V

LA HUIDA DEL PAGANISMO

El misionero moderno, con su sombrero de palma y su sombrilla, se ha convertido en una figura cómica. La gente bromea a su costa por la facilidad con que podría ser devorado por los caníbales, y por una estrecha actitud que le hace considerar la cultura del caníbal por debajo de la suya propia. Quizás lo mejor de la broma sea que esta misma gente no se da cuenta de que la broma se vuelve contra ellos. Resulta bastante ridículo preguntar a un hombre que está a punto de ser hervido en un caldero para ser devorado a continuación en el transcurso de una celebración religiosa, porque no considera todas las religiones igualmente amistosas y fraternales. Pero existe una crítica más sutil contra otro tipo de misionero más pasado de moda, acusándolo de generalizar demasiado al referirse al paganismo mientras presta muy poca atención a la diferencia entre Mahoma y Mumbo-Jumbo. La queja probablemente tenía su razón de ser, sobre todo en el pasado, pero actualmente la exageración se da precisamente en el lado opuesto. Es la tentación de los profesores que, con frecuencia, tratan las mitologías como si fueran teologías, es decir, como verdades seriamente fundamentadas y profundamente meditadas. Es la tentación de los intelectuales que toman demasiado en serio los finos matices de las diversas escuelas nacidas en la irreflexiva metafísica oriental. Sobre todo, es la tentación de olvidarse de la verdad implícita en santo Tomás Contra Gentiles o en Atanasio Contra Mundum.

Si el misionero considera excepcional el hecho de ser cristiano, y que el resto de razas y religiones pueden englobarse todas en un colectivo pagano, tiene toda la razón. Podría decirlo con malicia, en cuyo caso erraría en la intención. Pero, a la fría luz de la filosofía y de la historia, en el plano intelectual, tiene razón. Puede no ser honrado, pero tiene razón. Es posible que ni siquiera tenga derecho a tener razón, pero de hecho la tiene. El mundo exterior al que atrae su credo está realmente sujeto a ciertas generalizaciones que abarcan todas las variedades, y no es simplemente una variedad de credos similares. Quizás sea una tentación demasiado grande para el orgullo o la hipocresía llamar a todo eso paganismo. Quizás sería mejor llamarlo sencillamente humanidad. Pero hay ciertas características importantes en lo que llamamos humanidad mientras permanece en lo que llamamos paganismo. No son necesariamente características malas. Algunas merecen respeto por parte del cristianismo; otras han sido absorbidas y transfiguradas en la sustancia del cristianismo. Pero existieron antes del cristianismo y todavía existen fuera de él, con tanta seguridad como que el mar existió antes que el barco y lodo lo que le rodea, y tienen un sabor tan fuerte, tan universal y tan inconfundible como el mar.

Los verdaderos intelectuales que han estudiado la cultura griega y romana convienen en una cosa: que en el mundo antiguo, la religión era una cosa y la filosofía otra francamente distinta. Se ponía muy poco esfuerzo en racionalizar y al mismo tiempo materializar una verdadera creencia. La creencia de los filósofos tenía muy pocos visos de ser auténtica. Pero ni la filosofía ni la religión parecían tener el ardor o la fuerza suficiente para perseguir a la otra, salvo algunos casos particulares y peculiares. Y ni el filósofo en su escuela ni el sacerdote en su templo parecen haber contemplado alguna vez seriamente que su propio concepto abarcara toda la realidad del mundo. Un sacerdote sacrificando a Artemisa en Calidonia no parecía pensar que algún día, al otro lado del mar, otros pueblos sacrificarían también a Artemisa en vez de a Isis. Un sabio, siguiendo la norma vegetariana de los neopitagóricos, no parecía pensar que aquello prevalecería universalmente y excluiría los métodos de Epicteto o Epicuro. Podemos llamar a esto liberalidad, si queremos. Mas no trato de esgrimir un argumento sino de describir una atmósfera. Todo esto, como digo, es admitido por los intelectuales. Pero de lo que probablemente ni el culto ni el profano se han percatado del todo, es de que esta descripción es realmente una descripción exacta de toda la civilización actual no cristiana y, especialmente, de las grandes civilizaciones orientales. El paganismo oriental —al igual que el paganismo antiguo—, es mucho más de una pieza que lo que admiten los críticos modernos. Es una alfombra persa de muchos colores, igual que la otra formaba un variado pavimento de mosaico romano. Un pavimento cuya única grieta auténtica fue la producida por el terremoto de la Crucifixión.

