II

LOS ENIGMAS DEL EVANGELIO

Para entender la naturaleza de este capítulo es necesario volver los ojos a la naturaleza de este libro. El argumento que constituye la médula espinal del libro es de los conocidos como «reducción al absurdo». Según esta argumentación, los resultados de asumir la tesis racionalista son más irracionales que los nuestros, pero para probarlo debemos asumir esa tesis. Así pues, en la primera sección he tratado al hombre simplemente como animal, para demostrar que el efecto era más imposible que si se le tratara como un ángel. En el mismo sentido en que consideraba necesario tratar al hombre simplemente como animal, es necesario tratar a Cristo simplemente como hombre. Tengo que poner en suspenso mis propias creencias, que son mucho más positivas, y asumir esta limitación incluso para quitarlas. Debo intentar imaginarme qué sucedería a un hombre que realmente leyera la historia de Cristo como la historia de un hombre, incluso de un hombre de quien nunca antes hubiera oído hablar. Y me gustaría señalar que una lectura de ese tipo, realmente imparcial, conduciría, si no inmediatamente a la creencia, al menos a una perplejidad para la que no habría otra solución que creer. Por esta razón, en este capítulo no traeré a colación nada del espíritu de mi propio credo. Excluiré el mismo estilo de dicción, e incluso de escritura, que estimaría adecuado al hablar en mi propia persona. Expondré las cosas como un hombre pagano imaginario, con honestidad, deteniendo cuidadosamente la mirada en la historia del Evangelio por primera vez.

Ahora bien, no es nada fácil ver el Nuevo Testamento como un Nuevo Testamento. No es nada fácil reconocer la Buena Nueva como nueva. Tanto para el bien como para el mal, la familiaridad nos llena de presupuestos y asociaciones, y ningún hombre de nuestra civilización, piense lo que piense acerca de nuestra religión, puede leer este libro como si nunca hubiera oído hablar de él. Desde luego, sería completamente contrario a la historia considerar el Nuevo Testamento como un libro cuidadosamente encuadernado que hubiera caído del cielo. Se trata sencillamente de una selección de escritos de la primitiva literatura cristiana realizada por la autoridad de la Iglesia. Pero aparte de esto, existe una dificultad psicológica a la hora de sentir el Nuevo Testamento como nuevo; la dificultad psicológica que entraña ver aquellas palabras conocidas simplemente como se nos muestran, sin ir más allá de lo que intrínsecamente representan. Y, de hecho, debe ser una dificultad muy grande, pues lo que resulta de ella es muy curioso. Y es que la mayoría de la crítica moderna y aun popular, hacen un comentario que es todo lo opuesto a la verdad. Tan es así, que uno podría casi sospechar que nunca se habían leído el Nuevo Testamento.

