Los movimientos de un sospechoso

El señor Barnag, comisario jefe de policía de la ciudad, se ofreció a acompañar a Dragomán a casa, a cualquiera de sus direcciones, a donde quisiera, siempre y cuando no cruzara las fronteras del país ni traspasara un círculo de un radio de treinta kilómetros, tomando como centro el domicilio temporal del profesor, el hotel Korona de Kandor. De hecho, su círculo de libertad era un territorio tan vasto como un país en miniatura, con diversos pueblos, incluidos Balatonófalu y Öreghegy, de modo que, aunque Dragomán fuera condenado a pasar el resto de sus días dentro de estos límites, nunca llegaría a explorar la cárcel en su totalidad. Y aunque considerara las alusiones a un posible encarcelamiento una broma de mal gusto —ya que todo parecía indicar que, vista la ausencia de un crimen probado, se retirarían todos los cargos—, como mínimo debía reconocer que a la hora de limitar su libertad de movimiento las autoridades municipales se mostraban bastante generosas.

El señor Barnag dijo todo esto en el jardín mientras sujetaba suavemente a Dragomán por el codo. Como no paraba de hablar, los demás no consideraron correcto acercarse. De hecho, no cabía nadie más en aquel estrecho sendero bordeado de magnolios, de modo que nadie observó que Dragomán clavaba la vista en el camino cubierto de caracoles y que el señor Barnag fruncía el ceño cuando el primero quiso saber por qué el comisario jefe se creía con derecho a decidir así sin más dónde podía ir o dejar de ir un ciudadano extranjero.

—No olvide, profesor, que estoy autorizado a arrestarlo —dijo—. El área de movimiento autorizado que le he asignado es unas quince mil veces más grande que una celda. Por tanto, no merezco su observación, hecha en broma, supongo.

—La legalidad de su procedimiento, comisario, está más clara que el agua.

—¿Adónde vamos, pues? ¿A La Ratonera? ¿Al Korona? ¿Al Tango, para mencionar tan sólo algunos establecimientos de hostelería? Sería una buena idea que me acompañara, señor Dragomán, pues si lo dejara aquí podría verse rodeado y atacado. El ambiente está bastante caldeado. El rector era un faro de nuestra ciudad.

Los seguía un joven de anchas espaldas. Una vez fuera del jardín, se situó a la derecha de Dragomán. Así pues, dos hombres lo escoltaron hasta el coche del jefe de policía. El joven se sentó al lado del chófer; el señor Barnag, en el asiento trasero, junto a Dragomán. Los huéspedes, nerviosos, tuvieron la impresión de que se llevaban detenido a Dragomán. «Es el autor del crimen», murmuró alguien.

—Llévenme a casa del señor Kobra —dijo Dragomán. La petición no sorprendió al señor Barnag. El comisario jefe de Kandor, que antes de los cambios políticos de 1989 había trabajado para la policía secreta, mantenía en su día bajo vigilancia a los mismos caballeros con los que ahora, en circunstancias de legalidad, se mezclaba con toda tranquilidad. En sus archivos (aunque no le hacía falta buscarlos, pues sólo tenía que cerrar los ojos para refrescar la memoria) no le faltaba información sobre el señor Kobra o sobre el profesor János Dragomán, el hombre sentado a su lado en el coche, o sobre un tercer amigo, Antal Tombor, si bien este último tenía fácil acceso a los despachos de las personalidades más importantes, las mismas, por cierto, que pedían a Barnag que vigilara a Tombor y grabara sus reuniones con Kobra con la ayuda de diminutos aparatos de escucha ocultos en los techos de sus habitaciones. Ellos daban crédito a los informes del señor Barnag, en los que la intelectualidad de Kandor era descrita mediante círculos y se destacaban los puentes entre dichos círculos llamados «islas», que formaban archipiélagos en irónica referencia al señor Solzhenitsyn. Barnag hablaba de archipiélagos de la subcultura antigubernamental y subrayaba con un azul chillón los nombres de las personas que acudían a reuniones tanto de adeptos como de disidentes y que eran peligrosas precisamente por ser bienvenidas en ambos bandos. Por tanto, era concebible que Kobra perteneciera a este grupo, como una infección que iba y venía.

El señor Barnag estudiaba historia y archivística en la facultad de filosofía de Kandor antes de convertirse en agente de la policía secreta. Después de dejar embarazada a una compañera de clase y de verse obligado a casarse con ella, con pocas expectativas de conseguir una vivienda o un trabajo, Szilvester Barnag, un joven becado, diplomado, provisto de excelentes calificaciones y un ligero defecto en el habla, aceptó la propuesta de un hombre regordete y agradable y de su socio, más alto y sombrío, quienes le ofrecieron resolver sus problemas de alojamiento, así como un buen salario, subsidios aparte, a cambio de que cursara estudios de ciencias sociales como empleado del aparato de seguridad del Estado. No tendría que seguir ni interrogar a nadie, ni reclutar a agentes: ya tenían a quien se ocupara de tales menesteres. Él sólo debía descubrir y analizar qué se cocía entre bastidores, detrás del escenario que nosotros mismos habremos creado, añadieron sus jefes con una sonrisa amarga.