El europeo moderno que busca su religión en Asia, busca algo que no existe. La religión allí es algo diferente. Es al mismo tiempo más y menos. Es como un hombre que al trazar un mapa dibujara el mar como si fuera tierra y las olas como montañas, no entendiendo la naturaleza de su peculiar estado permanente. Es perfectamente cierto que Asia tiene su propia dignidad, poesía y alto grado de civilización. Pero no es verdad que tenga sus propios dominios definidos de gobierno moral, donde toda lealtad se concibe en términos de moralidad, como cuando decimos que Irlanda es católica o que Nueva Inglaterra era puritana. El mapa no está delimitado en religiones, en el sentido en que hablamos de diferentes Iglesias. Se trata de una mente más sutil, más relativa, más reservada, más variada y cambiante, como los colores de la serpiente. El musulmán es el que se encuentra más cercano al cristiano militante, precisamente por ser lo más cercano a un heraldo de la civilización occidental. En el corazón de Asia el musulmán representa prácticamente el alma de Europa. Y lo mismo que se sitúa entre Asia y Europa en cuanto al espacio, se encuentra situado entre los asiáticos y el cristianismo en cuanto al tiempo. En este sentido, los musulmanes en Asia son como los nestorianos. El Islam, históricamente hablando, es la más grande de las herejías orientales. Algo le debe a esa individualidad relativamente aislada y única de Israel, pero le debe aún más a Bizancio y al entusiasmo teológico del cristianismo. Y algo debe agradecer también a las Cruzadas. Pero no tiene esa deuda de gratitud con Asia. El Islam nada debe a la antigua y tradicional atmósfera asiática, con su invariable etiqueta y sus insondables y desconcertantes filosofías. Toda esa Asia, antigua y actual, sintió la entrada del Islam como algo extranjero, occidental y predispuesto a la guerra, que la atravesaba como una lanza.

Incluso allí donde podríamos trazar con líneas de puntos los dominios de las religiones asiáticas, probablemente estaríamos leyendo en ellas algo dogmático y ético perteneciente a nuestra propia religión. Es como si un europeo ignorante del ambiente norteamericano supusiera que cada uno de sus Estados fuera un Estado soberano separado, tan patriótico como Francia o Polonia. O que, cuando un yanqui habla apasionadamente de su «tierra natal», refiriéndose a su Estado, quisiera decir que no pertenece a otra nación más extensa, como podría ocurrir al ciudadano de la antigua Atenas o de Roma. Y, así como esta persona estaría considerando un aspecto particular de la lealtad inexistente en América, de la misma forma nosotros consideramos una particular clase de lealtad que no existe en Asia. Podemos encontrar en ella lealtades de otro tipo, pero no lo que los hombres occidentales entienden por ser creyente, por intentar vivir como cristiano, por ser un buen protestante o un católico practicante. En el plano intelectual, Asia significa algo mucho más vago y variado, lleno de dudas y especulaciones. En el plano moral significa algo mucho más relajado y cambiante. Un profesor de lengua persa de una de nuestras grandes universidades, tan apasionado de Oriente como para profesar desprecio por Occidente, le dijo una vez a un amigo mío: «Nunca entenderás las religiones orientales, porque siempre entiendes la religión como algo ligado a la moral, y este tipo de religión nada tiene que ver con ella». Muchos de nosotros, sin duda, hemos conocido algún que otro maestro de Sabiduría Superior, algún Peregrino sobre el Camino hacia la Fuerza, o a más de un santo o vidente esotérico oriental que, realmente, nada tenían que ver con la moral. Hay un algo diferente, independiente e irreflexivo que tiñe la atmósfera moral de Asia y que atraviesa incluso la frontera del Islam. La atmósfera que rodea la obra Hassan[59] —horrible atmósfera por cierto— refleja con gran viveza este aspecto. Pero la impresión es aún más viva si nos fijamos en los antiguos y genuinos cultos asiáticos. Más allá de las profundidades de la metafísica, hundido en los abismos de las meditaciones místicas, bajo todo ese solemne universo de cosas espirituales, se esconde el secreto de una intangible y terrible superficialidad. Realmente, no importa gran cosa lo que uno haga. Quizá sea porque no creen en el demonio, o porque creen en el destino, o porque consideran que la experiencia en esta vicia lo es todo y la vida eterna es algo totalmente diferente. Pero, una u otra razón los hace totalmente diferentes a nosotros. Recuerdo haber leído en alguna parte que hubo tres grandes amigos en la Persia medieval, famosos por su unidad de pensamiento. Uno llegó a ser el responsable y respetado Visir del Gran Rey: el segundo fue el poeta Omar, pesimista y epicúreo, que bebía vino burlándose de Mahoma; el tercero era el Viejo Hombre de la Montaña, que enloqueció a su gente con hachís y los persuadió para que asesinaran a sus semejantes con sus puñales. Realmente, no importa mucho lo que uno haga.

El sultán de Hassan habría comprendido a estos tres hombres. De hecho, él era aquellos tres hombres. Pero esta especie de universalismo no puede albergar en sí lo que llamamos carácter, sino que es más bien lo que llamamos un caos. El asiático no puede elegir, no puede luchar, no puede arrepentirse, no puede esperar. Y, en el mismo sentido, no es capaz de crear, puesto que la creación implica rechazo. No puede, como expresamos en nuestro sentir religioso, forjar su alma. Nuestra doctrina de salvación se podría asimilar al trabajo de un hombre que intenta hacer una estatua hermosa, una victoria con alas. Ello implica una elección final, pues no es posible realizar una estatua sin rechazar la piedra. Y ahí está la razón última de la amoralidad escondida tras la metafísica oriental. A lo largo de las increíbles épocas por las que atravesó, nada hubo que atrajera la mente humana al punto clave, recordándole que había llegado el momento de elegir. Su mente ha vivido demasiado tiempo en la eternidad. Su alma ha permanecido demasiado tiempo inmortal, sumida en la ignorancia de la idea del pecado mortal. Se ha empapado demasiado de eternidad y no se ha parado a pensar lo suficiente en la hora de la muerte y el día del juicio. Y le falta aún un aspecto crucial, en sentido literal, pues no se ha visto lo suficientemente marcada por la cruz. Esto es lo que queremos decir al afirmar que Asia es muy vieja. Estrictamente hablando, Europa es casi tan vieja como Asia y, en cierto sentido, cualquier lugar es tan viejo como cualquier otro. Pero Europa no ha seguido envejeciendo: ha nacido de nuevo.