Todos hemos oído decir a la gente cientos de veces, pues nunca parecen cansarse de decirlo, que el Jesús del Nuevo Testamento es, de hecho, el ser humano más lleno de amor y de misericordia de la humanidad, pero que la Iglesia ha ocultado este carácter humano con dogmas repugnantes y lo ha endurecido con tales terrores eclesiásticos que se ha convertido en un carácter inhumano. Esto es —me atrevo a repetir— prácticamente el reverso de la verdad. La verdad es que las imágenes de Cristo que vemos en las iglesias son imágenes llenas de mansedumbre y de misericordia. Y que la imagen de Cristo en los evangelios manifiesta muchas otras cosas buenas. La figura que aparece en los evangelios habla, con palabras de una belleza casi desgarradora, de su compasión por nuestros corazones quebrantados; pero están muy lejos de ser la única clase de palabras que pronuncie. Sin embargo, la imaginería popular de la Iglesia lo ha representado casi siempre en actitud de pronunciar esas palabras. Unas imágenes populares, por otro lado, inspiradas por un instinto popular perfectamente sano: ante una masa de pobres que se ven desvalidos y una masa de gente que se considera pobre, la gran mayoría de la humanidad busca mantener la convicción de la increíble misericordia de Dios. Y nadie con los ojos abiertos puede dudar de que sea esta idea de la misericordia la que la maquinaria popular de la Iglesia busca mantener. Las imágenes populares llevan en gran medida al exceso el sentimiento del «Dulce Jesús, manso y humilde». Es lo primero que un extraño percibe y critica en una Piedad o un santuario del Sagrado Corazón. Como digo, mientras que el arle puede ser insuficiente, no creo que el instinto sea falso. En cualquier caso, hay algo de aterrador, algo que hace enfriar la sangre, en la idea de una estatua de Cristo encolerizado. Hay algo insoportable para la imaginación en la idea de dar la vuelta a la esquina de una calle o de dirigirse a un mercado y encontrarse con la petrificación de esa figura dirigiéndose a una generación de víboras, o de ese rostro mientras miraba a la cara a un hipócrita. Es, por tanto, razonablemente justo si la Iglesia presenta su rostro más compasivo hacia los hombres y, ciertamente, es el lado más compasivo el que nos presenta. Y nos interesa aquí destacar un aspecto: que esa faceta que se nos presenta tiene un carácter mucho más especial y marcadamente compasivo que la impresión que un hombre podría formarse leyendo el Nuevo Testamento por primera vez. Una persona que tomara las palabras de la historia tal como aparecen, se formaría otra impresión totalmente distinta, una impresión llena de misterio y, probablemente, de incoherencias, pero no una simple impresión de humildad. Se trataría de algo extremadamente interesante, pero parte de su interés consistiría en dejar muchas cosas por conjeturar o sin explicar. El Evangelio está cargado de gestos repentinos claramente significativos, pero que difícilmente acertamos a explicar; de silencios enigmáticos, de contestaciones irónicas. Los arrebatos de ira, como tormentas sobre nuestra atmósfera, no parecen estallar exactamente donde esperaríamos, sino que parecen seguir un mapa del tiempo superior y propio. El Pedro que nos presenta la enseñanza popular de la Iglesia es, sin duda, el Pedro al que Cristo dijo, perdonándole: «Apacienta mis corderos». No es el Pedro sobre el que Cristo se volvió como si fuera el diablo, gritándole con oscura cólera: «Apártate de mí, Satanás». Cristo no se lamentó con otra cosa que con amor y compasión sobre la Jerusalén que iba a asesinarle. No sabemos qué extraña atmósfera o discernimiento espiritual le condujo a colocar Betsaida en un nivel inferior a Sodoma. Dejando de momento a un lado todas las cuestiones relativas a inferencias o exposiciones doctrinales o de cualquier otro tipo, trato ahora simplemente de imaginar el efecto sobre la mente de un hombre si realmente hiciera lo que los críticos tratan de hacer siempre, a saber, leer el Nuevo Testamento sin referencia a la ortodoxia o incluso a la doctrina. Este hombre se encontraría con muchos elementos que sin duda encajarían mucho peor en los postulados modernos no ortodoxos que en los de la ortodoxia actual. Se encontraría, por ejemplo, que si hay descripciones que merecerían llamarse realistas, son precisamente las descripciones de lo sobrenatural. Si hay algún aspecto del Nuevo Testamento en el que se pueda decir que Jesús se presenta como una persona eminentemente práctica, es precisamente como exorcista. No hay nada manso y humilde, no hay nada ni siquiera místico —en el sentido que ordinariamente utilizamos este término— en el tono de voz que dice: «Queda en paz y sal de él». Es mucho más parecido al tono de un domador de leones o un resuelto doctor tratando con un maniaco homicida. Pero ésta es una cuestión marginal traída al caso como mera ilustración. No pretendo suscitar estas controversias, sino considerar el caso de un hombre imaginario de otro planeta, para el que el Nuevo Testamento es algo nuevo.

