CAPÍTULO 21

Ah —dijo Harrar—. Lo conseguimos por fin.

—Eso parece —dijo Corran—. Siempre que no esté sirviendo ya de hogar a alguien.

Se encontraban al pie de un largo risco rocoso del que asomaban varias repisas pronunciadas. Corran procuraba ocultar su desilusión: su búsqueda los había llevado a menos de un kilómetro de la nave inutilizada, y en aquel recorrido no había visto el menor indicio de civilización. Claro que, resultaba difícil buscar como es debido cuando, al mismo tiempo, no estás quitando el ojo de encima a tu compañero de búsqueda. Estaba muy lejos de fiarse de Harrar. Ni de ninguno de los yuuzhan vong, en general, pero mucho menos de un sacerdote. Una sacerdotisa de la secta del engaño había estado a punto de conseguir eliminar a una buena parte de los Jedi.

Empezó a ascender la ladera, muy consciente del que lo acompañaba, resistiéndose a los reflejos que le decían que sacara el sable láser ahora mismo.

—¿Se parece a esto tu hogar? —le preguntó Harrar.

—¿Mi hogar?

—Tu planeta de origen.

—Ah. La verdad es que no. Quiero decir, tiene bosques y campos, pero en su mayoría está bastante civilizado —dijo, frunciendo el ceño.

—¿Está cubierto de ciudades? —preguntó Harrar.

—Si lo preguntas pensando en Coruscant, pues no.

Harrar hizo un gesto peculiar.

—Para nosotros, el mundo que vosotros llamabais Coruscant representaba el colmo de la abominación —dijo—. Un mundo completamente cubierto de máquinas. Precisamente porque representaba todo lo que despreciamos, lo elegimos para hacer de él nuestra capital, reconstruyéndolo a imagen de nuestro mundo de origen perdido.

—Sí, estoy enterado de ello —dijo Corran con sequedad—. Si quieres decirme algo, dímelo.

Pareció que la mirada de Harrar se endurecía un poco.

—Creo que estoy buscando algo que decir —dijo—. He tenido poca ocasión de hablar con infieles que no estuvieran siendo sacrificados o torturados.

—Ahora mismo no estás ganando muchos puntos conmigo, Harrar —observó Corran. Fue acercando la mano al sable de luz.

Harrar ladeó la cabeza, y una sonrisa torva se asomó a su rostro surcado de cicatrices.

—No creas que te temo, Jeedai. No dudo que tú, el matador de Shedao Shai, podrías vencerme en combate. Pero sería un combate que recordarías.

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó Corran—. ¿Que luchemos?

—Claro que no.

—Está bien. Entonces, no lucharemos.

Ya habían llegado al refugio rocoso. Parecía bueno, seco, sin cuevas que pudieran conducir a la guarida de a saber qué cosa.

—Pero quisiera preguntarte una cosa —dijo el sacerdote, sentándose sobre una piedra, con las piernas cruzadas.

—Pregunta, pues —dijo Corran.

—He hablado de Shedao Shai. Cuando libraste combate con él, arriesgaste la vida por el planeta Ithor, ¿no es así? ¿No había otra cosa en juego?

—Sí —dijo Corran—. Los yuuzhan vong ibais a envenenar el planeta. Shedao Shai acordó que, si yo vencía el combate, no lo harían. Si él vencía, recuperaba los huesos de su antepasado.

—No obstante, según he sido capaz de determinar, Ithor no tenía ningún valor estratégico verdadero; no contenía ningún mineral valioso para vuestras máquinas. Entonces, ¿por qué lo hiciste?

Corran frunció el ceño, preguntándose dónde querría ir a parar Harrar con todo aquello.

—Por tres motivos —dijo—. El primero, que no podía quedarme con los brazos cruzados, dejando que destruyeran a Ithor, si yo podía hacer algo al respecto. Y sí podía. Shai tenía un rencor personal hacia mí. Yo era el único que podía convencerle de que nos midiésemos en duelo, jugándonos tanto. El segundo motivo era que yo también le guardaba rencor en cierto modo. Había asesinado a mi amigo Elegos, cuando éste intentó hacer las paces con tu pueblo.

—Esto último lo entiendo —dijo Harrar—. La venganza es deseable.

—Para un Jedi, no lo es —dijo Corran—. Fue una tontería y peligroso por mi parte luchar contra Shai llevando en el corazón esos sentimientos. Habría estado mal si la causa principal de mi lucha hubiera sido la venganza, y no salvar a Ithor.

—He oído decir que los Jeedai evitáis las emociones más fuertes. No lo he entendido nunca. Quizá me lo puedas explicar en otro momento.

—Lo puedo intentar.

—Bien. Pero, de momento, no quiero perder el rastro en esta cacería. Sigo sin entender tus motivaciones. Y no sólo las tuyas. Muchos de los tuyos murieron por defender a Ithor. Luchasteis por él desde el primer momento. ¿Estabais protegiendo el secreto del polen que destruyó a nuestras tropas? Sin duda podríais haberlo reproducido en alguna otra parte.

