III

LA HISTORIA MÁS EXTRAÑA DEL MUNDO

En el último capítulo he hecho hincapié deliberadamente en lo que parece ser hoy en día un aspecto descuidado de la historia del Nuevo Testamento, pero nadie supondrá, me imagino, que tenía la intención de obscurecer ese aspecto que en verdad se puede considerar humano. El hecho de que Cristo fue —y es— el más misericordioso de los jueces y el más comprensivo de los amigos, tiene mucha mayor importancia en nuestra propia vida que en cualquier especulación histórica. Pero el propósito de este libro es el de señalar que algo único se ha visto sometido a las más intrascendentes generalizaciones. Por ello, creo que es importante insistir en que lo que constituyó el hecho más universal fue al mismo tiempo el hecho más original de la historia. Pongamos como ejemplo un tema con el que simpatiza el espíritu moderno: la exaltación de la infancia. Es algo que en la actualidad todos entendemos, pero que entonces no se entendía, en modo alguno, en el mismo sentido que ahora. Si buscáramos un ejemplo de la originalidad del Evangelio, apenas podríamos encontrar uno más fuerte o más sorprendente. Casi dos mil años después encontramos en nosotros una sensibilidad capaz de sentir el encanto místico del niño. Y lo expresamos en cuentos de la infancia, como el de Peter Pan. Y podemos decir de las palabras de Cristo, con un anticristiano tan feroz como Swinburne:

«Ningún signo dado jamás

a ojos fieles o infieles,

mostró nunca más allá de las nubes

un paraíso tan claro.

Los credos de la tierra pueden ser setenta veces

siete y estar manchados de sangre,

pero si tal es el reino de los cielos,

verdaderamente ha de ser el ciclo».

Pero ese paraíso no estaba claro hasta que el cristianismo lo fue aclarando paulatinamente. El mundo pagano, como tal, no habría entendido una afirmación tan seria como la de que un niño es más importante o más santo que un hombre. Y les habría sonado algo así como que un renacuajo es más importante o más santo que una rana. Y a la mente puramente racionalista, le sonaría como decir que un brote debe ser más hermoso que una flor o que una manzana verde debe ser mejor que una madura. En otras palabras, este sentimiento moderno es un sentimiento totalmente místico; tan místico como el culto de la virginidad; de hecho, es el culto de la virginidad. Pero la antigüedad pagana tenía mucha más idea de la santidad de la virgen que de la santidad del niño. Por diversas razones hemos llegado hoy en día a venerar a los niños, en parte quizá porque envidiamos que los niños sigan haciendo lo que los hombres solíamos hacer, como jugar a juegos sencillos y disfrutar de los cuentos. Por encima de esto hay, sin embargo, una verdadera y sutil psicología en nuestra apreciación de la infancia. Pero, si lo convertimos en un descubrimiento moderno, habremos de admitir una vez más que el Jesús de Nazaret histórico ya lo había descubierto con dos mil años de antelación. Ciertamente, no había nada en el mundo a su alrededor para ayudarle en el descubrimiento. Cristo se nos muestra verdaderamente humano, más humano de lo que era concebible en un ser humano en aquel entonces. Peter Pan no pertenece al mundo del dios Pan sino al mundo de Pedro.