Ahora bien, lo primero que se observa es que si lo consideramos simplemente como una historia humana es, en algunos aspectos, una historia muy extraña. No me refiero a su trágica y tremenda culminación o a las implicaciones que conducen al triunfo final en esa tragedia. No me refiero a lo que comúnmente se llama el elemento milagroso, pues en ese punto las filosofías varían y las filosofías modernas dudan con mucha frecuencia. Se puede decir que el inglés educado de hoy día ha pasado de una vieja moda por la que no creería en ningún milagro a menos que fuera antiguo, a una nueva moda por la que no cree en ningún milagro a menos que sea moderno. Antes solía afirmar que las curaciones milagrosas habían desaparecido con los primeros cristianos, y ahora se inclina a creer que aquellas curaciones comenzaron con los primeros Cientistas Cristianos. Pero quiero fijarme más especialmente en los hechos no milagrosos e incluso en las partes inadvertidas e intrascendentes de la historia. Hay muchas cosas grandes en la historia que a nadie se le habría ocurrido inventar, pues son cosas a las que nadie ha hecho nunca un caso muy particular y, que si en algún momento fueron comentadas, han permanecido más bien como un rompecabezas. Ahí está, por ejemplo, ese largo trecho de silencio en la vida de Cristo hasta los treinta años. De todos los silencios, es el más grande y el más impresionante que cabe imaginar. Pero no es ese tipo de cosas que alguien se sienta particularmente inclinado a inventar para probar algo y, que yo sepa, nadie ha intentado probar nunca nada partiendo de esos hechos. Es algo impresionante, pero sólo en cuanto hecho: no hay nada particularmente popular u obvio sobre él si lo considerásemos una tabula. La corriente habitual de culto al héroe y de creación de mitos es muy probable que diga exactamente lo contrario. Es más probable que diga —como creo que dicen algunos de los evangelios rechazados por la Iglesia— que Jesús mostró una cierta precocidad divina, y que comenzó su misión a una edad milagrosamente temprana. Ciertamente, resulta un poco extraño al pensamiento, que Aquél que necesitaba menos preparación de toda la humanidad, pareció necesitar más preparación que ninguno. No me interesa especular si se trataba de alguna manifestación de la humildad divina, o de una verdad en la que vemos una sombra de la exaltación de la tutela doméstica encarnada en las criaturas más excelsas de la tierra. Lo menciono, simplemente, como ejemplo de ese tipo de detalles que en cualquier caso dan pie a unas especulaciones que suelen estar bastante alejadas de las especulaciones religiosas reconocidas. Ahora bien, la historia entera está llena de esos detalles. Pero no es una historia en la que sea fácil llegar al fondo, a pesar de la sencillez con que se presenta a nuestros ojos. Es lodo menos lo que esta gente denomina un Evangelio sencillo. En términos relativos se podría decir que el Evangelio tiene el misticismo y la Iglesia el racionalismo. Y siguiendo mi exposición, el Evangelio sería el enigma y la Iglesia la respuesta. Pero, cualquiera que sea la respuesta, el Evangelio que se nos presenta es prácticamente un libro de enigmas.

