CONCLUSIÓN
Me he tomado la libertad, una vez o dos veces, de hacer mía la expresión: «Esbozo de la Historia», aunque el presente estudio, que trata de una verdad o de un error concreto, no puede compararse con la rica y polifacética enciclopedia de la historia para el que tal nombre estaba destinado. Sin embargo, hay razones que justifican la referencia, pues, en cierto modo, están relacionados y aún llegan a cruzarse entre sí. La historia del mundo tal como la concibe H. G. Wells sólo puede criticarse en cuanto que es un esbozo. Curiosamente, creo que su único error es el de ser un esbozo. Es admirable como acumulación de hechos: espléndida como almacén o tesoro, fascinante como disquisición y extraordinariamente interesante como amplificación de la historia, pero es absolutamente falsa en cuanto esbozo de la historia. Lo único que me parece equivocado es el esbozo, esa especie de perfil que puede llegar a constituir una única línea, como en una caricatura donde las características que sobresalen dan forma a la simplicidad de la silueta. No hay en ese esbozo una correcta proporción entre lo cierto y lo incierto, lo que juega un papel importante y lo que no tiene relevancia, lo normal y lo extraordinario.
No lo digo como una pequeña crítica a un gran escritor, pues no estoy en condiciones de hacerla, teniendo en cuenta que, en mi propio trabajo, de dimensiones tan reducidas, creo que he fracasado, en gran parte, de la misma manera. Dudo mucho de haber transmitido al lector los puntos principales que pretendía acerca de las proporciones de la historia y de por qué me he detenido más en unas cosas que en otras. No sé si he llevado a cabo con la suficiente claridad el plan que me propuse en el capítulo introductorio y por eso añado estas líneas, como una especie de resumen conclusivo del libro. Creo que los temas sobre los que he insistido son más esenciales para un esbozo de la historia que aquéllos a los que he dado una importancia menor o que he omitido. Por otra parte, no creo que sea el reflejo más auténtico del pasado afirmar que la Humanidad se desvanece en la naturaleza, que la civilización se diluye en la barbarie, que la religión se funde con la mitología, o que nuestra propia religión se confunde con las religiones del mundo. En pocas palabras, no creo que la mejor manera de hacer un esbozo de la historia sea borrar las líneas. Oreo que se acercaría más a la verdad contar la historia con toda sencillez, como el mito primitivo de un hombre que hizo el sol y las estrellas o de un dios que se introdujo en el cuerpo de un mono sagrado. Resumiré, por tanto, todo lo anterior, en lo que considero una afirmación realista y razonablemente proporcionada: la breve historia de la humanidad.
En la tierra iluminada por esa estrella vecina, cuyo resplandor es la amplia luz del día, hay muchas y muy variadas cosas móviles e inmóviles. Entre ellas, existe una raza que, en relación con las otras, es una raza de dioses: realidad no aminorada sino acentuada por el hecho de poder comportarse como una raza de demonios. La suya no es una distinción individual, como un pájaro que alardea de sus propias plumas, sino algo sólido y de cierta complejidad, como lo demuestran las especulaciones que han conducido a su negación. Los hombres, dioses de este mundo inferior, ciertamente están ligados a él de diversas maneras, pero ése es otro aspecto de la misma verdad. Que crecen como la hierba crece y caminan como las bestias caminan es una necesidad secundaria que agudiza la distinción primaria. Es como decir que un mago puede tener, después de todo, la apariencia de un hombre, o que las hadas no podrían bailar sin los pies. Últimamente, ha estado de moda centrar toda la atención en estas semejanzas superficiales y secundarias y olvidar el hecho principal. Se acostumbra a insistir en que el hombre se parece a las otras criaturas, y es cierto, pero esa misma semejanza sólo es capaz de percibirla el hombre. El pez no busca un modelo de estructura ósea parecido al suyo en las aves del cielo, ni se paran a comparar sus esqueletos el elefante y el emú. Aun en ese sentido en que tienden a identificarse hombre y universo, su universalidad es completamente singular. Lo mismo que le une a todas las cosas es suficiente para separarlo de todas ellas.
