VIII

EL FIN DEL MUNDO

Cierto día de verano me encontraba sentado en un prado de Kent a la sombra de una pequeña iglesia de aldea, con un compañero bastante curioso con quien acababa de caminar por el bosque. Aquel hombre formaba parte de un grupo de excéntricos con los que me había topado en mis correrías y que pertenecían a una nueva religión llamada «Higher Thought» (Pensamiento Superior), en la que me encontraba lo suficientemente iniciado como para percibir en torno a ella una atmósfera general de arrogancia o superioridad, y de la que esperaba descubrir en una etapa posterior y más esotérica los rudimentos del pensamiento. Mi compañero era el más divertido de todos pues, cualquiera que fuese el nivel de su inteligencia, los superaba a todos en experiencia, habiendo viajado más allá de las zonas tropicales mientras los demás meditaban en los suburbios. Se le acusaba de ser demasiado prolijo en la narración de sus aventuras, mas a pesar de lo que dijeran en su contra, lo preferí a sus compañeros y me fui con él de buena gana por el bosque. Mientras caminábamos no pude dejar de sentir que su cara bronceada, el fiero gesto de sus pobladas cejas y su acentuada barba, le otorgaban un cierto parecido con el dios Pan. Nos sentamos en la hierba y nos pusimos a contemplar despreocupadamente las copas de los árboles y la torre de la iglesia del pueblo. Mientras la cálida tarde se encaminaba a su ocaso, podía escucharse a lo lejos el trinar de un pajarillo o el susurro de la brisa que calmaba —más que agitar— las antiguas huertas del jardín de Inglaterra. Entonces, mi compañero me dijo: «¿Sabe por qué se alza así la torre de esa iglesia?». Yo le manifesté un respetable agnosticismo, a lo que replicó con aire displicente: «¡Oh, igual que los obeliscos!, la adoración fálica de la antigüedad». Lo miré de repente mientras permanecía allí, mirándome de reojo con su barba de chivo, y por un momento pensé que no se parecía tanto al dios Pan como al mismísimo diablo. No existen palabras en lengua mortal que puedan expresar la ilógica incongruencia, la tremenda y antinatural perversión de pensamiento que implicaba decir semejante cosa en un momento y en un lugar semejantes. Por un momento mi primer impulso fue parecido al de aquéllos que llevaban las brujas a la hoguera y al poco se abrió ante mis ojos el sentido de lo absurdo con la claridad de un amanecer. «Por supuesto», le dije después de reflexionar un instante, «porque si no hubiera sido por la adoración fálica, habrían construido la torre señalando hacia abajo y sostenida sobre su propio ápice». Me podía haber sentado en aquel lugar y haber estado riendo durante horas. Mi amigo no parecía ofendido, porque ciertamente no tenía la piel muy fina por lo que se refería a sus descubrimientos científicos. Me había encontrado con él por casualidad y nunca lo volví a ver de nuevo. Creo que ya murió, pero, aunque no tiene nada que ver con la argumentación, quizá valga la pena mencionar el nombre de este seguidor del «Pensamiento Superior» e intérprete de los orígenes religiosos primitivos o, en todo caso, el nombre por el que era conocido. Su nombre era Louis de Rougemont.

