El viajero está de paso

El pasillo del hotel es largo, cargado de mármoles y bronces; la música se filtra por el techo. Dormido en el amplio sillón, me despierto al percibir la presencia de un pájaro negro y desconocido que da saltitos sobre el alféizar. Aún reina la claridad en el exterior. Ya nadie puede hablarme, cierro la puerta, no llamo a nadie en esta hora feliz. Saco mis cosas: las gafas, la pipa, la pluma y una fotografía. Me gusta la limpieza neutra en una habitación a la que no me atan recuerdos familiares. Ayer pertenecía a otro, hoy es mía y al cabo de unos días volverá a ser de otro. Una abeja revolotea en torno al cuenco de las frutas. Voy y vengo por mi cuarto, me detengo ante el espejo: ya he visto esta cara, un día se me escapa y al siguiente se me aparece en cualquier parte. He puesto sobre un estante las cartas sin abrir, todas llenas de deseos abstractos, todas importantísimas, vitales, o sea, prescindibles. En un rincón de la habitación hay un escritorio. Contemplo la enorme cama con baldaquín y el gigantesco armario de madera tallada y cinco puertas, cada una de las cuales está dividida en ocho partes; las dos hileras de lámparas de la araña de cristal, con ocho bombillas con forma de vela cada una, esparcen la luz desde el techo. Por un folleto publicitario puesto en mi escritorio me entero de que los vinos y carnes de Kandor pueden recomendarse hasta a los paladares más exquisitos. La ciudad cuenta con una catedral, un castillo y un paseo a orillas del lago que conduce al crematorio modernista plagado de adornos. En una de las pinturas de la catedral se ve la muerte de pie en el pescante, animando a los dos bueyes con el látigo; a su alrededor yacen figuras humanas desnudas. Ubi gloriosa victoria.

Salgo a la terraza de la azotea. Miro adelante y veo el lago; miro atrás y veo la Feltámadás tér, la plaza de la Resurrección. Frente al hotel, la ribera arenosa va cambiando de color; por las noches, los focos iluminan la arena. Movidas por el viento sur, las olas se levantan, se estiran y se retiran. Un guardacostas nunca desaparece del campo visual. La corriente peina y despeina las algas sobre las piedras del muelle. Una chica rubia está tumbada sobre un tablón de madera: traje de baño escotado, cuerpo bronceado y vello púbico depilado. Dicen que el murmullo del agua relaja. La corriente de aire empuja la cortina hacia fuera y me aparto de la barandilla. Alrededor de la piscina, los troncos de los abedules reflejan la luz y los columpios chirrían al viento. Pájaros negros de pecho blanco revolotean sobre los sillones de mimbre. Alguien nada en la piscina color celeste, las hojas caen al agua y un anciano las pesca con un rastrillo de mango largo. Los lectores solitarios están sentados en los sillones; una planta verde, reluciente, exuberante, se asoma por detrás de las columnas de la galería. La camarera de camisa blanca y falda negra permanece de pie, apretando la bandeja contra la cintura.

Soy un invitado aquí en Kandor, un simple viajero de paso. Me instalaré aquí un rato, intentando no involucrarme en los asuntos locales. Desde esta posición he conseguido la distancia necesaria para contemplar los espectáculos. Frente a mí hay una catedral de dudoso estilo gótico. Debajo, una cripta románica auténtica, invisible desde el exterior. Más abajo se hallan las ruinas de unos baños romanos en los cuales el visitante puede admirar la relatividad de los diversos estratos del tiempo.

Los reyes eran coronados en esta plaza; los rebeldes, conspiradores y librepensadores, decapitados. Ahí están los juzgados y el cuartel general de la policía secreta. La casa donde me hospedo ya alojaba hace quinientos años a los viajeros. Había allí un hospital, un refugio para peregrinos que llegaban andando o a caballo para visitar la catedral. Los frailes benedictinos, ayudados por jóvenes novicios, servían vino en la taberna. Los estudiantes representaban dramas morales y los señores distinguidos compartían sus copas de vino con mujeres de vida fácil, haciéndolas montar a caballito sobre sus rodillas.

El día anterior pregunté al camarero de aspecto serio: «Dígame, ¿qué clase de ciudad es Kandor?». «Es el auténtico cielo —me respondió—. No viviría aquí si no lo fuera. Aunque no siempre es así. Hoy parecía más bien el infierno». Me contestó con voz entrecortada. Su mujer murió hace menos de un año a su lado, en la cama. Se fue mientras dormía. Todavía es incapaz de entenderlo. Desde entonces educa solo a su hija.

