IV
DIOS Y RELIGIONES
En cierta ocasión, visitaba las ruinas romanas de una antigua ciudad británica acompañado de un profesor, cuando éste hizo un comentario que me pareció encerrar una ironía referente a muchos de sus colegas. Probablemente se diera cuenta de ello, aunque no lo manifestara, y se percataría de que aquello contradecía lo que se conoce como «religión comparada». Le señalé hacia una escultura representando la cabeza del sol rodeada de su habitual halo de rayos, pero con la diferencia de que su rostro en vez de ser juvenil como el de Apolo, era barbudo como el de Neptuno o Júpiter. «Sí», dijo él con delicada precisión, «se supone que representa a la diosa local Sul[25]. Las mejores autoridades en la materia identifican Sul con Minerva, pero se ha conservado esta efigie para demostrar que la identificación no es completa».
Es lo que se llama un poderoso eufemismo. El mundo moderno está más loco que las mismas ironías que puedan verterse sobre él. Hace tiempo Belloc[26] puso en boca de uno de sus personajes burlescos la opinión de que la investigación moderna había demostrado que un busto de Ariadna correspondía más bien a Isleño[27]. Pero no acaba de superar esto la consideración de Minerva en los mismos términos que la «Mujer Barbuda» de Barnum[28]. Son sólo dos ejemplos muy parecidos de las múltiples identificaciones realizadas por «las mejores autoridades» en religión comparada. Y así, cuando la gente identifica el credo católico con mitos extravagantes procuro no reír, maldecir o perder la compostura. Y me limito sencillamente a decir que la identificación no es completa.
En los días de mi juventud, el término religión de la Humanidad era un término que se aplicaba normalmente a la filosofía de Comte, teoría defendida por ciertos racionalistas que adoraban la colectividad de los hombres como si se tratara de un Ser Supremo. Ya por entonces, comenté que había algo raro en su desdén y rechazo de la doctrina de la Trinidad, que adquiría los tonos de una contradicción mística de carácter maníaco. Curiosamente, al mismo tiempo que rechazaban la Trinidad, invitaban a adorar una deidad compuesta por cien millones de personas en un solo dios, sin confusión de personas ni división de sustancia.
Pero existe otra entidad, que supone un menor esfuerzo imaginativo que este monstruoso ídolo de múltiples cabezas, y con mayor derecho a ser denominada, razonablemente, religión de la Humanidad. El hombre no es ciertamente el ídolo sino que en casi todas partes es el idólatra. Y todas estas idolatrías multitudinarias de la humanidad poseen algo que de muchas maneras es más humano y comprensivo que las modernas abstracciones metafísicas. El dios asiático con tres cabezas y siete brazos, simboliza al menos la idea de una encarnación material, que nos acerca a un poder desconocido y no muy lejano. Pero si al salir de excursión un domingo viéramos cómo unos amigos nuestros se transformaran repentinamente y se fundieran en la figura de un ídolo asiático, nos parecerían seguramente muy lejanos a la vista. Si los brazos de uno y las piernas de otro se agitaran en el mismo cuerpo, parecerían estar haciendo gestos de una triste despedida. Si sus tres cabezas sonrieran a la vez sobre el mismo cuello, dudaríamos, sin duda, con qué nombre dirigirnos a esta nueva amistad, de tan anormal aspecto. Hay algo en torno al misterio de los multiformes ídolos orientales que los hace al menos parcialmente inteligibles: una forma oscura, pero material, adoptada por desconocidas fuerzas de la naturaleza. Pero lo que es verdad aplicado al dios multiforme, no lo es tanto cuando se aplica al hombre multiforme. El hombre pierde su humanidad cuando pierde la capacidad de aislarse, de encontrarse solo, y cuanto menos aislado, más difícil resulta comprenderlo. Podríamos afirmar, sin salimos de la verdad, que cuanto más cerca están los hombres entre sí, más lejos se encuentran. Cierto libro de himnos espirituales de este tipo de religión humanitaria fue sometido a una cuidadosa revisión y purga, con la intención de preservar cualquier elemento humano y eliminar cualquier elemento divino. Como consecuencia de las enmiendas, uno de los himnos pasó a rezar: «Más cerca de Ti, Humanidad, más cerca de Ti». Es un hecho que siempre me ha sugerido la sensación de un hombre colgado de la barra de un metro totalmente abarrotado. Pero es curioso y maravilloso lo lejos que pueden parecer las almas de los hombres, cuando sus cuerpos se encuentran tan cerca, como en este caso.
No se debe confundir la unidad del género humano, que tratamos de delinear en estas líneas, con la monótona forma de agrupación propia de la sociedad industrial moderna, la cual tiene más de congestión que de comunión. Me refiero, más bien, a esa unidad a la que han tendido, en todas partes, los grupos y los individuos humanos, abandonados a su suerte, movidos por un instinto que podríamos llamar, propiamente, humano. Como todo lo humano que goza de buena salud ha variado mucho dentro de los límites de la generalidad, como ocurre con todo aquello que pertenece a esa antigua tierra de libertad sobre la que está edificada nuestra ciudad industrial servil. El industrialismo se jacta de que sus productos proceden todos de un único patrón. Esto hace que tanto en Jamaica como en Japón pueda romperse el mismo precinto y beberse el mismo whisky adulterado, mientras que dos hombres situados en polos distintos del planeta contemplan con el mismo optimismo la etiqueta del mismo dudoso salmón en lata. Pero el vino, regalo de los dioses a los hombres, varía según valles y viñedos y puede transformarse en cien vinos distintos sin que ninguno de ellos llegue una sola vez a recordarnos al whisky. Y no deja el vino de ser vino, por mucha que sea su variedad. Intentaré demostrar que, así como el vino siendo una sola cosa puede adoptar tantas formas diferentes, la mayor parte del tedio moderno procede de una misma raíz. Y, antes de plantear cualquier disensión centrada en la religión comparada y en los diferentes fundadores religiosos del mundo, es preciso reconocer esa raíz en su conjunto como algo casi connatural y normal dentro de esa gran agrupación que llamamos Humanidad. Esta raíz es el Paganismo y, a lo largo de estas páginas, trataré de demostrar que se trata del único rival auténtico de la Iglesia de Cristo.
