APÉNDICE I
RESPECTO AL HOMBRE PREHISTÓRICO
Al releer estas páginas me he dado cuenta de que he intentado decir en muchos lugares y con muchas palabras algo que podría decirse con una sola palabra. En cierto sentido, este estudio tiene la intención de ser superficial. Es decir, no está concebido como un estudio de cosas que necesitan ser estudiadas. Es más bien un recordatorio de cosas que se ven con tanta rapidez, que prácticamente se olvidan con la misma celeridad. La moraleja de este libro, según una forma de hablar, es que los primeros pensamientos son los mejores, de la misma forma que un resplandor nos podría revelar la existencia de un paisaje, con la torre Eiffel o el Cervino alzándose sobre él, como nunca volvería a alzarse a la luz del día. Terminé el libro con una imagen del relámpago eterno y, en un sentido muy diferente, este pequeño resplandor ha durado demasiado tiempo. Pero el método tiene también ciertas desventajas prácticas sobre las que creo conveniente añadir estas dos notas finales. Puede parecer que he simplificado demasiado y he dejado de decir muchas cosas por ignorancia, como parece indicar, especialmente, el comentario acerca de las pinturas prehistóricas. Este punto no se refiere a todo lo que una persona culta puede aprender de las pinturas prehistóricas, sino a lo que cualquier persona podría aprender del hecho de que estén allí. Soy consciente de que este intento de expresarlo en términos de inocencia acentúa incluso la impresión de mi propia ignorancia. Sin ninguna pretensión de investigador científico, lamentaría que la gente pensara que no sé más que lo que era necesario, en aquel apartado, acerca de las etapas en las que se ha dividido la humanidad primitiva. Soy consciente, por supuesto, de que la historia está elaboradamente estratificada, y que hubo muchas etapas antes del Cromagnon o de la gente con la que asociamos tales pinturas. Los estudios recientes sobre el Neanderthal y otras razas tienden más bien a reiterar la idea más destacada de este libro. El concepto de algo necesariamente lento o tardío en el desarrollo de la religión, no saldrá muy enriquecido de estas recientes revelaciones acerca de los precursores de aquéllos que pintaron los renos en las cavernas. Los hombres más cultos parecen sostener que, tuvieran o no aquellas pinturas un sentido religioso, la gente que los precedió poseía ya el sentido religioso, enterrando sus muertos con los significativos signos del misterio y la esperanza. Esto, obviamente, nos devuelve al mismo argumento, un argumento al que no nos acercamos midiendo la calavera de ningún hombre primitivo. Es inútil comparar la cabeza del hombre con la cabeza del mono si, ciertamente, nunca pasó por la cabeza del mono enterrar a otro de su especie en una tumba con nueces para ayudarle a alcanzar el celestial hogar de los simios. Y hablando de cráneos, soy también consciente de la historia del cráneo de Cromagnon, mucho más grande y estilizado que cualquier cráneo moderno. La historia tiene su gracia, porque, he aquí, que un eminente evolucionista, tomando quizá una precaución un poco tardía, protestó contra la manía de sacar conclusiones partiendo de un solo espécimen. Es deber de un solitario cráneo probar que nuestros padres fueron inferiores a nosotros. Y cualquier cráneo solitario que pretenda probar que eran superiores será considerado como un caso de auténtica hinchazón patológica de cabeza.