INTRODUCCIÓN
Hay dos formas de llegar a un lugar. La primera de ellas consiste en no salir nunca del mismo. La segunda, en dar la vuelta al mundo hasta volver al punto de partida. En cierta ocasión intenté plasmar dicho itinerario por escrito. Ahora, sin embargo, abandonaré aquel tema para abordar otra historia que nunca escribí. Un relato que, como todos los que nunca escribí, será sin duda el mejor que jamás haya escrito. Pero es tan probable que nunca lo escriba, que lo utilizaré aquí de modo simbólico, ya que constituye un símbolo de la misma verdad. El relato, tal como lo concebí, tendría lugar en un valle rodeado de amplias laderas, como las que sirven de fondo a los antiguos Caballos Blancos de Wessex[1]. Cierto muchacho, cuya granja se encontraba en una de las vertientes, decidió viajar un día en busca de la figura o los restos de algún gigante. Y, cuando se hallaba a cierta distancia, volvió la mirada atrás y descubrió que su propia granja y jardín, que brillaban sobre la colina como los cuarteles y colores de un escudo, formaban parte de una especie de figura gigantesca: un lugar en el que había vivido siempre y que había pasado desapercibido a su mirada debido a su cercanía y a la enormidad de sus dimensiones. En esta imagen creo que queda fielmente reflejado el progreso de toda inteligencia verdaderamente independiente hoy en día, y en ella reside el núcleo de este libro.
En otras palabras, trataré de demostrar que la mejor perspectiva para un hombre que forma parte del cristianismo, es la de hallarse precisamente lucra de él. Y resulta curioso que los críticos más habituales del cristianismo no se encuentren precisamente fuera de él. Su situación es francamente controvertida, en todos los sentidos de la palabra. Son dudosos en sus mismas dudas. Su crítica adopta un tono inquisitorial, con la carencia de oportunidad y falta de luces que caracterizan al impertinente, creando de esta forma tópicos generales y anticlericales que acaban convertidos en sal para todos los platos. Se quejarán de que los sacerdotes se vistan como tales, como si la gente fuera más libre si toda la policía vistiera de paisano. Se molestarán porque un sermón no se pueda interrumpir, calificando el púlpito de reducto de cobardes, pero no se atreverán a emplear el mismo calificativo para referirse al despacho de un redactor editorial. Tan injusto es emplear dicho calificativo para los periodistas como para los sacerdotes, pero en honor a la verdad sería más propio aplicarlo a los primeros. El clérigo se muestra en persona y se le podría abroncar fácilmente en cuanto saliera de la iglesia. El periodista, en cambio, oculta incluso su nombre de forma que nadie lo puede censurar. Los periodistas escriben cartas y artículos tediosos e insustanciales comentando por qué las iglesias se encuentran vacías. Pero ni siquiera se dignan comprobar si realmente lo están o cuáles se ajustan a sus críticas. Sus matizaciones son más insulsas y hueras que las del más insípido clérigo de una obra teatral en tres actos, por lo que cualquiera se sentiría inclinado a confortarles con las palabras que utiliza el clérigo de las Bab Ballads[2]: «No tienes la cabeza tan vacía como la de Hopley Porter». De la misma manera podríamos decir al clérigo más humilde: «No tienes la cabeza tan hueca como la del ciudadano medio, el pensador “políticamente correcto” o la de cualquiera de tus críticos en los periódicos, pues ellos mismos no tienen ni la más remota idea de lo que buscan, y mucho menos de lo que tú puedes ofrecerles». En cualquier momento, se revolverán y acusarán a la Iglesia de no haber impedido la guerra, cosa que ni ellos mismos intentaron impedir, ni nadie en ningún momento se declaró capaz de impedir, a no ser algunos integrantes de aquella misma escuela de escépticos cosmopolitas y progresistas que son los principales enemigos de la Iglesia. Este mundo anticlerical y agnóstico era el que andaba siempre profetizando el advenimiento de la paz universal. El mismo mundo que se avergonzó o debería haberse avergonzado y afligido ante el advenimiento de la guerra universal. En cuanto a la opinión general de que la Iglesia se vio desacreditada por la guerra, podrían decir también que el Arca de Noé se desacreditó por el Diluvio. Cuando el mundo se equivoca, prueba más bien que la Iglesia tiene razón.
