidí. El hecho de que no los tuviera no era simulación política, sino simple falta de dinero. De vez en cuando me dedicaba a traducir. Le pasaré algún encargo, pensé; y si traduce mal, yo mismo lo haré. Una relación laboral requeriría que hablase con ella de vez en cuando.
«Escucha, ¿quieres ganar algo de dinero?». Quería. Al día siguiente nos encontramos en una pastelería y luego visitamos el museo. Laura se derrumbó delicadamente ante un Van Eyck. Cerró los ojos. Me arrodillé a su lado y le puse la mano bajo la cabeza. La larga melena hacía que pareciera suave. A poco, sin embargo, abrió los ojos de largas pestañas y sonrió con tímida incertidumbre. No comprendía lo que acababa de ocurrir; yo tampoco.
Al día siguiente fuimos al cine. Antes de embarcarnos en un proyecto de traducción común, debíamos conocernos. Al salir del cine (yo divagaba sobre algo), Laura volvió a caer al suelo. No se derrumbó, más bien se deslizó lentamente y quedó tumbada en la parada del tranvía. Yo no era tan engreído como para interpretar este fenómeno como una reacción fulminante a mis palabras o a mi persona y le pregunté con temor si tal vez estaba embarazada. Oh, no, de ninguna manera. Acababa de casarse este verano, pero no estaba embarazada.
Esas recientes nupcias estivales no me alegraron en absoluto. Pero ¿dónde estaba el marido? En Leningrado. Era estudiante de tercer año de medicina, becado. Un joven estupendo. Amor de instituto de secundaria, fidelidad eterna, intercambio frecuente de cartas: sus suegros, ambos trabajadores reconvertidos en directores de empresa, ya pertenecían al partido antes de la guerra. Lali, el marido de Laura, era un hombre sumamente talentoso y de carácter sólido. Habían sido compañeros del alma durante seis años y, desde la boda celebrada en verano (Laura tenía diecinueve; Lali, veintiuno), también lo eran en lo físico. Ambos perdieron la virginidad juntos después de casarse. «¿Te dijo que era virgen? Vaya». Ambos consideraban inmoral la práctica del sexo antes del matrimonio. La boda tuvo lugar en verano; Lali sabía exactamente cuándo podían celebrarla sin contratiempos: en pleno mes lunar. Asentí: se trataba de un hombre de ciencias, desde luego; era normal que lo supiera. Planeó científicamente hasta su boda. La ha dejado embarazada, pensé, se ha ido y desde la distancia la anima a mostrarse fuerte. Renunciar voluntariamente a la beca y acudir a la facultad de medicina de Budapest habría sido un acto de deserción; el partido hasta podía expulsarlo por ello. El hijo de dos directores de fábrica y miembros prominentes del partido no podía actuar de forma tan irresponsable. El partido lo envió a Leningrado a estudiar; anteponer sus sentimientos personales al deber habría supuesto un signo de debilidad: jamás se lo perdonaría a sí mismo. Cuando superara con éxito los exámenes, tanto los académicos como los ideológicos, y lo fortificara un conocimiento superior, sin duda le ofrecerían una buena posición en su ciudad. ¿Quedarse aquí ahora por Laura? No, hasta ella lo despreciaría; debía permanecer fiel a sí mismo. Abrigaba las ambiciones de la emergente clase trabajadora y tenía una misión que cumplir. Provenía de un entorno humilde, antes de la guerra habían vivido en un piso de habitación y cocina, y se sentía obligado a alcanzar la cima. Sostenía Lali que uno debía exigir lo máximo de sí mismo y que el acero del carácter se forjaba con las adversidades.
En cualquier caso, Laura se mostró sorprendida cuando le expresé una opinión médica contraria y le recomendé que visitara al ginecólogo. La situación parecía seria, ya que el aborto se castigaba duramente en aquella época. Un médico que practicara un aborto ilegal se enfrentaba a una condena de cinco a seis años de cárcel. Un ginecólogo retirado que vivía en su edificio, que participaba también en la célula local del partido y cuyo perro salchicha salía a pasear solo, determinó que Laura estaba, en efecto, encinta y le comunicó su negativa a practicar la intervención. Laura, de diecinueve años de edad, era pobre. Su padre había muerto y su madre cobraba una pensión. Ella y Laura daban clases de inglés y vivían de forma muy modesta. Como ya sabemos, sin embargo, las adversidades forjan el carácter. Laura no tardó en hacer las paces con su situación; además, superó el mes de los desmayos.
Me gustaba el ritmo de los días: las mañanas en la universidad, luego la biblioteca y, a las cinco, cuando los hombres regresaban con sus familias, yo tocaba el timbre del portal de azulejos amarillos del edificio de apartamentos donde vivía Laura. Acudía el señor Rétházi, el conserje un tanto jorobado con su gorra de visera. Un viejo hosco con barba de dos días y nariz larga y roja con síntomas de resfriado abría de mala gana la puerta del ascensor. Su gruñido parecía contener un mensaje para mí: «Adelante, entra en la jaula, sinvergüenza, todos sabemos que vienes por aquí. Los padres del marido son peces gordos; seguro que estás enterado. O sea, que anda con mucho cuidado porque te pueden romper el cuello». Durante el otoño de 1956 debió de verme andar por ahí con una metralleta, pero no es probable que me denunciara. Me bajaba en la sexta planta y me dirigía hacia la derecha. No olvidaba enviar el ascensor de vuelta hacia abajo. Repetí el gesto miles de veces.