Las manos del señor Barnag no quedaron limpias mucho tiempo, sin embargo. Para poner a prueba su lealtad, lo nombraron jefe de un departamento encargado de operaciones secretas. Hasta entonces, se había asegurado de que su cara fuera conocida, que no célebre, entre los miembros del archipiélago de Kandor y lo había conseguido acudiendo a cada concierto, estreno y exposición que se celebrara en la ciudad, prestando atención a la música, a las obras, a los cuadros, sin intercambiar nunca una palabra con nadie. Permanecía discretamente apartado, mirando los carteles y dando traguitos a su bebida. Llevaba un impecable traje gris oscuro y se peinaba con raya. Delgado, de estatura mediana, de pómulos ligeramente prominentes, de patillas ligeramente largas, de mirada ligeramente penetrante, no merecía el calificativo de hombre medio. Le pusieron difíciles las cosas al señor Barnag. Ya no podía seguir siendo el misterioso amante de la cultura, presente noche tras noche en los actos culturales y ausente en las reuniones privadas. Solía salir por las tardes, con su maletín, de un chalé rodeado por un jardín y volvía a casa en autobús, vestido con su impermeable azul oscuro. Llevaba una corbata de seda plateada, nunca pajarita. Los usuarios habituales del autobús de aquel barrio residencial a lo sumo observaron que ese hombre tan correcto tenía un punto débil, las corbatas, pues el cambio diario de corbata permitía deducir que poseía una cantidad extraordinaria.

No es frecuente encontrar a un caballero de estas características en el balcón de nuestra casa. Abrimos la puerta de nuestro cuarto viniendo del recibidor y descubrimos a un hombre al que automáticamente, de forma casi inconsciente, asociamos con los actos culturales de la ciudad. Lo vemos sentado a horcajadas en la barandilla del balcón, sin saber si precipitarse o no al vacío, aunque saltar habría sido su deber profesional en ese momento. Fue un grave error de cálculo dejarse sorprender de aquel modo. Los observadores o estaban ciegos o querían sabotearlo. Barnag sólo pretendía echar un vistazo a algunos escritos recientes y hacer desaparecer, de forma un tanto llamativa, algunas piezas de la multicopista, enviando así un mensaje al escritor: puede escribir cuanto desee, no le tocaremos los manuscritos, pero un particular no está autorizado a poseer ningún dispositivo para multicopiar: podría comprometer la seguridad del Estado y también a sí mismo. La sutil advertencia, sin embargo, adquirió tintes cómicos cuando Kobra divisó al señor Barnag en la barandilla de su balcón.

—Pase, caballero —le dijo—. ¿Qué le trae por aquí? ¿Practicando para acróbata? Oiga, que estamos en un segundo piso.

—Lamento que tengamos que conocernos en tan extrañas circunstancias, señor Kobra. Me veo incapaz de explicarle el evidente misterio de mi presencia. Le ruego que me permita salir por la puerta principal sin hacerme preguntas. No me llevaré nada. Créame, maestro, tiene usted delante a un gran admirador de su obra. De toda su obra. Repito, de toda. Y eso, viniendo de alguien de mi posición, puede parecer una afirmación sorprendente.

—¿Y cuál es su posición?

—Señor Kobra, en sus escritos suele usar a menudo la palabra «perspicacia». No piense usted que yo no pienso que ya sabe quién soy.

—Me hago una idea de qué es usted, pero aún no sé quién es.

—Mi nombre es Szilvester Barnag, señor.

—¿Un seudónimo?

—Es lo que pone en mi partida de nacimiento. Supongo que no me dará la mano y que aceptará esta presentación asintiendo ligeramente con la cabeza. Y usted tampoco tiene que decirme su nombre, puesto que el lugar de nuestro encuentro hace que resulte prescindible. No me pegue, por favor. Veo en sus ojos que quiere pegarme. No voy a ningún sitio sin mi revólver. Cuídese, señor Kobra.

En la casa de Kobra, aún había luz en las habitaciones de la fachada. Podía distinguirse la sombra de una figura que se movía entre las mesas.

—No sabe dónde sentarse —dijo Dragomán al señor Barnag.

Para no despertar a la familia, Dragomán llamó suavemente a una ventana. Kobra la abrió; no se sorprendió al ver a Dragomán, pero la compañía le resultó extraña. Parecía harto improbable que los otros dos se presentaran por ahí con la intención de rendirle una visita cordial. ¿Quién era aquel joven de pecho musculoso? Dragomán no parecía ni borracho ni enfermo, y su sonrisa pícara habitual no quería aparecer.

—Ya nos vamos —dijo el señor Barnag, e inclinó educadamente la cabeza, al tiempo que se abrochaba el impermeable.

—¿No le tienta la ventana, señor comisario?

—Ahora puedo comprar los pensamientos más íntimos del señor Kobra en la librería de la esquina. Ya no está en la foto, señor Kobra, ya no está en nuestro punto de mira. No obstante, confío en que a través del profesor Dragomán pueda recuperarse el contacto entre nosotros, bastante unilateral hasta ahora, por desgracia.

El señor Barnag saludó con la mano izquierda desde el asiento de atrás, mientras Dragomán despedía al coche con un gesto obsceno. Pidió a Kobra una taza de café y le explicó lo sucedido.

Si no lo hubiera empujado, no habría muerto. A lo sumo habría recibido otra bofetada. De verdad, habría sido lo de menos. Kuno Aba era un hombre tan represivo que hasta podría haberse considerado una lección del maestro y no debería haberse vivido como algo humillante. Verse obligado a tal reacción era malo para él, el pobre. Atacó a Dragomán por debilidad.