En primer lugar, un hombre que leyera el Evangelio no encontraría tópicos. Si hubiera leído, aun con el espíritu más respetuoso, a la mayoría de los filósofos antiguos y moralistas modernos, apreciaría la importancia que tiene decir que en el Evangelio no hay tópicos. Es más de lo que se puede decir incluso de Platón. Es mucho más de lo puede decirse de Epicteto, Séneca, Marco Aurelio o Apolonio de Tiana. Y es inmensamente más de lo que se puede decir de la mayoría de los moralistas agnósticos y de los predicadores de las sociedades éticas, con sus cánticos de servicio y su religión de la fraternidad. La moralidad de la mayoría de los moralistas antiguos y modernos, no ha sido más que una sólida y pulida catarata de tópicos fluyendo sin cesar. Pero no será ésta, seguramente, la impresión del lector imaginario ajeno al Nuevo Testamento. No encontrará en él tópicos en constante reflujo, sino voces que reclaman para sí extrañas atribuciones, como las del que reclamara para sí ser hermano del sol o de la luna; o encontrará un gran número de consejos sorprendentes, serias advertencias, o historias a la vez extrañas y hermosas. Contemplará auténticos gigantes del discurso hablando de la imposibilidad de pasar un camello por el ojo de una aguja o la posibilidad de arrojar una montaña sobre el mar. Encontrará una serie de atrevidas simplificaciones acerca de las dificultades de la vida, como la de brillar indiferentemente sobre todos como lo hace el sol, o la de no preocuparse del futuro más que los pájaros. Por otra parte, encontrará algunos pasajes de una oscuridad casi impenetrable, como la moral de la parábola del administrador injusto. Algunas de estas cosas podrían antojársele como fábulas y otras como verdades, pero en ningún caso como frases sin sustancia. No encontrará, por ejemplo, los habituales tópicos en favor de la paz, sino varias paradojas en favor de la misma. Encontrará varios ideales de no resistencia que, tomados al pie de la letra, resultarían demasiado pacíficos para cualquier pacifista. En un pasaje se le dirá que ha de tratar a un ladrón no con resistencia pasiva, sino más bien con ánimo positivo y entusiasta y, si hubieran de tomarse las palabras literalmente, acumulando regalos para el hombre que roba las mercancías. Pero no encontrará una sola palabra de esa retórica contra la guerra que ha llenado innumerables libros, odas y oraciones; ni una palabra sobre la maldad de la guerra, el despilfarro de la guerra, la espantosa escala de crímenes en la guerra y todo el resto de desmanes que nos son familiares. Realmente, no se menciona ni una sola palabra sobre la guerra. No hay nada que arroje una luz particular sobre la actitud de Cristo hacia la guerra organizada, salvo que parece haber tenido cierta amistad con los soldados romanos. De hecho, es otro motivo de perplejidad —hablando desde el mismo punto de vista humano y externo— que parece haberse llevado mucho mejor con los romanos que con los judíos. Pero, de lo que se trata aquí es de apreciar un cierto tono ante la lectura de un determinado texto, y podríamos ofrecer un buen número de ejemplos.

La afirmación de que los mansos heredarán la tierra está muy lejos de ser una afirmación de mansedumbre. La palabra «manso» no se emplea aquí en el sentido habitual de algo pasivo, moderado o inofensivo. Para justificarlo, sería necesario adentrarse profundamente en la historia y anticipar cosas que no se soñaban entonces y que muchos no son capaces de percibir aún hoy. Es el caso, por ejemplo, de la forma en que los monjes reclamaban las tierras abandonadas que los reyes habían perdido. Si esto fue una verdad, fue porque se trataba de una profecía. Pero, ciertamente, no era una verdad como la de los tópicos. La bendición sobre los mansos era una afirmación muy violenta, en cuanto que se oponía violentamente a la razón y a la probabilidad. Y con esto llegamos a otra etapa importante en la especulación. Como profecía realmente se cumplió, pero no sin haber transcurrido un largo periodo de tiempo. Los monasterios fueron los terrenos más prácticos y más prósperos de la reconstrucción después de la invasión bárbara: los mansos realmente heredaron la tierra. Pero nadie podía haber imaginado nada semejante por entonces, a menos que hubiera uno que lo supiera. Algo parecido se puede decir acerca del incidente de Marta y María, que ha sido interpretado retrospectivamente y desde dentro por los místicos de la vida contemplativa cristiana. Pero este punto de vista no era obvio en absoluto y la mayoría de los moralistas, antiguos y modernos, se habrían confiado y precipitado sobre lo obvio. ¡Qué torrentes de fácil elocuencia habrían fluido de sus palabras para resaltar la más leve superioridad por parte de Marta!; qué espléndidos sermones sobre la «Alegría en el Servicio» y el «Evangelio del Trabajo» y el «Dejar el Mundo Mejor que lo Encontramos», y otros diez mil tópicos que en favor del «tomarse molestias» podría pronunciar tanta gente que no necesita tomarse la molestia de pronunciarlas. Si en María Cristo guardaba la semilla de algo más sutil, ¿quién iba a ser capaz de entenderlo en aquel momento? Nadie más que Él podía haber visto a Clara, a Catalina y a Teresa brillando sobre la pequeña techumbre de Betania. Lo mismo ocurre, de otra manera, con esa gran amenaza de traer sobre el mundo una espada para separar y dividir. Nadie pudo haber adivinado entonces cómo podría cumplirse o cómo podría justificarse. Algunos librepensadores son aún tan simples como para caer en la trampa y sorprenderse ante una frase tan deliberadamente desafiante y llegan a quejarse, de hecho, de que la paradoja no sea un tópico.