Aun en el aspecto puramente literario —si nos consideramos lo suficientemente libres de prejuicios para verlo desde ese punto de vista—, hay una curiosa cualidad a la que ningún crítico parece haber hecho justicia. Tiene, entre otras cosas, la peculiaridad de amontonar torre sobre torre mediante el uso del a fortiori, hasta llegar a formar una verdadera pagoda con distintos grados, como los siete ciclos. Ya hemos considerado esa visión imaginativa casi invertida que representaba la penitencia imposible de las Ciudades de la Llanura. No existe quizá nada tan perfecto en ninguna lengua o literatura como el uso de estos tres grados en la parábola de los lirios del campo. Primero, Cristo parece coger una pequeña flor en su mano y observar su simplicidad y su indefensión. De pronto, empieza a comparar sus llamantes colores con los palacios y pabellones renombrados por los gloriosos hechos de la nación. Y luego, en un tercer movimiento, como arrojándolos lejos, devuelve los lirios a su simplicidad: «Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más…?». Es como construir una gran torre de Babel con magia blanca en un instante y con un leve movimiento de la mano: una torre levantada repentinamente hasta el ciclo, encima de la cual se puede distinguir a lo lejos, más alto de lo que nunca hubiéramos imaginado, la figura del hombre, alzado por tres infinitudes sobre todo lo demás, sobre la escalinata resplandeciente de una brillante lógica y una imaginación desbordante. En un sentido puramente literario, podríamos decir que nos encontramos ante una obra maestra mejor aún que la mayoría de obras maestras de cualquier biblioteca. Sin embargo, no parecen sino palabras pronunciadas como por casualidad, al tiempo que un hombre recogía una flor. Pero, aunque sólo sea en un sentido puramente literario, el uso de la comparación en diversos grados presupone una cualidad que me parece apuntar a cosas mucho más elevadas que la idea moderna que piensa estar ante una enseñanza de carácter ético dirigida a un público aldeano y pastoril. Nada parece indicar tanto la presencia de una mente sutil y, en sentido propio, superior, como esta capacidad de comparar una cosa inferior con otra más elevada, y comparar ésta con otra más elevada aún; una capacidad de pensamiento en tres planos al mismo tiempo. Nada hay que exija una clase más extraña de sabiduría que la capacidad para percibir, digámoslo así, que el ciudadano está por encima del esclavo y que, sin embargo, el alma está infinitamente por encima del ciudadano o de la ciudad. No es ésta una cualidad que abunde precisamente entre los habituales simplificadores del Evangelio, los mismos que insisten en lo que llaman moralidad simple y que otros denominan moralidad sentimental. Y tampoco parece ser una cualidad que se ajuste a los que se contentan con decir a todos que permanezcan en paz, como lo muestra el llamativo ejemplo de las palabras de Cristo, cuando en aparente incoherencia habla de la paz y de la espada. Es precisamente esa facultad la que percibe que mientras que una buena paz es mejor que una buena guerra, una buena guerra es aún mejor que una mala paz. Estas insondables comparaciones en ningún lugar son tan frecuentes como en los Evangelios, y a mí me sugieren algo muy profundo: que de esta forma, una realidad tan solitaria y tan sólida, con la añadida dimensión de la profundidad o de la altura, pudo destacar por encima de unas achatadas criaturas que vivían en un único plano.

Esta cualidad de algo que sólo se puede llamar sutil y superior; algo que es capaz de ver más allá o incluso de dobles significados, no la reseñamos aquí simplemente para contrarrestar las típicas exageraciones que consideran el Evangelio como algo amable, impregnado de un dulce idealismo. Hay que ponerla en relación con la tremenda verdad a la que llegamos en el último capítulo. Cristo es el último tipo de persona del que normalmente diríamos que sufre una mera megalomanía, especialmente esa asombrosa e increíble megalomanía que se podría sobreentender en dicha concepción del Evangelio. Esa cualidad, que sólo podemos calificar de distinción intelectual, no es, por supuesto, una prueba evidente de divinidad. Pero es una prueba evidente de una probable repugnancia hacia una vulgar y vanagloriosa pretensión de la divinidad. Un hombre con esa distinción intelectual, si fuera solamente un hombre, sería el último hombre en el mundo en padecer la intoxicación de una idea no materializada en ninguna parte, ilusión más propia del sensacionalista religioso. Y ni siquiera se evita negando que Cristo hiciera esa pretensión. De ningún hombre parecido, de ningún otro profeta o filósofo de la misma talla intelectual, se puede decir que reclamara para sí la divinidad. Aun cuando la Iglesia hubiera malinterpretado su significado, seguiría siendo verdad que ninguna otra tradición histórica salvo la Iglesia habría cometido alguna vez el mismo error. Los mahometanos no malinterpretaron a Mahoma, suponiendo que era Alá. Los judíos no malinterpretaron a Moisés y lo identificaron con Yahveh. ¿Por qué únicamente esta pretensión habría de parecer exagerada sino por el hecho de ser única? Aun cuando el cristianismo fuera una gran equivocación de carácter universal, seguiría siendo una equivocación tan única como la Encarnación.

