En el Korona
Desde detrás de las ventanas del Korona puedes observar los acontecimientos tanto del café como de la plaza. Invito al lector a que tome asiento a una mesa para dos, sin acompañamiento a ser posible, y contemple a los presentes. Puede usar un pequeño micrófono plegable o una cámara oculta en un anillo de sello, si cuenta con tales instrumentos. No le aconsejo, sin embargo, que vaya a verme a mi mesa del rincón en el café Korona de Kandor, pues podría topar con dificultades. En cualquier caso, sólo encontrará Kandor en mapas especiales cuya particularidad consiste en que únicamente se hallan en Kandor.
Las cortinas de terciopelo cuelgan de gruesas barras de latón. Un hombre anguloso y una mujer regordeta ríen sin cesar. Artúr, el viejo cabalista, se pone de pie. Mira con calma a su mujer, justo cuando ella se ha sacudido de encima, con una sonrisa, un instante de intensa tristeza. Se alisa un mechón de su frente, tocándolo con dos dedos. «Sí, Artúr, aún estamos aquí». Una amplia sonrisa y un ligero abrazo. «Demonio sonámbulo»: así me describió una vez Artúr. Puedo parecer distraído, sí, pero siempre llego a tiempo a todas partes. Claro que la hora correcta es cuando llego. Y normalmente encuentro a las personas que busco. «¿Qué haces?», pregunta Artúr. «Sigo con vida», respondo. «Yo sigo muriendo», señala. «¡No digas eso!». A su mujer le alegra mi necia respuesta y me invita a cenar: ¿pescado a la parrilla con patatas hervidas y verduras? Nos llamamos por teléfono. El otro día tomé una excelente comida en un pequeño restaurante del muelle: paté casero, ternera al roquefort, un tinto robusto. La camarera, de pelo largo y expresión melancólica, me dijo que compraban el vino a un vinatero malhumorado y taciturno que era un auténtico misterio. Según él, hacía un favor vendiendo un par de botellas. En el patio había extraños montones y artilugios sin orden ni concierto; el pomo de la puerta, que permanecía siempre cerrada, era tan alto que apenas se podía alcanzar. Suyo era, sin embargo, el mejor vino de la región.
Te invito, amigo mío, a la plaza de la Resurrección, al hotel Korona. Venga a la mesa de mármol colorado de su café, a esta butaca de terciopelo marrón junto a la gran ventana. Es estar en otro sitio, que es una versión más picante de estar en casa. En 1918 y 1919 este hotel ofreció sus habitaciones y servicios, no de forma voluntaria, a los estados mayores de las dos revoluciones sucesivas; luego, al principio de la contrarrevolución, se convirtió en sede de la represión. Durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, el movimiento nacionalsocialista húngaro convirtió sus habitaciones en cámaras de tortura. Su propietario, Arnold Kobra, gran maestro de la hospitalidad y del entretenimiento, protegido entonces por la embajada suiza, observaba desde la terraza situada en la azotea cómo caían las bombas explosivas e incendiarias en una mañana luminosa y señaló que, si no estuviera lleno de prisioneros habría deseado ver una bomba precipitarse sobre el hotel. No cayó ninguna bomba, pero Arnold murió al cabo de unos días por un disparo en la sien.
En los años posteriores al cambio de régimen de 1945, el hotel siguió siendo el hogar de los dolores físicos. Ahora eran los recién instalados órganos de seguridad del régimen comunista los que utilizaban sus instalaciones, agregando considerables innovaciones técnicas. Finalmente, en los años del apaciguamiento, a principios de los sesenta, cuando fueron excarcelados los revolucionarios de 1956, el edificio recobró su función originaria y se convirtió en el hotel más elegante y quizá el más caro de la ciudad, en el escenario de importantes eventos culturales en sus espaciosas salas.
El encargado, al que le gustaba hacerse el filósofo, se refiere a la mentalidad retorcida de los habitantes del lugar. «Nunca decimos ni que no ni que sí». Le respondo que este tipo de relativismos huele a embuste. Pero ¿por qué me aburro siempre un poco en compañía de gente honesta? Cuando un vecino de Kandor se sienta a mi mesa, en cambio, percibo cierta distancia entre la persona y sus palabras, como si no dijera las cosas tal como son, y es posible que se me acerque demasiado.
Petra me llama al teléfono. La voz del otro lado dice: «Esta misma semana serás hombre muerto». Brindaremos antes de que se nos vaya el buen humor; es de mala educación invitar a la gente cuando el anfitrión está de mal humor. He convidado a muchos, sin saber si siguen todos vivos. Deseo un feliz cumpleaños a los muertos y doy el pésame a las mujeres de los vivos.