Pero de lo que se trata aquí es de que si pudiéramos leer los relatos del Evangelio con la misma actitud con la que habitualmente leemos las noticias de un periódico, nos resultarían desconcertantes y quizás nos aterrarían mucho más que el desarrollo de esas mismas cosas en la posterior historia del cristianismo. Por ejemplo, Cristo después de una clara alusión a los eunucos de la corte oriental, dijo que habría eunucos por el reino de los cielos. Si con ello no ha querido significarse el entusiasmo voluntario por la virginidad, no podría significar más que algo mucho más antinatural y zafio. Es la religión histórica la que humaniza este punto para nosotros, a la vista de la experiencia de los franciscanos o las hermanas de la Merced. La mera afirmación aislada podría sugerir una atmósfera algo deshumanizada, el silencio siniestro e inhumano del harem y el diván asiáticos. Éste tío es sino un caso entre muchos, pero su enseñanza es que el Cristo del Evangelio podría parecer realmente más extraño y terrible que el Cristo de la Iglesia.

Me estoy deteniendo en las partes oscuras, deslumbrantes, desafiantes o misteriosas de las palabras del Evangelio, no porque no tengan obviamente un lado más conocido y popular, sino porque son la respuesta a una crítica habitual sobre un punto esencial. Con frecuencia oímos decir a los librepensadores que Jesús de Nazaret fue un hombre de su tiempo, aun cuando fuera por delante de su tiempo, y que no podemos aceptar su ética como fin para la humanidad. Y, entonces, continuará su crítica diciendo con suficiente convencimiento que los hombres no pueden presentar la otra mejilla: que deben preocuparse del mañana; que la abnegación es demasiado ascética o que la monogamia es demasiado severa. Pero los zelotes y los legionarios no presentaban la otra mejilla más de lo que lo hacemos nosotros, si llegaban a tanto. Los comerciantes judíos y los recaudadores de impuestos romanos se preocupaban del mañana tanto como nosotros, si no más. No podemos pretender estar abandonando la moralidad del pasado por una más adecuada al presente. No es ciertamente la moralidad de otra época, pero podría ser la de otro mundo.