El propósito de estas páginas es mostrar la falsedad de ciertas afirmaciones vagas y vulgares. Y aquí tenemos una de las más falsas. Hay una especie de idea rondando por todas partes de que todas las religiones son iguales porque todos los fundadores religiosos eran rivales, en lucha por obtener la misma corona resplandeciente. Esto es absolutamente falso. La pretensión hacia esa corona o algo parecido a ella, es tan rara como el hecho de que es un caso único. Mahoma no tuvo esta pretensión en mayor medida que Miqueas o Malaquías. Confucio tampoco la pretendió en mayor medida que Platón o Marco Aurelio. Buda nunca dijo que fuera Brahma. Zoroastro no tuvo más pretensión de ser Ormuz que de ser Ahrimán[53]. La verdad es que, en la mayoría de los casos, ocurre lo que cabría esperar de acuerdo con el sentido común y con la filosofía cristiana: sucede precisamente lo contrario. Normalmente se dice que cuanto mayor es la grandeza de un hombre, es menos probable que manifieste grandes pretensiones. Aparte del caso único que estamos considerando, los únicos hombres que manifiestan ese tipo de pretensión son hombres caracterizados por su pequeñez: monomaniacos reservados o egocéntricos. Nadie se imagina a Aristóteles reclamando ser el padre de los dioses y de los hombres bajando del cielo, aunque fácilmente imaginaríamos algún loco emperador romano como Calígula reclamándolo para él, o más probablemente para sí mismo. Nadie se imagina a Shakespeare hablando como si se considerara un ser literalmente divino, aunque fácilmente podríamos imaginar algún americano chiflado descubriendo esa divinidad como un criptograma en sus obras o peor aún, en las suyas propias. En cualquier parte es posible encontrar seres humanos asumiendo tales pretensiones sobrehumanas, particularmente en los manicomios, probablemente con camisa de fuerza. Pero mucho más importante que el mero destino material de estas personas en una sociedad materialista como la nuestra, sujeta a unas leyes muy crudas y poco desarrolladas sobre la locura, el tipo de persona que conocemos tildado con este nombre, o tendente hacia él, es el de un hombre enfermo y desproporcionado, delgado y abultado, y mórbido hasta la monstruosidad. Es por una metáfora poco afortunada por lo que solemos decir del loco que está como una «regadera», pues en cierto sentido su cabeza no tiene los suficientes agujeros como para que el agua fluya con soltura. Esta imposibilidad de disimular un engaño a la luz del día a veces encubre y oculta la pretensión de divinidad. Más no se encuentra entre profetas, sabios o fundadores de religiones, sino solamente en un deprimido círculo de lunáticos. Aquí es precisamente donde la argumentación adquiere un intenso interés, porque prueba muchas cosas. Nadie supone que Jesús de Nazaret fuera esa clase de persona. Ningún crítico moderno en sus cabales piensa que el predicador del Sermón de la Montaña fuera un pobre imbécil medio tonto que podría estar garabateando estrellas sobre las paredes de una celda. Ningún ateo o blasfemo cree que el autor de la Parábola del Hijo Pródigo fuera un monstruo con una idea fija, como un cíclope con un solo ojo. Frente a cualquier crítica histórica posible, su posición en la escala de los seres humanos ha de situarse en un lugar mucho más elevado. Mas en vista de lo que hemos considerado, no queda más remedio que situarlo o entre los locos o en el lugar más alto de todos.

De hecho, todos los que consideren el Evangelio —como hipotéticamente yo lo he considerado— con frialdad y manteniendo una cierta distancia, encontrarán aquí un problema humano muy curioso e interesante. Si Cristo fue simplemente un personaje humano, realmente se trató de un personaje humano muy complejo y contradictorio, pues supo conjugar perfectamente los dos aspectos que se sitúan en los extremos de la humana variación. Fue exactamente lo que nunca puede ser un hombre víctima de una alucinación: un buen sabio y un buen juez. Lo que dijo fue siempre inesperado, pero al mismo tiempo inesperadamente magnánimo y muchas veces inesperadamente moderado. Fijémonos en el contenido de la parábola del trigo y la cizaña. Tiene esa cualidad que une la cordura y la sutileza. No tiene la simplicidad de un loco. Ni siquiera tiene la simplicidad de un fanático. Podría ser pronunciada por un filósofo centenario, al final de un siglo de utopías. Nada menos parecido a esta capacidad de ver más allá de todas las cosas obvias, que la condición del egomaníaco con un único punto sensible en su cerebro. Realmente, no veo cómo podrían combinarse estos dos caracteres de forma convincente, sino es de la asombrosa manera en que se combinan en el Credo. Pues mientras no alcancemos la aceptación completa del hecho como tal, aunque sea un hecho maravilloso, todas las aproximaciones nos alejarán más y más de él. La Divinidad posee la suficiente grandeza para ser divina y llamarse como tal. Pero a medida que la humanidad se hace más grande, se le hace más difícil el llamarse divina. Dios es Dios, como dicen los musulmanes, pero un gran hombre sabe que él no es Dios, y cuánto mayor es su grandeza, mayor conciencia adquiere de esa realidad. Ésta es la paradoja: todo lo que se aproxima a ese punto, se aleja al mismo tiempo de él. Sócrates, el más sabio de los hombres, sabía que no sabía nada. Un loco puede pensar que es la omnisciencia, y un tonto puede hablar como si fuera omnisciente. Pero Cristo es omnisciente en otro sentido: no sólo sabe, sino que sabe que sabe.

