¿Dónde estaba usted?

«¿Dónde estaba usted el 23 de octubre de 1956 y qué hizo el 4 de noviembre de ese mismo año?». Quien planteó esta pregunta a Dragomán era una joven periodista, recién salida del instituto de bachillerato, cuyos poemas, reportajes, editoriales y columnas de sociedad llenaban las páginas del semanario local. El 23 de octubre no tomó las armas, mas sí lo hizo el 4 de noviembre. Sin embargo, no pudo explicar por qué. Recordó una mañana brillante y hermosa. El día 23 debía ver la luz el primer número de Kisérlet (Experimento), la nueva revista mensual política y literaria. Dragomán era colaborador de la redacción. Se hallaba solo, sentado en el cuarto de la esquina; el resto del personal había acudido a una reunión. Debían de ser las diez. Aún aplazaba el momento de iniciar la lectura de unos manuscritos de diletantes. Tenía el cajón lleno de poemas escritos por contables de cabezas redondas y trágicas historias redactadas por veterinarios bigotudos. Por aquel entonces, la moda era haber tenido una infancia y una juventud difíciles. Una autobiografía atractiva debía comenzar de la siguiente guisa: «Éramos diez y pasábamos hambre a menudo».

Cada solicitud de trabajo, de matrícula en la universidad, cada petición oficial debía incluir un currículum vitae con una descripción precisa del origen social de los padres. Dragomán solía empezar así: «Procedo de una familia burguesa». Por ese motivo, una X aparecía junto a su nombre en todas las listas. Significaba ser «ajeno a la clase obrera», persona poco fiable, apenas tolerada y rechazable en el caso de que así se decidiera. Al lado de otros nombres había letras más atractivas y regulares: la M de munkás, «trabajador», la élite; la P de paraszt, «campesino», que también era buena, aunque no tanto; la A de alkalmazott, «empleado», que no era ni buena ni mala, y la E de értelmiségi, «intelectual», que necesitaba un mayor análisis. ¡Pero la X! La forma de la letra era en sí sospechosa. Un buen apellido húngaro no comenzaba con X, que era una letra cosmopolita. Lo habían etiquetado con una X y, por tanto, era dañino. No suponía ninguna novedad para Dragomán. Ya habían puesto otras letras junto a su nombre, como ZS o IZR, dependiendo de si los sumisos compiladores, sin duda pertenecientes a la mayoría decente y de fiar, que incluso disfrutaban elaborando estas listas de los malvados, consideraban que la clasificación más apropiada era el explícito zsidó, «judío», o el eufemístico izraelita.

Más tarde volvieron a poner una señal ante su nombre. En los años sesenta se abolió la discriminación basada en el origen de clase y los clasificadores oficiales adoptaron el criterio de la lealtad. Quien sea leal, quien no esté contra nosotros, no recibe una letra especial, es bueno y está con nosotros, anunció János Kádár, señor del país durante treinta y tres años, jefe supremo, dictador de mano dura primero y más blando y paternalista después. Esta nueva apuesta —no trataremos con hostilidad a quien no nos sea hostil— impresionó a muchos. Por fin podían formar parte de los no discriminados. Ya que se habían despojado de la X, no querían pertenecer a quienes eran poco fiables por voluntad propia, a quienes se convertían en enemigos no por nacimiento sino por elegirlo libremente. De hecho, esos individuos desagradables ensuciaban su propio nido. Era el momento en que ser un disidente significaba ser un agitador, un pendenciero, un loco.

De pronto era parte de la manifestación. Abandonó la acera y se encontró rodeado de jóvenes parecidos a él, de rostros entonces más alargados que en el presente. Algunos caminaban cogidos del brazo. Se paraban a cada esquina esperando a que los cuerpos de seguridad del Estado aparecieran y rompieran la columna. Muchos se asomaban a las ventanas, caras curiosas, aterrorizadas, alentadoras. Los vendedores de periódicos salían de sus quioscos: la noticia se encontraba en la calle. Las cafeterías estaban abiertas.

Miraba alrededor a la multitud con cierto recelo. Aunque sentía justificada su presencia, ya había desfilado así los días uno de mayo, rodeado de miles y miles de personas. Entre los organizadores había quienes acompañaban manifestaciones en la época de la secundaria. Volvían a estar allí, dirigiendo la multitud desde los coches, actuando como expertos en la materia. No obstante, en cada fila aparecía alguien nuevo, capaz de llevar la voz cantante y de aportar nuevas ideas. Quien se inclinaba a fabricar consignas era bien recibido por un público agradecido; los versos y los estribillos pegadizos se propagaban por la multitud.