En resumen, podemos decir que estos ideales son imposibles en sí mismos, pero lo que no podemos decir es que sean imposibles para nosotros. Son ideales que se distinguen por un misticismo que, si lucra una especie de locura, habría vuelto locos a toda esa gente. Tomemos, por ejemplo, el caso del matrimonio y de las relaciones entre los sexos. Podría ser verdad que un profesor de Galilea explicara realidades que resultaban naturales para un auditorio de galileos, pero no es así. Cabría esperar racionalmente que un hombre en tiempos de Tiberio se anticipase a una forma de ver las cosas que estaba condicionada por la época de Tiberio, pero no fue así. Lo que aquel hombre anticipó fue algo muy diferente, algo muy difícil de entender, pero no más difícil ahora de lo que fue entonces. Cuando Mahoma, por ejemplo, hizo su compromiso polígamo, podemos decir razonablemente que estaba condicionado por una sociedad polígama. Cuando permitía al hombre tener cuatro esposas, realmente bacía algo que se acomodaba a las circunstancias y que podría haber sido menos adecuado en otras. Nadie pretenderá afirmar que las cuatro esposas eran como los cuatro vientos, algo en apariencia enraizado en el mismo orden de la naturaleza. A nadie se le ocurrirá decir que el número cuatro estaba eternamente escrito en las estrellas del cielo. Pero tampoco habrá nadie que diga que el número cuatro es una cifra inconcebible, que es algo superior a la mente humana contar hasta cuatro, o contar el número de sus esposas y ver si asciende a cuatro. Es un compromiso práctico que lleva en sí el carácter de una sociedad particular. Si Mahoma hubiera nacido en Acton[52] en el siglo XIX, podemos tener nuestras dudas de si habría llenado inmediatamente ese suburbio con harenes de cuatro esposas cada uno. Puesto que nació en Arabia en el siglo VI, su concepción de la unión conyugal se ajusta a las condiciones de Arabia en este siglo. Pero Cristo, en su concepción del matrimonio, no se ajusta lo más mínimo a las condiciones de Palestina en el siglo l. Su concepción del matrimonio se centra en el aspecto sacramental, tal y como lo ha desarrollado más tarde la Iglesia Católica. Era algo tan difícil de entender para la gente de entonces como lo es ahora. Era mucho más desconcertante para la gente de entonces, que ahora. Los judíos, romanos y griegos no creían —y ni siquiera entendían lo suficiente para dejar de creer— la idea mística de que el hombre y la mujer se habían convertido en una sustancia sacramental. Podemos considerarlo un ideal increíble o imposible, pero no más de lo que aquéllos lo habrían considerado entonces. En otras palabras, independientemente de todo lo que sea verdad, no es cierto que la controversia se haya visto alterada con el tiempo, ni tampoco que las ideas de Jesús de Nazaret fueran adecuadas para aquella época y no lo sean para la época actual. Cuán perfectamente adecuadas fueron estas ideas para aquella época es algo que quizás se sugiera al final de su historia.

Podríamos expresar la misma verdad de otra manera, diciendo que si se consintiera la historia como algo simplemente humano o histórico, llama la atención las pocas palabras de Cristo que lo ligan a su tiempo. No me refiero a los detalles de una época concreta, que cualquier hombre sabe que son pasajeros. Me refiero a hechos fundamentales de los que cualquier hombre sabio percibe, al menos vagamente, su trascendencia eterna. Aristóteles, por ejemplo, fue, probablemente, el hombre más sabio y de mayor capacidad intelectual que haya existido. Basó su vida entera en unos principios fundamentales, que han demostrado ser unos principios racionales sólidos a lo largo de todos los cambios sociales e históricos. Sin embargo, vivió en un mundo en que se consideraba tan natural tener esclavos como tener hijos, y ello le llevó a conceder una diferencia entre esclavos y hombres libres. Cristo, lo mismo que Aristóteles, vivió en un mundo que daba la esclavitud por supuesta. No la denunció directamente. Desencadenó un movimiento que podía existir en un mundo con esclavitud, pero que, al mismo tiempo, podía existir en un mundo sin esclavitud. Nunca utilizó una frase que hiciera depender su filosofía sobre la misma existencia del orden social en el que vivió. Habló como quien es consciente de que todo es efímero, incluidas las cosas que Aristóteles consideraba eternas. Por aquel entonces, el Imperio Romano se había convertido simplemente en el orbis terrarum, otro nombre para el mundo. Pero Cristo nunca hizo depender su doctrina moral de la existencia del Imperio Romano o de la existencia del mundo. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán».