Aun en el aspecto puramente humano y afectivo el Jesús del Nuevo Testamento me parece poseer en más de un aspecto una nota de algo sobrehumano, es decir, de algo humano y más que humano. Pero hay otra cualidad, presente en todas sus enseñanzas, de la que no se hace la debida mención en las consideraciones modernas que se hacen de ellas en cuanto enseñanzas: la persistente sugerencia de que Aquél no vino realmente a enseñar. Si hay un suceso en el Evangelio que personalmente me impresione como algo grandioso y gloriosamente humano, es el hecho de ofrecer vino en el banquete de bodas. Es un hecho realmente humano en el sentido de que una multitud entera de presuntuosos, con aspecto de seres humanos, apenas puede considerarse humana. Es un hecho que se eleva por encima de todas las personas superiores. Es tan humano como Herrick[54] y tan democrático como Dickens. Pero hay también en esa historia algo más con esa nota de lo que no termina de explicarse completamente y que, en cierta manera, tiene aquí gran importancia. Me refiero a la primera vacilación, no tanto en lo que toca a la naturaleza del milagro, sino al hecho de poseer la capacidad de obrar milagros, al menos en aquel momento: «Aún no ha llegado mi hora». ¿Qué significa esto? Al menos parece indicar la existencia de un plan o un propósito general en la mente, al que ciertas cosas podían ajustarse o no. Y si omitiéramos ese estratégico plan solitario, no solamente suprimiríamos el elemento clave de la historia, sino la historia misma.

A menudo oímos hablar de Jesús de Nazaret como un maestro vagabundo, y hay una verdad esencial en ese punto de vista, en cuanto que pone de relieve una actitud hacia el lujo y los convencionalismos que mucha gente respetable consideraría todavía propias de un vagabundo. Él mismo lo expresa con magníficas palabras cuando habla de las guaridas del zorro y los nidos de las aves. Pero, como muchas de sus magníficas enseñanzas, no se perciben con toda la fuerza que poseen. No se aprecia esa gran paradoja en la que hablaba de su propia humanidad, como algo representativo de la colectividad del género humano, llamándose a sí mismo el Hijo del Hombre, lo que equivale, en efecto, a llamarse a sí mismo Hombre. Es justo que el Nuevo Hombre o el Segundo Adán repitiera con voz fuerte y gesto llamativo ese gran hecho que resultaba patente en los comienzos de la historia: que el hombre se diferencia de las bestias en todo, hasta en las deficiencias y que, en cierto sentido, es menos normal e incluso menos nativo, pudiendo afirmar que es como un extraño sobre la faz de la tierra. Conviene entender el continuo peregrinar de Cristo en este sentido y en el sentido de que compartió la vida errante de los pobres sin hogar y sin esperanza. Y no vendría mal recordar que en las circunstancias actuales, la policía le habría obligado ciertamente a marcharse y quizá le hubiera arrestado por carecer de medios visibles de subsistencia. Y es que nuestra ley tiene un toque de humor o de imaginación con el que Nerón o Herodes nunca se vieron agraciados: el de castigar a la gente sin hogar por no dormir en su casa.

Pero, en otro sentido, la palabra «errante» aplicada a su vida, se presta a confusión. De hecho, muchos sabios paganos y no pocos sofistas, podrían ser llamados maestros errantes. En algunos de ellos, sus peregrinantes jornadas no dejaban de tener cierto paralelismo con sus peregrinas observaciones.