La Iglesia se ve justificada, no por el hecho de que sus hijos no pequen, sino precisamente porque lo hacen. Pero la actitud de aquéllos frente a la tradición religiosa es de permanente animadversión. El muchacho que vive en las tierras de su padre o se aleja de ellas lo suficiente para verlas en conjunto ve las cosas con claridad. Pero estas personas se encuentran en un lugar intermedio, ocultas en un valle desde el que no aciertan a distinguir las cumbres que tienen por delante ni las que se encuentran a su espalda. Se encuentran atrapados en la penumbra de la controversia cristiana. No pueden ser cristianos y no pueden dejar de ser anticristianos. El único aire que respiran es un aire de rebeldía, de obstinación, de crítica mezquina. Viven todavía a la sombra de la fe y han perdido su luz.
La cercanía de nuestro hogar espiritual es la mejor condición para amarlo. Después de ésta, la posición más saludable es estar lo suficientemente lejos como para no odiarlo. En estas páginas pretendo demostrar que mientras que el mejor juez del cristianismo es un cristiano, el siguiente mejor juez sería algo más parecido a un seguidor de Confucio. El peor juez de todos es el hombre que hoy día está más dispuesto a juzgar: el cristiano escasamente formado, que gradualmente se convierte en agnóstico agresivo, para terminar en una animadversión de la que nunca entendió el principio; frustrado por una especie de heredado aburrimiento hacia no se sabe qué, y causado ya de oír lo que nunca ha escuchado. No juzga el cristianismo serenamente, como lo luiría un seguidor de Confucio, no lo juzga como lo haría el confucionismo. No es capaz, con un esfuerzo de imaginación, de situar a la Iglesia Católica a miles de kilómetros en el lejano horizonte y juzgarla con tanta imparcialidad como se juzga una pagoda china. El gran san Francisco Javier, que estuvo a punto de lograr que la Iglesia emergiera en aquel lugar como una torre singular sobre las pagodas, vio parcialmente truncado su propósito ante la crítica de otros misioneros, que acusaron a sus seguidores de representar a los Doce Apóstoles con rasgos o vestiduras orientales. Pero más vale imaginarlos así y considerarlos como tales que contemplarlos como ídolos sin vida, simples objetos expuestos a la violenta crítica de los iconoclastas o blanco perfecto para entretenimiento de adolescentes ociosos[3]. Lo mejor sería verlo todo bajo el prisma de un antiguo culto asiático: las mitras de los obispos como los tocados que ornan las cabezas de unos misteriosos bonzos; los báculos episcopales como los bastones en (orina de serpiente utilizados en algunas procesiones asiáticas; el libro de oraciones como el fantástico molino de oraciones oriental[4] o la Cruz como un encorvado símbolo semejante a la Esvástica. Así, al menos no perderíamos los nervios —por no decir la cabeza, como parecen perderlos algunos críticos escépticos. Su anticlericalismo se ha convertido en una atmósfera de negación y hostilidad de la que no pueden escapar. Frente a esta actitud, sería mejor considerar todo como algo perteneciente a otro continente, o a otro planeta. Sería más filosófico mirar fríamente a los bonzos que permanecer eterna e insustancialmente quejándose de los obispos. Sería preferible caminar junto a una iglesia como si se tratara de una pagoda, que quedarse parado junto a la entrada, incapaz de entrar y ayudar, o salir y olvidar. A todos aquéllos en los que una simple reacción ha alcanzado las dimensiones de una obsesión, recomiendo encarecidamente el esfuerzo de imaginar a los Doce Apóstoles con rasgos orientales. En otras palabras, ruego a dichos críticos que intenten hacer tanta justicia a los santos cristianos como si se tratara de sabios paganos.
Pero con esto llegamos al punto final y de mayor importancia. A lo largo de estas líneas intentaré demostrar que, cuando hacemos el esfuerzo imaginativo de contemplar todo el conjunto desde fuera, nos encontramos con que realmente se parece a lo que tradicionalmente se ha mantenido sobre él desde dentro. Cuando el muchacho se aleja lo suficiente para ver el gigante, es precisamente cuando se da cuenta de que es un gigante. Cuando por fin vemos la Iglesia cristiana a lo lejos, bajo un cielo oriental despejado y luminoso, es precisamente cuando nos percatamos de que se trata realmente de la Iglesia de Cristo. En otras palabras, en el mismo instante en que adoptamos una actitud imparcial hacia Ella, entendemos por qué la gente es parcial. Pero esto es algo que requiere una argumentación más profunda y que trataré de exponer a continuación.