Desde dentro podía oír esos pasos apresurados y adorables, que con el paso de las semanas se hicieron más pesados. La puerta se abría con decisión; el cristal opaco permitía reconocer la sombra del recién llegado. Al habitual olor del vestíbulo había que sumar un perfume sin pretensiones y el dulce olor natural de Laura, que recordaba un postre de clara batida y crema de vainilla. Yo asociaba el olor a pastelería de las mujeres embarazadas con el aroma a heno recién cortado que ronda las cabezas de los recién nacidos. Cada vivienda tiene su olor. El de Laura golpeaba mis orificios nasales nada más entrar. En el vestíbulo las emanaciones de las viejas maletas de cuero se mezclaban, en un cóctel incomparable, con las de las palomas que anidaban en la ventana del baño. Laura me recibía con un amplio vestido rojo. Nos estrechábamos la mano; al cabo de unos meses nos dábamos un leve beso en la mejilla. Y corríamos por la alcoba a su habitación. Una vez dentro, me sentía aliviado porque nadie me había visto y yo no había tenido que saludar. Me sentía más que nada un intruso. Laura entraba y salía afanosamente, pero pronto aparecía con el abrigo puesto. Su vientre crecía más y más y el médico le había sugerido que diera largos paseos para recuperar su legendaria esbeltez.
A veces, nos dábamos la mano en la calle. Ocurría también que el pelo de Laura, impulsado por el viento, me rozaba el rostro. En el cine apoyaba la cabeza sobre mi hombro. Un compañero estudiante como yo estaba autorizado a tocarla para ayudarla a cruzar el muro bajo de un monasterio derruido. Vagábamos por muelles desiertos; era bonito pasear mientras caía la nieve, cuyos copos formaban un sombrero blanco sobre la cabeza de Laura. Podía imaginármela de niña peleando con los chicos en la calle. Lo hacía con tal furia que, en una ocasión, una mujer del edificio observó más de cerca aquel pequeño terremoto mugriento y exclamó: «Por Dios, ¿será ésta la hijita del doctor Barta?».
Pasábamos la mayor parte del tiempo caminando: un buen ejercicio para la futura madre. Era invierno, por lo que subíamos la ladera boscosa con botas de escalar, dejando huellas sinuosas sobre la nieve. Acabábamos calados hasta los huesos, con las mejillas rojas, de modo que después de las excursiones Laura me invitaba al cuarto de trabajo de su fallecido padre, un abogado, en el que había buenos libros con las letras N. B. escritas a lápiz. La voz profunda de Laura y sus opiniones, expresadas lacónicamente, con una expresión irónica o una risita sofocada, me introdujeron en el noble círculo de los iniciados. Cuando estaba con Laura me sabía en un buen lugar, sentado en una butaca de lo más cómoda, con el mejor libro posible entre las manos.
La orilla del lago era, con toda probabilidad, el centro del universo; allí paseábamos Laura y yo por los senderos de gravilla de la rosaleda en atardeceres más nublados que iluminados por la luna. Durante mucho tiempo no confesé a Laura que mis sentimientos hacia ella no eran sólo de afecto fraternal. No la deseaba con especial pasión, pero quería visitarla todos los días. Quería estar a las seis de la tarde en su habitación. Deseaba charlar con ella, cómodamente instalado en una de las dos butacas colocadas una frente a otra en ángulo, y el pan con mantéese que me ofrecía con el té me parecía un festín. Flacos los dos y siempre un poco hambrientos, comíamos en el comedor universitario. Sin embargo, uno no debía interesarse por tales cosas.
Todas las mañanas, la madre de Laura se marchaba arrastrando los pies al comedor popular dirigido por la comunidad judía, donde por una módica suma servían comida en unos recipientes abollados, con tapa, que la gente sacaba de bolsas de lona. La comida no era buena, pero se podía comer. Sobraban los comentarios; ni el comedor popular ni la comunidad en sí, financiada por grupos de judíos americanos, los merecían. Doña Erzsi y yo preferíamos discutir sobre literatura; a ella le encantaba recitar poemas de Goethe y Schiller. Leía básicamente libros alemanes con caracteres góticos; uno de los asiduos del salón literario que organizara años atrás era el poeta Endre Ady. Hablaba con admiración de su yerno, con quien departía sobre medicina. Su padre también era médico y a ella le habría gustado serlo; para colmo, la torturaba la hipocondría. Yo no podía esperar que doña Erzsi me tuviera en tan alta estima como a Lali, el legítimo. La frecuencia de mis visitas se hizo sospechosa, ominosa. Cuando esa señora de andar cansino abría la puerta, me daba la sensación de que no estaba encantada de verme.
La luz de la habitación de Laura era agradable, las flores estaban armoniosamente dispuestas en un jarrón chino. De vez en cuando me alcanzaba el dinero para comprarle unos cuantos tallos. Los muebles, su tacto, su cálido color marrón, se me hicieron familiares. Y cuando Laura estaba ocupada en la cocina, me gustaba sentarme al escritorio cubierto con un cristal y escribir alguna estupidez acorde con el espíritu de los tiempos. Observaba cómo la barriga de Laura se volvía más y más redonda bajo su vestido rojo, con la esperanza de que tuviera tiempo para ir conmigo al cine y luego a cenar. Mi intención era convertirme en filósofo y novelista, pero en casa traducía textos rusos sobre los fertilizantes químicos y la utilización de los silos. Siempre llevaba dinero suficiente en el bolsillo para no pasar vergüenza a la hora de pagar la cuenta. Y cuando estaba sin blanca vendía algunos de mis libros o llevaba ropa a la casa de empeños, la de verano en invierno y la de invierno en verano.