Apolonio de Tiana, por ejemplo, que figuraba en ciertos cultos de moda como una especie de filósofo ideal, suele ser representado de camino hacia el Ganges y Etiopía hablando sin cesar. Se llegó a formar una escuela de filósofos llamados «Peripatéticos». Y muchos de los más grandes filósofos nos dan una vaga impresión de no tener otra cosa que hacer más que caminar y hablar. Las grandes conversaciones que nos dan una idea de las grandes mentes de Sócrates, Buda o Confucio, parecen formar parte, en ocasiones, de una interminable comida campestre y lo que es más importante, parecen no tener comienzo ni fin. El mismo Sócrates vio interrumpidas sus pláticas por atender a su ejecución. Pero en este caso, lo más importante y lo que supone un particular mérito por parte de Sócrates es que aquella muerte no significaba para él más que una interrupción y un mero incidente. Se nos escapa la verdadera importancia moral del gran filósofo si no atendemos a este punto: que se queda mirando a su ejecutor con una inocente expresión de sorpresa y como de cierto fastidio, al encontrar a alguien tan poco razonable que es capaz de cortar una conversación en la que se está tratando de dilucidar la verdad. Él trataba de buscar la verdad, no la muerte. La muerte no era sino una piedra en el camino que podía hacerle tropezar. Su trabajo en la vida era vagar por los senderos del mundo y hablar siempre de la verdad. Buda, por otra parte, atrajo la atención mediante un gesto, un gesto de renuncia, y por tanto, en cierto sentido, de negación. Pero por una dramática negación pasó a un mundo de negaciones que no eran dramáticas, cosa que él mismo sería el primero en reconocer. Aquí, se nos escapa de nuevo la particular importancia moral del gran místico si no vemos la distinción: que lo más importante para él era lo que en su vida había tenido que ver con el drama, con ese conjunto de deseos y luchas que suele ir acompañado de fracasos y decepciones. Se adentra en un mundo de paz y vive para enseñar a otros cómo adentrarse en ese mundo. De aquí que su vida sea la del filósofo ideal. Ciertamente, la de un filósofo más ideal que Apolonio de Tiana, pero filósofo, no obstante, en el sentido de que no es su misión hacerlo todo, sino explicarlo todo. Casi podríamos decir que en su caso se trataría de explorarlo todo con serenidad y con tiento. Porque los mensajes son básicamente distintos. Cristo dijo: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán». Buda dijo: «Buscad primero el reino y entonces ya no necesitaréis ninguna de estas cosas».

Ahora bien, comparada con la de estos filósofos errantes, la villa de Jesús pasó con la celeridad y la precisión de un rayo. Fue, sobre todo, una vida llena de dramatismo, Consistió fundamentalmente en hacer algo que había de cumplirse. Algo que, sin duda, no se habría hecho si Jesús se hubiera dedicado a andar continuamente por el mundo sin hacer otra cosa que hablar de la verdad. Al describir ese movimiento errante no hemos de olvidar que se trataba de un viaje. Y en esto supone un mayor perfeccionamiento de los mitos que de las filosofías. Se trata de un viaje con un objeto y una meta, como Jasón en busca del Vellocino de Oro, o Hércules en busca de las manzanas de oro de las Hespérides. El oro que Él buscaba era la muerte. Lo más importante que debía hacer era morir. Iba a hacer otras cosas igualmente definidas y concretas, casi podríamos decir que igualmente externas y materiales. Pero de principio a fin el hecho más claro era el de que iba a morir. Posiblemente no existen dos cosas más diferentes que la muerte de Sócrates y la muerte de Cristo. Nos inclinamos a pensar que la muerte de Sócrates fue, al menos desde el punto de vista de sus amigos, una estúpida confusión y un error de la justicia interfiriendo en el curso de una filosofía humana y lúcida, casi diría que diáfana. Nos inclinamos a pensar que la Muerte fue la novia de Cristo, como la Pobreza fue la novia de san Francisco, y su vida fue, en ese sentido, una especie de trasunto de amor con la muerte, una novela sobre la búsqueda del sacrificio de la propia vida. Desde el momento en que la estrella sube hacia el cielo como un cohete de feria, hasta el momento en que el sol se extingue como una antorcha fúnebre, la historia entera se desplaza sobre sus alas con la velocidad y la dirección de un drama, finalizando en un acto que no se alcanza a expresar con las palabras.