Si no hubiera sido por la presencia de aquella mujer, Sandra, Dragomán quizá habría juntado las manos a la espalda. Al fin y al cabo, el pobre Kuno estaba defendiendo su honor. A él, al ídolo de la moral, le estaban diciendo en la cara que mentía. Resultaba humillante tener que abofetear a Dragomán. Alguno de sus alumnos debería haberse levantado de un salto. Pero, como allí estaba Sandra, Dragomán levantó la mano. Habría sido incorrecto no defenderse en presencia de esa mujer.

Claro que ella no deseaba la muerte del rector, pero sí el desafío, sí la pelea de gallos: a ver, que demuestren que son hombres. Ahora bien, su eficacia tremenda fue excesiva. Sandra no la deseaba, no la había pedido. Era brujería. Dragomán disparó con un rayo como los superhéroes de los dibujos animados. Sabía adonde apuntar. Lo excitó, lo debilitó y lo ejecutó. Así lo vio Sandra, sin duda.

Dragomán ansiaba explicarle que quería a Kuno. Tres veces habían ido al Valle de la Misericordia; no existían secretos entre ellos. Se trataba de un juego de fuerzas. Introducir a Dragomán en la mentira, en la historia tergiversada, acreditar mediante él un nuevo papel, en el que Dragomán hasta podía reconocer cierta impostura y por el que podía creer incluso que Kuno tomaba el pelo a los cándidos. ¡Tenía la cara de vender tal cuento al público de esta pequeña ciudad! No era así, sin embargo. La historia chirriaba todavía más, resultaba todavía más forzada y encajaba mejor con el autorretrato del teniente de alcalde, de quien quizá sería, en un futuro, el primer edil de la ciudad.

El héroe debía devenir en santo y había de poner ante sí y sobre sí a la persona elegida para el liderazgo, que encarnaba las enseñanzas de Kuno: Sandra. Sobre la base de pruebas genealógicas no del todo absurdas, la había escogido como reina de una monarquía centroeuropea, a cuyo trono debía acceder en los próximos diez años. Para él, era un juego de niños demostrar que Sandra era la bisnieta del emperador Francisco José. Aunque no fuera por vía legítima, la sangre imperial fluía por las venas de esa mujer criada en una ciudad húngara de provincias. Ahora bien, no se trataba de una ciudad cualquiera. Kuno Aba disponía de todo un arsenal de argumentos para demostrar que esta ciudad de coronaciones debía ser la sede simbólica de una confederación centroeuropea. Una parte significativa de las élites de Kandor compartía ya este objetivo.

A Dragomán no le importaba que en esta idea hubiera tanta locura como método, fascinación erótico-estética por su mujer y alumna, fusión entre tradición y bomba mediática. Que Sandra fuera una funcionaria modélica, sí, jefa de gabinete, portavoz que medía cada una de sus palabras y se mostraba discretamente simpática, alguien a quien no se le iba la lengua, belleza, poder y reserva mezclados con gotas de crueldad, y que fuera, además, la viva imagen de una futura reina. Y Sandra se tomaba en serio este proyecto: se deducía del hecho de que obedecía en todo a Kuno. Entendía su tarea. Ésta consistía en hacer cuanto Kuno le decía. Pero ¿qué le decía ahora?

—Tal vez deberíamos ir a ver el cadáver —dijo Kobra.

—¿Hablas de volver?

—Quienquiera que pueda resultarnos molesto ya se habrá marchado.

Melinda informó por teléfono de que el finado y la viuda estaban en su casa. Todavía lo velarían durante un rato; invitaban a ambos, a Kobra y a Dragomán, a acompañarlos; el abad también se encontraba allí.

El cadáver de Kuno Aba yacía sobre la larga mesa del porche: la mandíbula atada con un pañuelo blanco, el pelo bien peinado, la camisa blanca abotonada, pero sin corbata. Había un policía apostado en la puerta de la casa. Una portavoz comunicó a los periodistas y a las visitas que durante las siguientes horas los familiares y amigos deseaban despedirse en privado del fallecido. Sí, el señor Dragomán se hallaba dentro. Había vuelto con el señor Kobra a la casa del señor alcalde para el velatorio. No, no se practicaría la autopsia. La viuda del rector también se encontraba en la casa. Estaban todos juntos.

Las noticias las comunicaba la joven portavoz, que también ejercía de intermediaria entre el alcalde y el comisario jefe. A continuación, Mariska pidió a todo el mundo que se marchara. Si se dirigían al despacho del alcalde después de las doce, el funcionario de servicio les daría la información necesaria. Apareció un coche de la policía, luego otro, iban lentamente por la Leander utca.

Sandra estaba sentada a la izquierda del fallecido, Dragomán tomó una de las sillas altas de mimbre a su derecha. Los labios de Kuno Aba se habían vuelto blancos, como los de Dragomán. La viuda apenas se percató de su llegada. Nadie decía nada. Al cabo de un rato, Sandra se volvió hacia Dragomán: «¿Tiene algo que decir?», preguntó.