Llegó entonces el momento del parto y el poder familiar entró en acción. La madre y la suegra y la enfermera y la vieja Juliska, la señora de la limpieza, tomaron el mando. Una hermosa niña llegó con puntualidad el día en que Laura cumplía veinte años. Yo quería visitarla aprovechando una ausencia de las madres. Pedí una bata blanca a un amigo médico y me colé en el hospital para ver a la mujer de mis ensoñaciones. Su cabeza reposaba lánguidamente, casi con timidez, sobre la almohada; tenía la piel más pálida, los ojos más brillantes, más triunfales y un poco más maduros. Mi visita había sido preparada por su amiga. Me quedé allí de pie, con las flores en las manos, saboreando el placer de mi entrada ilegal. Me maravilló el resplandor trascendental de Laura. No me atrevía a mirar a las otras mujeres. El bebé, en brazos de la enfermera, parecía un mensaje del más allá; tenía un aspecto bastante serio, aún no había nada grabado sobre la piel de su cara y la palma de su mano era todo un boceto.
Luego, en casa, yo sostenía al bebé y lo hacía eructar. Éramos demasiado pudorosos para que pudiera ser testigo de la lucha de Laura por dar de mamar a esa torpe boca de bebé, para que le tomara el pezón y lo succionara, para que cumpliera las órdenes supuestamente inscritas en sus instintos, para que jadeara y creara con sus encías sin dientes un vacío alrededor del pezón. Me sentaba en una butaca de respaldo alto en el vestíbulo, dando la espalda a la habitación de Laura, y escuchaba los sonidos que salían de allí. Amamantaba al bebé. Llegaba la hora de pesar a la criatura. Bien: había consumido la cantidad correcta. Regocijantes eructos, alegría por doquier, y yo podía mecer entonces al bebé. «Se la ve feliz en tus brazos», dijo Laura, y me ruboricé, algo que hacía con facilidad. Se acercaba el fin del año académico y el comienzo de las vacaciones estivales y se acercaba también Lali. Mientras, se produjo un pequeño bache en mi hasta entonces recta carrera: me expulsaron de la universidad.
El secretario local del partido, un hombre cojo, se mostraba implacable a la hora de desenmascarar a los enemigos. Descubrió que mi abuelo había sido mayorista de vinos; contrariamente a lo que afirmaba en mi curriculum vitae, había llegado a tener entre seis y ocho empleados, no sólo dos o tres. Además, yo había escondido el hecho de tener una prima en Estados Unidos. Era cierto, residía allí como esposa de un diplomático, pero aun así había evitado mencionarla en el cuestionario. Estudiaron mis ideas políticas y el comité de disciplina decidió que no era digno de acudir a la universidad del pueblo. En realidad, el procedimiento se produjo en un momento oportuno: comenzaba a confiarme, dirigía un seminario de historia, e incluso me pagaban por ello; ya no tenía que esconder todos mis pensamientos. Hasta entonces no resultaba correcto demostrar mis conocimientos, pues podría haberse interpretado como un intento de hacer sombra a los estudiantes procedentes de la clase obrera.
El año anterior, antes de conocer a Laura, Irene, la que fue mi novia durante unos meses, me sugirió que pasara más tiempo en la sala de estudio comunitaria, que asistiera a las sesiones de preparación para la defensa nacional, las cuales incluían prácticas de tiro con rifle, que participara más a menudo en los bailes populares y leyera a Stalin en lugar de Marx para que el colectivo me considerara uno de los suyos. No era bueno para mi imagen, me advertía Irene, que me dejara ver en cafeterías, llevara americana y a veces corbata, saludara a la gente de tal manera y mirara a las mujeres de tal otra. Me convenía mejorar, afirmaba, abandonar mi individualismo burgués o, por ejemplo, mi actitud desagradable y posesiva hacia las mujeres, que me llevaba a ser más atento con las chicas guapas que con las que no lo eran tanto. Irene trató de convencerme por todos los medios de que un buen aspecto exterior era inversamente proporcional a la belleza interior.
Mi vida era bastante limitada: acudía a la biblioteca, paseaba por zonas desconocidas de la ciudad y sacaba algo de dinero extra traduciendo textos sobre los rascacielos moscovitas o un relato sobre los entretenimientos vespertinos de una cooperativa agrícola. Por las tardes pasaba por la universidad, donde Irene seguía en la sala de estudio y accedía a acompañarme a un rincón oscuro para celebrar una sesión de besos.
Era Irene una chica divertida y descarada. Le encantaba bromear. Se reía mucho. Su lengua, su ingenio, sus pies, todo en ella era rápido. Tenía también una nariz larga y un olor muy peculiar; no sabría decir si provenía del jabón o de su propio cuerpo. Tampoco estaba seguro de querer casarme con ella, que abordaba a menudo el tema del matrimonio a la vez que intentaba amablemente liberarme de mis prejuicios burgueses.