Asia es toda la humanidad en cuanto forjadora de su propio destino. Asia, en su vasto territorio, en su variada población, en las cumbres de sus logros pasados y las profundidades de su oscura especulación, es un mundo en sí mismo, y representa algo de lo que queremos decir cuando hablamos del mundo. Es un universo más que un continente. Es el mundo como el hombre lo ha hecho, y contiene muchas de las cosas más maravillosas que el hombre ha hecho. Por ello, Asia se presenta como el único representante del paganismo y el único rival del cristianismo. Allí donde percibimos algún atisbo de ese destino mortal, encontramos etapas de la misma historia. En las huellas de Asia que descubrimos en los archipiélagos meridionales, en el corazón de África, donde habita una oscuridad repleta de formas indecibles, o allí donde los últimos supervivientes de razas perdidas subsisten en el frío volcán de la América prehistórica, vemos siempre repetirse la misma historia o, en algún caso, capítulos más avanzados de la misma. La historia del hombre enredado en el bosque de su propia mitología. La historia del hombre ahogado en el mar de su propia metafísica. Los politeístas causados de sus salvajes ficciones. Los monoteístas cansados de la más maravillosa de las verdades. Los seguidores del diablo manifiestan en todas partes tal odio al cielo y a la tierra, que buscan refugiarse en el infierno. Es la Caída del Hombre. Y es precisamente esa caída la sensación percibida por nuestros propios padres en el primer momento del declinar de Roma. También nosotros nos precipitábamos por aquel camino, por aquella cómoda pendiente, tras esa magnífica procesión de las grandes civilizaciones del mundo.

Si la Iglesia no hubiera irrumpido entonces en el mundo, es probable que Europa fuera ahora algo muy parecido a lo que es Asia actualmente. Hay que reconocer una verdadera diferencia de raza y de ambiente, visible tanto en el mundo antiguo como en el moderno. Pero, después de todo, hablamos del Oriente inmutable en gran parte porque no ha sufrido la gran mutación. El paganismo en su última fase dio muestras considerables de hacerse igualmente inmutable, lo que no quiere decir que no surgieran nuevas escuelas o sectas de filosofía, como surgieron nuevas escuelas en la antigüedad y surgen en Asia. No quiere decir que no hubiera auténticos místicos o visionarios, como hubo místicos en la antigüedad y hay místicos en Asia. No quiere decir que no hubiera códigos sociales, como hubo códigos en la antigüedad y hay códigos en Asia. No quiere decir que no pudiera haber hombres buenos o vidas felices, pues Dios ha dado a todos los hombres una conciencia, y la conciencia puede dar a todos los hombres una especie de paz. Pero sí quiere decir que el tono y la proporción de todas estas cosas, y especialmente la proporción de cosas buenas y malas, serían en el inmutable Occidente, lo que son en el inmutable Oriente. Y nadie que mire hacia ese inmutable Oriente con ojos limpios y verdadera simpatía, admitirá que algo allí se asemeja, siquiera remotamente, al desafío y la revolución de la Fe.

En resumen, si el paganismo clásico hubiera perdurado hasta el momento presente, habrían perdurado con él muchas cosas que se asemejarían bastante a lo que llamamos religiones orientales. Aún habría pitagóricos enseñando la reencarnación, como aún existen hindúes enseñando la reencarnación. Aún habría estoicos haciendo de la razón y de la virtud una religión, como aún hay seguidores de Confucio que hacen de la razón y de la virtud una religión. Aún habría neoplatónicos estudiando verdades trascendentales cuyo significado era misterioso para los demás y controvertido para sí mismos, como aún hay budistas que estudian un transcendentalismo misterioso para los demás y controvertido para ellos mismos. Habría aún inteligentes seguidores de Apolo adorando al dios-sol, pero explicando que lo que adoraban era el principio divino, igual que aún hay inteligentes parsis que aparentemente adoran al sol pero explicando que lo que adoran es la deidad. Aún habría impetuosos seguidores de Dioniso bailando en la montaña, como aún existen impetuosos derviches que bailan en el desierto. Habría aún multitud de gente asistiendo a los banquetes populares de los dioses en una pagana Europa, como también los hay en el Asia pagana. Habría aún multitud de dioses a los que adorar. Y habría aún mucha más gente que los adorara que gente que creyera en ellos. Finalmente, habría aún un número muy grande de gente que adoraría a los dioses y creería en ellos, y gente que creería en los dioses y los adoraría simplemente porque eran demonios. Aún habría levantinos que sacrificarían secretamente a Moloc, lo mismo que aún hay gente perversa que sacrifica secretamente a Kali. Aún habría mucha magia, y en su mayor parte se trataría de magia negra. Habría aún una gran admiración por Séneca y una considerable imitación de Nerón, lo mismo que los elevados epigramas de Confucio podían darse en China al mismo tiempo que las torturas. Y, sobre todo este bosque enmarañado de tradiciones cada vez más poderoso o más marchito, se abriría el amplio silencio de una disposición de ánimo singular y sin nombre, pues el nombre que más se le acercaría sería el de la nada. Todos estos elementos, buenos y malos, presentarían el aire indescriptible de algo demasiado viejo para morir.