—Era mi amigo y mi rival, pero nunca mi enemigo —dijo Dragomán—. Dos soñadores no pueden soñar el mismo sueño. Dos actores no pueden interpretar el mismo papel. Me pidió que diera fe de sus palabras, que confirmara la veracidad de su relato. ¿Por qué tenía que desenterrar aquella vieja historia? Lo tenía todo, ¿qué más quería? ¿Por qué un erudito había de querer ser un héroe? ¿Por qué un pecador había de querer ser un santo? Sólo deseo decirte, Kuno, que ambos tenemos algo que expiar. Llevo mucho tiempo peregrinando. Camino cinco o seis horas diarias: por mi salud, sí, pero también como forma de penitencia. Y lo seguiré haciendo hasta que alguien me empuje, a propósito o por accidente, igual que yo te he empujado. Tú te has detenido, yo te cargaré sobre mi espalda. Pides que intercambiemos los papeles. Como eso es imposible, sin embargo, continúas sobre mi espalda, asfixiándome. Me gustaría pedirte perdón, si se pudiera. Desearía evitar tu venganza, no quiero seguir tu camino, todavía no. Me haría cargo de tus hijos, si los tuvieras; serviría a tu viuda, si así lo quisiera ella; me ocuparía de tus papeles, si eso me permitiese albergar alguna esperanza de absolución.

—Cállese —dijo Sandra— y tráigame una manta de la habitación de Melinda para que me la ponga sobre los hombros. Tengo frío.

Melinda, sin embargo, ya la había ido a buscar y envolvió a Sandra en ella.

Kuno Aba yacía como si no perdiera ripio pero tuviera dolor de muelas, de ahí el pañuelo bajo la barbilla. A partir de entonces, este hombre también se les aparecería; merodearía por el salón de Melinda, rondaría por el sendero de gravilla del jardín, se sentaría, rígido, en el taburete del piano y Melinda escucharía palabras tales como grosso modo o per definitionem unas cuantas veces todas las noches, aunque con una se daría por satisfecha. El grupo que ahora lo velaba había sido el público de las fantasías histórico-políticas de Kuno.

Fluvialismo, decía, e imitaba con la mano el curso de un río. Las corrientes confluyen; las ideas confluyen; todo es dispersión y convergencia. Ni los enormes continentes ni los interminables océanos nos han enseñado nada, sólo lo hacen los grandes ríos, hermanos, maestros de la confluencia y de la acumulación, con los cuales convivimos como con nuestro animoso compañero, el caballo. A partir de allí Kuno Aba demostraba que la idea de la existencia de un Leviatán o de un Behemoth era errónea y que, en cambio, se debía restaurar una monarquía centroeuropea, con capital en Kandor. Melinda no sólo entiende, sino que aprueba, que el rector no apuntara nunca estas ideas, que las expusiera solamente allí, en el amplio salón, apoyado en la estufa de azulejos, con frases que empezaban así: «¿Por qué no…?».

Si ahora se incorporara, si ahora se levantara, si ahora apoyara la frente en la estufa que dejaría allí su marca, empezaría un pensamiento más o menos relacionado con lo que acababa de oírse en la mesa. Había en él cierta impaciencia deseosa de que nuestra embarcación saliera de los juncales de lo superfluo y se adentrara en las aguas, en la corriente principal, que Kuno percibía con tal precisión que parecía una anguila. Vislumbraba las corrientes en las señales y estaba dispuesto a nadar en ellas, pero nunca se dejaba llevar. Se ponía en marcha con ellas, se adaptaba a ellas, pronunciaba sus palabras, ponía a prueba su capacidad de resistencia. Para Kuno, el rectorado, la presidencia de la academia, el puesto de teniente de alcalde, la cátedra de historia, el instituto de ciencias históricas, la asociación cultural, eran papeles interconectados y en gran medida intercambiables. Kuno creía que la excelencia y el estatus debían, grosso modo, convergir. En este sentido, la elección del diccionario correspondiente era una cuestión subordinada y técnica. Su puesto como rector era el requisito principal. ¿Qué opinaba sobre ello? Que si alguien era rector, debía serlo a fondo. Si empezaba, debía continuar. El rectorado era para él como un trono real, que lo facultaba para pronunciarse. El rector debía considerarse, a su juicio, un ungido, el guía espiritual de la ciudad, que introducía, básicamente de forma indirecta, los temas de debate público, o bien los barría y los tiraba al cesto de los tabúes.

Me quedaría en mi silla si, a cambio, él pudiera incorporarse. Pero como no puede, mejor será que me levante. Si me dejan salir por la puerta, significará que no estoy detenido. Pero no puedo abandonar Kandor hasta que haya concluido la investigación. Empujé a un hombre que me había abofeteado. Tal como yo lo veo, amigos míos, me queréis meter entre rejas. Darme a la fuga ahora mismo sería inapropiado, indigno de nuestro círculo. Un caballero acepta el desafío. Un caballero se bate en duelo. Un caballero no puede decir que no tiene por qué molestarse por un loco y ya está. Un caballero se va al talego porque un viejo conocido se pasó.

—Señora —dijo volviéndose hacia Sandra—, ¿qué puedo hacer por usted?

—Tenga las llaves de mi coche. No me encuentro bien, lléveme a casa. Kuno se quedará aquí con Melinda. ¿Cuándo vendrán a recogerlo? Señor alcalde, el lunes por la mañana me presentaré en el despacho para los preparativos del entierro. Aún no me siento en condiciones. He de acostumbrarme a hablar de mi marido en pasado. Pero no tiene por qué preocuparse; no me suicidaré. Este hombre no debería haber muerto.