En cuanto tuve clara la idea de que había un elemento sólido en el carácter singular y único de la historia divina, me sorprendió encontrar en la historia humana que la precedió un elemento desconocido pero igualmente sólido. Y es que en la historia humana se entrevé también una raíz divina. Así como la Iglesia, considerada imparcialmente, parece descollar frente a la dimensión religiosa común a toda la humanidad, el hombre destaca sobre el resto de la naturaleza. La mayor parte de la historia moderna, por lo que he podido observar, es conducida hacia una especie de sofisma. Primero se trata de suavizar la repentina transición del animal al hombre y, a continuación, la que se da entre paganismo y cristianismo. Ahora bien, cuanto mayor es el realismo con el que abordamos estas transiciones, mayor distancia se percibe entre los pinitos en cuestión. Los críticos no son capaces de ver la separación pues no aciertan a colocarse a suficiente distancia. No ven las cosas bajo una luz firme y, por ello, no son capaces de distinguir lo blanco de lo negro. Tienen una disposición agresiva y hostil que les lleva a defender que todo lo blanco es gris, y lo negro, no tan negro como lo pintan. No digo que no les falten razones para su actitud enconada, o que en cierto modo su actitud no sea comprensible. Lo que está claro es que su postura no es en absoluto científica. Un iconoclasta puede indignarse, con motivos fundados, pero no puede ser imparcial.
Es pura hipocresía pretender que el noventa por ciento de los mejores críticos, evolucionistas y profesores de religión comparada sean absolutamente imparciales. ¿Por qué habrían de serlo, en sentido estricto, cuando todo el mundo se encuentra dividido entre la superstición o la creencia en un ser superior? No pretendo ser imparcial al sostener que el acto final de fe determina la mente del hombre por el hecho de satisfacer su intelecto. Sin embargo, me atrevo a afirmar que soy bastante más imparcial que ellos, por cuanto puedo contar la historia con un derroche de imaginación igualmente equitativo para todas las partes, cosa que ellos no pueden hacer. Soy imparcial en el sentido de que me daría vergüenza decir acerca del Lama del Tíbet estupideces tales como las que ellos dicen acerca del Papa, o tener tan poca comprensión con Juliano el Apóstata como la que ellos tienen con la Iglesia de Cristo. No, ellos no son imparciales. Ni por casualidad son capaces de mantener en equilibrio la balanza de la historia. Y, sobre todo, nunca son imparciales al tratar de la evolución o de la transición mencionada. En todas sus críticas se insinúa la triste degradación del crepúsculo, porque creen que es el crepúsculo de los dioses. Pero, se trate o no del crepúsculo de los dioses, está claro que no se trata del amanecer de los hombres.
Hay dos conceptos que, al exponerse a la luz, se nos muestran como algo único y novedoso, y sólo bajo la falsa oscuridad de un imaginario periodo de transición pueden llegar a parecer otra cosa. El primero de ellos es la criatura llamada hombre y el segundo es el hombre llamado Cristo. He dividido, por tanto, este libro en dos partes: la primera es un esbozo de la aventura más importante vivida por la raza humana hasta el término de su itinerario pagano; la segunda, un resumen de la sustancial diferencia que supuso su transformación al cristianismo. Ambas cuestiones plantean la necesidad de un cierto método, método nada fácil de seguir y menos quizá de definir o defender.