La ciudad escala las paredes de ese cuenco que es el valle e invade la otra vertiente de la hilera de montes; sigue extendiéndose hacia abajo y rodea el esbelto pico volcánico coronado por doce rocas con forma de columna que dividen tanto el tiempo como el espacio. En el centro, un hilo de humo se eleva desde las profundidades de la tierra. Se trata de un mensaje apenas perceptible que muchos ni siquiera ven. Los habitantes de Kandor no se atrevieron a poner un banco en aquel lugar. Se llama el «Reloj de Piedra». Su misteriosa forma de medir el tiempo, su señal de humo lento, hechiza a quienquiera que se acerque.

La planta de la plaza de la Resurrección parece un ladrillo de ángulos redondeados. Las calles que desembocan en el lado más corto del rectángulo son anchas, mientras que las que acaban en la parte más alargada son estrechas. Hace unos años el arquitecto municipal consiguió encauzar hacia otro lado el tráfico de vehículos y convirtió en paseo peatonal la plaza de la Liberación, que antes de la Segunda Guerra Mundial se llamaba de la Resurrección y que ahora ha recuperado su antiguo nombre. Los vecinos de la zona se mostraron perplejos cuando un periodista de un diario local quiso saber en qué creían más: si en la liberación o en la resurrección.

En el lado oriental de la plaza se extiende el hotel Korona con sus cuatro amplios jardines en el interior. La trasera del edificio tiene vistas a la plaza del Antiguo Mercado, donde los visitantes pueden encontrar diferentes restaurantes. Allí se celebra durante el día el mercado de flores; en la actualidad, sin embargo, está lleno de gentes sin techo que se apretujan unas contra otras entre trastos y baratijas. La prostitución, otra vieja tradición de la plaza, no ha desaparecido.

El filósofo itinerante János Dragomán llegó a la ciudad de Kandor, visitó a sus amigos, a su antiguo profesor y a su viejo amor, se enteró de que tenía una hija y un nieto, mató sin querer al profesor, del que sabía un secreto, y acabó pagando su crimen. Sostenía Dragomán que le encantaba estar solo, que bendecía la evolución de los años y que se planteaba regresar definitivamente a Kandor para evitar los líos en los que se metía en sus continuos viajes. Lo dijo con tal énfasis que Kobra, su amigo y excompañero de clase, tuvo malos presentimientos. Dragomán no pasó mucho tiempo en Kandor, pero se las arregló para alterar la paz interior de cuantos estuviesen en torno a él.

Llegó a la ciudad cuando el tercer compañero de clase, Antal Tombor, alcalde de Kandor, empezaba a liberarse. Como siempre, Tombor no prestaba mucha atención a cuanto ocurría a su alrededor; lo único que le preocupaba era cómo hacer historia y, al mismo tiempo, cómo plasmarla en el cine. «Registramos los años de nuestras vidas», decía. Kobra no entendía del todo qué quería culminar Tombor con aquella gran fiesta en la plaza de la Resurrección. ¿Creía en una liberación milagrosa, en una redención que danzara a su alrededor como una perra alegre y fiel? Ponía en escena deslumbrantes espectáculos en el recién restaurado ayuntamiento; y era lógico y natural que unos trompetistas vestidos de rojo se apostaran a ambos lados de la escalera y que actuaran monos y comefuegos, y que los sin techo recibieran abundante comida gratuita.

Sobre la mesa de Dragomán yace una postal: Nothing is finer than a dinner in the Diner. Dragomán recuerda camiones enormes con la cisterna plateada, coches de bomberos y hombros capaces de cargar un piano de cola, todo en torno a un restaurante de la cadena Diner en el puerto de Nueva York. Ve a una mujerzuela que revolotea al pie de oscuros muros de ladrillo, entre pilotes, contenedores y bares iluminados. «Ma morale est celle d’un papillon. Ce qui te convienne j’espère», le dijo ella. Dragomán se sintió a gusto en esa fonda del puerto, con su comida pesada y grasienta, los filetes de carne grandes como mano de camionero.

Oye el silbido de un tren y es transportado a un puente que pasa por encima del ferrocarril. Estamos a finales de octubre de 1956 y sopla un viento frío. Debajo de él: las vías del tren, las luces de una locomotora. Lleva una ametralladora al costado. Tres hombres se le acercan. También llevan ametralladoras.

—¿Quiénes sois?

—Y tú ¿quién eres?

—Vamos, colegas, ¿sois amigos o enemigos?

—Depende de quién seas tú.