Como un rígido lacayo, Dragomán abrió la puerta del jardín a Sandra, la ayudó a subirse al coche, se sentó al volante y empezó a conducir con aplomo, girando donde debía y mostrándose conocedor de las calles de sentido único. Kobra, capaz de perderse incluso en su propia casa, no escondía su admiración. Cuando llegaron a su casa, Sandra se pasó al asiento de delante, y él se quedó largo rato en la acera, siguiendo al coche con la mirada. ¿Qué harían ahora esas dos personas? Dragomán sólo habló en una ocasión; Sandra guardó silencio. Cuando llegaron, Sandra se apoyó en la cancela y se quedó mirando colina abajo, hacia donde yacía su marido.

—¿Debería haberme quedado? —preguntó—. Me avergonzaba mi propia curiosidad, deseosa de saber cómo se convertía mi marido en cadáver. Dejemos que el alcalde me haga el favor de ocuparse del cuerpo. Entre usted y yo, profesor, usted mató a mi marido. Es un hecho. Usted fue la causa que condujo al efecto, la muerte. ¿Quién sabe qué se le pasó por la cabeza? A lo mejor, el destino quiso concederle el privilegio de caer en una batalla. En tal caso habrá muerto como un héroe. ¿Quiere pasar? ¿O acaso le asusta una viuda loca?

—Así es, me asusta —admitió Dragomán—. La tengo por una mujer feroz e impredecible. La he ayudado a deshacerse del padre adoptivo que se convirtió en su marido. La adoración del ídolo ha terminado. Ya se ha hecho con el despacho del alcalde y todos esos discursos suponían un obstáculo para usted. Si no le apetece continuar trabajando, yo la mantendré. Ya he adquirido una hija y un nieto; si usted quiere, la adoptaré a usted también. O seré por un tiempo su jardinero, su chófer, su mayordomo, si lo prefiere. O utilizaré mis dotes literarias para convertir la vida de Kuno Aba en un éxito de ventas. Pero también puedo prepararle una taza de té si desea.

—Dejemos clara una cosa: lo odio. Pero no quiero estar sola. No hay excusa para su acto. No es usted quien yace sobre aquella mesa. Usted no debería existir, es un monstruo de la naturaleza. Si lo viera en la silla eléctrica, yo misma daría la orden. ¿Entra?

—¿Es una invitación?

—Sí. No estoy acostumbrada a pasar la noche sola. Siempre que Kuno viajaba al extranjero, lo acompañaba. Lo han llamado vidente, pero nadie ha dicho que estuviera loco. ¿Cree usted que lo estaba?

—Todos lo estamos. ¿Y qué hacen los locos? Locuras. ¿Sabe qué día es hoy? El de los locos. El de la locura calculada.

Entraron en el salón: una larga superficie de parqué amarillo, unas cuantas mesas y sillas con ruedas, un amarillo pálido en las paredes. Aquel vacío conducía a otra habitación, en la que cada recoveco albergaba objetos de arte. Así como la primera sala no impresionaba al visitante, aquel santuario interior lo dejaba sin habla.

—¿Se atreve a sentarse en su silla? Hágalo. ¿Le apetece una pipa? Bien. Vamos a ver. Le daré una copa de vino para que tenga algo entre las manos. Me fijé en casa de Melinda. Incluso puede mirar por la ventana y contemplar un trozo de cielo entre las hojas. Debe saber que mi testimonio tendrá mucho peso; me preguntarán si usted y mi marido mantenían una relación amistosa. De mí dependerá si borro o no cualquier indicio de premeditación en el trágico accidente. Durante un tiempo estará en mis manos, a mi merced. El rector también dependía de mí; temía mi objetividad. A mí me parecían redundantes sus diatribas. Pero una persona dada a la violencia verbal no puede esperar otra cosa. Yo admiraba su tenacidad, su esfuerzo por introducir lo sagrado al mundo de la política, por convertir la actividad política en un servicio sacerdotal bajo el signo de un Estado católico generoso y permisivo. Kuno obligaba a los creyentes mundanos a asumir cada vez más responsabilidades. En su mundo intelectual, padre, pues así lo llamaba yo en estos casos, hay muchas órdenes y salutaciones y cada uno conoce su sitio, porque los lugares están marcados.

»Yo no quise entrar en el mundo de mi marido. Pero no me tome por una anarquista camuflada. Usted y yo, señor, no somos cómplices. Usted va y viene, mientras que él se desvivió por esta ciudad. Era un hombre serio y usted es un frívolo. Un viajero tiende a exagerar, pero para cuando la gente descubre la verdad, ya se ha marchado. En el camino mata a alguien, seduce luego a su viuda y a continuación parte de nuevo, relamiéndose el bigote. Sé por qué ha aceptado mi invitación. Es su plan. Yo, sin embargo, abrigo los míos.

»Por favor, túmbese en el suelo para demostrar que realmente tiene la voluntad de ponerse a mi servicio para reparar el daño causado. Sí, así. Ahora caminaré a su alrededor, pero usted no se mueva, permanezca inmóvil como un muerto. Cierre los ojos y no los abra. No utilice como excusa ningún ruido que pueda oír.

»Si abre los ojos, se los arrancaré con este palo de escoba. No se inmute bajo ninguna circunstancia, ni siquiera si le doy una patada en las costillas. Y aguántese aunque lo patee a diestro y siniestro, no de un modo sádico, claro está. Ahora me quitaré los zapatos. Túmbese boca abajo y le pisotearé todo el cuerpo, excepto la cabeza. Será un pisoteo simbólico. No me importa que le duela. Y, por favor, no se reprima, gima y laméntese. Quiero causarle dolor. Nada le conviene más que una saludable dosis de humillación. Allá voy, empiezo a pisarlo.