Ninguna de estas cosas, dominando en Europa en ausencia del cristianismo, se asemejaría lo más mínimo al cristianismo. Puesto que la metempsicosis pitagórica estaría aún allí, podríamos llamarla la religión pitagórica, lo mismo que hablamos de la religión budista. Como las nobles máximas de Sócrates aún estarían presentes, podríamos denominarlas religión socrática, lo mismo que hablamos de la religión de Confucio. Como el día de fiesta popular estaría todavía marcado por un himno mitológico a Adonis, podríamos llamarlo la religión de Adonis, lo mismo que hablamos de la religión de Juggernaut[60]. Como la literatura estaría todavía basada en la mitología griega, podríamos llamar a aquella mitología una religión, como llamamos religión a la mitología hindú. Podríamos decir que hubo tantos miles o millones de personas que pertenecían a esa religión, por el hecho de frecuentar sus templos o de vivir sencillamente en un territorio donde abundaban dichos templos. Pero, si a la pasada tradición de Pitágoras o a la persistente leyenda de Adonis diéramos el nombre de religión, entonces deberíamos buscar otro nombre para la Iglesia de Cristo.

Si alguien dijera que las máximas filosóficas acuñadas a lo largo de los siglos, o que los templos mitológicos tan prolíficamente frecuentados, son rosas de la misma clase y categoría que la Iglesia, habría que responderle sencillamente que se equivoca. Nadie considera que lo sean cuando habla de las viejas civilizaciones griega y romana. Y aunque esa civilización hubiera durado dos mil años más, permaneciendo hasta el día de hoy, a nadie se le ocurriría pensar que eran lo mismo. Nadie admitiría razonablemente que son lo mismo en la paralela civilización pagana oriental, como de hecho ocurre. Ninguna de estas filosofías o mitologías tiene algún parecido con la Iglesia y mucho menos con una Iglesia militante. Y, como ya he señalado, aunque no se hubiera probado la existencia de esta regla, la excepción la confirmaría. La regla es que la historia precristiana o pagana no produce una Iglesia militante. Y la excepción, o lo que algunos llamarían excepción, es que el Islam, si es que no se trata de una Iglesia, cuando menos es militante. Y esto es así, precisamente porque el Islam es el único rival religioso que no es precristiano y, por lauto, en ese sentido, no es pagano. El Islam fue producto del cristianismo, aunque se tratara de un producto de menor calidad, o de un producto maligno. Fue una herejía o una parodia que trataba de emular, y por tanto de imitar, a la Iglesia. Por ello, no es más sorprendente encontrar en el mahometismo algo de su espíritu de lucha que encontrar en los cuáqueros algo de su espíritu pacífico. Después del cristianismo se han dado un buen número de emulaciones o ramificaciones semejantes: antes de él, ninguna.

La Iglesia militante es, pues, única, puesto que constituye un auténtico ejército en marcha dispuesto a obtener la liberación universal. La esclavitud de la que debe liberar al mundo se encuentra muy bien simbolizada en el estado de Asia y de la Europa pagana. No me refiero únicamente a su estado moral o inmoral. El misionero tiene mucho más que decir a este respecto que lo que algunas personas cultas imaginan, aun cuando dice que los paganos son idólatras e inmorales. Algunas pinceladas de la experiencia que tenemos de la religión oriental o musulmana, nos revelan una insensibilidad sorprendente en ciertos aspectos de moral, como la indiferencia práctica ante la línea que separa la pasión de la perversión. No son los prejuicios sino la experiencia práctica la que nos dice que Asia está tan llena de demonios como de dioses. Pero el mal al que me refiero se encuentra en la mente; en cualquier mente que haya trabajado en solitario largo tiempo. Es lo que sucede cuando el soñar y el pensamiento se precipitan hacia un vacío que es al mismo tiempo negación y necesidad. Suena a anarquía, pero es al mismo tiempo esclavitud. Es lo que llamábamos la rueda de Asia: argumentos recurrentes sobre la causa y el efecto o sobre cosas que empiezan y terminan en la mente, que incapacitan al alma para emprender el camino, dirigirse a algún lugar o hacer cualquier cosa. Pero lo que importa es que no es un rasgo necesariamente peculiar de los asiáticos. Podría haber sido una realidad en Europa, si otro acontecimiento no hubiera sucedido. Si la Iglesia militante no hubiera sido una formación en marcha, todos los hombres se habrían parado. Si la Iglesia militante no hubiera estado sujeta a una disciplina, todos los hombres se habrían visto sujetos a la esclavitud.