—Lo único que sé es que podemos pasar los unos junto a los otros sin problema.

—Vale, pero tú pasas al otro lado y nosotros nos quedamos aquí.

—¿Alguno de vosotros tiene un pitillo por casualidad? No vais a disparar si os pido fuego, ¿no?

Dragomán cruza con dificultad un puente que parece no terminar nunca. El convoy que pasa justo debajo tampoco parece tener fin. Respira hondo, y el respiro tampoco quiere acabar. Regresa del puente a su habitación, y el viento succiona la cortina, que se agita fuera de la ventana.

A los muchachos vuelven a gustarles las metralletas. Ahora o nunca, dicen. Es el momento de dar de lleno en una torre, de acribillar a los vejestorios que se esconden bajo sus mantas de puro miedo. Sí, es el momento de prender fuego a la casa o de cargarse al periodista que se halla en el balcón. No muy lejos hay tropas irregulares, fogonazos y camas de niños en llamas. ¿Quién puede decir qué fue antes: el disparo o la autorización para disparar? ¿La bandera o el arma? Hay perseguidores y fugitivos. Dragomán pertenece más bien a éstos. Cuando era niño, aparecía, antes de Navidad, un castillo en el escaparate de la tienda de juguetes vecina, con puentes, murallas y un corneta en la torre. Estaba iluminado y, en su interior, el movimiento era continuo, de día y de noche. Dragomán nunca quiso ser un centinela apostado en las murallas, sino el bufón de la corte, el que hacía volteretas ataviado con un vestido chillón de payaso.

Una llamada telefónica: por desgracia, alguien que quedó conmigo para el día siguiente no puede acudir a la cita. Un desastre, yo también lo siento y, aliviado, cuelgo el auricular. Por debajo de mi puerta pasan mensajes: todos son peticiones. Tengo trismo, mi mano ha quedado insensible, toso, tiemblo y sudo. Dejemos que los activistas actúen; lo mío es el aplazamiento y la gripe. Actuar significa no parar, tener la agenda llena de compromisos. Procuro apartarme de cualquier sitio en el que pueda pasar algo. Me he quedado atascado, pero los demás no se han percatado todavía. Sonrío para despedirme, enseño, holgazaneo, me dedico a lo mío. Check in y check out. Hasta que un día no habrá más check in. Siento un tirón en la frente, mi cerebro se consume. He de acudir a la consulta de varios médicos, pero no iré: la enfermedad empieza cuando la nombran por vez primera. He recibido tres veces un sobre que contiene uno más pequeño, el cual contiene, a su vez, otro más diminuto y, dentro, una carta con una calavera dibujada con tinta dorada.

Señoras y señores, ven ustedes desde el palco del anonimato a un ser humano falible que no sólo se conforma con su falibilidad, sino que incluso delira sobre ella. Tienen ante ustedes a un profesor de unos sesenta años, con americana, camisa de algodón blanca, zapatos negros: su traje habitual desde los tiempos del instituto. Tras su café matutino se pone el abrigo, se dirige a pie a un edificio cercano, sube a su despacho y cierra la puerta tras de sí. Hojea unos cuantos libros, se balancea en su silla; garabatea algunas palabras en un trozo de papel, que guarda en el bolsillo; saca una botella del armario del rincón, se sirve un trago, se lo toma, no piensa en nada, no sabe por dónde empezar, lo único que recuerda es el título de la conferencia. Pero se le hace tarde, por lo que se lava las manos y la cara y se dirige hacia la sala de conferencias, donde le saludan y un vaso de agua lo espera en la mesa, sobre la que pone la mano para apoyarse; contempla al grupo de oyentes y enuncia el tema de la conferencia del día, que de un modo u otro tendrá que elaborar y exponer. De vez en cuando mira por la ventana. Las palomas siguen picoteando en la plaza pavimentada con ladrillos rojos, y las jóvenes madres caminan balanceando los brazos y cogiendo a los hijos de la mano.

Dragomán ha pasado la semana en Kandor haciendo precisamente todo cuanto detesta, se ha agotado, siempre de pie, en fiestas y recepciones. Varias veces al día se encuentra en habitaciones calurosas, repletas de gente con vasos en la mano, de personas que no se buscarían las unas a las otras por simpatía. El profesor anima la fiesta con una sonrisa forzada. Plantea preguntas y deja lucirse a los demás. Pasada la medianoche, la habitación sigue llena y las risas se han generalizado. Ocupa su posición como si fuera un soldado, cualquiera puede acercarse e interpelarlo, él permanece en su sitio. Apuntan y disparan: se estremece a cada pregunta y contesta con una sonrisa. Se dirige, ansioso, al vestíbulo. Aunque tiene sed, no se acercará al bar. Intentará escabullirse. En vano: una encantadora señorita se presenta con un radiocasete en la mano y le pregunta: «¿No es fantástico que se hayan reunido tantas personas?». «Sí, increíble», contesta Dragomán entre dientes, y empieza a alabar las ventajas de todo aquello que lo ha inducido a huir.