La religión comparada es tanto una cuestión de grado, distancia y diferencia que únicamente es un método acertado cuando intenta comparar. Y cuando nos paramos a examinarlo de cerca nos encontramos con que se comparan cosas realmente incomparables. Se acostumbra a presentar las grandes religiones del mundo en columnas paralelas, y ello nos induce a pensar que realmente son paralelas: o se colocan los nombres de los grandes fundadores religiosos en hilera: Cristo. Mahoma, Buda o Confucio. Pero esto no es más que un truco, una de esas ilusiones ópticas por las que cualquier objeto se puede poner en relación particular con otro, colocándolo simplemente en un lugar concreto de nuestro campo visual. Esas religiones y fundadores religiosos o, más bien, los que decidimos colocar juntos como religiones y fundadores religiosos, no presentan realmente ningún aspecto en común. La ilusión es producida en parte por el Islam, que va inmediatamente después del cristianismo en la lista, de la misma forma que llegó también a continuación del cristianismo en el tiempo y, en gran medida, resulta una imitación del mismo. Pero, las otras religiones orientales, o lo que llamamos religiones, no sólo no se asemejan a la Iglesia, sino que difieren profundamente entre sí. Cuando llegamos al confucionismo, al final de la lista, llegamos a algo que se encuentra a un nivel totalmente distinto de pensamiento. Comparar la religión cristiana y la de Confucio es como comparar un deísta con un hacendado inglés o plantear a un hombre la disyuntiva de si cree en la inmortalidad o se considera cien por cien americano. El confucionismo puede ser una civilización pero no es una religión.
La Iglesia es de tal modo única que resulta difícil probar su propia singularidad. El medio más sencillo y popular es la analogía, pero en este caso no existe ningún término de comparación. No es fácil, por tanto, mostrar la falacia de una clasificación falsa que pretende hundir una realidad única cuando se trata de algo realmente único. De la misma manera que en ninguna otra parte se da exactamente el mismo hecho, en ninguna otra parte se da tampoco exactamente la misma falacia. Pero voy coger el ejemplo más cercano a este solitario fenómeno social que puedo encontrar para demostrar cómo es rebajado de rango en la forma que hemos descrito. Imagino que la mayoría de nosotros estaríamos de acuerdo en que hay algo inusual y único en el caso de los judíos. No existe ningún otro ejemplo en el mundo que sea, en el mismo sentido que ellos, una nación internacional; una antigua cultura dispersa por multitud de países y que al mismo tiempo se mantiene intacta e indestructible. Ahora bien, la singularidad del caso se presta a una tentación: la de establecer una lista de naciones nómadas y así restar importancia a su estado de curiosa distinción. Sería muy fácil hacerlo. Bastaría con encontrar primero una aproximación plausible e ir después introduciendo realidades totalmente diversas hasta rellenar la lista. Tendríamos así, que en la nueva enumeración de naciones nómadas, los judíos encabezarían la lista seguidos de los gitanos, que, si bien no poseen el carácter de nación, al menos son auténticos nómadas. Y gracias a esta clasificación, el profesor de la nueva ciencia de Nomadismo Comparado podría abordar sin problemas asuntos muy diferentes, aun cuando se tratara de asuntos que no tuvieran nada que ver entre sí. Y se vería autorizado a comentar la aventura colonizadora de los ingleses por tantos territorios marítimos, y llamarlos nómadas. Ciertamente, muchos ingleses parecen estar ligeramente incómodos en Inglaterra, pero también es cierto que no todos han salido del país por el bien del mismo. Y, por asociación inevitable con las errantes aventuras del Imperio Británico, sería obligado hablar del curioso imperio exiliado de los irlandeses. Pues es un hecho digno de reseña en nuestra literatura imperial que la misma expansión e incomodidad que son prueba de la empresa y triunfó de los ingleses es una prueba del fracaso y futilidad de los irlandeses. El profesor de Nomadismo, por tanto, miraría pensativamente a su alrededor y recordaría una reciente charla entre camareros, peluqueros y administrativos alemanes declarándose naturales de Inglaterra, Estados Unidos o algún país sudamericano. Los alemanes pasarían a engrosar la quinta posición en la lista de razas nómadas y le resultarían muy útiles en este contexto algunas palabras alemanas relacionadas con su pasión por los viajes o el vagar de los pueblos germanos. Después de todo, habían existido historiadores que explicaron las Cruzadas diciendo que los alemanes se encontraban «vagabundeando» —como suele decir la policía— por lo que resultaba ser la vecindad de Palestina. Sintiéndose ya cerca del final, el profesor daría un último salto a la desesperada. Recordaría que el ejército francés capturó prácticamente todas las capitales de Europa y atravesó innumerables tierras conquistadas bajo el Imperio de Carlomagno o Napoleón; y liaría observar que aquello significaba pasión por los viajes y constituía un rasgo característico de raza nómada. De esta forma, tendría sus seis naciones nómadas formando un grupo compacto y completo, y sentiría que el judío ya no era una especie de excepción misteriosa o incluso mística. Pero gente con un poco más de sentido común, enseguida se daría cuenta de que no había hecho otra cosa que ampliar el cupo de naciones nómadas ampliando el significado del término, y que lo había ampliado hasta tal punto que había dejado de tener todo significado. Es cierto que el soldado francés realizó algunas de las expediciones más importantes de toda la historia militar. Pero igualmente cierto, y más evidente en sí mismo, es el hecho de que si el campesinado francés no es una realidad arraigada, no existe otra realidad arraigada en el mundo. En otras palabras, si afirmáramos que aquél es un nómada, no podríamos decir de nadie que no lo fuera.