Yo, de todos modos, montaba guardia, cuando me tocaba, ante un busto dorado de Stalin. A mi derecha estaba Irene: había tenido la amabilidad de pensar en mí y yo le agradecía el honor. La cabeza gigante estaba colocada en una hornacina; la vigilábamos por turnos de una hora, inmóviles. Yo miraba adelante, serio, perfectamente consciente de la solemnidad de mi situación. Esa reproducción de escayola hacía que me sintiera cercano a él. Todo sucedía en su nombre. Al oírlo, el aula se alzaba y aplaudía, primero enérgicamente, luego rítmicamente y finalmente, a modo de colofón, aumentando el tempo. Los gritos y vivas eran combinaciones de varias palabras y nombres sagrados. El miedo por sí solo no nos hace aplaudir. La persona a la que vitoreamos vive en nosotros. Yo no era tan sólo un adorador reticente: no podía no respetar al sabio y señor del imperio. El líder de la historia era misterioso y taciturno por naturaleza. De acuerdo con uno de nuestros profesores, que no tardó en ser encarcelado, Stalin leía dos gruesos libros por noche. Una ventana del Kremlin, en lo alto del Moscú dormido, estaba siempre iluminada: la suya. Mientras la gente dormía, su líder se mantenía despierto, velando sus sueños. «Por supuesto», dijo el profesor cuando pregunté si Stalin dominaba las técnicas de lectura rápida, porque de lo contrario no podía terminar dos tochos en una noche. Su «por supuesto» no fue del todo convincente. Pero ¿por qué no iba a poseer poderes sobrehumanos? Mi profesor, que también era estalinista, se convertiría luego en víctima de los juicios estalinistas.
Un día acompañé a Irene a la periferia de la ciudad; el viaje duró más de una hora, fuimos en tranvía cogidos de la mano. Nuestro destino era la casa unifamiliar de una planta donde vivía con su madre. Su padre había muerto. Irene hablaba de él con solemnidad; según ella, encarnaba las mejores virtudes de la clase trabajadora. Su madre era una mujer pequeña y delicada que trabajaba en una fábrica textil y utilizaba constantemente la palabra «camarada» para referirse a sus compañeras. Había recibido numerosos diplomas de honor, que colgaban todos enmarcados en la pared. La propia Irene había ganado una carrera de campo a través en categoría júnior y una medalla de bronce del movimiento «Listos para trabajar y luchar», en el que había destacado como tiradora. Irene, miembro del partido, irradiaba responsabilidad, y cuando asistía a las reuniones, pertenecía a una sociedad secreta de iniciados e intrépidos.
Yo seguía posponiendo el gran momento, la consumación. Irene era aún virgen y a mí me había tocado convertirla en mujer. A pesar de que conversábamos a menudo sobre el lugar donde había de suceder, pues tanto su casa como la mía estaban excluidas, y aunque ella ya no se mantenía firme en el principio de casarnos primero, yo, en un súbito cambio de rumbo, empecé a alabar la concepción bíblica del matrimonio y encontré todo tipo de razones para no ir de inmediato al albergue donde, como habíamos planeado, nos convertiríamos en hombre y mujer en cuerpo y alma en una habitación provista de un hermoso balcón. Cuando su madre no estaba en casa, sacábamos la muñeca rosa y los cojines de encaje del sofá de la sala de estar para que yo pudiese estirarme y ella arrimarse a mí, pero mis avances resultaban más bien mecánicos y fingidos. A la menor resistencia por su parte, me mostraba arrepentido y le prometía comportarme de la forma más honesta con ella. Y, en efecto, me atenía a la promesa.
Cuando llegó el verano, me llamaron a filas y terminé en un campamento militar lejos de la ciudad. Olvidé rápidamente a Irene, que ya me había advertido que entregaría a Andor Késmárki aquello que me había negado, más aún teniendo en cuenta que, ideológicamente, ella y Késmárki hacían mejor pareja y que no había nada más importante en una relación que una visión compartida del mundo. Que Andor Késmárki hacía todo lo posible por adoptar la actitud correcta era algo que se adivinaba en su forma de hablar. Hijo de una familia judía de clase media de Budapest, comenzó a hablar en un dialecto de provincias y a impostar el acento de la región de la que era natural el padre y líder del país. Por consiguiente, sus intervenciones emanaban corrección ideológica por la mera entonación.
De todos modos, nuestro apartamento carecía de un lugar que permitiera a dos amantes esconderse. No había espacio para el aristocrático distanciamiento. ¡Oh, los pisos burgueses de Budapest! Qué astutas maniobras se necesitaban para mantener intactos esos apartamentos de tres o cuatro habitaciones. Cómo preocupaba a nuestros padres la posibilidad de llegar a perderlos, de que les asignaran a otras personas, de que una pared divisoria redujera aún más su limitado espacio y tuvieran que amontonar sus ya escasos muebles, cuadros y libros. Los pisos más grandes habían sido divididos. Surgieron extraños pasillos y habitaciones minúsculas con techos altos. Y también surgieron auténticos nidos de víboras, verdaderos odios, puesto que en esos nuevos apartamentos comunitarios se compartía el baño y la cocina. Cuando un inquilino hostil ocupaba el retrete en el preciso momento en que uno se veía acuciado por una necesidad urgente, el amor al prójimo desaparecía por completo. Se dividían vestíbulos y cocinas, todo cuanto había quedado de antaño, con el único fin de saber al otro lado de la pared a aquel que había sido instalado allí por el consejo municipal: al cuadro del partido, al hombre del sistema, el cual tenía la sensación de estar en posesión de la razón y de haber sido puesto en esa vivienda por una cuestión de justicia histórica.
Una parte de nuestro apartamento fue otorgada a una pareja fiable de jóvenes funcionarios, que saludaban a mis padres con un breve y frío buenos días o, la mayoría de las veces, con un simple gesto de la cabeza. Por supuesto, oían todo cuanto podía oírse. La emisora inglesa, por ejemplo, que mi padre escuchaba todas las mañanas a las 6:45. Ta-ta-ta-ta, buenos días desde Londres. Para mi padre, la BBC era la única fuente de información fiable. Todo cuanto decía Radio Budapest resultaba ser falso. A nuestros nuevos vecinos no les faltaban motivos para odiarnos, pues tenían que justificar su presencia ante ellos mismos y, además, les resultaba intolerable que la mayor parte del apartamento siguiera habitada por los propietarios de toda la vida.