Aquella insana imagen de la iglesia de Kent sostenida sobre el pináculo de la torre, como sacada de un viejo cuento popular absurdo, me viene siempre a la imaginación cuando oigo cosas parecidas en relación a los orígenes paganos, y acude en mi ayuda la risa de los gigantes. En esos momentos, me siento tan allegado y comprensivo con el resto de investigadores científicos, críticos y autoridades en religión antigua y moderna, como lo estoy con el pobre Louis de Rougemont. Pero el recuerdo de aquel inmenso absurdo permanece como una especie de medida y de prueba por la que determinar lo que es sano, no sólo en lo que se refiere a las iglesias cristianas, sino también a los templos paganos. Mucha gente habla de los orígenes paganos como nuestro distinguido viajero hablaba de los orígenes cristianos. Ciertamente, muchos paganos modernos han sido muy duros con el paganismo, lo mismo que muchos humanistas modernos han sido muy duros con la religión verdadera de la humanidad. La han representado como algo presente en todas parles y enraizada desde el principio, únicamente, en estos arcanos repulsivos, y con el sello de un carácter completamente desvergonzado y anárquico. Ahora bien, no creo ni por un instante que esto sea verdad. Jamás se me pasaría por la cabeza pensar de la adoración de Apolo lo que De Rougemont podría pensar de la adoración de Cristo. Nunca admitiría que en una ciudad griega se diera una atmósfera tal como la que ese loco era capaz de oler en una aldea de Kent. Por el contrario, vuelvo a insistir que la clave de lodo este asunto, y clave también de este capítulo sobre la decadencia final del paganismo, es el hecho de que la peor clase de paganismo fue derrotada por la mejor. Fue la mejor clase de paganismo la que conquistó el oro de Cartago. Fue la mejor clase de paganismo la que llevó los laureles de Roma. Era lo mejor que el mundo había conocido hasta entonces, todo sumado y considerando las cosas a gran escala, ejerciendo sus dominios desde la muralla Grampiana al jardín del Éufrates. Fue el mejor el que conquistó; fue el mejor el que gobernó, y fue el mejor el que comenzó a decaer.

A menos que se entienda esta amplia verdad, se verá toda la historia de forma torcida. El pesimismo no consiste en causarse del mal sino del bien. La desesperanza no reside en el cansancio ante el sufrimiento, sino en el hastío de la alegría. Cuando por cualquier razón lo bueno de una sociedad deja de funcionar, la sociedad empieza a declinar: cuando su alimento no alimenta, cuando sus remedios no curan, cuando sus bendiciones dejan de bendecir. Prácticamente se podría decir que en una sociedad sin tales cosas buenas no tendríamos ningún elemento que nos pudiera alertar de una decadencia. Es por ello por lo que algunas de las oligarquías comerciales estáticas como Cartago, tienen en la historia un aire de quietud y una mirada fija, como las momias: tan secas, vendadas y embalsamadas que ningún hombre sabe cuándo son nuevas o viejas. Cartago, en todo caso, estaba muerta, y el peor asalto realizado nunca por los demonios sobre la sociedad mortal había sido vencido. ¿Pero qué importaba que lo peor estuviera muerto si lo mejor se estaba muriendo?