Esto es exactamente lo que se ha tratado de hacer con la religión comparada y colocando a todos los fundadores religiosos respetablemente en hilera. Con ello, se pretende clasificar a Jesús como aquel profesor clasificaría a los judíos, inventando una nueva clase ajustada a su propósito y llenando los huecos con substitutos e imitaciones de segunda categoría. No quiero decir con esto que esas otras realidades no sean dignas de mérito, dotadas de un carácter propio y de auténtica distinción. El confucionismo y el budismo son grandes realidades, pero no les corresponde el título de Iglesia, al igual que los franceses y los ingleses son grandes pueblos, pero es absurdo llamarles nómadas. Ciertamente, hay puntos de semejanza entre el Cristianismo y su imitación en el Islam y, por la misma razón, existen puntos de semejanza entre los judíos y los gitanos. Pero fuera de estos casos, las listas se hacen con lo primero que se viene a la mano: cualquier cosa que se pueda poner en el mismo cuadro sin pertenecer a la misma categoría.
En este bosquejo de la historia religiosa, con todo respeto hacia los que poseen un mayor conocimiento que yo, me propongo cortar por lo sano y obviar este método moderno de clasificación, que estoy seguro ha falsificado los hechos de la historia. En su lugar, propondré una clasificación alternativa de la religión o de las religiones, que creo servirá para abarcar todos los hechos reales y, lo que es más importante, todos los productos de la fantasía. En vez de dividir la religión geográficamente y, en cierto sentido, verticalmente, agrupando en una misma columna a cristianos, musulmanes, brahmanes, budistas, etc., trataré de hacer una división desde un punto de vista psicológico y, en cierto sentido, horizontal, según los elementos e influencias espirituales que con frecuencia concurren en un mismo país o, incluso, en una misma persona. Dejando a la Iglesia aparte por un momento, dividiré la religión natural de la gran masa de la humanidad bajo encabe/.amientos como: Dios, los Dioses, los Demonios, o los Filósofos. Creo que dicha clasificación ayudará a encuadrar las experiencias espirituales de los hombres mucho mejor que el método convencional de comparar religiones, y muchos destacados colectivos que eran clasificados de manera un tanto forzada, quedarán encuadrados en su lugar, de forma natural. Como utilizaré esos términos o aludiré a ellos más de una vez a lo largo de la exposición, será mejor que defina previamente lo que entiendo que representan. Y comenzaré en este capítulo con el primero, el más simple y el más sublime.
Al considerar los elementos que conforman la humanidad pagana, hay que empezar por intentar describir lo indescriptible. Muchos resuelven esta dificultad recurriendo a su negación, o ignorándolos por completo, pero lo curioso es que, aún ignorándolos, nunca han podido obviarlos por completo. Están obsesionados en su monomanía evolucionista de que todo lo grande procede de una semilla, o de algo incluso más pequeño. Parecen olvidar que toda semilla procede de un árbol, o de algo más grande. Y existen buenas razones para pensar que la religión no tuvo su origen en un detalle olvidado, tan pequeño que sería imposible encontrar su rastro. Es más probable que su origen fuera una idea, tan difícil de abarcar, que por ello hubiera sido relegada al olvido. Contamos con buenas razones para suponer que mucha gente comenzó con la idea simple y abrumadora de un Dios que gobierna a todos, y cayó más tarde en la adoración a los demonios, como una especie de oculto libertinaje. Las pruebas realizadas sobre las creencias de los salvajes, a las que tan aficionados son los estudiosos de costumbres populares, parecen corroborar también este punto de vista. Algunos de los salvajes más rudos y que podríamos considerar primitivos en todos los sentidos de la palabra, como es el caso de los aborígenes australianos, parecen observar un monoteísmo puro de elevado tono moral. En cierta ocasión, un misionero predicaba a una tribu muy salvaje de politeístas y, después de que éstos le hubieron confiado todas sus creencias politeístas, los trataba de convencer de la existencia de un Dios bueno y único, espiritual y juez de la conducta moral de los hombres. Y, de repente, se produjo una aclamación de entusiasmo entre aquellos imperturbables bárbaros, como si hubiera penetrado en las profundidades de un secreto, y comenzaron a gritarse unos a otros: «¡Atahocan!». «¡Está hablando de Atahocan!».