La historia de Cristo es, por tanto, la historia de un viaje, casi como una marcha militar o a la manera de un héroe que emprende el camino para encontrar su objetivo o su fatal destino. Es una historia que comienza en el paraíso de Galilea, una tierra de pastores, pacífica, con cierta similitud al Edén, y que asciende poco a poco por las pendientes de la región hasta alcanzar la montaña que, encontrándose más cercana a las nubes y a las estrellas, hace el efecto de una Montaña del Purgatorio. Podemos encontrar a Cristo en lugares apartados, o interrumpiendo la marcha para disentir o disputar, pero su mirada está fija en la ciudad de la montaña. Éste es el significado de ese momento culminante cuando sube a la cumbre, se detiene a la vuelta del camino y grita repentinamente en voz alta, lamentándose por la suerte de Jerusalén. Y algo de este lamento encontraremos siempre en todo poema patriótico; si no fuera así, dicho patriotismo despediría un fuerte olor a vulgaridad. Es también el significado del sorprendente y agitado episodio a las puertas del Templo, cuando arrojó las mesas como trastos inservibles, escaleras abajo, y expulsó a los comerciantes con azotes de cuerda. Un suceso que debe ser para los pacifistas al menos tal rompecabezas como el que para un militar supondría la paradoja de la no resistencia. He comparado la vida de Jesús con el viaje de Jasón, pero no debemos olvidar que en un sentido más profundo sería comparable más bien al viaje de Ulises. Pues no sólo se trató de un viaje sino de un retorno y del fin de una usurpación. Cualquier muchacho sano que lea la historia de Ulises, no verá en la derrota de los pretendientes de haca otra cosa que un final feliz. Pero hay, sin duda, algunos que mirarán la derrota de los mercaderes y cambistas judíos con esa refinada repugnancia que siempre los mueve al presenciar la violencia, especialmente contra los ricos. Lo importante aquí, sin embargo, es que todos esos incidentes tienen en sí mismos un carácter de crisis creciente. En otras palabras, no son hechos fortuitos. Cuando Apolonio, el filósofo ideal, es conducido ante el tribunal de Domiciano y desaparece por arte de magia, el milagro es totalmente fortuito. Pudo haber ocurrido en cualquier momento de la errante vida del Tianense; de hecho, resulta dudoso tanto por la fecha como por la sustancia del hecho. El filósofo ideal simplemente desapareció y volvió a su existencia ideal en alguna otra parte, por un período indefinido. Y quizá sea característico del contraste que se le atribuyera a Apolonio haber vivido hasta una edad cercana al milagro. Jesús de Nazaret fue menos prudente en sus milagros. Cuando condujeron a Jesús ante el tribunal de Policio Pilato, no desapareció. Era el momento culminante de la crisis y de la meta; era la hora y el poder de las tinieblas; era el supremo acto sobrenatural de toda su vida milagrosa, el que no desapareciera en aquel momento.

Todo intento de amplificar esta historia la ha empequeñecido. La tarca ha sido emprendida por muchos hombres de auténtico genio y elocuencia, así como por gran número de vulgares sentimentalistas y tímidos retóricos. El cuento ha sido repetido con aire condescendiente por refinados escépticos y con fluido entusiasmo por los ruidosos escritores de bestsellers. No lo volveremos a repetir aquí. La fuerza demoledora de las sencillas palabras del Evangelio es como la de una piedra de molino, y los que sean capaces de leerlo con la suficiente inocencia, sentirán como si unas rocas les hubieran pasado por encima. La crítica no es más que palabras acerca de otras palabras. ¿Y qué utilidad tienen unas palabras acerca de palabras como éstas? ¿Qué sentido tiene colorear con palabras un oscuro huerto que repentinamente se llena de antorchas y rostros furiosos? «¿Cómo contra un ladrón, habéis salido con espadas y palos a prenderme? Todos los días me sentaba a enseñar en el Templo y no me prendisteis». ¿Cabe añadir algo a la imponente y recogida moderación de esa ironía, como una ola que se elevara hacia el cielo y se negara a caer? «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos». Igual que el sumo sacerdote preguntó qué necesidad tenían ya de más testigos, podríamos nosotros preguntar qué otra necesidad tenemos de palabras. Pedro, en un momento de pánico, lo negó: «Y al instante cantó un gallo (…) El Señor se volvió y miró a Pedro (…), y Pedro salió y lloró amargamente». ¿Alguien tiene alguna otra observación que hacer? Momentos antes de su muerte, rezó por toda la raza de asesinos de la humanidad, diciendo: «No saben lo que hacen»; ¿hay algo que decir a esto, salvo que nosotros sabemos poco más que éstos lo que decimos? No hay necesidad de repetir y alargar la historia, contando cómo se consumó la tragedia por la pendiente de la Vía Dolorosa y cómo lo arrojaron sin más con dos ladrones en una de las tandas ordinarias de ejecuciones. Y cómo, en todo aquel terrible y desolador abandono, oyó una voz en homenaje, una voz sorprendente, procedente del último lugar esperado: el madero de uno de los ladrones. Y le dijo a aquel rufián sin nombre: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». ¿Qué otra cosa se puede poner después de esto sino un punto final?, o ¿hay alguien preparado para contestar adecuadamente a ese gesto de despedida a todos los hombres, por el que creó para su Madre un nuevo Hijo?