Lo que esa Fe universal y combativa trajo al mundo fue la esperanza. La mitología y la filosofía tenían, quizá, una única cosa en común: la tristeza. Carecían de esperanza, aunque pudieran encontrarse en ellas algunas pinceladas de fe o de caridad. Podemos llamar fe al budismo, aunque nos parezca más una duda. Podemos llamar Señor de la Caridad al Señor de la Misericordia, aunque nos resulte una forma muy pesimista de piedad. Pero los que más insisten en la antigüedad y extensión de estos cultos tendrán que reconocer que, a lo largo de toda su existencia, no han logrado llenar todos los aspectos de su doctrina con esa esperanza de carácter práctico y combativo. En el cristianismo la esperanza nunca ha estado ausente; ha sido algo errante, extravagante, excesivamente tija sobre el destino fugitivo. Su perpetua revolución y reconstrucción ha sido al menos una prueba evidente de la existencia de personas con espíritu alegre. Europa verdaderamente renovó su juventud como las águilas, de la misma forma que las águilas de Roma se alzaron de nuevo en las legiones de Napoleón, o como no hace mucho vimos revolotear el águila blanca de Polonia. Pero en el caso de Polonia, la revolución fue siempre unida a la religión. El mismo Napoleón buscó una reconciliación con la religión. La religión ya no podría desligarse ni de la más hostil de las esperanzas, sencillamente porque era su misma fuente. Y la causa no era otra que la misma religión. Los que discuten sobre este tema casi nunca lo tienen en cuenta. No tenemos aquí tiempo ni espacio suficientes para extendernos en tales consideraciones. No obstante, algo se puede decir para explicar una reconciliación que se repite siempre y que parece requerir una explicación.

No se terminará jamás el tedioso debate sobre la liberalización de la teología, hasta que la gente se enfrente al hecho de que la única parte liberal de la misma es la parte dogmática. Si el dogma es increíble, es porque es increíblemente liberal. Si es irracional, lo es solamente por el hecho de darnos más seguridad de libertad de la que es razonable. El ejemplo más obvio es esa forma esencial de libertad que llamamos libre albedrío. Es absurdo decir que un hombre demuestra su talante liberal negando su libertad. Pero es razonable que tenga que afirmar una doctrina trascendental para afirmar su libertad. En cierto sentido, podríamos decir razonablemente que si el hombre tiene una facultad primaria de elección, tiene por ese hecho una facultad sobrenatural de creación, como si pudiera resucitar a los muertos o dar a luz lo no engendrado. En ese caso, probablemente el hombre sea un milagro y, ciertamente, en ese caso tiene que ser un milagro para poder ser hombre, y aún más para ser un hombre libre. Pero es absurdo prohibirle ser un hombre libre y hacerlo en nombre de una religión más libre.

Esto es verdad en muchos otros sentidos. Todo el que crea de verdad en Dios debe creer en la absoluta supremacía de Dios. Pero en cuanto que esa supremacía admite lo que podríamos llamar grados de liberalidad o no liberalidad, es evidente que la facultad de no liberalidad es la deidad de los racionalistas y la facultad liberal es la deidad de los dogmáticos. De la misma manera que el monoteísmo se convierte en monismo, se puede convertir en despotismo. El Dios desconocido de los hombres de ciencia, con su designio impenetrable y sus leyes inevitables e inalterables, nos recuerda a un autócrata prusiano trazando rígidos planes en una lejana tienda y poniendo en movimiento a la humanidad como una maquinaria. El Dios de los milagros y de las súplicas atendidas nos recuerda a un príncipe liberal y popular recibiendo peticiones, escuchando deliberaciones y considerando los casos de todo un pueblo. No entro ahora a debatir la racionalidad de este concepto en otros aspectos. No es irracional, como algunos suponen, pues nada hay irracional en el rey más sabio y mejor informado, que actúa de forma diferente según el caso de aquéllos a quienes desea salvar. Lo único que quiero es resaltar la naturaleza general de la liberalidad o de la atmósfera libre o agrandada de los actos. Y a este respecto es cierto que el rey solamente puede ser magnánimo si es lo que algunos llaman caprichoso. El católico, que tiene la sensación de que sus oraciones son diferentes, cuando se ofrecen por los vivos y por los difuntos, tiene también la sensación de vivir como un ciudadano libre, en algo parecido a un estado constitucional. El monista, que vive bajo una única ley férrea, es quien debe tener la sensación de vivir como un esclavo bajo el dominio de un sultán. De hecho, creo que el sentido original de la palabra sufragio, que ahora utilizamos en política para referirnos al voto, era el utilizado en teología para referirse a las oraciones. Se decía que los muertos del purgatorio podían obtener los sufragios de los vivos. Y, entendido así, como una especie de derecho de petición al Legislador Supremo, podríamos concluir que la Comunión de los Santos, así como la Iglesia militante, se fundan en el sufragio universal.

Pero sobre todo, es verdad en lo que se refiere a la cuestión más tremenda, a esa tragedia que ha creado la divina comedia de nuestro credo. Nada, salvo la excepcional, fuerte y sorprendente doctrina de la divinidad de Cristo podrá tener ese particular efecto capaz de remover el sentido popular como una trompeta: la idea del rey sirviendo en las lilas como un simple soldado. Humanizando esa figura hacemos esa historia mucho menos humana. Omitimos un elemento de la historia que realmente atraviesa la humanidad, pues constituye una verdadera punta de lanza. El universo no se humaniza por el hecho de decir que los hombres buenos y sabios son capaces de morir por sus opiniones. Lo mismo que no resultaría muy agradable a un ejército si le dijeran que los buenos soldados eran blanco fácil para el enemigo. No es más noticia que el rey Leónidas haya muerto que el que lo haya hecho la reina Ana. Y los hombres no esperaron al cristianismo para ser hombres, en el sentido pleno de ser héroes. Pero si lo que tratamos de describir es la atmósfera de lo generoso, lo popular o incluso lo pintoresco, el conocimiento de la naturaleza humana nos dice que ningún sufrimiento de los hijos de los hombres, o de los siervos de Dios, es más emotivo que la idea del Maestro que sufre en lugar de sus siervos. Esta idea proviene de la divinidad teológica y, definitivamente, no de la deidad científica. Ningún misterioso monarca, oculto en su palacio estrellado con ocasión de una campaña universal, tiene el más mínimo parecido con esa caballería celestial del Capitán que cabalga con sus cinco heridas en el frente de batalla.