Probablemente, las leyes de la cortesía o del pudor les impedían hablar de Atahocan. Es mi nombre que quizá no se adapte tanto como los nuestros a una directa y solemne impetración religiosa, pero hay algunas fuerzas sociales que traían de encubrir y confundir continuamente las ideas simples. Aquel dios antiguo es posible que representara una antigua moralidad que resultaba molesta en momentos de una mayor expansión. Quizá estuviera más de moda la relación con los demonios, como ocurre hoy con el espiritismo. Y podríamos encontrar otros muchos ejemplos similares. Todos ellos son testimonios de la existencia de esa inconfundible psicología que distingue aquello en lo que se cree de aquello de lo que se habla. Un ejemplo llamativo de esto lo podemos encontrar en el relato de cierto indio californiano. Con un tierno y legendario estilo literario escribe: «El sol es el padre y gobernador de los cielos, el gran jefe. La luna es su esposa y las estrellas, sus hijos», y continúa con una historia de lo más ingeniosa y complicada, en medio de la cual encontramos un repentino paréntesis señalando que el sol y la luna están obligados a realizar una determinada acción porque «así lo requiere el Gran Espíritu que está por encima de todo». Y ésta es precisamente la actitud de la mayor parte del paganismo hacia Dios. Asumen su existencia, olvidándola y recordándola por casualidad: una costumbre que, por otra parte, es probable que los paganos no tengan en exclusiva. La divinidad de lo alto se vislumbra a veces en los principios morales más elevados, como una especie de misterio. Siempre se ha dicho que el salvaje tiende a extenderse al hablar de su mitología, mientras se mantiene reservado acerca de su religión. Los salvajes australianos parecen mostrarnos un mundo invertido, como el que los antiguos habrían considerado digno de las antípodas. El salvaje nos contará, sin ningún problema y como algo normal, que el sol y la luna formarían dos mitades separadas de un bebé, o que la lluvia sería el resultado de ordeñar una colosal vaca cósmica a fin de congraciarse con el mundo. Y tras decirnos estas cosas, se retirará a lo profundo de la caverna, lugar prohibido a las mujeres y a los hombres blancos; terrible templo de iniciación donde, junto a los atronadores rugidos del toro y el goteo de la sangre de los sacrificios, el sacerdote susurra al oído de los iniciados el último secreto de las cosas: que la honradez es la mejor actitud; que un poco de amabilidad no hace daño a nadie; que todos los hombres son hermanos y que no hay más que un Dios, el Padre Todopoderoso, creador de todas las cosas visibles e invisibles.
Dicho de otra forma, se nos presenta aquí un curioso detalle dentro de la historia religiosa. El salvaje parece hacer alarde de los aspectos más repulsivos e increíbles de su creencia, mientras oculta los más razonables y dignos de crédito. El motivo es que aquellos aspectos no forman parte de su creencia o, al menos, del mismo tipo de creencia. Los mitos no son para él más que historias elevadas, tan elevadas como podrían serlo el cielo, un canalón de agua, o la lluvia tropical. Los misterios, en cambio, son historias verdaderas, que consideran en secreto para poder tomárselas en serio. Realmente, es muy fácil olvidar la amenaza que constituye el deísmo. Una novela en la que varios personajes separados resultaran ser el mismo personaje, no dejaría de cansar sensación. Y esto es lo que ocurre con la idea de que el sol, el árbol y el río son manifestaciones de un solo dios y no de muchos. También nos encontramos con que es muy fácil dar por sentado la existencia de Atahocan. Pero, ya se le permita fundirse en el deísmo o permanecer en su memoria mediante el secreto, está claro que no pasará nunca de ser un viejo tópico o una vieja tradición. No hay nada que demuestre que se trata de un producto mejorado de la mitología, mientras que todo tipo de pruebas demuestran que la precedió. Es adorado pollas tribus más sencillas sin que exista ningún rastro de espíritus, sacrificios funerarios o cualquiera de las complicaciones en las que Herbert Spencer y Grant Allen buscaron el origen de la más simple de todas las ideas. Y podemos afirmar que, entre todas las cosas que existieron en el mundo, jamás se dio nada parecido a una Evolución de la Idea de Dios. La idea pudo ser encubierta, evitada, olvidada, o incluso explicada de forma confusa; pero nunca evolucionó.
En ninguna otra parte encontramos ningún indicio en este sentido. El politeísmo, por ejemplo, con frecuencia ha sido considerado como una combinación de diversos monoteísmos. El dios griego que asciende al Olimpo tras haber poseído la tierra, el cielo y todas las estrellas mientras vivía en su pequeño valle, se encontrará al llegar que no dispone más que de un asiento de segunda categoría. De la misma manera que muchas pequeñas naciones se funden en un gran imperio, la universalidad local cede a la limitación universal.El nombre de Pan, que sugiere la idea de un dios del mundo, acabó convirtiéndose en dios de los bosques. Y el nombre de Júpiter es casi una traducción pagana de las palabras: «Padre nuestro que estás en el ciclo». Como con el Gran Padre simbolizado por el cielo, así ocurre con la Gran Madre a la que todavía llamamos Madre Tierra. Deméter, Ceres y Cibeles se muestran a veces incapaces de asumir el control de todos los dioses, de modo que los hombres no necesiten a ningún otro. Y es probable que mucha gente buena no tuviera otro dios que a uno de éstos, adorado como autor de todas las cosas.
En algunas de las zonas más inmensas y populosas del mundo, como China, podría parecer que la simple idea del Gran Padre nunca se habría visto contaminada por otros cultos rivales, aunque podría haber dejado de ser, en cierto sentido, un culto en sí misma. Las autoridades más destacadas en la materia señalan que, aunque el confucionismo es, en cierto sentido, agnosticismo, no contradice directamente el viejo deísmo, precisamente porque se ha convertido en un deísmo algo vago. Un deísmo en el que Dios es llamado Cielo, apelativo que algunas personas educadas utilizan cuando se ven obligadas a jurar. Pero, aunque el cielo esté lejano, se sigue encontrando encima de nuestras cabezas, Tenemos la impresión de que una verdad simple ha retrocedido hasta hacerse remota, sin dejar de ser verdad. Y sólo esta frase nos traería de nuevo a la misma idea en la mitología pagana occidental. En todos estos misteriosos e imaginativos mitos sobre la separación del cielo y la tierra se da, seguramente, algo de esta misma noción que supone la retirada de un cierto poder de lo alto. De cien formas distintas se nos dice que el cielo y la tierra fueron alguna vez amantes o una sola cosa hasta que un elemento ajeno, normalmente un niño desobediente, los separó, y el mundo fue edificado sobre un abismo, una división y una despedida. Una de las versiones más complejas nos llega de la civilización griega con el mito de Urano y Saturno.