Mirando a su alrededor bajo esta luz única, tan solitario como la llama que sólo él ha sabido encender, este semidiós o demonio del mundo visible, hace visible el mundo. Ve a su alrededor un mundo concreto que parece proceder según ciertas reglas o que presenta, al menos, procesos que se repiten. Contempla una verde arquitectura que se construye a sí misma, sin manos visibles, pero siguiendo un plan o un modelo muy exacto, como el diseño trazado previamente en el aire por un dedo invisible. No se trata, como sugerimos ahora vagamente, de algo vago. No se trata de un crecimiento o del andar a tientas de una vida ciega. Cada cosa busca su fin, un fin glorioso y radiante, hasta las margaritas o los dientes de león que vemos al tender la vista sobre los campos. En la misma forma de las cosas hay algo más que el mero crecimiento natural: hay una finalidad. La misma flor tiene un fin, llenando el mundo de coronas. Esta impresión, sea o no una ilusión, influyó tan profundamente en la raza de pensadores y maestros del mundo material, que la gran mayoría se vieron impulsados a adoptar un cierto punto de vista acerca de este mundo. Y llegaron a la conclusión, correcta o incorrecta, de que el mundo obedece a un plan, de la misma forma que el árbol parece tener un plan, un fin y una corona, como la flor. Pero en cuanto que la raza de pensadores era capaz de pensar, resultaba obvio que la admisión de esta idea de un plan implicaba otro pensamiento más estremecedor y aún terrible. Había alguien más, un ser extraño e invisible, que había diseñado estas cosas, si realmente se admitía que fueron diseñadas. Había un extranjero que era al mismo tiempo amigo; un benefactor misterioso que había sido antes que ellos y había construido los bosques y las montañas para cuando ellos llegaran y había anticipado el sol del amanecer a su nacimiento, como un criado enciende el fuego para su señor. Ahora bien, esta noción de una mente que da significado al universo se ha visto cada vez más reafirmada en las inteligencias de los hombres a través de experiencias y reflexiones mucho más sutiles y profundas que cualquier argumentación sobre el plan externo del mundo. Como se trata ahora de exponer la historia en términos sencillos y concretos, basta con señalar que la mayoría de los hombres, incluyendo los más sabios, llegaron a la conclusión de que existe un propósito y, por tanto, una primera causa, para el mundo. Pero a la hora de enfocar esta idea, se produjo, en cierto sentido, una separación entre una mayoría y los más sabios. Nacieron dos formas de considerar esa realidad, que vinieron a constituir los mayores pilares de la historia religiosa del mundo.
La mayoría —como la minoría— tuvo siempre este fuerte sentido de un segundo significado en las cosas, de un extraño maestro que conocía el secreto del mundo. Pero la mayoría, la multitud o la masa de los hombres, tendió naturalmente a considerar esta idea como una habladuría, lo que dio lugar, como ocurre con toda habladuría, a una idea con gran parte de verdad y de falsedad. El mundo comenzó a contarse a sí mismo cuentos sobre aquel ser desconocido o sobre sus hijos, siervos o mensajeros. Algunos podríamos considerarlos cuentos de viejas, pues no son otra cosa que recuerdos muy lejanos de los albores del mundo: mitos de la luna-niña o de las montañas a medio cocer. Otros harían mejor en llamarse cuentos de viajes, no tratándose más que de cuentos curiosos y contemporáneos extraídos de determinadas experiencias que hablan de curaciones milagrosas o de lo sucedido a los muertos. Muchos de ellos, probablemente sean historias verdaderas y con la suficiente carga de verdad como para que una persona con auténtico sentido común, se vuelva más o menos consciente de que existe algo maravilloso tras la cortina del universo. Pero, en cierto sentido, lo único que hace es dejarse llevar por las apariencias, aun cuando a estas apariencias se les llame apariciones. En el fondo es una cuestión de apariciones… y desapariciones. En su mayoría, estos dioses son fantasmas, visiones pasajeras. Para muchos de nosotros no son más que chascarrillos de visiones pasajeras. Y para el resto, el mundo entero está lleno de rumores, la mayoría de los cuales son prácticamente novelas de aventuras. La gran mayoría de las historias de dioses, fantasmas y reyes invisibles, se cuentan, si no por el placer de contarlas, al menos por el interés de los temas. Son una pincha evidente del interés eterno por los temas, pero no prueban ninguna otra cosa ni pretenden hacerlo. Son, en definitiva, mitología o poesía no encerrada en los libros o en alguna otra parte.