Era cierto, desde luego, que la cultura burguesa celebraba fiestas en la otra habitación. En un sofá cubierto con una gruesa alfombra persa, yo leía a Proust, a Mann y a Huxley. Por otro lado, las actividades de cama de la joven pareja eran perfectamente audibles: un crescendo y un diminuendo de jadeos y suspiros. Intentaba concentrarme en mi libro, pero esa voz femenina, tan distinta de la que pronunciaba el lacónico «buenos días» por las mañanas, esos gemidos y gritos ahogados, pero aun así descarados, que la inquilina producía cada dos noches entre las nueve y media y las diez en la habitación contigua, me distraían inevitablemente. Pensaba que tal vez debería apagar la luz para hacerles creer que estaban solos, pero finalmente optaba por dejarla encendida: de lo contrario, podía despertarlos al volver a encenderla, ya que solía leer hasta las dos o las tres de la noche. Ahí estaba yo, entregado a una inactividad decadente, absorto en una literatura elitista, mientras que ellos se iban a trabajar a primera hora de la mañana a sus respectivas oficinas del Estado o del partido y dedicaban su tiempo al bien común, es decir, contribuían al aumento de la población. En cierto modo, estaban autorizados a ocupar la mejor habitación de nuestro apartamento y a hacer el amor en nuestra cama. Yo oía la voz de la mujer a través de la puerta de cristal y aquello me excitaba sobremanera, pero procuraba no imaginar qué hacía con su marido nuestra vecina empeñada en dar un voluptuoso concierto.
Se trataba de una ocupación distinta de la que habíamos vivido durante la guerra, cuando los oficiales del ejército húngaro se instalaron en el cuarto que servía de despacho a mi padre. Camino de su habitación, donde habíamos colocado un buen número de camas, pasaban de puntillas por la sala de estar y el comedor. Esos oficiales estaban convencidos de ganar la guerra gracias a la calidad superlativa de las armas alemanas. Se trataba de una opinión compartida por funcionarios de mirada penetrante y bigotes de cepillo que, siendo proalemanes, incipientes nacionalistas húngaros y quizá también miembros del partido de las cruces flechadas y habiendo leído diversas obras de esta índole, miraban con hostilidad tanto a mi padre como a toda la familia. De hecho, este joven se parecía de manera asombrosa a aquéllos. Daba la impresión de que muchos querían ese cuarto, que también a mí me apetecía, puesto que mi padre no utilizaba con frecuencia el escritorio grande de madera tallada. Aún quedaba un sillón, en el que mi abuelo echaba una cabezadita cuando venía a visitarnos.
Me impuse la tarea de comprender a la otra parte, a los expropiadores y nacionalizadores, a los que me colocaban en la categoría «X», me declaraban «ajeno a la clase obrera», me tachaban de burgués y, por tanto, poco fiable desde el punto de vista socialista. Incluso de niño, en los primeros años de escuela, comencé a notar que nuestra posición acomodada despertaba incluso la hostilidad de los judíos pobres. No vivíamos como señores, pero íbamos en fiacre a patinar a la pista de hielo y paseábamos por la calle principal con guantes blancos, acompañados de la niñera. ¿Por qué me correspondía más que a los otros? ¿Sólo por poseer más? Ya llegaría el día en que tendríamos menos. A mayor fortuna, mayor responsabilidad, dijo mi padre en una ocasión. El burgués es aquel que, en todo, siempre posee un poquito más que su vecino, incluso en un campo de concentración. Admito que nuestra obsequiosidad ocultaba cierta malicia: tomad, llevaos las cosas, a ver si sabéis tratarlas. No obstante, asumí en cierta medida los principios éticos de la expropiación socialista practicada contra los burgueses. Aprobaba que dejáramos el lugar a quienes, como los niños, afirmaban ser el futuro. Ellos afirmaban: ahora me toca a mí, tú ya has tenido la bicicleta mucho rato. No les interesaba saber a quién pertenecía la bicicleta en realidad.
Por la mañana solía llegar tarde a clase, lo cual era un inconveniente, puesto que guardias apostados en la puerta apuntaban los nombres de los rezagados. Una mañana, me percaté de la presencia de dos vitrinas encima de la cabeza de los guardias. En una ponía: «Lista de honor»; en la otra: «Lista de la vergüenza». Uno podía aparecer en la segunda por el mero hecho de llegar tarde, si así se decidía en un caso dado. De repente, vi allí mi fotografía. No me gustaba el aspecto que presentaba en la foto, en la que parecía un señorito soñador. En un primer impulso de vanidad, me preocupó haber salido tan poco favorecido. Tardé en tomar conciencia de que estaba expulsado como enemigo de la clase obrera. A partir del día siguiente, me prohibían poner los pies en el edificio.