Y, entre las más encantadoras, destaca la de unos negros salvajes, que cuentan cómo una pequeña planta de pimienta creció sin parar hasta que obligó al cielo a levantarse como si fuera una tapadera: una hermosa visión bárbara del amanecer para algunos de nuestros pintores amantes del crepúsculo tropical. Trataré de los mitos y de las elevadas explicaciones que sobre ellos nos ofrecen los modernos en un apartado posterior, pues considero que gran parte de la mitología se encuentra en un plano diferente y más superficial. Pero esta visión primitiva del mundo dividido en dos encierra otros aspectos esenciales. En cuanto a lo que significa, cualquier persona lo entenderá mucho mejor tumbado sobre la hierba del campo y mirando al cielo que leyendo en las mejores bibliotecas del mundo. Entenderá por qué se afirma que el cielo debería estar más cercano a nosotros y que alguna vez pudo estar más cercano de lo que está, y que no es algo meramente ajeno e infinitamente lejano, sino en cierta manera separado de nosotros con gesto de despedida. Por su mente le pasará la curiosa idea de que, después de todo, quizá el creador de los mitos no fuera sencillamente una luna-becerro o un pobre aldeano que se creyera capaz de cortar las nubes como si fueran una tarta, sino que podría estar dotado de mayores cualidades que las que parecen estar de moda atribuir al hombre de las cavernas. Y que es muy posible que Thomas Hood[29] no estuviera hablando como un troglodita cuando en uno de sus poemas señaló que, a medida que pasaba el tiempo, las copas de los árboles sólo le indicaban que se encontraba más lejos del cielo que cuando era un muchacho. En cualquier caso, la leyenda de Urano, el señor del Cielo, destronado por Saturno, el espíritu del tiempo, significaría algo para el autor de ese poema. Entre otras cosas, significaría el destierro de la primera paternidad. La idea de Dios se halla presente en la misma noción de unos dioses anteriores a otros dioses. La idea de una mayor simplicidad está presente en todas las alusiones a ese orden más antiguo. Esta afirmación se apoya en el proceso de propagación que vemos a lo largo de la historia. Los dioses, semidioses y héroes se reproducen como arenques ante nuestros mismos ojos y nos hacen pensar que la familia pudo haber tenido un fundador. La mitología se hace cada vez más compleja, y su misma complicación nos hace pensar que sus comienzos fueron más sencillos. Incluso sobre la base de la evidencia externa, ésa que llamamos científica, contamos con el caso del hombre monoteísta antes de convenirse o degenerar en el politeísmo. Pero me interesa más la verdad interna que la externa y, como señalé anteriormente, la verdad interna es prácticamente indescriptible. Y tendremos que hablar de un lema cuya característica principal es que nadie dijo nada acerca del mismo. Ya no se trata sólo de traducir una lengua extraña, sino un extraño silencio.
Sospecho que existe un importante postulado tras el politeísmo y el paganismo del que las creencias de los salvajes o los orígenes griegos no nos proporcionan más que algunos leves indicios. No se trata de lo que entendemos por presencia de Dios, sino lo que, con mayor precisión, podríamos llamar ausencia de Dios. Pero ausencia no significa inexistencia, de la misma manera que cuando un hombre brinda por sus amigos ausentes, no significa que todos sus amigos estén ausentes. Hay un vacío, pero no una negación, de la misma forma que una silla vacía no implica negación, sino todo lo contrario. Sería exagerado pretender que los paganos creyeran que un trono vacío dominaba sobre el Olimpo. Y más cerca de la verdad estarían esas grandiosas imágenes del Antiguo Testamento, en las que el profeta vería a Dios por detrás: como si una presencia inconmensurable diera la espalda al mundo. Pero perderíamos de nuevo el significado, si nos imaginamos un monoteísmo tan consciente y vivo como el de Moisés y su pueblo. No quiero decir que los pueblos paganos se sintieran abrumados lo más mínimo por la abrumadora fuerza de esta idea. Por el contrario, su fuerza era tan grande que todos la llevaron con ligereza, de la misma manera que todos llevamos, sin percatarnos, el peso de la bóveda celeste. Al fijar la vista en algún pájaro o en alguna nube, fácilmente dejamos de ver su increíble fondo azulado, descuidando la visión del firmamento. Y, precisamente porque se abate sobre nosotros con esa fuerza singular, se percibe como si tal cosa. La noción que trato de comunicar es, sin duda, sutil, pero es algo que emana con fuerza de la literatura y la religión paganas. Y vuelvo a repetir que en el sentido sacramental se da una ausencia de la presencia de Dios. Pero, en otro sentido, se da la presencia de la ausencia de Dios. Podemos advertirlo en la tristeza insondable de la poesía pagana, pues dudo que existiera alguna vez en toda la maravillosa humanidad de la antigüedad un hombre tan feliz como san Francisco de Asís. Lo vemos en la leyenda de la Edad de Oro y, una vez más, en la vaga idea de que los dioses se encuentran en último término bajo una instancia superior, aun cuando ese Dios Desconocido se confunda con el Destino. Y. sobre lodo, lo vemos en esos momentos inmortales en los que la literatura pagana parece volver a una antigüedad más inocente y hablar con una voz más directa, de modo que no encuentra otra palabra más digna de ella que nuestro propio monosílabo monoteísta. No podemos emplear otra palabra mejor que «Dios» en una frase como la de Sócrates, despidiéndose de sus jueces: «Voy a morir y vosotros continuáis viviendo, y sólo Dios sabe quién de nosotros va a seguir mejor camino». Tampoco podemos utilizar otra palabra mejor, para los mejores momentos de Marco Aurelio: «¿Pueden decir ellos querida ciudad de Cécrope[30] y no puedes decir tú querida ciudad de Dios?». Y, qué otra palabra podría utilizar Virgilio en aquella vigorosa línea en la que habló a todos los que sufren con el grito verdadero de un cristiano antes de Cristo: «¡Oh, tú, que has padecido las cosas más terribles!, también a éstas Dios les pondrá fin».