Que tu nombre se inscriba en el libro del nuevo año. El año 5777 no será peor que el 1993. Lo que quede registrado en el papel se desprende de mí como un abrigo. Sí, señora, le entregaré todas mis antiguas direcciones si usted quiere. Si ya no vivo allí no me pertenecen.
Dígame, por favor, ¿adónde va? ¿Qué pretende usted a esta hora crepuscular? Yo no iré a ningún sitio. Que las obligaciones esperen. Yo no te debo nada ni me importa lo que pienses de mí. Siéntate a mi mesa, come y bebe cuanto quieras, pregúntame lo primero que se te pase por la cabeza, pero te diré de entrada que de aquí no me saca nadie.
Hace treinta años me sentaba aquí mismo, rodeado de soplones. A las seis de la mañana me instalaba cómodamente en este asiento del rincón, sacaba una pluma, un frasco de tinta y mi libreta del portafolios; con grandes letras trataba de encontrar soluciones a lo irresoluble. Dos mujeres jóvenes me dan la bienvenida en el café: Petra y Deborah, una bajita y la otra alta, una ágil y la otra torpe. Cuando no están ocupadas, charlan sin parar. En aquel entonces también había una alta y una baja, que llevaban botines de media caña con las puntas abiertas. Entonces, como ahora, la gerencia tampoco se hacía responsable de los objetos que se dejaban en el perchero. Deborah había sido lanzadora de disco, luego se ganó la vida bastante bien como masajista pero se cansó de tanto cuerpo. Viste blusas negras y brillantes que se hinchan cuando se mueve. Ella media, tranquiliza, alienta y se lleva una buena propina divulgando información confidencial.
Una mujer con abrigo de piel entra por la puerta giratoria. El perfume que desprende es de aquellos que definen a una mujer informada y descarada. Se acerca con estruendoso ruido de tacones. Lleva maquillaje. Los matices de color de rosa de su rostro se traslucen. Lo que más la define son las rápidas caladas a su cigarrillo, un escalofrío nervioso, un pecho agitado, los pendientes grandes y los dedos inquietos que juegan con la hebilla dorada del cinturón. Se sienta a mi mesa y afirma que la gente de Kandor es insegura, reprimida, poco civilizada, que tiende alternativamente a la falta de autoestima y a la sobrevaloración de sí misma.
Un hombre de barba y pelo largo se detiene a mi lado. «¿Sabe?, en mi casa siempre tengo la última palabra —dice—. Entro, saludo y nadie contesta. Usted tiene a alguien en casa, ¿no?». El cliente, un poco achispado, perdió a su mujer el año pasado: sufrió un ataque al corazón mientras se lavaba los dientes. Él entró en el baño para hacer lo mismo y se encontró a su mujer debajo del lavabo, sujetando aún el vaso y el cepillo, con los ojos clavados en el marido. Desde entonces, este hombre no ha cesado de pasar frío. Uno puede desayunar solo, pero él compartió el café de la mañana con su mujer durante treinta y ocho años. Era fundidor, pero dejó su trabajo; dos de sus amigos murieron de silicosis, se secaron, así, sin más. Si hubiera existido una ventilación adecuada en la planta, aún seguirían aquí.
Una antigua novia se sienta un instante a mi mesa. Miro su rostro cansado y escucho su cháchara autosatisfecha. Se empeña en mostrar la mejor cara de su vida. Vuelvo a oír esta voz que antes oía a menudo.
Un chico joven, con la cabeza ladeada y manos temblorosas, intenta levantarse de su silla de ruedas. Una mujer joven y delgada con pantalones de equitación se inclina hacia él. El chico intenta agarrarle el cuello pero sólo lo consigue por un momento.
En la mesa de al lado, una pareja de enamorados se da de comer el uno al otro; mientras, se van sobando con sus manos libres. No consiguen consumir lo suficiente, ni de sí mismos ni de los pasteles de elaboración propia del Korona. Se comunican sin un lenguaje común; cada uno dice lo suyo pero así y todo parecen entenderse. La chica, con un mapa desplegado delante, trata de explicar cómo salir en coche de la ciudad, pero no son capaces de separarse.