Cerca de Laura me sentía protegido, en cierto modo. Allí estaba, por ejemplo, doña Erzsi, con sus gustos infalibles y sus clases de inglés y francés. La veíamos pasar arrastrando los pies, con su lentitud que parecía no pertenecer a este mundo, con su educación de hija de una familia judía acomodada del sur de Hungría, con sus opiniones, intereses y prejuicios musicales, literarios e incluso médicos. Tenía motivos para la insatisfacción. Incluso de joven, caminaba despacio, con pasos pequeños, en todo momento detrás del marido, y esta pequeña distancia molestaba a ambos. En su apartamento de tres habitaciones y vestíbulo, siempre atestado, un regimiento entero de señoras aparecía para darle apoyo moral: doña Manci, doña Magda, y así sucesivamente. Al principio no resultaba fácil distinguirlas, pero en cuanto superé mi timidez y me senté a hablar con ellas, pude percibir la sabiduría cálida y a veces maliciosa que llevaban grabada en sus rostros llenos de arrugas. Se encontraban a diario, y aun así siempre tenían algo de que hablar, algo que recordar: maridos y otros miembros de la familia muertos en guetos y campos, convertidos en recuerdo etéreo por obra de balas y gases letales, todos ellos siempre misteriosamente presentes en sus sueños.
El líder de estas reuniones de señoras era don Vilmos, propietario de un periódico, una editorial y una imprenta antes de la guerra, amigo de escritores, poetastro y juerguista, un octogenario de cutis moreno, delgado, canoso y un poco encorvado, burgués liberal en su día y actualmente empleado retirado de la imprenta la Estrella Roja, al que aún consultaban cuando surgían problemas. Visitaba dos veces al día a su exesposa, doña Ilus. Primero subía en secreto, a las siete y media de la mañana, resoplando y resollando al apartamento situado en el sexto piso. No tomaba el ascensor. No era por ahorrarse los treinta centavos que debía dar al portero, sino por su deseo de no revelar el secreto de su relación ilícita con su exesposa. La relación consistía en una pregunta y una bolsa de papel. La pregunta era: «¿Qué hay de nuevo?». La respuesta: «Nada». Y la respuesta a esta respuesta: «Gracias a Dios». Valía la pena subir las escaleras con el único fin de tranquilizarse. En la bolsa había quizá un cruasán o tal vez sólo medio o una punta, una manzana, un trozo de chorizo, un pedazo de queso, algunos terrones de azúcar, una o dos galletas, en definitiva, pequeñeces. Quien poseía tal bolsa no se moría de hambre. A veces le llevaba también un libro al que había hecho referencia el día anterior: allí estaba, pues, el pasaje de Heine o el texto de Tocqueville. Por la tarde, don Vilmos volvía legalmente, acompañado de doña Magda, su segunda esposa; en esta ocasión tomaba el ascensor y guardaba riguroso silencio respecto al cuarto de hora de visita matinal.
A finales de los años veinte doña Erzsi abandonó a su marido, un hombre acomodado, por el doctor Barta, abogado principiante de mirada soñadora, más romántico y apuesto. Hubo divorcio, nuevas nupcias y múltiples traslados, ya que el doctor Barta buscaba constantemente lugares nuevos para vivir. Recorría la ciudad por las mañanas y en cuanto veía un anuncio de un apartamento en alquiler, iba a verlo y regresaba a casa con júbilo. He aquí nuestra nueva dirección, decía, y sabía describir con eficacia y todo lujo de detalles las ventajas de la nueva vivienda. Tras someterse a las primeras mudanzas, su esposa, sin embargo, se plantó. Se acabó, dijo. Si el doctor Barta quería mudarse, podía hacerlo, pero solo, sin su esposa y su hija. Así pues, los muebles de madera de cerezo con la porcelana en la vitrina y las butacas de respaldo alto y cojines blandos se quedaron en el enorme edificio con arcadas, propiedad de la compañía de seguros Arkádia. En la antesala esperaban a clientes y litigantes dispuestos a pagar cuantiosas sumas de dinero; éstos, sin embargo, sólo se sentaban muy de vez en cuando en aquellos sillones tapizados con brocado de oro. El doctor Barta estaba sentado a su escritorio cubierto con un cristal, pero la sala de espera permanecía desierta en las horas de atención al público.
El señor Barta salía entonces al balcón, se apoyaba en la baranda de piedra y miraba abajo desde el sexto piso. Luego, al abandonar una vez más toda esperanza por aquel día, cogía alguno de los buenos libros que se alineaban en las estanterías de su biblioteca. Le gustaba leer los mismos repetidas veces, y cuando encontraba alguna frase especialmente memorable o destacada, trazaba con un lápiz de punta fina una línea vertical en el margen. Jamás conocí a este hombre, y a veces me preguntaba por qué le habría parecido interesante tal o cual párrafo. En otras ocasiones, sin embargo, asentía: sí, esta frase era digna de ser leída una y otra vez.
Como al doctor Barta le aburrían los asuntos legales, éstos no lo perseguían. Sus ingresos eran menos que suficientes. Por fortuna, su mujer se quedó con los muebles tras disolver su primer matrimonio. El hermano mayor del doctor Barta contribuía a los gastos domésticos, igual que, secretamente, don Vilmos. No obstante, Barta jamás perdonó a su hermano el haberse casado con una cristiana y convertido al catolicismo. Aunque rara vez acudía a la sinagoga y no observaba las leyes religiosas, el doctor Barta consideraba el acto de su hermano una traición, y en su lecho de muerte logró arrancarle la promesa de que regresaría al judaísmo. Su hermano se lo prometió entre lágrimas, pero no sé si llegó a cumplir su palabra. Lo cierto es que el propio Barta no era religioso ni educó a Laura en la religión; la educación del doctor también había sido seglar, y su sentido moral era muy riguroso, hasta el punto de que no se permitía ninguna infidelidad. En la calle, el hombre iba delante y la mujer lo seguía a un metro de distancia. Su hija mayor murió a temprana edad, tras lo cual la pequeña Laura se sumió en el silencio y pasó la mayor parte del tiempo bajo la mesa del comedor jugando con sus dos muñecas, sin articular sonido alguno.