Con el fin de lograr la nota de imparcialidad en el único sentido posible o en el sentido más justo de la palabra, es necesario tocar el nervio de la novedad. En cierto sentido, los hombres vemos las cosas imparcialmente cuando las vemos por primera vez. Es por esto por lo que los niños tienen normalmente muy pocas dificultades con los dogmas de la Iglesia. Pero el carácter eminentemente práctico de la Iglesia, abierto a la reflexión y la discusión, se plantea necesariamente como un tema más apropiado para adultos que para niños. Por su propia naturaleza, ha de darse en la Iglesia mucha tradición, familiaridad e incluso rutina. Y, mientras se acepten con sinceridad sus fundamentos, ésta será la condición más saludable. Pero cuando sus fundamentos se ponen en duda, como en el momento actual, hay que intentar recuperar la inocencia y la capacidad de asombro de los niños; el inmaculado realismo y la objetividad de la inocencia. Si no fuéramos capaces de esto, al menos deberíamos intentar sacudirnos la rutina y tratar de ver las cosas como algo nuevo, aunque sólo sea como algo no natural. Las cosas que resultan familiares por el afecto, se desnaturalizan cuando la familiaridad engendra desprecio. Por ello, al abordar temas tan elevados como los que aquí se tocan, cualquiera que sea nuestro punto de vista, el desprecio debe considerarse equivocado. En realidad, al desprecio no deberíamos darle más mérito que el de la pura ilusión. Es necesario ejercitar la forma más elevada y abierta de imaginación: la que nos abre las puertas a la realidad presente a nuestros ojos.
Para comprender adecuadamente este punto lo mejor es utilizar un ejemplo de algo capaz de causarnos una impresión de natural belleza o magnificencia. En cierta ocasión, George Wyndham[5] me comentó la grata impresión que le había producido contemplar el ascenso de los primeros aeroplanos. Aquello, sin embargo, no le parecía comparable a la contemplación de un caballo dócilmente manejado por su amo. Mucha gente ha llegado a afirmar que un diestro jinete a lomos de un buen caballo podría considerarse el objeto corporal más noble del mundo. Es una afirmación a la que nada hay que oponer siempre que se entienda de manera adecuada. Y la mejor forma de comprobarlo es acudir a aquellas personas que tienen una relación más directa con los caballos. Cualquier muchacho que pueda recordar a su padre sobre un caballo, cabalgando con destreza y tratando de ganar su confianza, tendrá claro que es posible ganarse esa confianza y ser correspondido. Este mismo muchacho sentirá una gran indignación al ver que se maltrata a los caballos, pues sabe como deben ser tratados. Pero no le resultará raro ver un hombre montando a caballo. No atenderá a las razones del gran filósofo moderno tratando de convencerlo de que el caballo debería ir a horcajadas sobre el hombre. No seguirá los desvaríos pesimistas de Swift, ni dirá que los hombres deben ser despreciados como monos y los caballos adorados como dioses. Y, formando hombre y caballo a sus ojos una imagen humana y civilizada, le será fácil, como lo fue en otros tiempos, imaginarlos juntos en una gesta heroica o fantástica, como la visión de san Jorge en las nubes. La fábula del caballo alado no le resultará completamente antinatural y entenderá por qué Ariosto colocó a muchos héroes cristianos sobre tan ligera cabalgadura, convirtiéndolos en jinetes celestes. Tan grande ha sido la estimación de los hombres por este animal que su nombre ha servido para nombrar a los «caballeros», y su raza para ensalzar la nobleza.
Pero si un hombre cayera en un estado de ánimo que le impidiera asombrarse de esta manera, habríamos de buscar su curación justo en el extremo opuesto. Supongamos que su humor se tornara tan pesimista que, para él, una persona a caballo no significara más que un hombre sentado en una silla. La maravilla de la que hablaba Wyndham, la belleza del monumento ecuestre y del porte caballeresco, podría volverse a sus ojos una mera convención, algo sin sustancia. Es posible que lo considerase sencillamente una moda actual o pasada, un tema de conversación agotado o erróneamente planteado, o quizá considerase un gran riesgo que su interés por los caballos pudiera derivar en afición por los mismos. En cualquier caso, en la condición en que se encuentra no mostraría mayor interés por un caballo que por los arreos de una mula. La carga de su padre en Balaclava[6] le parecerá tan aburrida y ajada como los viejos retratos de familia. Las fotos no le dirán nada; el polvo contribuirá a su ceguera y, una vez cegado, ya no será capaz de ver ningún caballo o jinete, mientras no sea capaz de verlo en su conjunto como algo totalmente ajeno y fuera de lo normal.