—En realidad, nunca fuimos capaces de reproducirlo —dijo Corran—. Pero, no; luchamos por Ithor porque era uno de los planetas más hermosos de la galaxia, y porque los ithorianos son un pueblo pacífico que nunca ha hecho daño a nadie. Y… porque era uno de nuestros planetas —añadió, cruzándose de brazos.

—Sin embargo, tú mismo sufriste la deshonra personal por haberlo defendido.

Corran se puso más tenso.

—Sabes mucho de mí —dijo.

—Tu historia es célebre —dijo Harrar—. Shimrra quedó encantado por cómo te trataron. Fue entonces cuando empezó a comprender que la mejor manera de destruir a los Jeedai era, simplemente, volver contra vosotros a vuestra propia gente; cosa que resultó notablemente sencilla de conseguir.

—Sí, ¿verdad? —dijo Corran—. Lo único que tuvo que hacer Tsavong Lah fue prometer que no se arrasarían más planetas enteros si éramos entregados a vosotros para ser sacrificados. Hubo quien tuvo el miedo suficiente para entregarnos.

—Debe de haber algo más en todo esto —dijo Harrar—. Es posible que algunos os tengan envidia y resentimiento por vuestros poderes. ¿Quizá porque algunos Jeedai pueden abusar de ese poder?

«Cuidado —pensó Corran—. Está intentando sonsacarme información sobre nuestras debilidades».

—Piensa lo que quieras. Si caí en desgracia después de lo de Ithor fue porque mucha gente no había llegado a entenderos bien a vosotros. No se daban cuenta de que no teníais intención de parar hasta que el último de nosotros estuviera muerto o esclavizado. No se imaginaban que nadie quisiera envenenar un planeta entero; un planeta que, como tú has dicho, no tenía ningún valor militar ni comercial, sólo porque sí. Creían que debía de ser porque los Jedi habíamos presentado pelea y os habíamos molestado. Mucha gente pensó que Ithor había quedado destruido porque yo había matado a Shai, en vez de a pesar de ello.

Advirtió, de pronto, que había ido alzando la voz y que acababa de pronunciar una verdadera diatriba. No se había dado cuenta de cuánta amargura le quedaba dentro.

Pero aquella era la primera vez que debatía a fondo la cuestión con uno de ellos.

—He aquí mi dilema —dijo Harrar—. No entiendo como una gente que tanto valoraba a Ithor, podía tener aprecio también a esa abominación que era Coruscant.

Corran soltó un bufido.

—Y yo no entiendo cómo una gente que afirma venerar la vida es capaz de destruir un planeta virgen —replicó.

—Eso ya lo has dicho. Y he estado pensando en ello desde que lo dijiste. Puede que tengas razón. Puede que haya aquí una contradicción.

¿Puede? —repitió Corran, estudiando el rostro del yuuzhan vong en busca de algún indicio de burla. La cara casi humana pareció, de pronto, más alienígena que nunca.

—Entiéndelo —dijo Harrar—. Toda la vida concluye. Matar no es hacer el mal en sí mismo. Aquí mismo, en este bosque, los animales comen plantas y se devoran unos a otros; los organismos muertos sirven de alimento a nuevas plantas. Mi inquietud de antes porque habías cortado unos arbolitos era que el planeta podía considerarlo una agresión, ya que nosotros somos de fuera, y no porque me pareciera mal, en sí mismo, que los cortaras. Todos los seres vivos terminan por morir. Los planetas mueren. Pero la vida, en sí misma, debe seguir adelante. Vuestra tecnología pone esto en peligro. La nuestra, no. Un mundo como Coruscant demuestra que puede existir un mundo sin bosques y sin mares naturales. Y si los seres sensibles vivos que tenía en el vientre se hubieran sustituido por esas máquinas que imitan la vida y que vosotros llamáis droides, el proceso habría quedado completo. Las máquinas podrían extenderse sin que interviniera la vida. Podrían sustituirla. Eso no lo puede permitir mi pueblo; no lo permitirá nunca. Todos, hasta el último, lucharemos hasta dar la vida por impedirlo, hasta los Avergonzados que ahora se levantan contra nosotros.

—Pero…

Harrar levantó una mano.

—Por favor. Déjame que termine de dar respuesta a tu pregunta. Cuando nosotros destruimos la vida, hasta la de un planeta entero, como en el caso de Ithor, la sustituimos por vida nueva.

—Por vida yuuzhan vong bioformada.

—Sí, claro.

—¿Y te parece que con eso lo arregláis? —le preguntó Corran.

—Sí —respondió el sacerdote.

Corran se encogió de hombros.

—Si tú lo ves así, ¿dónde está, entonces, la contradicción?

—Porque siento, dentro de mi corazón, —dijo Harrar, pronunciando cada palabra despacio y con claridad—, que la destrucción de Ithor fue un error.