Durante la guerra, el doctor Barta contrajo la tuberculosis en el sótano de un edificio del centro de Budapest donde él y su familia se habían escondido, haciéndose pasar por refugiados de Transilvania; así sobrevivieron tanto a la época de los cruces flechadas como al asedio de la ciudad. El peligro de los bombardeos aéreos no era nada en comparación con el hecho de que los cruces flechadas se instalaran en uno de los apartamentos del edificio, donde torturaban a las víctimas, las mataban y las desmembraban con una sierra. Abandonaron el apartamento unos días antes de que entrasen los rusos, pero dejaron miembros humanos y cráneos en la estufa de azulejos y numerosos billetes de cien dólares entre las páginas de una enciclopedia. Los billetes fueron recogidos poco después por un oficial de la nueva fuerza policial, que se encaminó directamente hacia la estantería y sacó de allí el tomo de Lovas-Mons de la enciclopedia Révai.
El estado de salud del doctor Barta empeoró tras la guerra, de modo que se vio obligado a pasar por diversas clínicas y sanatorios. Tal vez podría haberse salvado, ya que por esa época apareció en el mercado farmacéutico mundial una nueva medicina, la estreptomicina, que, según diversas afirmaciones, se mostraba altamente eficaz en el tratamiento de las enfermedades pulmonares. Dicho medicamento, sin embargo, no se producía todavía en Hungría y debía importarse de Suiza a un precio exorbitante, equivalente a las alfombras persas y a los adornos de la vitrina. La venta de estos objetos no se produjo, sin embargo, pues surgieron dudas respecto al nuevo medicamento, que podía no ser tan efectivo; en cualquier caso, doña Erzsi no era una mujer decidida, sino más bien vacilante y aprensiva, que le dio vueltas y más vueltas al asunto y no supo decidir a quién vender los restos de su dote ni a qué precio.
El abogado murió antes de que tuvieran la oportunidad de comprar la medicina. Laura siempre se lo recordaba a su madre con fría intransigencia. Continuó comportándose como una buena hija, cuidó de su madre, pero mantuvo siempre cierta distancia. La sometió a un juicio y no hubo manera de escapar a su sentencia. Yo podía estar seguro de que si el marido de Laura se pusiera enfermo, ella vendería sus alfombras.
Laura: una enorme melena color bronce, rostro pequeño, nariz chata, simpáticos hoyuelos, frente con suaves arrugas, cejas arqueadas, ojos marrones oscuros en una esclerótica blanca como la leche que miraban de arriba abajo de forma inquisitiva. Alta y esbelta, tenía una figura de muchacha y era la primera en broncearse y la última en perder el color; su andar era ágil y bamboleaba ligeramente los brazos. Nuestro amor fue dejando de ser un secreto, íbamos juntos a todas partes y manteníamos las apariencias, pero sólo lo justo. Al cabo de un año ya parecía natural que nos casáramos. La ceremonia se celebró con un fotógrafo y un sombrero blanco acabado de comprar, que Laura adoraba, yo no tanto; la novia, sin embargo, enamorada de él, sólo estaba en condiciones de dar el sí en el ayuntamiento con el sombrero puesto.
Había allí una mujer mayor de piernas gruesas, sombrero negro de ala ancha, envuelta en una nube de intenso perfume, que se marchaba de la mesa del registro con un viejo decrépito. No era un buen augurio. Cuando fui a recoger los papeles del divorcio de Laura, terminé ante el escritorio de ese mismo juez de paz de piel tersa. Y la misma mujer de sombrero negro volvía a casarse con otro viejo decrépito. Todo parecía indicar que había agotado al primero. A lo mejor se había convertido en una especialista en herencias. La mujer, con unos tobillos aún más gruesos y unas caderas aún más anchas, volvía a dejar su rastro de empalagoso perfume, mientras que su cara, tapada por varias capas de maquillaje, parecía una máscara impenetrable bajo el ala ancha del sombrero.
El recuerdo puede tender a los alardes exagerados, pero lo cierto es que me convertí en un hombre hecho y derecho a los veinte años, cuando Laura y yo (ella era tan sólo tres semanas más joven) nos fuimos de «luna de miel» a Balatonófalu. Yo había reservado telefónicamente una habitación en el hotel Móló. Era finales de agosto de 1953. Stalin estaba muerto y tras el discurso conciliador del nuevo primer ministro, Imre Nagy, yo, un estudiante expulsado y caído en desgracia, esperaba poder continuar mis estudios. En caso contrario, debía comenzar mis dos años de servicio militar en octubre de ese mismo año, muy probablemente en una unidad de trabajos forzados, lo cual no era el estado más deseable, aunque tampoco era un mal sitio para dedicarse a pensar.
Tras salir de la estación, el tren entró en un oscuro túnel. Por aquel entonces, las bombillas se utilizaban con moderación en los trenes; el silencio y la oscuridad reinaban en nuestro compartimiento: una oportunidad perfecta para besarnos. Labios delicados, boca fragante, una lengua aún tímida, una vellosidad incipiente en el labio superior. El túnel era largo. Antes tan sólo había habido un beso de verdad en la orilla del lago; hasta entonces nos limitábamos a ir del brazo y nos dábamos un besito en la mejilla al encontrarnos o, cuando nos desmelenábamos, dos besitos. No era como hoy, que las mujeres ofrecen los labios por pura amabilidad, sin que ello permita sacar conclusión alguna.