Volvamos los ojos momentáneamente al pasado. Cierto amanecer, de la oscuridad del bosque surge ante nosotros, con movimientos torpes pero acompasados, una de las más extrañas criaturas prehistóricas. Distinguimos, por vez primera, una cabeza menuda sobre un cuello largo y ancho, como el rostro de la gárgola que asoma sobre el canalón. Una poblada cresta se extiende sobre su pesado cuello, como una barba en lugar equivocado. Sus patas, únicas y sólidas le hacen distinguirse entre el abundante ganado. Ver así al caballo, como un monstruo de carácter único, no es mera fantasía verbal, pues en cierto modo es realmente único. Cuando lo vemos como lo vio el primer hombre, empezamos a tener cierta idea de lo que significaría la primera vez que el hombre montó sobre él. Podría resultarnos una imagen desagradable pero no dejará de impresionarnos y aquella minúscula criatura de dos patas capaz de subir sobre él no nos dejará indiferentes. Por un camino más largo e irregular volveremos a la misma maravilla de hombre y caballo. Y la maravilla será si cabe más maravillosa. Contemplaremos de nuevo a san Jorge, en una visión gloriosa, pues san Jorge no monta sobre un caballo sino sobre un dragón.
En este ejemplo, que he escogido simplemente porque es un ejemplo, no digo que la pesadilla[7] vista por el primer hombre del bosque sea más verdadera o maravillosa que la visión normal de una yegua que posee cualquier persona civilizada. De los dos extremos, creo que la forma tradicional de ver la realidad es la mejor. Pero la realidad se encuentra en uno de estos dos extremos y se pierde en un estadio intermedio, de puro agotamiento y olvido de la tradición. En otras palabras, creo que es mejor contemplar un caballo como un monstruo que verlo solamente como un sustituto del coche. Si hubiéramos caído en la forma de entender el caballo como algo anticuado, no deberíamos bajar la guardia en su presencia pues conserva toda su extraordinaria viveza.
Ahora bien, lo mismo que sucede con ese monstruo llamado caballo, sucede con ese otro monstruo llamado hombre. Considero, por supuesto, mi filosofía la más adecuada para analizar al hombre. Aquél que sostiene el punto de vista católico y cristiano acerca de la naturaleza humana, tendrá certeza de que es universal y por tanto un punto de vista sano y quedará satisfecho. Pero si ha perdido la sana visión sólo podrá recuperarla mediante algo parecido a la lucidez de un loco, es decir, viendo al hombre como un animal extraño y dándose cuenta de que tiene rasgos muy peculiares. Pero de la misma forma que ver al caballo como un prodigio prehistórico nos hace recuperar la admiración por esa obra maestra que es el hombre, la consideración separada de la curiosa carrera emprendida por el hombre nos liará recuperar la antigua fe en los oscuros designios de Dios. En otras palabras, cuando nos damos cuenta de lo extraño que es un cuadrúpedo, es cuando admiramos al hombre que sabe montarlo. De igual manera, cuando nos damos cuenta de lo extraño que es un bípedo, es cuando admiramos la divina Providencia que lo creó.
El propósito de esta introducción es mantener la tesis siguiente: que precisamente cuando consideramos al hombre como animal es cuando percibimos que no lo es. Cuando tratamos de imaginarlo como una especie de caballo sobre sus patas traseras, nos damos cuenta de que se trata de un ser tan milagroso como el caballo alado que se eleva hacia las nubes del cielo. Todos los caminos llevan a Roma y, en efecto, todos los caminos conducen a la filosofía central y civilizada, incluidos los caminos de la fantasía. Pero puede que sea mejor no abandonar la tierra firme de una tradición razonable, donde los hombres saben montar con destreza y son poderosos cazadores a los ojos del Señor.