Entretanto, la minoría, los sabios o pensadores, se habían retirado aparte y se traían entre manos un negocio similar. Elaboraban los planes del mundo, de un mundo que todos creían sujeto a un plan. Intentaban disponer el plan seriamente y escalonarlo. Dirigían sus mentes hacia la inteligencia que había creado el misterioso mundo, considerando de qué clase de inteligencia podría tratarse y cuál podría ser su finalidad última. Algunos hicieron de aquella inteligencia algo mucho más impersonal de lo que la humanidad estaba acostumbrada. Otros, la simplificaron hasta reducirla prácticamente a un espacio en blanco. Otros, muy pocos, pusieron en duda su existencia. Entre los más enfermizos los hubo que imaginaron un ser malvado y enemigo, de los cuales los más degenerados adoraron a los demonios en lugar de a los dioses. Pero la mayoría de estos teóricos eran teístas, y no solamente veían un plan moral en la naturaleza, sino que trazaron un plan moral para la humanidad. En su mayoría se trató de hombres buenos que hicieron un buen trabajo y serían recordados y reverenciados de diversas maneras. Los hubo que fueron escribas y sus escrituras llegaron a ser escrituras más o menos santas. Los hubo legisladores y su tradición llegó a ser no sólo legal sino también ceremonial. Podríamos decir que recibieron honores divinos, en el sentido en que algunos reyes y grandes capitanes recibieron honores divinos. En una palabra, allí donde entró en juego el espíritu popular, el espíritu de la leyenda y de las habladurías, aquellos hombres se vieron rodeados de la más mística atmósfera de los mitos. La poesía popular convirtió a los sabios en santos, pero nada más. Siguieron siendo ellos mismos. Los hombres nunca olvidaron que eran hombres, convertidos en dioses por su consideración de héroes. «Divino» Platón, lo mismo que «Divo» César, era un título, no un dogma. En Asia, donde la atmósfera era más mitológica, algunos hombres eran considerados como un mito, pero seguían siendo hombres. Hombres pertenecientes a una cierta clase social o a una determinada escuela, mereciendo y recibiendo grandes honores por parte de la humanidad. Es la orden o escuela de los filósofos, hombres dedicados a buscar seriamente el orden en medio del aparente caos acerca de la visión de la vida. En vez de vivir de rumores imaginarios, remotas tradiciones y excepcionales experiencias acerca de la inteligencia y el significado escondido tras la realidad de las cosas, intentaron establecer a priori el proyecto primario de esa inteligencia. Trataron de plasmar sobre papel un posible plan del mundo, como si el mundo aún no hubiera sido creado.
En medio de toda esta situación, se alza justamente una enorme excepción: un hecho absolutamente diferente a cualquier otra cosa; con carácter definitivo, como las trompetas del Juicio Final, y que, al mismo tiempo, constituye una buena noticia, una noticia demasiado buena para ser cierta. Se trata, nada menos, que de la rotunda afirmación de que el misterioso creador del mundo lo ha visitado en persona. De que, real e incluso recientemente, o justo en la plenitud de los tiempos, caminó por la tierra este original Ser invisible, sobre el que los pensadores hacen teorías y los mitologistas mitos: el Hombre Que Hizo el Mundo. La existencia de una personalidad tan excelsa detrás de todas las cosas es algo que siempre estuvo implícito en el pensamiento de los grandes pensadores y en las más hermosas leyendas. Pero, nunca, nada parecido estuvo implícito en ningún tipo de pensamiento o de leyenda.
No es verdad que los sabios y héroes se hubieran arrogado los derechos de ese misterioso dueño y hacedor con quien el mundo soñó y sobre el que debatió tantas veces. Ninguno de ellos hizo jamás una demanda semejante. Ninguna de sus sectas o escuelas reclamó jamás para sí este privilegio. Lo más que llegaría a decir algún profeta religioso es que él era el verdadero siervo de dicho Ser. Lo más que llegó a decir algún visionario es que los hombres podían vislumbrar la gloria de aquel Ser espiritual y, con más facilidad, de seres menos espirituales. Lo más que llegó a insinuarse en los mitos primitivos es que el Creador estaba presente en la Creación. Pero que el Creador estuviera presente en escenas ligeramente posteriores a las celebraciones que refiere Horacio, hablando con los recaudadores de impuestos y los oficiales del gobierno en el día a día habitual del Imperio Romano, y que este hecho se reafirmara con extraordinaria firmeza en toda esa gran civilización por espacio de más de mil años, es algo sin parangón alguno en la naturaleza. Es, sin duda, la afirmación más sorprendente que el hombre ha hecho desde que articuló sus primeras palabras en lugar de ladrar como un perro. Tiene un carácter único, que puede ser utilizado como argumento en contra tanto como a favor. Sería fácil centrarse en él como un caso de locura aislada, pero no sería más que polvo, y sin sentido como un elemento de religión comparada.