Lali, el marido, había regresado a Leningrado con su beca para estudiar medicina. Debía volver al cabo de tres años, armado con el máximo título de la medicina soviética. Entretanto, venía de visita en verano. Aquel verano también regresó, se quedó un mes en casa de Laura; le gustaba la niña, pero Laura le comunicó un buen día que no quería seguir con él. Cinco meses antes, en el vigésimo cumpleaños de Laura, había nacido su bebé. A la semana, yo acunaba a la pequeñita en ausencia del marido. Ahora, a finales de agosto, era una niña grande y hermosa; ya destetada, tomaba leche en polvo, de modo que podía quedarse unos días con doña Erzsi.
Nuestra amistad había empezado el mes de septiembre anterior. A partir de entonces nos encontrábamos cada vez con mayor frecuencia; de hecho, casi todos los días. En noviembre nos confesamos nuestra inmensa atracción mutua. Ese viaje en tren, de hecho, era una fuga, un acto de rebeldía. ¿Dónde podía consumarse nuestro amor? El lugar más obvio habría sido la cama de Laura, pero doña Erzsi seguía ejerciendo todo el poder en su casa. Que yo pasara allí la noche estaba, por tanto, excluido. ¿Por qué? Pues porque sí. Tal era el delicado equilibrio de poder entre la paciencia y la temeridad. De hecho, nosotros también nos habríamos avergonzado quizá si hubiéramos dejado a nuestros padres inmiscuirse en nuestra vida amorosa. Necesitábamos una habitación cuya puerta pudiera cerrarse. Yo era igualmente reacio a llevarla a mi casa, donde, en la habitación contigua, mi padre, hombre de sueño ligero que se quedaba despierto hasta bien entrada la noche, más que dormir, «descansaba».
El Grand Hotel de Balatonófalu nos parecía excesivo, de modo que nos instalamos en el hotel Móló, más modesto pero también encantador, con su hermosa terraza y las ventanas con vistas al lago. Hasta imaginar la escena daba vértigo: con la llave en una mano y nuestro ligero equipaje en la otra, abriría la puerta e invitaría a pasar a Laura con gesto galante. En el vestíbulo, tras lograr cruzar la puerta giratoria, recibí una mirada un tanto recelosa del portero, que luego entregó a ella una llave que pendía de un pesado llavero de cobre; junto con esta llave, le dio otra llave mucho más pequeña, la que abría la habitación más barata del establecimiento. Como no estábamos casados (nuestros documentos de identidad lo señalaban con claridad meridiana), no se nos permitía dormir en la misma habitación. Sin embargo, podíamos hacernos visitas, porque se podía transitar libremente por los pasillos. Para impedir este tráfico deberían haber colocado musculosas supervisoras en cada planta, al estilo de la Unión Soviética. Sin embargo, las condiciones en Hungría eran más flexibles. El botones nos llevó a nuestra verdadera habitación. Ambos manifestamos nuestro regocijo de una forma mucho más efusiva que cualquier huésped habituado a los hoteles; además, la propina fue exagerada y entregada con excesiva avidez.
Era casi de noche y aún hacía calor. Ocurrió. Hasta entonces no había considerado ninguna relación sexual como una «noche de bodas». Veneraba a Laura como a un ser superior, de modo que, para mí, la cuestión se reducía a lo siguiente: ¿puede uno osar poseer físicamente a un ser superior? La exploración profunda de un cuerpo hermoso, la superación de la resistencia: todo ello requería inspiración y producía una excitación enorme. Sabía que debía ponerme al servicio de ella por encima de todo, pero el intenso y continuo entrar y salir ocupaba casi por completo mi mente. Después de la cena regresamos a la cama, la sábana era toda arrugas, sudor y campo de batalla. Veinte años de preparación para este nuevo asalto, después del largo ayuno del soltero. Despertarse y dormirse después bien apretados y cometer luego alguna perversidad para que nada de aquel cuerpo precioso quedase sin explorar. Suspiros y gemidos y dos pechos que ascendían y descendían al unísono. Afuera se hacía de día, pero nosotros continuábamos con lo nuestro. En eso, Laura me confesó que siempre había pensado en mí, y entonces llegó mi turno de hacer una promesa: mi vida disipada había terminado. (Como si hubiera habido tanta disipación). Nos casamos ahí mismo, ante Dios, si existía, y ante nosotros mismos, si no. Dotamos nuestras vidas de una forma en el preciso momento en que ella cometía adulterio y yo la raptaba. Solemnes exageraciones, aunque los votos, que no fueron para siempre, sí duraron siete años.
Tras la «luna de miel» volvimos a la vida secreta. Sólo era una habitación y una cama individual; tuvimos que aprender a dormir bien rectos, ya fuera junto a la pared o al otro lado. Pero podíamos hacer el amor cuando nos despertábamos por la noche. El problema era escurrirme por la mañana de manera que evitara encontrarme con doña Erzsi. Lo más aconsejable era desaparecer a las cinco de la madrugada, después de que el conserje abriera la puerta de la calle. Sin embargo, no era recomendable ir al lavabo a esas horas: lo más sensato era salir por el vestíbulo y lavarme la cara en la cocina. La farsa comenzaba la noche anterior, hacia las once y media: Laura me acompañaba hasta la puerta de entrada, y tras producir todos los sonidos que venían al caso le deseaba buenas noches y cerraba la puerta de golpe. Empezaba entonces el ballet: me sacaba los zapatos y, de puntillas y sin hacer ruido, regresaba a su habitación; incluso intentábamos sincronizar los pasos. El espectáculo no era malo, pero jamás logré saber si realmente conseguimos engañar a doña Erzsi.