Kuno Aba, mi antiguo profesor de historia, se sienta a mi mesa. Ahora es el rector de la universidad y teniente de alcalde de la ciudad. Al verme desde fuera, ha entrado a saludar: lo curioso es que yo no lo viera desde dentro. Me invita a navegar en velero con él, pues es un experto navegante. «Hace un día tempestuoso», digo. «Venga —insiste—, es preferible enfrentarse a los elementos que el uno al otro». «¿Quieres decir que gana el que sobrevive?». Kuno habla de forma más esotérica y parece, por qué negarlo, más devoto desde que fue nombrado rector. Dicen que se lo ve todos los domingos en la catedral, en el primer banco. «Tendríamos mucho que contarnos en el agua, en la embarcación», dice. «Charlemos, pues», le respondo. «¿Ahora? ¿Aquí?», pregunta asombrado. Me incomoda estar encerrado en un sitio estrecho con otro hombre.
Un gato atraviesa el escenario, con unas gafas de montura dorada. Le sigue el eterno pintor abstracto del lugar, con una barba asiria prominente y visiblemente teñida. Miro a los narcisistas patinadores de la plaza. El profeta gritón también está en su sitio habitual: nunca le faltan los oyentes o alguno que examina a su espalda las tiras de piel de conejo entrelazadas en su pelo. La señorita Imola está apoyada en una farola. Lleva botas amarillas y medias rojas hasta la cintura. Ahora se inclina, menea el trasero, golpea las botas con una vara y saca la lengua. Un hombre vestido con un estridente disfraz de payaso charla con un alabardero que lleva una armadura color azul acero. Los caricaturistas y recortadores de siluetas están apelotonados, como lo están los monos de circo y los músicos peruanos e indios. Ante el café una chica delgada toca el violonchelo, las monedas caen en el estuche abierto del instrumento. Dos muchachos se pasean, uno con el brazo sobre el hombro del otro. Comen manzanas y escupen las semillas, convencidos, creo yo, de ser los auténticos. Un tercer chico, no menos auténtico, pasa zumbando en bicicleta a su lado. Cuando ningún peatón me obstruye la vista, puedo ver al vendedor de frutas; las abejas revolotean sobre la caja de las uvas. Lo veo cerrar los ojos. También vende periódicos y revistas pornográficas que exhiben unos pechos como melones. Una mujer sisea: «¿Sexo? ¿Sexo?». Y un hombre joven: «¿Chocolate? ¿Chocolate?». Una vieja con piernas como columnas camina ante la ventana del café, con la mirada clavada en la nada como si hubiera reconocido felizmente a alguien. Le brillan los ojos.
Una mujer mayor muy delgada, vestida con un traje sastre, levanta el velo de su sombrero, que le tapaba el rostro, y se sienta frente a mí a mi mesa. «Sabía que vendría, ¿no? —pregunta—. ¿Le han hablado de mí? Me dedico a la intermediación, a todo tipo de intercambios; transmito mensajes entre el cielo y la tierra. También compro y vendo porcelana y joyas. Puedo ver en su alma, hijo mío, le voy a traer a la novia adecuada, a la elegida de su corazón. Debe pagar por adelantado, claro. Muéstreme la palma de su mano. ¡Oh, Dios mío! No puedo decirle nada más. Cuídese mucho».
En la plaza, una estatua ecuestre se encabrita. Un saxofón resuena desde un tocadiscos, lidiando con las notas agudas. De una forma u otra, algo tiene que pasar. Puede que un tranvía me rompa las piernas. O que abra la boca para bostezar, me entre una avispa, me pique, se me hinche la garganta y sanseacabó. Puede ocurrir también que me siente en la hierba, una garrapata vaya a parar a mis testículos, yo sufra una meningitis y acabe tonto, masticando un trozo de cuero todo el santo día y esperando a que alguien me visite. Ya es una proeza levantarse todas las mañanas, año tras año, ponerse una camisa limpia y empezar a trabajar.
No hay hora del día como ésta. Los clientes del Korona raramente consiguen ver un sol tan intenso. A punto de ponerse, da de frente, y cuando la corriente de aire levanta la cortina, una franja luminosa enloquece sobre el parqué color amarillo. Mi cuello está protegido por una bufanda; juego con mi taza y mi pluma. Siempre hay gente con tiempo para sentarse por aquí. Con esta luz fantástica y embriagadora, a las musas del mosaico dorado les encantaría descender de la pared. Dondequiera que esté, el lugar me resulta bastante insignificante. Tengo la sensación de estar cerca del buen sitio, pero luego me lleva un tren o me lleva un coche. De todos los tapones para los oídos que conozco, la bolita norteamericana es la mejor. Quien no oye al otro es un caballero. El único lugar seguro es la no existencia. Ni siquiera me tengo que mover, ya he recibido la citación. Estaré bien en este hotel en el que puede acabar siendo uno de mis últimos días.