Lo que los detractores del dogma quieren decir no es que el dogma sea malo, sino que es demasiado bueno para ser verdad. Es decir, que el dogma es demasiado liberal para ser verosímil. El dogma da al hombre demasiada libertad cuando permite que caiga. Y a Dios demasiada libertad cuando permite que muera. Esto es lo que parecen mantener los escépticos inteligentes, y no niego que su afirmación tenga cierto valor. Quieren decir que el universo es en sí mismo una prisión universal; que la existencia misma es una limitación y un control, y por algo llaman cadena a la causalidad. En definitiva, lo que dicen es que no pueden creer en estas cosas, no que no sean dignas de ser creídas. Nosotros decimos, no a la ligera sino muy literalmente, que la verdad nos ha hecho libres. Ellos dicen que nos hace tan libres que no puede ser la verdad. Para ellos, creer en la libertad que nosotros gozamos, es como creer en el país de las hadas. Es como creer en hombres con alas para entretener la imaginación de hombres con voluntad. Es como aceptar la fábula de una ardilla conversando con una montaña, para creer en un hombre que es libre de pedir, o un Dios que es libre de contestar. Es una negación firme y racional por la que, al menos, mostraré siempre respeto. Pero no estoy dispuesto a mostrar ningún respeto por aquéllos que primero cortan las alas y encierran la ardilla, fijan las cadenas y rechazan la libertad, cierran todas las puertas de la prisión universal sobre nosotros con un sonido metálico de hierro eterno, nos dicen que nuestra emancipación es un sueño y nuestro calabozo una necesidad y, luego, se dan tranquilamente la vuelta y nos dicen que su pensamiento es más libre y su teología más liberal.

La moraleja de todo esto es vieja: que la religión es revelación. En otras palabras, es una visión, y una visión recibida por la le, pero una visión de la realidad. La fe consiste en el convencimiento de su realidad. Es la diferencia entre una visión y un sueño. Y es la diferencia entre religión y mitología: la diferencia entre la fe y todo ese producto de la imaginación, absolutamente humano y más o menos sano, que analizamos bajo el nombre de mitología. Hay algo en el uso razonable de la palabra visión que implica dos cosas. La primera, que se da muy raramente; probablemente, una sola vez. La segunda, que probablemente se produce una sola vez y para siempre. El sueño puede darse todos los días y ser cada día diferente. Hay una diferencia mayor que la que existe entre contar historias de fantasmas y encontrarse con uno.

Pero si no es una mitología, tampoco es una filosofía. No es una filosofía porque, al ser una visión, no es un modelo sino un cuadro. No es una de esas simplificaciones que resuelven todo con una explicación abstracta, como la de que todo es recurrente, relativo, inevitable o ilusorio. No es un proceso sino una historia. Tiene proporciones, como las que se pueden ver en un cuadro. No presenta las repeticiones que suele presentar un modelo o un proceso, sino que las sustituye con la convicción que proporciona un cuadro o una historia convincente. Es, como suele decirse, como la vida misma; pues, efectivamente, es vida. Podemos encontrar un ejemplo de lo que quiero decir en la forma de tratar el problema del mal. Es fácil hacer un proyecto de vida con el fondo negro, como hacen los pesimistas, y luego admitir algunos puntos de luz más o menos accidentales, o cuando menos insignificantes. Y es fácil también hacer otro proyecto sobre papel blanco, como hacen los seguidores de la Ciencia Cristiana[61], y explicar o justificar los puntos o manchas difíciles de negar. Por último, quizás lo más fácil de todo sea decir, como los dualistas, que la vida es como un tablero de ajedrez, en el que los dos bandos son iguales, y donde el tablero consiste en casillas blancas sobre un fondo negro o casillas negras sobre un fondo blanco. Pero nadie siente, realmente, que estos proyectos de papel sean como la vida o que alguno de esos mundos sea adecuado para vivir. Algo les dice que la idea que se encierra tras el mundo no es mala, ni siquiera neutral. Mirando fijamente el cielo, la hierba, las verdades de las matemáticas o incluso un huevo fresco, el hombre experimenta una vaga sensación, que es como la sombra de aquellas palabras del gran filósofo cristiano, santo Tomás de Aquino: «Todo lo que existe, en cuanto tal, es bueno». Por otra parte, algo les dice que es poco humano, degradante o incluso enfermizo, reducir el mal a una mota o incluso a una mancha. Se dan cuenta de que el optimismo es mórbido y, en mayor grado —si fuera posible—, que el pesimismo. Si siguieran hasta el final estos sentimientos vagos, pero saludables, llegarían a la conclusión de que el mal es, en cierta manera, una excepción, aunque una excepción de extraordinarias dimensiones. Y, en el fondo, ese mal es una invasión o, aún más, una rebelión. El hombre no piensa que todo está bien o que todo está mal, o que todo está igualmente bien o mal. Pero piensa que lo que es correcto tiene derecho a ser correcto y, por tanto, a existir, mientras que el mal es equivocado y por tanto no tiene derecho a existir. El mal es el príncipe del mundo, pero es al, mismo tiempo, un usurpador. Y, de esta manera, el hombre captará vagamente lo que la visión le ofrecerá de un modo vivo: la extraña historia de la traición en el cielo y la gran deserción por la que el mal dañó e intentó destruir un cosmos que no pudo crear. Se trata de una historia muy extraña, y sus proporciones, líneas y colores son tan arbitrarios y absolutos como la composición artística de un cuadro. Una visión que de hecho simbolizamos en cuadros con rasgos titánicos y tintes alados. La visión abismal de estrellas cayendo y el fantástico despliegue de colores de un pavo real en la noche. Pero esta curiosa historia tiene una pequeña ventaja sobre los dibujos: es como la vida.