»Me ha arrebatado a mi marido, mi consejero, mi padre. ¿Los consejos de usted… de qué sirven ahora? Kuno tiene que ser canonizado y usted ha de ayudarme a conseguirlo. Su círculo de amigos podría utilizar su influencia. Su tumba debería convertirse en santuario. Usted será el secretario de la Asociación Kuno Aba. Liderará las plegarias en memoria de nuestro fundador. Y yo me convertiré en la encarnación de sus ideales.

»Ni que decir tiene que magnificamos a nuestros ídolos. A usted puedo confesarle que soy una sandrista. Siempre supe que empezaría una nueva vida cuando la suya terminara. Amor mío, has muerto como un caballero, defendiendo tu honor. Sí, eras único y, por tanto, irremplazable. Ahora, señor Dragomán, levántese y prepare un té.

Son muchos los caminos que conducen de la taza de té a la cama. El de Dragomán no condujo allí. Le llevó el té a Sandra, le dio las buenas noches y, tras darle un beso en la mano y otro más delicado en los labios, salió por la puerta del jardín. Los espías veían a través de sus prismáticos que las dos figuras se movían por el salón bien iluminado, pero no desaparecían en las dependencias interiores de la casa. Luego, mientras Dragomán se dirigía de la terraza a la salida por el sendero de gravilla, la luz del salón se apagó y el sistema de alarma, que alguna vez saltaba por culpa del gato, se conectó.

Dragomán, con la arrogancia que lo caracterizaba, metió la mano en el bolsillo, echó un vistazo a la puerta por si veía al observador y emprendió el camino hacia abajo, poniendo nerviosos, uno a uno, a los perros de los jardines de la ladera. Llegó un momento en que lo acompañaba ya todo un coro de ladridos, que lo adelantaba incluso, lo rodeaba, como si los perros se olieran algo terrible. Luego, sin embargo, cuando Dragomán empezó a murmurar algo, volvió el silencio.

En la primera noche, sería bonito interpretar el papel de Claudio, pero sería una exageración, o sea, algo inútil. Caprichos del estado de shock. Lo mejor sería dormir.

¿Por qué no dejé mentir a Kuno? Quizá porque lo respetaba demasiado. Pero si afirmaba algo incierto, el respeto debía tenerlo en cuenta. Y entonces podías dejarlo como estaba. ¿Siempre te inmiscuyes cuando alguien miente? Exageró porque esperaba un reconocimiento. Más y más. Pero tú dijiste: «Kuno Aba, yo te vi». Lo dices por segunda vez. ¿Qué es esa obsesión por desenmascarar? Y si lo viste, ¿qué? No es asunto tuyo. Has vuelto a inmiscuirte en el curso de las cosas; todo habría ido bien sin ti. ¿Por qué quieres echar un vistazo a lo que hay detrás?

Ahora bien, ¿quién ha de echar un vistazo, sino el reportero? ¡Ellos me incitaron! Ofrecían condecoraciones, fingían hospitalidad. ¿Qué querían de mí? Estaba perfectamente sin ellos. Estaba perfectamente sin Melinda. Hacía más frío, pero se podía aguantar. Dios me guarde de la intrusión. No soy un ejército de jinetes tártaros, no soy un jefe de vaqueros de sombrero negro, no es mi intención poner patas arriba esta pequeña ciudad que dormita pacíficamente. Ni se me ocurre revolver nada. Lo que más quiero es no tocar nada, pasar inadvertido entre las cosas. Pero he venido y me he puesto la toga y el birrete. He presidido el congreso mundial, me he metido en el meollo de las palabras abstractas. Confiaba en poder escabullirme cuanto antes, pero entonces Olga, Habacuc y Melinda franquearon la puerta de mi habitación de hotel. Empezó con la fiesta de la vendimia, el vino Riesling en la mesa de piedra, el alboroto de los niños, las bellas mujeres en las sillas del jardín, las grabaciones, las advertencias, el jaleo, que se hizo más pesado por la gran cantidad de cámaras y que se concentró en torno a un momento de tensión. El grito de «¡Kuno Aba, yo te vi!» fue un gesto de obediencia a los observadores.

Ya que hay un escenario, pues que ocurra algo. ¡Ay, si supiera trazar una frontera exacta entre el deber y la vanidad! No puedo, claro. Si extraemos del hombre la vanidad, se queda sin nada, como el limón maduro. Si me miran, pronuncio mi discurso. Además, me daba lástima toda esa materia prima que se echaría a perder. Soy hijo de los viejos tiempos de escasez. Un espectáculo interesante desea quedar registrado en una película o en una cinta magnetofónica. Sí, esto también intervino. La necesitad de cumplir con el señor del tiempo.

Sin embargo, también estaba allí Sandra. Raptar a la mujer. Pavonearse ante la mujer a la que le hemos echado el ojo. Ella simpatizaba con los dos gallos y tal vez no se movió por eso, se limitó a mirar objetivamente. El experto se dio cuenta enseguida de que la mujer era sensible a la elegancia, que recibía bastantes exageraciones patéticas en casa y algo que las acompañaba inevitablemente: la mezquindad. Así pues, ¡pocos gestos, pocas palabras! Detenerse en la puerta. Después ya podremos apoyarnos en el nogal. Lanzar el desafío desde una esquina del escenario.