Corran contempló al sacerdote durante un largo momento, deseando que la Fuerza pudiera ayudarle a determinar si mentía o no. Por otra parte, antes de haber aprendido a conocer la Fuerza, su desconfianza natural y su formación en la Seguridad Corelliana le habían dado bastante buenos resultados. A la luz de Su preparación, Harrar le parecía sincero.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Corran por fin.

Harrar entrecruzó los dedos de las manos.

—Te he hablado de la contradicción de mi pueblo. Quiero entender la contradicción del tuyo.

—Ah. Es sencillo. En realidad, no somos un solo pueblo. En esta galaxia hay millares de pueblos, y en muchos casos no tenemos mucho en común. Si hay algo que se puede afirmar de «nosotros», es que tenemos diversidad. Hay algunas culturas que probablemente habrían convertido a Ithor en un Coruscant, o en un yermo como Bonadan. En esta galaxia hay seres que no valoran la vida en absoluto, y otros que la veneran olvidando todo lo demás. La mayoría de nosotros estamos en algún punto medio entre esos dos extremos. Lo creas o no, la tecnología y la «vida» pueden coexistir de verdad.

—Eso es lo que me cuesta entender. Tú crees eso. Mi pueblo no lo cree. Sea lo que sea lo que representa Zonama Sekot, sea cual sea la promesa que encierra para mi pueblo, no estoy seguro de que pueda llegar a traer la paz entre tú y yo. No creo que los yuuzhan vong sean capaces de hacer las paces con las máquinas, ni menos con las máquinas pensantes… ni con los pueblos que las utilizan.

—Eso que me dices es interesante —dijo Corran.

—¿Quieres decir que quizá tengamos que luchar tú y yo, después de todo?

—Tú y yo, no… a menos que tú quieras. Pero, nuestros pueblos… —Harrar sacudió la cabeza—. No veo que aquí se pueda encontrar el final de la guerra.

—Bueno, acabamos de llegar —dijo Corran. Puede ser que haya algo que no estemos viendo ni tú ni yo.

—Puede ser.

Pasaron unos momentos sentados en silencio. Corran se sumió en el recuerdo de la batalla por Ithor y de las cosas terribles que habían hecho los yuuzhan vong al jardín de la galaxia.

¿Y si Harrar tenía razón? ¿Y si no había ninguna manera de establecer la paz con los yuuzhan vong?

Soltó un suspiro, se puso de pie y se asomó tras el borde de la cueva, hasta que vio lo que buscaba: una ladera ascendente.

—¿Adónde vas? —le preguntó Harrar.

—Voy a revisar lo que hay encima de nuestro futuro hogar feliz —dijo Corran—. No quiero que nos caigan encima por la noche monstruos desagradables ni bichos gigantes para comemos.

—Tú tienes más experiencia que yo con los planetas salvajes.

—Este planeta no me parece demasiado salvaje —dijo Corran, sin estar seguro del todo de haber entendido lo que quería decir Harrar.

—Bueno. Digamos, con los planetas naturales. Con los mundos no bioformados.

—Creo que este mundo es bioformado —respondió Corran—. Creo que se bioformó a sí mismo.

—Entonces, ¿crees que el planeta mismo está vivo, que es sensible, como afirma Yu’shaa?

—Es el rumor que corre. Tu cuidadora ha venido aquí para determinar eso mismo, ¿no?

—Entre otras cosas. No estoy seguro de entender del todo los intereses de Nen Yim.

«Tres castas distintas, cada una con sus intereses propios», pensó Corran.

Llegaron en pocos momentos a lo alto de risco, desde el que tenían una vista excelente del valle que se extendía a sus pies. De hecho, Corran veía desde allí los restos de la nave sekotana, lo cual era bueno. Si alguien venía a buscarlos por aire, también lo verían, y ellos estarían cerca cuando llegaran.

Pero no demasiado cerca, por si los buscadores no venían con intenciones amistosas.

—¿Qué es eso? —preguntó Harrar.

Corran se volvió y miró hacia el otro lado.

El sacerdote no señalaba nada. No era preciso. Se alzaban del bosque tres aletas metálicas gigantescas, idénticas. Parecía que tenían al menos trescientos metros de altas. Aunque le resultaban absolutamente familiares, tardó un largo momento en reconocerlas. Cuando las reconoció por fin, se sintió animado de pronto.

—No estoy seguro —mintió.

—Quizá debiésemos investigar —dijo Harrar. ¿Sonaba algo desconfiado?

—Hoy no —dijo Corran—. Habrá oscurecido dentro de pocas horas, y antes deberemos haber trasladado hasta aquí arriba todas las cosas importantes.

—Muy bien.

Sabía que no hacía más que retrasar lo inevitable. Pero, en vista del discursito que acababa de soltarle Harrar, cuando los yuuzhan vong se enteraran de qué eran aquellos alerones, no iban a ponerse muy contentos. En absoluto.

Quería tener un poco de tiempo para prepararse para aquello.