Resumiendo todo lo anterior, podríamos decir que existe la sensación de que hay algo por encima de los dioses. Pero, al estar por encima de ellos, resulta también más distante. Ni siquiera Virgilio pudo resolver el enigma y la paradoja de esa otra divinidad que es al mismo tiempo superior y cercana. Para los griegos, lo verdaderamente divino era también distante, tan distante que cada vez lo apartaron más de sus mentes, hasta el punto de que llegó a alejarse de la pura mitología, de la que hablaré más adelante. Y, en esto, podemos advertir una especie de admisión tácita de su pureza intangible frente a la degradación que la mayoría de las mitologías pudieron alcanzar. Así como los judíos no degradaron la divinidad con imágenes, los griegos tampoco la degradaron con imaginaciones. El recuerdo de los dioses se centró cada vez más en sus libertinajes y desvaríos, como un movimiento de reverencia; un acto de piedad para olvidarse de Dios. Hay algo en el tono de la época que nos lleva a pensar que aquellos hombres habían aceptado rebajarse a un nivel inferior, pero no eran del todo conscientes de este hecho. Es difícil encontrar palabras para expresar esta situación, pero hay una que se ajusta a la perfección. Aquellos hombres, aunque no fueran conscientes de ninguna otra cosa, eran conscientes de la Caída, y lo mismo se puede decir de la humanidad pagana. Los que caen tienen el recuerdo imborrable de la caída, aunque puedan olvidarse de la altura. Existe un aterrador vacío en la memoria detrás de todo sentimiento pagano. Y existe también una capacidad momentánea de recordar lo que olvidamos. Y aun el más ignorante de la humanidad, se da cuenta, de un simple vistazo a la tierra, de que aquéllos se han olvidado del cielo. Pero, como los recuerdos de la infancia, existen también recuerdos de su pasado en los que los vemos hablar entre sí con un lenguaje más sencillo. Momentos en los que los romanos, como Virgilio en el verso citado, cortan de un golpe el nudo gordiano de las mitologías y, repentinamente, desvaneciéndose la multitud abigarrada de dioses y diosas, se alza sólo en mitad del firmamento el Padre del Cielo.
Este ejemplo nos servirá para abordar el siguiente paso en el proceso. El blanco reflejo de una perdida mañana parece rodear aún la figura de Júpiter, de Pan o del anciano Apolo. Y es posible, como ya hemos señalado, que todos ellos fueran en algún momento una divinidad tan solitaria como Yahveh o Alá. Perdieron esta solitaria universalidad por un proceso que es conveniente subrayar; un proceso de amalgama muy parecido a lo que luego sería llamado sincretismo. El mundo pagano comenzó a edificar un Panteón. Abrió sus puertas y dio paso a todo género de dioses: griegos y bárbaros, europeos, asiáticos o africanos. Cuantos más dioses, más felices; aunque algunos dioses asiáticos o africanos no fueran precisamente alegres. Los admitieron en tronos semejantes a los de sus dioses y, a veces, llegaron a identificarlos con ellos. Quizá llegaron a considerar esto un enriquecimiento de su vida religiosa, pero realmente significó la pérdida definitiva de todo lo que ahora llamamos religión. La antigua luz de la simplicidad, que tenía un único origen, como el sol, se acabó fundiendo en un resplandor de luces y colores en conflicto. Dios fue sacrificado a los dioses. Y podríamos llegar a decir, en sentido literal, con una frase que podría parecer irrespetuosa, que fueron demasiados dioses para Él.
El politeísmo se había convertido, por tanto, en una especie de lago, en el que los paganos dejaron afluir sus diversas religiones. Este aspecto tiene mucha importancia en las controversias antiguas y modernas. Se considera una actitud liberal e ilustrada decir que el dios ajeno puede ser tan bueno como el propio, por lo que, indudablemente, los paganos debieron considerarse muy liberales e ilustrados cuando decidieron añadir a los dioses de la ciudad o del hogar algún Dioniso salvaje y fantástico bajando de las montañas, o algún andrajoso y rústico Pan procedente de los bosques. Pero lo que estas grandes ideas trajeron consigo no fue otra cosa que la pérdida de la idea más elevada de todas: la idea de paternidad, que hace del mundo una única realidad. Y lo contrario también es verdad. No cabe duda de que los hombres más primitivos de la antigüedad, aferrados a sus solitarias estatuas y a sus singulares nombres sagrados eran considerados salvajes supersticiosos, ignorantes y atrasados. Pero estos salvajes supersticiosos conservaban la creencia en algo que es mucho más parecido al poder cósmico tal como lo entiende la filosofía o incluso la ciencia. Esta paradoja, por la que el rudo reaccionario sería una especie de progresista profético, tiene una consecuencia que viene muy a propósito. En un sentido puramente histórico, e independientemente de cualquier otra controversia en el mismo sentido, arroja una luz, única y estable, que brilla desde el principio sobre un pueblo pequeño y aislado. Y en esta paradoja, como en un enigma de la religión cuya respuesta estuvo sellada durante siglos, se encuadra la misión y el significado del pueblo de Israel.