Tenía que actuar; derribar algo, prenderle fuego. Se rumoreaba que en Poznan había habido incendios. ¿Y por qué no? ¿Podía imaginarse una auténtica rebelión campesina sin alguien que prendiese fuego a la casa solariega? Recortar o quemar el emblema con la hoz, el martillo y la estrella de cinco puntas en el centro de la bandera húngara, roja, blanca y verde, parecía una alternativa relativamente modesta. Aun así, se necesitaba pericia para eliminar la odiada insignia sin dañar el resto de la bandera. Todo oficio requiere a su maestro.

Dragomán no se sentía cómodo en este escenario violento, del mismo modo que no le habían gustado las marchas rítmicas de antaño, ni la revoltosa y maloliente cercanía física de las asambleas en el gimnasio del instituto. Sentía aversión al culto de lo colectivo y desdeñaba a todo aquel que tomaba parte de manera ruidosa e irreflexivamente en una acción. Sentía su escepticismo amenazado por el optimismo revolucionario de aquellas saludables fuerzas plebeyas.

Estaban en la manifestación los bellos y los jóvenes, aquellos que en el pasado habían sido capaces de entonar una canción, de formar un círculo y ponerse a bailar en cuanto se detenía la marcha. Ahora avanzaban en silencio: ni canciones ni bailes. Allí estaba el recuerdo de las marchas anteriores, que Dragomán había eludido. Ahora no la eludía.

Por supuesto, había quienes se apartaban. Avanzaban un rato y se separaban luego disgustados de la manifestación. Los tranvías se paraban, las ancianas saludaban desde la acera y los niños agitaban banderas desde los cochecitos. La multitud se manifestaba contra aquellos bajo cuyas botas habían desfilado en su día. A ellos quería derribar. Acudían en tropel los estudiantes universitarios que habían estudiado la historia del Partido Comunista (Bolchevique) de la Unión Soviética y las obras de Stalin, en las que no sólo se trataba de desviaciones, sino también de la revolución y de la concepción leninista de la insurrección.

Marchaban los miembros del partido junto con los ajenos a esta organización política; los más ruidosos y entusiastas eran los ruidosos y entusiastas de 1949. Un poeta dibuja un amplio gesto con la mano y grita con su voz hermosa y profunda: «¡Chicos, esto es la revolución!». Lo mismo había dicho en su día, cuando se instauró el gobierno del partido revolucionario y a la llegada de éste llegó también él. Estaban asimismo los amargados y los idealistas con su modesto vestuario, pues no habían salido del país, vivían envueltos en la fraseología local y sólo podían jugar con las cartas que tenían en la mano.

Dragomán, más tolerante que agresivo, solía combinar maneras suaves con la tenacidad. Llevaba una metralleta, pero lo hacía, a la manera de un simple ciudadano, como un paraguas. Era bueno tenerla a mano, podía necesitarla. No era un revolucionario y se mostraba reacio al debido romanticismo de la revolución. Los grandes reformadores eran grandes diletantes; ahora bien, nadie podía ser más chapucero que los defensores de lo existente, pensó entonces, envuelto en ese estado de ánimo del gran desenmascaramiento.

Recordó los peregrinajes políticos y las manifestaciones en las que había participado repitiendo con otros alguna que otra consigna en voz baja, casi por cortesía. Quienes avanzaban junto a Dragomán, aparentemente más autosatisfechos que él, hacían otro tanto. Al cabo de un rato, Dragomán se marchaba de la manifestación, como también de los congresos en la mayoría de los casos. Se sentía incómodo en aquellas marchas colectivas y también consideraba grotescas estas manifestaciones que pretendían cambiar el destino y derribar el régimen. En su memoria, el elemento del fervor religioso se mezclaba con imágenes de la torpeza.

En tales situaciones, mucha gente se deja llevar por la emoción. Es el momento de plantarse ante las armas enemigas, rasgarse la camisa y gritar: «Dispara, canalla, a ver si te atreves». Dragomán no lo haría porque, si bien es cierto que una actitud así suele provocar la bajada de la pistola, puede ocurrir que una mano con guante y revólver apunte contra ese pecho descubierto y apriete el gatillo. Puede suceder asimismo que el oficial llegue un día a general y que la víctima que sobrevivió al disparo se sienta tan abatida por semejante injusticia que se suicide. Existen épocas y oleadas en las que el temor natural a perder la vida deja de funcionar; la gente se precipita ebria al vacío. Madres con niños en brazos enarbolan banderas bajo una lluvia de balas.

El hombre que está a punto de ser asesinado se ciñe a un guión secreto. Se pone bajo la horca, entra en la cámara de gas, se coloca ante el pelotón de fusilamiento, se quita la ropa al borde de la fosa común, en un estado de parálisis y petrificada obediencia, pero, eso sí, a la velocidad requerida. Llegado el momento, la víctima no es un ser pasivo. Interpreta su muerte. Se eleva por encima de sus asesinos. Ya un hombre libre, les hace este ínfimo favor; se planta allí, puede permitírselo: él desaparecerá en el vacío, mientras que ellos tendrán que convivir con su crimen. Mientras el verdugo recoge sus herramientas, intuye que el condenado es el héroe del día.