Llegó al mundo con el viento y el ímpetu de unos mensajeros que proclamaban aquel apocalíptico portento, y no supondría un exceso de imaginación decir que todavía están corriendo. Lo que desconcierta al mundo, a sus sabios filósofos y a sus imaginativos poetas paganos, respecto a los sacerdotes y personas que forman parte de la Iglesia Católica es que todavía se comportan como si fueran mensajeros. Un mensajero no se para a considerar o discute cuál podría ser el sentido de su mensaje, lo entrega tal cual es. No se trata de una teoría o una suposición sino de un hecho. No nos interesa en este esbozo, deliberadamente rudimentario, probar con detalle que se trata de un hecho, sino señalar que estos mensajeros tratan su mensaje de la misma forma que se trata un hecho. Todo lo que se condena en la tradición católica: su autoritarismo, su dogmatismo y su rechazo a retractarse y a modificar, no son sino las cualidades humanas naturales de un hombre con un mensaje referido a un hecho. Me gustaría evitar en este resumen final todas las complejidades polémicas que pueden nublar, una vez más, los trazos simples de esta curiosa historia a la que he denominado —con palabras demasiado pobres— la historia más extraña del mundo. Simplemente quiero resallar esas líneas principales y, especialmente, dónde debe trazarse la línea más importante. La religión del mundo, en sus proporciones correctas, no está dividida en finas sombras de misticismo o formas más o menos racionales de mitología, sino que se encuentra dividida por la línea entre los hombres que traen el mensaje y los que todavía no lo han oído o aún no pueden creer en él.
Pero cuando traducimos los términos de esa extraña historia a la concreta y complicada terminología de nuestro tiempo, la encontramos cubierta de nombres y memorias cuya misma familiaridad supone una falsificación. Cuando decimos, por ejemplo, que un país contiene tantos musulmanes, lo que realmente queremos decir con ello es que contiene tantos monoteístas, y con esto queremos decir que contiene tantos hombres viviendo bajo la antigua suposición de que el invisible Gobernador del mundo sigue siendo invisible. Sostienen esto en consonancia con las costumbres de una cierta cultura y bajo las simples leyes de un cierto legislador, pero harían lo mismo si su legislador fuera Licurgo o Solón. Son testigos de una verdad noble y necesaria, pero que nunca fue una verdad nueva. Su credo no es un nuevo color, es el tinte neutral y normal que constituye el fondo de la vida multicolor del hombre. Mahoma no encontró, como los Magos, una nueva estrella. Vislumbró en su propia ventana el gran campo gris de la antigua luz estelar. De igual forma, cuando decimos que el país contiene tantos seguidores de Confucio o tantos budistas, queremos decir que contiene tal número de paganos, cuyos profetas les han dado una versión diferente y algo más vaga, del Poder invisible, conviniéndolo no sólo en algo invisible sino prácticamente impersonal. Cuando decimos que ellos también tienen templos, ídolos, sacerdotes y celebraciones periódicas, queremos decir, sencillamente, que este tipo de paganos es lo suficientemente humano como para admitir el elemento popular de la pompa, de lo pictórico, de lo festivo y de lo puramente imaginario. Con esto, únicamente queremos decir que los paganos tienen más sentido que los puritanos. Pero lo que se supone que son los dioses o lo que los sacerdotes tienen el encargo de decir, no es un secreto tan extraordinario como el que hubieron de comunicar los mensajeros del Evangelio. Ningún otro, salvo estos mensajeros, posee un Evangelio; ningún otro es portador de una Buena Noticia, por la sencilla razón de que ningún otro tiene ninguna noticia.
El ímpetu de aquellos mensajeros aumenta mientras corren a extender su mensaje. Siglos después todavía hablan como si algo acabara de suceder. No han perdido la frescura y el ímpetu de los mensajeros. Sus ojos apenas han perdido la fuerza de los que fueron auténticos testigos. En la Iglesia Católica, que es el heraldo del mensaje, se dan todavía impetuosos actos de santidad que nos hablan de algo rápido y reciente, un espíritu de abnegación que asombra al mundo como si le hablaran del suicidio. Pero no es un suicidio: no es algo pesimista. Sigue siendo tan optimista como el san Francisco de las llores y de los pájaros. Es más novedoso en espíritu que las más recientes escuelas de pensamiento y se encuentra, casi con toda seguridad, a las puertas de nuevos triunfos. Pues estos hombres sirven a una madre que parece hacerse más hermosa a medida que surgen nuevas generaciones y la llaman bendita. Y muchas veces nos dará la impresión de que la Iglesia se hace más joven a medida que el mundo envejece.