Al referirnos al caso cristiano debemos reaccionar, por tanto, contra la pesada inclinación de la fatiga. Es casi imposible conservar la frescura de los hechos cuando llegan a sernos familiares y, tratándose de hombres que arrastran pecado original, suele ocurrir que la familiaridad degenera en fatiga. Estoy convencido de que si pudiéramos contar la historia de Cristo, palabra por palabra, como si se tratase de un héroe chino, llamándole Hijo del Cielo su lugar de Hijo de Dios, y dibujando su corona estrellada sobre el tejido dorado de los bordados orientales o sobre el esmalte de la porcelana china su lugar de la pátina dorada de los devotos cuadros de la Iglesia, se produciría sin duda un testimonio unánime a favor de la pureza espiritual de dicha historia. No se escucharía entonces ninguna voz criticando la supuesta injusticia de sus padecimientos vicarios, la falta de lógica de la expiación, la supersticiosa exageración de la idea de pecado o la insolencia —de todo punto inadmisible— de infringir las leyes de la naturaleza. Nos resultaría admirable el espíritu caballeresco de la concepción china de un dios que baja del cielo para luchar contra los dragones y salvar a los malvados de ser devorados por su propia falta y locura. Admiraríamos la sutileza de la concepción china de la vida que percibe que toda humana imperfección es, sin duda, una imperfección clamorosa. Admiraríamos la sabiduría esotérica y superior de los chinos que sostiene la existencia de leyes cósmicas superiores a las leyes que conocemos, de la misma forma que creemos a cualquier adivino que se acerca a nosotros y nos habla con el mismo estilo. Si el cristianismo fuera sólo una nueva moda oriental no se le haría nunca el reproche de ser una antigua fe, y oriental. Y no es mi intención en este libro seguir el mencionado ejemplo de san Francisco Javier y convertir a los Doce Apóstoles en mandarines, no tanto para hacerlos parecer nativos como para hacerlos parecer extranjeros. No es tampoco mi intención llevar a cabo lo que, en mi opinión, sería una broma de gran éxito: contar toda la historia del Evangelio y de la Iglesia en un escenario de pagodas y subrayar con humor maligno lo mucho que sería admirada bajo la apariencia de una historia pagana por aquéllos mismos que la condenan como una historia cristiana. Pero me propongo buscar en la medida de lo posible la nota de lo nuevo y desconocido, por lo que el estilo, aun en temas tan profundos, puede algunas veces caer deliberadamente en lo grotesco y lo fantástico. Trataré de ayudar al lector a contemplar el Cristianismo desde fuera, en una visión de conjunto, en contraste con el origen de otros elementos históricos. De igual forma, trataré de considerar la humanidad en su conjunto frente al origen de la misma naturaleza. Desde este punto de vista, nos encontraremos que ambos casos ofrecen desde su principio un elevado componente sobrenatural. No se funden con el resto, con los colores del impresionismo. Destacan con los colores de la heráldica, vivos como la cruz encarnada sobre un escudo blanco o el negro león sobre un campo dorado. Así destaca el rojo del barro sobre el verde campo de la naturaleza o el blanco Cristo sobre la arcilla de los de su raza.
Una comprensión más clara del Cristianismo y de la Humanidad implica una visión de conjunto, que abarque tanto su desarrollo como su origen, pues es un hecho increíble en el decurso de su historia que de tales comienzos se haya producido semejante desarrollo. Fácilmente puede darse rienda suelta a la imaginación y pensar qué otras cosas podrían haber sucedido o qué otras instituciones podrían haberse originado. En tal caso, cualquier persona se inclinaría a pensar en una evolución gradual. Sin embargo, todo el que se enfrente a lo que sucedió se encontrará con un hecho excepcional y prodigioso. Aceptando el hecho de que el hombre en algún momento no pasó de ser un simple animal, resultaría sencillo imaginar su trayectoria aplicada a algún otro animal. Sería divertido aplicarlo a los elefantes e imaginarse sus mastodónticas obras arquitectónicas, con sus torres y torreones a semejanza de colmillos y trompas, formando ciudades de una grandeza colosal. Podríamos imaginar la agradable fábula de una vaca que aprendiera a diseñar su vestido, elaborando, según la moda, sus propias botas y pantalones. Podríamos imaginar un supermono capaz de superar la habilidad de nuestro más extraordinario superhéroe: una criatura cuadrumana capaz de pulir la piedra y pintar con las manos, de cocinar y trabajar la madera con sus pies. Sin embargo, si nos ceñimos a lo que sucedió, llegaremos a la conclusión de que el hombre se ha distanciado de cualquier otra criatura de forma astronómica y a la velocidad del rayo. De la misma forma, resultaría sencillo imaginarse a la Iglesia envuelta en el múltiple caos de las supersticiones maniqueas o mitráicas, enredados en disputas y buscando aniquilarse unos a otros al final del Imperio; y ver perecer finalmente a la Iglesia en el combate, cediendo su puesto a algún otro culto surgido por azar. Sin embargo, nos quedaríamos sorprendidos y un tanto perplejos al descubrir su presencia, al cabo de dos mil años, atravesando velozmente todas las épocas como el rayo alado del pensamiento y del perenne entusiasmo. Un hecho sin parangón y de tanta novedad como el tiempo que lo separa del pasado.