En el café Korona, autores, editores, intelectuales y activistas se sientan durante horas en el mismo sofá. Café, vino, llamadas telefónicas, apretones de mano, evasivas, sumisiones, promesas, trabajos obligados. Por la mañana se toma un sedante y se tumba luego en la cama del hotel con traje y corbata, pero enseguida lo llaman de la recepción: alguien lo está esperando abajo.

Camino del café, por el pasillo del hotel, veo una puerta abierta; dentro, una mujer apenas vestida se está pintando los labios. Un hombre de ojos rasgados, capa larga y sombrero de fieltro de ala ancha se dirige hacia mí: hace una reverencia y sus cuatro pequineses sujetos con una correa también doblan las rodillas. Les devuelvo el saludo inclinando profundamente la cabeza. Tengo que esperar el ascensor un buen rato porque una señora en silla de ruedas ha mandado por tercera vez a una de sus hijas a la habitación para coger el frasco de perfume correcto, mientras la otra hija aguanta la puerta del ascensor. «Sabe, los olores agresivos deben ser neutralizados con el antídoto adecuado», explica la mujer de la silla de ruedas. «Si una no ha recibido la enseñanza apropiada, no sabe que los defectos de una persona desprenden un hedor fétido. Nosotros, los discapacitados, somos más perceptivos. Aun ciegas, vemos a través del olfato el alma de la gente». Mientras bajamos, me ajusto la corbata en el espejo del ascensor. Veo témpanos en el espejo y, sobre una pasarela estrecha, a un niño que se mete en una barca cubierta de hielo.

He explorado muchas ciudades alrededor del mundo y en todas he alcanzado el punto necesario de embriaguez, por lo que incluso rodeado de multitudes me siento protegido por una muralla invisible pero radiante. El recepcionista y el pianista del hotel me resultan familiares. Parecen corresponsales extranjeros (como también lo soy yo entre semestres) o diplomáticos que hurgan en las rarezas de una tierra extraña. Veteranos curtidos, han visto a algún héroe y a más de un asesino.

Pienso en mi tío Imre, que ejerció de crupier en el Korona, que pedía el instrumento al primer violín de la orquesta gitana y tocaba de tal manera que el público apenas notaba la diferencia. El loco de Imre bailaba con botas de oficial y con la botella de ron en la mano en las trincheras del frente ruso en la Primera Guerra Mundial. Con unos disparos le arrancaron la botella de la mano y el cigarrillo de la boca, pero a él no lo mataron. Cierto es, sin embargo, que por orden de Imre se envió ron y azúcar en trineos para el té de las Navidades rusas. En 1944, en cambio, lo mataron a tiros cuando iba del brazo de su novia. Por entonces estaba un poco calvo y llevaba un bigote perfumado, un brazal blanco y todas las condecoraciones que le correspondían como judío que fuera un héroe en la Primera Guerra Mundial. ¿Por qué se paseaba entonces por las calles? Porque ya todo le importaba un bledo. Miraba las llamas de la salamandra, molesto porque los guisantes tardaban demasiado en cocinarse. Fue su última actividad. La mujer que convivía con él sabía que ya había resuelto sus cuentas. Imre llevaba días sin beber nada, le apetecía salir a dar un paseo, pero ella era consciente de que, de hecho, deseaba un buen aguardiente y sabía incluso dónde conseguirlo. Fueron a ver a un transportista que durante la peor época de la guerra lograba introducir de contrabando carne ahumada y aguardiente casero en la ciudad asediada. Mi tío canjeó su sombrero de piel, pero nunca llegó a beberse el licor. El papel que lo dispensaba de las leyes raciales acabó hecho pedazos, y al tío Imre le dispararon en la frente. Los hombres que perpetraron este acto estaban dispuestos a llevar a la mujer a la «Casa de la rendición de cuentas», para torturarla, violarla y tirarla luego por ahí, viva o muerta. Pero ella permaneció arrodillada, mirando la cabeza del tío Imre y apoyando las manos sobre sus hombros. Finalmente se hartaron: «Ya está —le dijeron—. ¡Váyase!».