Humanamente hablando, el mundo debe a los judíos el conocimiento de Dios. Y debe esa verdad a lo mucho que se ha culpado a los judíos y, posiblemente, a las muchas culpas de las que ellos mismos se han hecho acreedores. Hemos visto ya, cómo los judíos formaban un pueblo nómada que habitaba entre otros pueblos de pastores en la frontera del Imperio Babilónico; cómo siguieron un curso extraño, irradiando su luz por el oscuro territorio de la lejana antigüedad, cuando desde la cuna de Abrahán y de los reyes pastores cruzaron a Egipto y volvieron nuevamente a las montañas palestinas, defendiéndolas frente a los filisteos de Creta y cayendo finalmente bajo el cautiverio de Babilonia. Sin embargo, gracias a la política sionista de los conquistadores persas, volvieron de nuevo a su ciudad en la montaña y, así, continuaron esta increíble aventura de constante inquietud, cuyo fin aún no hemos contemplado. Pero a lo largo de todos sus peregrinajes —especialmente los primeros— llevaron sobre sus hombros el destino del mundo en aquel tabernáculo de madera que contenía quizás un símbolo sin rostro y que, ciertamente, encerraba un Dios invisible. Podemos decir que su característica principal era el no tener ningún rasgo distintivo. Por mucho que prefiramos esa libertad creativa que ha manifestado la cultura cristiana y por la que han quedado eclipsadas las artes de la antigüedad, no debemos subestimar la importancia determinante, en aquellos momentos, de la inhibición hebrea por las imágenes. Es un ejemplo típico de una de esas limitaciones que sirvieron para preservar y perpetuar la libertad, como una pared construida alrededor de un amplio espacio abierto. El Dios que no podía tener una estatua seguía siendo un espíritu. En ningún caso habría tenido su estatua la inofensiva dignidad y gracia de las estatuas griegas de entonces, o de las estatuas cristianas de época posterior. Aquel Dios habitaba en una tierra de monstruos. Tendremos ocasión de considerar detenidamente de que monstruos se trataba: Moloc, Dagon y Tanit la diosa terrible. Si la divinidad de Israel se hubiera plasmado alguna vez en una imagen, se habría tratado de una imagen fálica. Otorgarle un cuerpo hubiera significado caer en los peores elementos de la mitología, en toda la poligamia del politeísmo: la visión del harén en el cielo. Este rechazo por el arte es el primer ejemplo de ese tipo de limitaciones que los críticos, en su pobre limitación, no se causan de atacar con fiereza. Pero, otro caso aún más llamativo se presenta como blanco de críticas semejantes. Se suele decir con desprecio que el Dios de Israel no fue más que un Dios Guerrero, «un mero bárbaro Señor de los Ejércitos», arrojado a pelear contra otros dioses rivales como enemigo envidioso. Pero el mundo ha de agradecer que Aquél fuera un Dios Guerrero. Hemos de agradecer que Aquél fuera para el resto, únicamente, un rival y un enemigo. De seguir el curso natural de las cosas, les habría sido muy fácil trabar con Él una desastrosa amistad. No hubiera sido difícil verle estirar las manos en un gesto de amor y reconciliación y abrazar a Baal, o besar el rostro pintado de Astarté sentado en agradable camaradería con los dioses. Sería el último dios en trocar su corona de estrellas por el Soma[31] del panteón indio, el néctar del Olimpo o el hidromiel de Valhalla. Y sus adoradores fácilmente seguirían la iluminada pendiente del sincretismo y la amalgama de todas las tradiciones paganas. Los seguidores de este Dios Guerrero, ciertamente, andaban deslizándose siempre por esa cómoda pendiente, y ello obligó a que ciertos demagogos inspirados emplearan una energía casi demoníaca en defensa de la unidad divina, con palabras que aún hoy resuenan con la fuerza del viento de la inspiración o de la ruina. Verdaderamente, cuanto más entendamos las condiciones antiguas que contribuyeron a la cultura final de la Fe, mayor será nuestra reverencia ante la grandeza de los profetas de Israel. Mientras el mundo entero se fundía en esa masa de mitología confusa, la Deidad de este pueblo, que muchos tildan de tribal y estrecha, precisamente por ese carácter tribal y estrecho fue capaz de preservar la religión primaria de toda la humanidad: era lo suficientemente tribal para ser universal y tan estrecha como el universo.
En una palabra, si bien existió un popular dios pagano llamado Júpiter-Amón, nunca hubo un dios que se llamara Yahveh-Amón, o Yahveh-Júpiter. Si lo hubiera habido, ciertamente habría habido otro llamado Yahveh-Moloc. Pues, mucho antes de que los liberales e ilustrados sincretistas hubieran llegado a Júpiter, la imagen del Señor de los Ejércitos se habría visto deformada, alejándose de la concepción de un Dios monoteísta, creador y legislador, y se habría convertido en un ídolo mucho peor que cualquier fetiche salvaje y tan civilizado como los dioses de Tiro y Cartago. En el capítulo siguiente analizaremos más detenidamente el alcance que tuvo esta civilización y veremos cómo el poder de los demonios prácticamente destruyó Europa y la salud pagana del mundo. Pero los destinos del mundo se habrían torcido aún más si el monoteísmo hubiera fracasado en la tradición mosaica. Más adelante, trataré de demostrar por qué le tengo una cierta simpatía a esa saludable condición del mundo pagano capaz de crear tales cuentos y relatos imaginarios de la religión. Al mismo tiempo, intentaré demostrar cómo a la larga todos ellos estaban condenados a fracasar, y el mundo se habría perdido si no hubiera sido capaz de retornar a esa gran simplicidad original que advierte una única autoridad en todas las cosas. Pues, si aún conservamos algo de esa simplicidad primaria que hace que poetas y filósofos puedan hablar en cierto sentido de una oración universal; si vivimos en un mundo espacioso y sereno bajo un ciclo que se extiende paternalmente sobre todos los pueblos de la tierra; si la filosofía y la filantropía forman parte de una religión de hombres razonables, todo se lo debemos a un pueblo nómada, discreto e inquieto, que legó a la humanidad la suprema y serena bendición de un Dios celoso.