Ésta es la última prueba del milagro: que algo tan sobrenatural se haya convertido en algo tan natural. Quiero decir, que algo tan único visto desde fuera, pueda parecer universal sólo visto desde dentro. No he reducido la escala del milagro, como algunos de nuestros teólogos más laxos creen prudente hacer. Más bien, me he detenido deliberadamente en esa increíble irrupción, como un golpe que quebrara la espina dorsal de la historia. Tengo mucha simpatía hacia los monoteístas, los musulmanes y los judíos, a quien esto les parece una blasfemia; una blasfemia que podría hacer estremecer el mundo. Pero no lo hizo estremecer, sino que lo reafirmó. Cuanto más consideremos este hecho, más sólido y más curioso lo encontraremos. Creo que es de estricta justicia con los no creyentes insistir en el audaz acto de fe que les exige. Reconozco que se trata de una idea frente a la que cabría esperar que el cerebro de los no creyentes sintiera vértigo, al darse cuenta de su propia creencia. Pero la mente del creyente no siente vértigo, es la de los no creyentes la que lo padecen. Podemos contemplar sus inteligencias tambaleándose a ambos lados, entre todo tipo de éticas y psicologías extravagantes, en una atmósfera de pesimismo y negación de la vida, de pragmatismo y negación de la lógica; buscando sus presagios en pesadillas y sus cánones en contradicciones, estremeciéndose de terror ante la lejana visión de cosas más allá del bien y del mal, o comentando en susurros la posible existencia de extrañas estrellas donde dos y dos son cinco. Mientras tanto, esta realidad solitaria cuyo perfil parece, al principio, tan extraño, sigue siendo sólida y sana en su sustancia. Sigue siendo el moderador de todas estas manías, rescatando la razón de los pragmáticos, lo mismo que rescató la risa de los puritanos. Repito que he acentuado deliberadamente su carácter intrínsecamente desafiante y dogmático. El misterio está en cómo algo tan sorprendente puede ser tan desafiante y dogmático y, sin embargo, convertirse en algo perfectamente normal y natural. Como ya dije, considerando el hecho en sí mismo, un hombre que dice ser Dios puede compararse a un hombre que diga ser cristal. Pero el hombre que dice ser cristal no es un cristalero capaz de hacer ventanas para todo el mundo. No es alguien que permanezca todas las épocas como una figura brillante y cristalina a cuya luz todo resulta tan claro como el cristal.
Pero esta locura ha seguido dando muestras de cordura, Ha perdurado en su cordura mientras todo lo demás enloquecía. El manicomio ha resultado ser una casa a la que, siglo tras siglo, los hombres vuelven continuamente como retornando al hogar. Éste es el gran enigma: que algo tan abrupto y anormal se considere aún un lugar habitable y acogedor. No me importa si el escéptico dice que se trata de una historia increíble. No me cabe en la cabeza cómo una torre tan frágil podría permanecer tanto tiempo en pie sin un fundamento firme. Y, aún menos, cómo pudo convertirse, cómo se convirtió de hecho, en el hogar del hombre. Si, simplemente, hubiera aparecido y desaparecido, podría haber sido recordada o explicada como el último salto de un arrebato de ilusión: el último mito de la última inspiración, en el que la mente golpeó el cielo y se quebró. Pero la mente no se quebró. La mente católica es la única que permanece intacta frente a la desintegración del mundo. Si fuera un error, no hubiera podido durar más que un día. Si se tratara de un mero éxtasis, no podría aguantar más de una hora. Sin embargo, ha aguantado dos mil años, y el mundo, a su sombra, se ha hecho más lúcido, más equilibrado, más razonable en sus esperanzas, más sano en sus instintos, más gracioso y alegre ante el destino y la muerte, que todo el mundo que no se acoge a ella. Pues fue el alma del cristianismo lo que emanó del increíble Cristo, y el alma del cristianismo era sentido común. Aunque no nos atreviéramos a mirar Su rostro, podríamos contemplar Sus frutos, y por Sus frutos le conoceríamos. Los frutos son sólidos y su fecundidad mucho más que una metáfora; y en ninguna parte de este triste mundo son más felices los muchachos a la sombra del manzano, o los hombres mientras pisan la uva y entonan alegres canciones, que bajo el fijo resplandor de esta luz repentina y cegadora. El relámpago se hizo eterno como la luz.