Kobra no actuaría así: se apartaría, pasaría, y sólo chocaría si no podía evitarlo, si él era el objetivo. Yo estiro el brazo por instinto cuando veo venir una pelota; él, en cambio, se agacha instintivamente. A mí la bufonada me conduce a la arena; bromeo hasta que de pronto me encuentro frente a frente con el toro.

La situación se complicaba para él. Hacía dos días, aquel joven loco que se precipitó al vacío desde su balcón; el día anterior, Kuno Aba. Dragomán estaba a punto de reconocer la generosidad de las autoridades locales por dejarlo en libertad. Si huía, muchos países lo entregarían y tendría que esperar el resultado de las investigaciones. Y si se acercaba demasiado a la viuda, la ciudad se llenaría de rumores sobre una conspiración conjunta para deshacerse del rector.

Podía dar vueltas en torno al hotel o encerrarse en su habitación. Debía avisar al cónsul estadounidense, contratar a un abogado y buscar el consejo de sus amigos. Tombor aseguraría ser amigo tanto de Dragomán como de Kuno Aba, pero sobre todo de la verdad. Aplaudiría, se frotaría las manos y se marcharía: el alcalde ha de hacer su trabajo. Lo que pensara antes de irse a dormir era asunto suyo. Lo más normal era que no pensara en nada. Se desplomaba sobre la cama y dormía como un tronco hasta la mañana, cuando la urgencia por orinar lo desvelaba, y entonces ya se quedaba despierto. Valió la pena. Invitó a Dragomán a volver a Kandor, lo coronó con laureles, lo colocó después en el ring y le puso delante a Kuno, consciente de que, probablemente, se enfrentarían. Cuando los dos estúpidos gladiadores se enzarzaron, Tombor mostró cara de tristeza, aunque se reía con ganas para sus adentros. El director suelta a dos actores para que se enfrenten en la lucha y el amor; se tumban el uno al otro, y el director baja el telón. La próxima vez invitará a otros que, aun recelando de sus intenciones, acudirán y se pondrán en manos de Tombor. Y él jugará con ellos. O quizá sea Kobra, que suelta ideas de buen amigo ante Tombor, el cual adopta más de una.

Kobra dejaba a Kuno Aba en paz. En los años setenta, en una época en la que Kobra estaba bajo prohibición oficial y era el blanco de una campaña de desprestigio cuidadosamente orquestada, Kuno Aba se creyó dos veces obligado a ignorarlo. Aquella imagen —la de una figura nerviosa y altiva que pasaba a su lado sin mirarlo— ya no abandonaría a Kobra. Desde entonces escuchaba las ideas de Kuno Aba con singular indiferencia. A ellos no se los podía enfrentar.

Pero ¿qué impedía que Kuno Aba, rival de Tombor en la política, y Dragomán, rival de Tombor en el amor, se saltaran al cuello mutuamente? Dragomán se inclinaba a pensar que Tombor le había tendido una trampa. A saber qué conexiones tenía el alcalde con las más altas autoridades. ¿Podía Dragomán confiar en Melinda, la esposa del gran manipulador? ¿Podía confiar en la viuda, que había asegurado que lo odiaba? «Estoy más familiarizado con el espíritu de este lugar que nuestro ilustre huésped», había dicho Kuno Aba. El espíritu del lugar tenía atrapado a Dragomán.

No le quedaba nadie salvo su fiel escolta, el agente de la empresa Darnok, Svetozar, el hombre de la cicatriz en el labio y la jaula de pájaros. Dragomán no tenía nada en contra de abandonar Kandor de incógnito: vestido con una sotana de cardenal o con un tocado de jeque. Tampoco le quedaría mal el uniforme azul de piloto aéreo o el hábito de un monje franciscano; también podría disfrazarse de judío seguidor del hasidismo. Svetozar podría conseguirle una barba y unas patillas postizas e incluso un Rolls-Royce, para que la caricatura fuera creíble y perfecta. Lástima que los húngaros no utilicen ya el uniforme de húsar. En la típica ciudad postmoderna, son tantos los gaiteros escoceses, los lanceros franceses y los monjes encapuchados que la gente a duras penas les presta atención.

¿Y si se convirtiera en mendigo? Tal vez fuera la mejor idea de todas. Sólo harían falta la mugre de unos cuantos días, un aspecto dejado, una cara sin afeitar enrojecida por las noches al raso, una bolsa de plástico llena de trastos para desviar las miradas hacia otro lado. Sabrían que si lo miraran les pediría dinero.

Dejaría tras de sí al presidente internacional, al hombre que fuera al llegar, lo dejaría en el sillón y se olvidaría de él. A Dragomán también le encantaría desembarazarse de su yo sospechoso, separarse de él como la médula se desprende del hueso o como un yogur sale del vaso de plástico. Quería sacudirse de encima al individuo de dudosa reputación que se metía en toda clase de jaleos. Podría haberlos evitado si no hubiera vuelto. Uno pertenece al lugar donde se inmiscuye en asuntos pasionales.

Su suite de la sexta planta, tan acogedora hasta el día anterior, había pasado a ser poco atractiva. Un domicilio impuesto, un lugar de confinamiento mientras durara la investigación. El recepcionista pasa informes con regularidad al jefe de policía, que irá alargando la investigación, aunque sólo sea porque le encantan las charlas animadas. Hará todo lo posible para que Dragomán se sienta cómodo, pero pasará tiempo antes de que le permita salir de Kandor.