El condenado a muerte, la víctima, participa de forma seria y solemne de la ceremonia de la muerte. No se la toma a broma. El amor propio le exige respetarla. ¿En qué se distingue la subida al patíbulo de otros movimientos rutinarios, como levantarse, cuadrarse o juntar las manos a la espalda? Si uno se acostumbra a las formalidades de la cárcel, al ritual del cautiverio, si uno obedece órdenes sin sentido y somete su voluntad de manera natural a los carceleros, si habla sólo cuando le preguntan y guarda silencio cuando no le hablan, si considera cierto y verdadero y digno de atención tan sólo lo que los guardias esperan y aprueban, si por el bien de su ansiada supervivencia se atiene a todas y cada una de las reglas carcelarias, sean relativas al tabaco o a la orina, entonces su participación en su propia ejecución no es más que prolongar los automatismos del prisionero que hasta entonces lo han mantenido vivo. Si no se ha rebelado antes, tampoco lo hará ante el pelotón de fusilamiento. Si es esto lo que queréis, nuestras vidas, aquí las tenéis. Apuremos el trago cuanto antes. Si éste es el final del papel de prisionero, vamos, interpretémoslo hasta el último acto.

Dragomán asociaba esta distribución de los papeles propia de un universo concentracionario con los sistemas represivos y las relaciones personales características de la opresión. Quienquiera que esté abajo obedece, ejecuta, compra favores a cambio de obediencia, benevolencia a cambio de halagos. Quiere gustar a sus superiores, se muestra como un subordinado leal y entusiasta y seguirá siéndolo mientras la propaganda del Estado continúe inamovible, mientras el torrente de palabras centralizado condene todo cuanto se aparte de las normas.

No obstante, cuando la voz de la autoridad flaquea, cuando el ciudadano se ve obligado a pensar por sí mismo, cuando los listos situados en lo alto no cumplen con su papel y no piensan eficazmente en lugar del pueblo, cuando los subordinados no reciben órdenes claras, entonces se produce la confusión, empieza la disolución y se acerca la revolución. En esos momentos, el ciudadano se sume en profundas reflexiones, comienza a perder el respeto a las ceremonias de autoanulación y se dispone a reunirse con sus conciudadanos en la plaza principal y depositar su lealtad en una nueva autoridad.

Las revoluciones son fiestas de la abnegación y no son, por ende, fenómenos normales. Muchas personas se reúnen en la plaza, conscientes de que pueden dispararles, de que pueden ser el objetivo de actos represivos por parte de las fuerzas de seguridad y hasta caer bajo el fuego graneado. Y empieza entonces un tira y afloja por ver quién muestra mayor determinación y fuerza moral. En un extremo hay cada vez más gente; en el otro, cada vez menos; el equilibrio se ha alterado.

La oposición, minúscula en su día, casi inexistente, se ha convertido en una fuerza enorme e imponente. No hacen falta grandes alardes organizativos, las personas se agolpan en la plaza motu proprio, convidadas por su corazón. Llegan padres y madres sensatos, personas más bien reacias a la confrontación y al conflicto, y se plantan de manera incomprensible ante los cañones de las armas. Individuos otrora cautelosos permanecen en la plaza desafiando la muerte. Quienes antes bajaban la mirada ahora la sostienen ante los hombres armados. En momentos así, esos ciudadanos más tímidos que osados participan del carácter sagrado de una experiencia colectiva. Tras superar sus miedos, irradian un espíritu de celebración.

Estas escenas agitadas, estas rupturas de la utilización habitual de una plaza, son puntos de inflexión históricos. Y no basta con detenerse en la plaza, sino que es preciso avanzar, dirigirse de un símbolo a otro, derribar estatuas, abrir cárceles, ocupar los centros de comunicaciones, tomar imprentas, emisoras de radio y televisión. En los balcones ondean las banderas. A continuación, empujan hasta la primera línea a un intelectual humanista para que, al verse ante un público multitudinario y entusiasta, pronuncie unas frases solemnes que nunca antes han salido de sus labios.

Como un director, dirige el estado de ánimo de la muchedumbre agolpada en la plaza. Al notar sus vibraciones modifica el programa y lo adapta a la multitud. El orador, provisto de las facultades de un médium, domina la situación de espera. Quien no es incapaz de hacerlo pronto queda descartado. Los profetas y los expertos en espectáculos ocupan la escena en la fiesta popular. Quien aún no ha vivido tal entusiasmo masivo y colectivo ansía experimentarlo.