En realidad, las limitaciones de lugar que los críticos atribuyen al Galileo, no son sino un caso de limitación local en los críticos. Es cierto que Aquél creía en ciertas cosas en las que una secta moderna de materialistas no creería. Pero no eran cosas especialmente propias de su tiempo. Nos acercaríamos más a la verdad si afirmáramos que la negación de estas cosas es un rasgo bastante característico de nuestro tiempo. Y aún nos acercaríamos más a la verdad si dijéramos también que un rasgo característico de nuestro tiempo —por parte de una minoría que afirma no creer en ellas— es el concederle una gran importancia social. Cristo creía, por ejemplo, en los espíritus malignos o en la curación de enfermedades corporales, pero no porque fuera un galileo nacido bajo el Imperio de Augusto. Es absurdo decir que un hombre creía en determinadas cosas porque era un galileo bajo el Imperio de Augusto, cuando podía haber creído las mismas cosas si hubiera sido un egipcio bajo el Imperio de Tutankamón o un hindú bajo el Imperio de Gengis Khan. Pero estas cuestiones acerca de la filosofía de lo diabólico o de los milagros divinos ya las tratamos en otro lugar. Basta decir ahora, que los materialistas tienen que probar la imposibilidad de los milagros contra el testimonio de toda la humanidad, no contra los prejuicios de los habitantes del norte de Palestina sujetos al Imperio de los primeros emperadores romanos. Lo que éstos tienen que probar, en lo que atañe a nuestra argumentación, es la presencia en los Evangelios de los prejuicios particulares de aquellos habitantes concretos. Y es verdaderamente asombroso lo poco que son capaces de lograr para comenzar siquiera a probarlo.

Es lo que ocurre con el sacramento del matrimonio. Podemos no creer en los sacramentos, como podemos no creer en los espíritus, pero está claro que Cristo creyó en este sacramento a su manera y no a la manera contemporánea o actual. No tomó sus argumentos contra el divorcio de la ley mosaica, de la ley romana o de los hábitos de la gente de Palestina. Estos argumentos resultarían para los críticos de entonces lo mismo que para los críticos actuales: un dogma arbitrario y trascendental que no procede de ninguna parte salvo del mismo Cristo. No me interesa lo más mínimo aquí defender este dogma. Lo que quiero señalar es que es tan fácil defenderlo ahora como lo era entonces. Es un ideal completamente atemporal, difícil en cualquier período, imposible en ninguno. En otras palabras, si alguien dijera que estas palabras son las que cabría esperar de un hombre que caminara por aquellos lugares en aquel periodo, podríamos contestarle justamente, que las palabras de Cristo se parecen mucho más a lo que podría ser el discurso misterioso de un ser superior al hombre, que caminara entre los mortales.