Otro ejemplo lo podemos encontrar, no en el problema del mal, sino en lo que se conoce como el problema del progreso. Uno de los agnósticos más inteligentes de la época me preguntó en una ocasión si pensaba que la humanidad mejoraba, empeoraba o permanecía invariable, confiando en que con aquellas opciones abarcaba todas las posibilidades. No se daba cuenta de que ese planteamiento sólo era aplicable a un modelo teórico o a un proceso histórico, pero no a un cuadro o a una historia determinadas. Le pregunté si pensaba que un hombre mejoraba, empeoraba o seguía igual entre los treinta y los cuarenta años. Pareció entonces darse cuenta de que dependía de la persona y del camino que escogiera seguir. Nunca se le había ocurrido que el curso de la humanidad podía depender del camino que escogiera seguir, y que no era una línea recta o una curva ascendente o descendente, sino una senda como la que un hombre escoge a través de un valle, para ir donde le place y parar donde le apetece; para entrar en una Iglesia o caer borracho en un loso. La vida del hombre es una historia, una historia de aventuras y, desde nuestro punto de vista, lo mismo se puede decir de la historia de Dios.

La fe católica es reconciliación porque es la realización tanto de la mitología como de la filosofía. Es una historia y, en cuanto tal, una de tantas historias, pero con la peculiaridad de que se trata de una historia verdadera. Es una filosofía y, en cuanto tal una de tantas filosofías, pero con la particularidad de ser una filosofía como la vida. Pero es reconciliación, sobre todo, porque es algo que sólo puede ser llamado la filosofía de las historias. Ese instinto narrativo que produjo todos los cuentos de hadas es descuidado por todas las filosofías, excepto una. La fe es la justificación de ese instinto popular, el descubrimiento de una filosofía para él o el análisis de la filosofía en él. Lo mismo que un hombre en una novela de aventuras tiene que pasar varias pruebas para salvar su vida, así el hombre, en esta filosofía, tiene que pasar varias pruebas y salvar su alma. En ambos casos, se encierra la idea de una voluntad libre ejercida bajo las condiciones de un designio particular: es decir, hay un objetivo y es tarea del hombre luchar por conseguirlo. Por tanto, estaremos pendientes de si lo consigue realmente. Ahora bien, este instinto profundo, democrático y dramático es caricaturizado y rechazado por el resto de las filosofías. Pues el fin de éstas es irremisiblemente el mismo que su comienzo y, por definición, una historia ha de terminar de forma diferente, comenzando en un lugar y terminando en otro. Desde Buda y su rueda hasta Akenatón y su disco, desde Pitágoras con su abstracción del número a Confucio con su religión de la rutina, no hay uno sólo que no peque, en algún sentido, contra el alma de la historia. Ninguno de ellos es capaz de captar esta noción humana del cuento, de la aventura, de la prueba: de la durísima prueba del hombre libre. Ahogan el instinto de contar historias, por así decirlo. Ensucian, en cierto modo, el concepto de la vida humana considerada como una novela de aventuras. Unas veces arrastrados por la visión fatalista —pesimista u optimista— de un destino que es la muerte de la aventura. Otras, manifestando una indiferencia y un despego que es la muerte del drama. Otras veces, acusando un serio escepticismo que disuelve a los actores en átomos, o una limitación materialista que provoca ceguera frente a las consecuencias morales. O recurriendo a la repetición mecánica que produce monotonía respecto a las pruebas morales, o imbuyéndolo todo de una relatividad insondable que convierte toda prueba en algo inseguro. Existe una historia humana y existe también una historia divina que es, al mismo tiempo, una historia humana. Pero no existe una historia hegeliana, monista, relativista o determinista; pues toda historia, aunque se trate de la novela más barata y pésima, contiene elementos que pertenecen a nuestro universo y no al de estas filosofías. Todo relato comienza verdaderamente con la creación y termina con un juicio final, ésta es la razón por la que los mitos y los filósofos estaban enfrentados hasta que llegó Cristo. Es el motivo por el que la democracia ateniense mató a Sócrates, amparada en el respeto debido a los dioses y a que todos los solistas se daban aires de Sócrates siempre que tenían ocasión de hablar de los dioses en un tono superior. Por esta misma razón, el Faraón herético destruyó sus ídolos y enormes templos en nombre de una abstracción y, por lo mismo, los sacerdotes pudieron volver triunfantes y pisotear su dinastía. Por ello mismo, el budismo tuvo que desligarse del brahmanismo, y por ello también, en todas las épocas y países, fuera de los límites de la cristiandad, ha existido siempre enemistad entre el filósofo y el sacerdote. Es muy fácil decir que el filósofo es normalmente el más racional. Y más fácil aún, olvidarse de que el sacerdote es siempre el más popular. Porque el sacerdote contaba historias a la gente, mientras que el filósofo no comprendía la filosofía de las historias. Esta filosofía llegaría al mundo con la historia de Cristo, es por esto por lo que tuvo que darse una revelación o una visión de lo alto. Lo veremos fácilmente si pensamos en la forma de construir historias o un cuadro de la vida real. La verdadera historia del mundo ha de ser contada por alguien a alguien. Por la misma naturaleza de una historia no se puede dejar que le suceda a cualquiera. Una historia tiene proporciones, variaciones, sorpresas, un sucederse particular de los acontecimientos, que no se puede resolver por una regla abstracta, como una suma. De la teoría pitagórica del número o la repetición, difícilmente podríamos deducir si Aquiles devolvería el cuerpo de Héctor. Y el relato de que todas las cosas giran una y otra vez sobre la rueda de Buda, poco nos ayudaría a resolver la forma en que Cristo volvió a la vida. Un hombre podría resolver una proposición de Euclides sin haber oído hablar de Euclides, pero no resolvería la leyenda de Eurídice sin haber oído hablar de Eurídice. En cualquier caso, no estaría seguro de cómo acabaría la historia y de si Orfeo fue derrotado en última instancia. Menos aún, podría adivinar el final de nuestra historia, o la leyenda de nuestro Orfeo que se levanta, sin conocer la derrota, de entre los muertos.