Mi pereza me protege ante la posibilidad de que este estado temporal me incite a gestos excesivos. La mayoría de los asuntos y pasiones que me buscan día a día son artificiales, forzados, molestos, agresivos y angustiantes. Un colega muy preocupado se para a mi lado y dice: «Una ola para aquí, una ola para allá. Primero un poco de alivio y luego vuelven las amenazas. Todo acaba siendo caótico, los viejos amigos se llaman informadores y espías los unos a los otros. Un ambiente asqueroso emerge de la tierra y se esparce como una plaga. Viejos canosos, nos escupimos los unos a los otros en las barbas. ¿Cómo puedes estar tan tranquilo? Claro, aún no han acabado contigo. No estás a salvo en ninguna parte. En vano quieres arraigar, vendrán y te echarán de tu casa».
Esos días, su cuerpo le está enviando señales: gotas de sudor aparecen en su frente. Aunque escucha palabras amables, Dragomán se retira a su habitación. El día anterior por la tarde, en la despedida de un colega, pronunció unas palabras, brindó con una copa de vino, pero luego se sintió mal. Se escabulló, se sentó a su escritorio, se sintió incómodo, se levantó y se estiró en la enorme cama, desde donde puedo oír la lluvia interminable que golpeaba su ventana.
Los ruidos agresivos de una máquina se colaban, junto con el bullicio habitual, ora comprensible, ora incomprensible, las prisas locas por producir cosas que tienen que ser vendidas tanto si se necesitan como si no. La gente correteaba de un sitio al otro, las palomas volaban de un tejado al otro. Las bayas se volvían rojizas en la parra, los brazos retiraban sábanas del tendedero, las empleadas tecleaban mensajes en los ordenadores para ocupar el tiempo de sus prójimos.
En el mejor de los casos he dejado atrás tres cuartos de mi vida. En un caso normal, se habrán ido ya cuatro quintas partes. Lo que queda es cada vez más breve, aunque la diversión no haya hecho más que empezar. No tengo sesenta sino seis. Estoy en la primera clase, acabo de comenzar mi aprendizaje, espío tras la cortina oscura. Siempre necesito un sótano, una torre, el abrigo de la noche. Cuando era un niño, buscaba un buen escondite, en un matorral, detrás de una pila de troncos, debajo del piano, donde ninguna mano pudiera alcanzarme y sacarme de allí, como si fuese un gato o un conejo. La accesibilidad puede ser una virtud, pero procuro practicarla cada vez menos. Tengo mil cosas que hacer, aunque seguramente no podré cumplir todas. Da igual en cuál me meta. Llaman a la puerta y allí está el asunto. Las palabras sirven para aplazar las cosas; los actos, a la inversa.
Ayer se encontró por la calle con un sacerdote que le preguntó para quién escribía. Dragomán le contestó que para Dios. Cuando el clérigo inquirió si creía que Dios leía cuanto escribía el profesor Dragomán, éste respondió con una discreta sonrisa. Confiaba en que así fuera. Por supuesto, era consciente del número interminable de palabras impresas todos los días. Si se tenía en cuenta, además, que el bueno de Dios seguía el rastro de cada mosca y se sumergía en su compleja e infinita vida interior, Dragomán no envidiaba la situación de Dios, desde luego. En este preciso instante se produce un número infinito de acontecimientos. Dios debe fijarse en cada uno y hacer lo mismo al segundo siguiente, sin interrupción, lo que incluso debe poner a prueba sus poderes. Así y todo, Dragomán continúa escribiendo a su agobiado Dios, informándole y molestándole e instándole a no escuchar a los necios. ¿Por qué no puede dormirse mientras ellos discuten o hablan monótonamente? «¿Debería dejarlos matarse los unos a los otros?», pregunta el Señor. «Ha pasado un montón de veces desde Caín, Padre. La historia debería resultarle familiar. Desde que empecé a hablar para mis adentros, dirijo mis palabras a Usted. Es posible buscar y observar incluso mientras se tiran monedas o se juega a las cartas». A los once años, Dragomán mandaba a Dios detallados informes desde el gueto. El ritmo de los acontecimientos se aceleró, sin embargo, y lo obligó a adoptar un estilo telegráfico: «Apunta con una pistola a mi frente, espera, la baja, sale por la puerta…».