Me parece, por tanto, que un hombre que leyera el Nuevo Testamento con sinceridad y sin prejuicios no se llevaría la impresión de lo que ahora se entiende, con frecuencia, por un Cristo humano. El Cristo meramente humano es una figura inventada, una pieza de selección artificial, como la del hombre meramente evolutivo. Por otra parte, se han encontrado demasiados de estos Cristos humanos en la misma historia, igual que se han encontrado también demasiadas claves para la mitología en las mismas historias. Tres o cuatro escuelas distintas de racionalismo han trabajado en el tema, encontrando tres o cuatro explicaciones igualmente racionales de la vida de Cristo. La primera explicación racional de su vida es la de que nunca vivió. Y esto, a su vez, dio pie a otras tres o cuatro explicaciones diferentes, como la de que se trató de un mito del sol o del maíz, o cualquier otro tipo de mito de carácter monomaniaco. Después, la idea de que era un ser divino que no existió dio lugar a la idea de que fue un ser humano que existió. En mi juventud, estuvo de moda decir que fue simplemente un profesor de ética a la manera de los esenios, que al parecer no tenía más que decir que lo que Hillel u otros cientos de judíos podrían haber dicho, como que es bueno ser bueno o que ser puro ayuda a la purificación. Luego, alguien dijo que se trató de un loco portador de un mensaje mesiánico engañoso. Otros afirmaron que se trató de un profesor realmente original puesto que no se ocupó de otra cosa que del socialismo o, como otros defendieron, del pacifismo. Más tarde, apareció en escena un ceñudo personaje científico, diciendo que nunca se habría oído hablar de Jesús a no ser por sus profecías sobre el fin del mundo. Se hizo famoso como milenarista al estilo del Dr. Cumming, sembrando la alarma en ciertos ámbitos provinciales, al anunciar la fecha exacta del fin del mundo. Entre otras variaciones sobre el mismo tema estaba la teoría de que se trató sin más de un curandero espiritual, una visión presente en la llamada Ciencia Cristiana, que tiene que recurrir a un cristianismo sin crucifixión para explicar la curación de la suegra de Pedro o de la hija del centurión. Existe otra teoría que se centra totalmente en el terreno de lo diabólico y lo que en ella se denomina la superstición contemporánea de los endemoniados; como si Cristo, como un joven diácono recibiendo sus primeras órdenes, hubiera aprendido exorcismos y no hubiera pasado de ahí. Ahora bien, cada una de estas explicaciones en sí mismas me parecen absolutamente inadecuadas, pero considerándolas en conjunto nos sugieren algo del mismo misterio que omiten. Algo no sólo misterioso sino lleno de matices, debió haber seguramente en Cristo, cuando de su figura han sido capaces de tallar tantos Cristos menores. Si el seguidor de la Ciencia Cristiana está satisfecho con Él como curandero espiritual, y el partidario del socialismo cristiano está satisfecho con Él como reformador social, incluso tan satisfechos que no esperarían de Él que fuera ninguna otra cosa, parece como si su personalidad abarcara proporciones mayores de lo que ellos mismos se habían propuesto. Y parece sugerir que podría haber más de lo que se imaginan detrás de esas otras cualidades misteriosas como el arrojar los demonios o profetizar el fin del mundo.

Sobre todo, ¿no vacilaría ese nuevo lector del Nuevo Testamento ante algo que le sorprendiera mucho más que lo que nos sorprende a nosotros? Más de una vez he intentado en este libro la tarea harto imposible de invertir el tiempo y el método histórico y contemplar los hechos hacia adelante con la imaginación, en lugar de verlos hacia atrás mediante el recuerdo. De esta manera, me he imaginado el aspecto de monstruo que pudo presentar el hombre en su comienzo a los ojos del resto de la Naturaleza. Aún mayor sería nuestro asombro si nos imagináramos la naturaleza de Cristo nombrada por primera vez. ¿Qué sentiríamos al oír los primeros cuchicheos acerca de una determinada persona? Indudablemente, no deberíamos censurar a los que juzgaran ese primer cuchicheo como algo impío y cosa de locos. Por el contrario, tropezar en esa roca de escándalo es el primer paso. La incredulidad es un tributo mucho más leal a esa verdad que el metafísico modernista que la considerara simplemente una cuestión de grado. Mejor sería rasgar nuestros vestidos con un gran grito contra la blasfemia, como Caifas en el juicio, o agarrar al hombre como si se tratara de un maniaco poseído por el demonio, como deseaban los parientes y la muchedumbre, que quedarse como un estúpido discutiendo acerca de sutiles matices del panteísmo en presencia de un clamor de tal magnitud. Algo más que la sabiduría que acompaña a la sorpresa en cualquier persona sencilla llena de la sensibilidad propia de la sencillez, que esperaría que la hierba se marchitase y los pájaros cayeran muertos del cielo, se encierra en aquello que decía un aprendiz de carpintero mientras paseaba serena y despreocupadamente como quien mira por encima del hombro: «Antes de que Abrahán fuera, soy Yo».