La posesión exclusiva de esta divinidad no estaba al alcance del mundo pagano, porque era al mismo tiempo la posesión de un pueblo celoso. Los judíos eran impopulares, en parte por la conocida estrechez del mundo romano, y en parte, quizá, porque habían caído ya en la costumbre de comerciar, en vez de obtener las cosas con el trabajo de sus manos. Probablemente, también porque el politeísmo se había convertido en una especie de selva en la que el solitario monoteísmo podía perderse. Pero, es curioso advertir lo ignorado que éste se hallaba. La tradición de Israel guardaba muchos tesoros que hoy pertenecen al patrimonio común de la humanidad, y que podrían haber formado parte del patrimonio común de la humanidad de aquel entonces. Poseían una de las piedras angulares más colosales del mundo: el Libro de Job. Un libro que domina la Ilíada y las tragedias griegas y que, en mayor grado que éstas, constituye un temprano encuentro y un punto de partida de la poesía y la filosofía en los albores del mundo. Es un espectáculo verdaderamente solemne y edificante ver a esos dos eternos necios: el optimista y el pesimista, destruidos en el amanecer del tiempo. Y su filosofía realmente perfecciona la ironía trágica pagana, precisamente por ser más monoteísta y, por tanto, más mística. El Libro de Job contesta al misterio con el misterio. Job se enfrenta con muchos enigmas, pero descubre siempre tras ellos una verdad consoladora. En él tenemos sin duda un arquetipo, a modo de profecía, de palabras dotadas de autoridad. Pues, así como el que duda sólo es capaz de decir: «No entiendo», el que sabe, únicamente le puede responder de la misma manera: «No, no entiendes». Y ese reproche despierta siempre una esperanza repentina en el corazón, el presentimiento de algo que valdría la pena entender. Pero este vigoroso poema monoteísta permaneció oculto a los ojos del mundo antiguo, atestado de poesía politeísta. Y el hecho de que los judíos mantuvieran el Libro de Job alejado de todo el mundo intelectual de la antigüedad es una muestra de cómo se mantenían al margen, estudiando su tradición inalterada y no compartida. Es como si los egipcios, discretamente, hubieran ocultado la Gran Pirámide. Pero había otras razones detrás de esa equivocada senda sin salida, característica de los últimos tiempos del paganismo. Después de todo, la tradición de Israel sólo se había aferrado a una parte de la verdad, aunque se pueda hablar utilizando una popular paradoja de la mitad más grande. En el próximo capítulo intentaré desarrollar la idea del amor por lo local y por los personajes, que está presente en la mitología. De momento, basta decir que también ésta encerraba una verdad en su interior que no era posible sacar a la luz, aunque se tratara de una verdad más tenue y menos esencial. El dolor de Job debía unirse al dolor de Héctor, pero mientras el primero era el dolor del universo, el segundo expresaba el dolor de la ciudad, pues Héctor sólo podía señalar al cielo como un pilar de la sagrada Troya. Cuando Dios habla desde el torbellino encuentra un lugar apropiado en el desierto. Pero el monoteísmo del nómada no era suficiente para toda aquella variada civilización de campos, cercas, ciudades amuralladas y templos, y se aproximaba el momento en el que los dos podrían combinarse en una religión más definida y doméstica. En medio de aquella muchedumbre pagana sería posible encontrar algún filósofo cuyo pensamiento estuviera imbuido de puro deísmo, pero no encontraríamos en él una fuerza capaz de cambiar las costumbres del populacho. Su filosofía tampoco sabría darnos una definición clara de la relación que existía entre el politeísmo y el deísmo. La definición más cercana a este fenómeno quizá podamos encontrarla lejos de aquella civilización y más alejados de Roma que el aislamiento de Israel, la recoge un dicho que en cierta ocasión escuché de una tradición hindú: que los dioses, al igual que los hombres, no son más que los sueños de Brahma y perecerán cuando Brahma despierte. En esta imagen del alma asiática descubrimos un rasgo que es más insano que el alma del cristianismo. Deberíamos llamarlo desesperación, aunque ellos lo llamen paz. Más adelante, veremos esta nota característica del nihilismo en una comparación más completa entre Asia y Europa. Basta decir aquí que hay más desilusión en esa idea del despertar divino que lo que implica para nosotros el paso de la mitología a la religión. Sin embargo, el símbolo en cierta manera es sutil y adecuado, ayudándonos a advertir la tremenda desproporción que existe entre mitología y religión, que llega a adquirir las dimensiones de un abismo. El hecho de que no exista comparación entre Dios y los dioses supone el derrumbamiento de la religión comparada. No hay más comparación que la que existe entre un hombre y los hombres que caminan en el interior de sus sueños. En el siguiente apartado trataré de reflejar el crepúsculo de ese sueño en el que los dioses caminan como si fueran hombres. Pero, si alguien se imagina que el contraste entre monoteísmo y politeísmo es sólo cuestión de que algunas personas creen en un dios y otras creen en varios, convendría que se detuviera por un instante a contemplar la extravagancia elefantina de la cosmología brahmana. Probablemente, sentirá un estremecimiento al atravesar el velo de esa realidad y contemplar una multitud de demiurgos de innumerables brazos y de animales entronizados, y toda una maraña de estrellas y otros gobernadores de la noche, mientras los ojos de Brahma se abren, como la aurora, sobre la muerte de todos.