Está más al alcance de mis facultades y viene mejor a mi propósito inmediato, señalar que en esa escena estaban reunidas simbólicamente todas las fuerzas humanas que han sido vagamente esbozadas en esta historia. Así como los reyes, los filósofos y el elemento popular estuvieron simbólicamente presentes en su nacimiento, también en su muerte estuvieron implicados de un modo más práctico. Y con esto nos enfrentamos con el hecho esencial. Todos los grandes grupos que vemos alrededor de la Cruz, representan de una u otra forma la gran verdad histórica de su tiempo: que el mundo no podía salvarse a sí mismo. El Hombre no podía hacer más. Roma, Jerusalén y Atenas y, con ellas, todo lo demás, se precipitaban al vacío como un mar convertido en una lenta catarata. En apariencia, el mundo antiguo se hallaba en el apogeo de su fuerza. Pero es siempre en esos momentos cuando se hace sentir la debilidad interior. Esta debilidad, como hemos repetido más de una vez, no era una debilidad natural, sino la fuerza del mundo transformada en debilidad y la sabiduría del mundo transformada en locura.

En esta historia de Viernes Santo lo mejor del mundo es lo que se halla en su peor momento. Nos encontramos ante el peor aspecto que el mundo podría presentar. Allí están presentes, por ejemplo, los sacerdotes de un verdadero monoteísmo y los soldados de una civilización internacional. La Roma legendaria, fundada sobre las ruinas de Troya y triunfante sobre Cartago, representaba un heroísmo que era lo más cercano que el paganismo pudo haber estado de la caballería medieval. Roma había defendido los dioses domésticos y la humana decencia contra los ogros de África y las monstruosidades hermafroditas de Grecia. Pero, bajo el haz luminoso de este incidente, vemos a la gran Roma, la República Imperial, abismándose bajo el sino de Lucrecia. El escepticismo había minado hasta la saludable confianza de los conquistadores del mundo. Aquél que se halla sentado en el trono para clarificar la justicia, no puede sino preguntar: «¿Qué es la verdad?». Así pues, en un drama que decidió el destino entero de la antigüedad, una de las figuras centrales se nos presenta asumiendo el reverso de su verdadero papel. Roma era prácticamente sinónimo de responsabilidad. Y, sin embargo, aquél se nos presenta como una especie de estatua vacilante de la irresponsabilidad. El Hombre no podía hacer más. Hasta lo práctico se había vuelto impracticable. De pie, ante los sitiales de su propio tribunal, un romano se había lavado las manos del mundo.

También estaban allí los sacerdotes de aquella pura y original verdad que se encontraba detrás de todas las mitologías, como el cielo detrás de las nubes. Era la verdad más importante del mundo, y aun así no pudo salvar al mundo. Quizás haya algo agobiante en el puro deísmo personal, cuando vemos al sol, la luna y el ciclo formando juntos una cara que mira fijamente. Quizás la verdad sea demasiado tremenda cuando no está quebrada por intermediarios divinos o humanos. Quizás sea sencillamente demasiado pura y lejana. En cualquier caso, no pudo salvar al mundo. Ni siquiera pudo convertirlo. Hubo filósofos que sostuvieron aquella verdad en su forma más alta y más noble, pero no sólo no pudieron convertir el mundo, sino que nunca lo intentaron. No era posible enfrentarse a la selva de la mitología popular con una opinión privada, de la misma manera que no es posible abrirse camino en el bosque con una navaja. Los sacerdotes judíos habían guardado la verdad celosamente, en el buen y en el mal sentido. La habían guardado como un secreto gigantesco. Así como los héroes de los salvajes podían haber guardado el sol en una caja, aquéllos guardaron al Sempiterno en el Tabernáculo. Se enorgullecían de ser los únicos que podían mirar la cegadora luz del sol de una deidad única, y no sabían que ellos mismos se habían vuelto ciegos. Desde aquel día, sus representantes han sido como hombres ciegos a plena luz del día, golpeando a derecha e izquierda con sus bastones y maldiciendo la oscuridad. Pero aquel monoteísmo monumental, al menos ha permanecido como un monumento, el último de su especie y, en cierto sentido, inmóvil en un mundo inquieto al que no puede satisfacer. Por un motivo claro no puede satisfacer al mundo. Desde aquel día ya no ha sido suficiente con decir que Dios está en su cielo y que el mundo está en orden. Aquel mismo día se corrió el rumor de que Dios había dejado los cielos para poner las cosas en su sitio.