En resumen, la cordura del mundo fue restaurada y el alma del hombre encontró la salvación por medio de algo que satisfizo esas dos tendencias enfrentadas del pasado, nunca del todo satisfechas y, probablemente, nunca satisfechas en conjunto. Por un lado, entronca con la búsqueda mitológica de aventuras por el hecho de ser una historia. Por otro, enlaza con la búsqueda filosófica de la verdad por el hecho de ser una historia verdadera. Por eso, la figura ideal tenía que ser un personaje histórico, pues nadie había considerado nunca a Adonis o al dios Pan como personajes históricos. Y es también por lo que el personaje histórico tenía que ser la figura ideal y cumplir con muchas de las atribuciones de esas otras figuras ideales. Es por lo que fue, al mismo tiempo, sacrificio y banquete, y por lo que pudo ser mostrado bajo los emblemas de la vid o del sol naciente. Cuanto más profundicemos en la materia, más pronto llegaremos a la conclusión de que si ciertamente hubiera un Dios, su creación sólo podría culminar con la concesión de una verdadera novela de aventuras para el mundo. De otra forma, los dos lados de la mente humana nunca habrían podido tocarse, y el cerebro del hombre habría permanecido dividido y doble, uno de sus lóbulos soñando sueños imposibles y el otro repitiendo cálenlos invariables. Los pintores habrían seguido pintando eternamente el retrato de nadie. Los sabios habrían permanecido eternamente añadiendo números que no servían para nada. Este abismo sólo podía llenarlo una encarnación, una personificación divina de nuestros sueños. Y sobre esa grieta se alza aquél cuyo nombre es superior al del sacerdote y más antiguo que el cristianismo: el Pontifex Maximus, el más poderoso creador de puentes.

Pero, con esto, volvemos a un símbolo más propiamente cristiano dentro de la misma tradición: el modelo perfecto ciclas llaves. Como este esbozo es histórico y no teológico, no entraré a defender detalladamente esa teología, sino que me limitaré a señalar que no podía ser justificada en su trazado sin ser justificada en sus detalles, como una llave. Más allá de lo que he sugerido ampliamente en este capítulo, no trato de hacer ninguna apología de porqué habría de aceptarse dicho credo. Pero, ante el interrogante histórico de porqué fue y es aceptado, contestaré con lo que es una respuesta para muchos otros miles de interrogantes: porque se ajusta a la cerradura, porque es como la vida. Es una entre muchas historias, con la particularidad de ser una historia verdadera. Es una entre muchas filosofías, con la particularidad de ser la verdad. Lo aceptamos, y encontramos que la tierra es sólida bajo nuestros pies y el camino expedito ante nuestros ojos.

No nos aprisiona en el sueño del destino o la conciencia de un engaño universal. Nos abre a la vista no sólo cielos increíbles, sino lo que a algunos les parece una tierra igualmente increíble, haciéndola creíble, Es esa clase de verdad que resulta difícil de explicar por tratarse de un hecho: un hecho para los que podemos llamar testigos. Somos cristianos y católicos no porque adoremos una llave, sino porque hemos atravesado una puerta y hemos sentido el viento, el soplo de la trompeta «le la libertad sobre la tierra de los vivos.