Ahora bien, ¿por qué claudicar ante la claustrofobia?, recapacita Dragomán. ¿Por qué no disfrutar de los placeres de la claustromanía, de las bendiciones de los sitios cerrados y estrechos?, se pregunta Dragomán. Los consejos apuntan siempre al futuro. Si se queda y se tumba en la cama, que le recibirá con cierto regocijo, lo mejor será sumergirse en la nada.

El pasado es aquel empujón, el bofetón que le dio Kuno con la izquierda para que luego viniera la derecha, y después la izquierda y la derecha, zis, zas, zis, zas, y no sólo lo abofeteó a él, sino también al portador de discordia.

Sí, querida, es incapaz de matar una mosca y de pronto suelta una frase, de que vio a Kuno, una frase que resuena como una roca al despeñarse.

Le habría dado con ambas manos, no le dio vergüenza tocar a Dragomán. ¡Era capaz de ahorcarlo con las dos manos! El invitado de honor regresa a Kandor, destruye de paso todo cuanto Kuno Aba levantó y después quiere proseguir su viaje. Dragomán tira al suelo el coturno que a él, que viene de lejos, quizá le parezca rígido, pero que es necesario ante los vecinos. La esposa que lo ve desnudo, por ejemplo, lo respeta de otro modo que el público que lo ve con la ropa abrochada hasta el cuello.

Kuno Aba puso el cuello de camisa planchado, la formulación objetiva, las frases que empezaban con «pues entonces» de manera tan inapelable entre sí y sus prójimos, los cuales guardaban su autoridad en uno de los estantes más alejados, y aunque se mostraba cordial con casi todo el mundo, la gente le temía y no se atrevía a mostrarle sus aspectos más fangosos. Percibían lo que Kuno Aba esperaba de ellos, le ofrecían el papel deseado, lo reforzaban en su concepción del mundo, que colocaba a cada cual en su sitio en la jerarquía de numerosos escalafones.

La obra estaba acabada, el retrato de Kuno Aba se había grabado en la mente de los habitantes de Kandor, el número de sus seguidores aumentaba tanto dentro como fuera de la ciudad, entre los hombres de la cantidad destacaban sus elegidos, los kandorianos de la calidad, el poder espiritual y la administración volvían a tenerse en cuenta, los industriales ofrecían grandes cenas de pago en su honor, su secretaria rechazaba a gran parte de los periodistas deseosos de transmitir sus palabras, pero daba cita a algunos después de muchas ponderaciones, Kuno Aba inauguraba la semana cultural de la ciudad, y era lógico y natural que él pronunciara la laudatio a la hora de distinguir a determinadas personalidades… ¡Y ahora resulta que un haragán premiado propina un golpe en el estómago del hombre generoso que le otorga el premio! ¡Y no lo hace con el puño sino con la palabra! ¿No merece un tipo así una buena bofetada?

Dragomán no puede evitar pensar que debería haberse marchado sin más, que debería haber ofrecido la otra mejilla. Si Kuno se hubiera contentado con una bofetada, Dragomán quizá no se habría inmutado siquiera, pero cuando se preparaba la siguiente, su mano agarró aquella mano y, en efecto, tiró un poco de ella hacia sí, con la intención de iniciar una pelea, pero luego se lo pensó dos veces y apartó a Kuno, con el único fin de acabar con esta proximidad de los bofetones y de restablecer la debida distancia entre los cuerpos.

No deja de ser un lamentable accidente que Kuno Aba perdiera el equilibrio —lo cual, considerando su buen estado de forma, ya justificaba una investigación minuciosa—, cayera contra el banco, se golpeara el cráneo precisamente contra un tablón de madera de acacia roto y muriera en el acto. ¿Podía ser que sufriera un ataque al corazón? Aun así, Dragomán algo tenía que ver. Kuno estaba en un momento sensible. Quien exagera es vulnerable.

Aquella tarde, Dragomán había observado en Kuno un estado de nerviosismo poco habitual en él, debido quizá a la presencia de las cámaras. Era un hombre tremendamente preocupado por su imagen, pero sólo porque quería concluir la obra de su vida. Para Kuno Aba, hasta ser maquillado en un estudio de televisión suponía un servicio. Cuando Kuno Aba se regalaba con un pato asado, lo hacía para fortalecerse con el fin de llevar a cabo su proyecto de restaurar una monarquía centroeuropea. Pues bien, ya no habría más pato asado para el pobre hombre.

Adelante, frivoliza, pero el caso es que cayó y que nunca volverá a levantarse. ¿Ojo por ojo? ¿Y tú te levantas como si nada y te sirves una copa? ¿Qué excusa tienes? Por justicia, deberías tumbarte a su lado. Aunque fuera un accidente, fue tu accidente. ¿Se sentiría mejor Kuno si alguien acabara contigo de un golpe?

Quizá su esposa, quizás en su cama de matrimonio. Siente ascender el alegre sacrilegio desde las ingles, percibe los músculos dorsales de la viuda en los brazos, sus dedos desearían pasearse por su vientre. Con la cabeza enterrada en una almohada, un viejo inmaduro se pregunta si la mujer también lleva ropa interior de luto. Imagina mucho, pero no lo suficiente. ¿No debería repugnarle el deseo ardiente que siente, el hecho de pensar en muslos y nalgas, cuando debería estar sumido en el duelo? Debes castigarte. No lo dejes en manos del señor Barnag. No pidas consejo a tus amigos. Condénate. ¿A vida o a muerte? Al golpe de un rayo, a la muerte fingida, al renacer.