Y, como ocurrió con estas fuerzas que eran buenas, o al menos habían sido buenas alguna vez, lo mismo ocurrió con ese elemento que quizás era el mejor, o que Cristo mismo parece haber considerado el mejor. Los pobres a quienes Él predicó la Buena Nueva, el pueblo que le escuchó complacido, el populacho que había forjado tantos héroes populares y semidioses en el viejo mundo pagano, mostraba también las mismas debilidades que estaban provocando la disolución del mundo. Sufrían los males que se podían observar entre la multitud de la capital durante el declinar de una sociedad. Lo mismo que lleva a una población rural a vivir de la tradición, lleva a una población urbana a vivir del rumor. Y así como sus mitos, en el mejor de los casos, habían sido irracionales, sus gustos y aversiones eran fácilmente moldeables ante una afirmación infundada, arbitraria y carente de autoridad. Cierto bandido fue transformado en una figura pintoresca y popular y presentado como una especie de candidato contra Cristo. En todo esto reconocemos esa población urbana que nos es familiar, con sus alarmismos y sus noticias sensacionalistas. Pero, en esta antigua población existía un mal más característico del mundo antiguo. Lo vimos anteriormente al considerar el rechazo del individuo, del que aprueba la condena y aún más del que la recibe. Aquello era el alma de la colmena, un elemento pagano, el grito de este espíritu se escuchó también en aquella hora: «Es necesario que un hombre muera por el pueblo». Sin embargo, este antiguo espíritu de devoción a la ciudad y al estado, se había visto alentado en su día por un espíritu noble. Tuvo sus poetas y sus mártires, hombres que serán honrados para siempre. Y ahora se derrumbaba incapaz de ver el alma separada de un hombre, el santuario de todo misticismo. Pero se derrumbaba al mismo tiempo que todo los demás. La multitud se unió a los saduceos y fariseos, a los filósofos y a los moralistas. Se unió a los magistrados imperiales y a los sacerdotes sagrados, a los escribas y a los soldados, para que el único espíritu humano universal sufriera una condenación universal; para que se produjera un coro unánime y profundo de aprobación cuando el Hombre fuera rechazado por los hombres.

Hubo momentos de desamparo que nadie padecerá jamás. Hubo secretos en lo más íntimo e invisible de ese drama, que las palabras no alcanzan a expresar ni son equiparables a algún tipo de separación de un hombre de los demás hombres. Y no es fácil que otra expresión menos sencilla y directa que la de la pura narrativa pueda siquiera sugerir el horror de exaltación que se alzaba sobre la colina. Innumerables relatos no han llegado al término de la descripción, o aún al principio. Y si hubiera algún sonido que pudiera producir el silencio, seguramente nos quedaríamos en silencio ante el final, cuando un grito fue lanzado en la oscuridad con palabras terriblemente nítidas y terriblemente incomprensibles, que el hombre nunca entenderá en toda la eternidad que esas mismas palabras han comprado para él. Y por un instante aniquilador, un abismo insondable para nuestro limitado intelecto se abrió en la unidad de lo absoluto: Dios había sido abandonado por Dios.

Bajaron el cuerpo de la cruz y uno de los pocos hombres ricos entre los primeros cristianos, obtuvo permiso para enterrarlo, en un sepulcro en la roca, dentro de su huerto. Y los romanos colocaron unos guardias por si se producía alguna revuelta e intentaban recuperar el cuerpo. Una vez más se esconde un simbolismo natural tras estos procedimientos naturales. Convenía que la tumba fuera sellada con todo el secreto de los antiguos enterramientos orientales y custodiada por la autoridad de los Césares. Pues en esa segunda caverna estaba congregado y sepultado todo el conjunto de esa grande y gloriosa humanidad que llamamos antigüedad, y que en aquel lugar estaba enterrada. Era el fin de algo muy grande llamado historia humana, la historia de todo lo que era sencillamente humano. Allí estaban enterradas las mitologías y las filosofías, los dioses, los héroes y los sabios. Como dice la gran frase romana, habían vivido. Pero igual que podían vivir, podían morir; y habían muerto.

Al tercer día, los amigos de Cristo que llegaron al lugar al amanecer, encontraron el sepulcro vacío y la piedra quitada. De diversas maneras se fueron dando cuenta de la nueva maravilla. Pero aún no se dieron mucha cuenta de que el mundo había muerto en la noche. Lo que aquéllos contemplaban era el primer día de una nueva creación, un cielo nuevo y una tierra nueva. Y con aspecto de labrador, Dios caminó otra vez por el huerto, no bajo el frío de la noche, sino del amanecer.