La relación de Roma con Cartago se repitió y, en algunos casos, alcanzó una mayor magnitud en su relación con naciones más normales y afines a ella que el propio Cartago. Pero no quiero detenerme en esa visión meramente política que considera que los hombres de estado romanos actuaron sin ningún escrúpulo contra Corinto o las ciudades griegas. Lo que me interesa es contradecir esa idea de que detrás del habitual gesto de aversión de los romanos hacia los vicios griegos no había otra cosa que una excusa hipócrita. Con esto no quiero decir que los paganos fueran unos paladines de la virtud, con un sentimiento sobre el nacionalismo nunca conocido hasta el periodo cristiano. Pero sí quiero hacer ver que eran hombres con sentimientos de hombres, y aquellos sentimientos no eran simulados. Ciertamente, los puntos débiles del culto a la Naturaleza y de la mitología habían producido ya una perversión entre los griegos, y esto debido al peor de los sofismas: el sofisma de la simplicidad. Así como se desnaturalizaron por el culto a la Naturaleza, de igual forma se pervirtieron en su humanidad dando culto al hombre. Es verdad que, en cierto sentido, hubo menos inhumanidad en Sodoma y Gomorra que en Tiro y Sidón aunque, al considerar la guerra de los demonios sobre los niños, no podemos comparar la decadencia griega con el culto púnico al diablo. Pero no es verdad que la repulsa sincera hacia cualquiera de ellas tenga que ser puramente farisaica. No es verdad por lo que se refiere a la naturaleza humana o al sentido común. Dejemos que cualquier chaval que haya tenido la suerte de crecer sano e inocente en sus ensueños infantiles oiga hablar por primera vez del culto a Ganímedes. No sólo le producirá una conmoción sino que se pondrá enfermo. Y esa primera impresión, como frecuentemente hemos señalado acerca de las primeras impresiones, será correcta. Nuestra indiferencia cínica es el producto de una ilusión, la más grande de todas las ilusiones: la ilusión de la familiaridad. Podemos imaginar las virtudes más o menos rústicas del vulgo romano reaccionando contra el solo rumor de las virtudes griegas con una total sinceridad y espontaneidad. Podríamos verlos reaccionando exactamente como lo hicieron, si bien en menor grado, contra la crueldad de Cartago. Porque fue menor la dureza empleada en la destrucción de Corinto que en la de Cartago. Pero si su actitud y acción fueron algo destructivas, en ningún caso su indignación tenía por qué haber sido mera autojustificación para encubrir su egoísmo. Y si alguien dijera que detrás de aquello no había otra cosa que razones de estado y conspiraciones comerciales, habrá que decirle que hay una cosa que no acaba de entender, que probablemente no llegue a entender nunca, y que mientras no la entienda, nunca entenderá a los latinos. Este elemento es lo que llamamos democracia. Es probable que escuchara esta palabra un montón de veces y hasta que la utilizara él mismo, pero no tiene ni idea de lo que significa. A lo largo de toda la historia revolucionaria de Roma se produjo un giro hacia la democracia. El Estado y los gobernantes no podían hacer nada sin un considerable apoyo de la democracia; con esa clase de democracia que nada tiene que ver con la diplomacia. Gracias a la democracia romana es por lo que oímos hablar tanto de la oligarquía romana. Los historiadores recientes, por ejemplo, han intentado explicar el valor y la victoria de Roma en términos de esa usura detestable y detestada practicada por algunos patricios, como si Curius[48] hubiera conquistado a los hombres de la falange macedónica prestándoles dinero, o el cónsul Nerón hubiera negociado la victoria de Metauro a un cinco por ciento. Pero la codicia de los patricios es puesta en evidencia por la perpetua rebelión de los plebeyos. El gobierno de los príncipes púnicos comerciantes tenía el alma de la usura, pero nunca se alzó una multitud entre los púnicos que se atreviera a llamarlos usureros.

Cargado, como todo lo mortal, con el peso de los pecados y debilidades que le son propias, el surgir de Roma había sido realmente el surgir de las cosas ordinarias, sobre todo de las populares, acompañado de un odio totalmente normal y profundamente popular a la perversión. Ahora bien, entre los griegos la perversión se había convertido en una convención, especialmente una convención literaria, hasta el punto de que los literatos romanos llegarían a adoptarla a veces también por convención. Pero surge aquí una de esas complicaciones a las que siempre dan pie las convenciones. No debemos dejar que se oscurezca la diferencia de tono que se percibe en las dos sociedades en conjunto. Seguramente, Virgilio tomara de vez en cuando un tema de Teócrito, pero nadie puede llevarse la impresión de que Virgilio fuera particularmente aficionado a ese tema. Los temas de Virgilio eran, esencial y notoriamente, los temas normales y no estaban centrados sino en la moral, la piedad, el patriotismo y los honores de la tierra. Y, al detenernos en este otoño de la antigüedad, su nombre se alza excelso como la misma voz del otoño, voz que proclama su madurez y su melancolía, sus frutos cumplidos y su visión anticipada de la decadencia. Tan sólo unas pocas líneas suyas bastan para hacernos ver cómo entendía perfectamente el valor que la salud moral tiene para la humanidad. Nadie puede dudar de sus sensaciones cuando los demonios fueron conducidos en vuelo ante los dioses domésticos. Pero hay dos puntos sobre él y su obra que son particularmente importantes para la tesis que aquí sostenemos. El primero es que el conjunto de su gran epopeya patriótica está fundado sobre la caída de Troya en un sentido muy particular, pues se funda sobre su orgullo, aunque ésta hubiera caído. Al remontar hasta los troyanos la fundación de su querida raza y república, comenzó lo que se puede llamar la gran tradición troyana, que descubrimos en la historia medieval y moderna. Ya vimos un primer asomo de esto en los sentimientos de Homero sobre Héctor. Pero Virgilio lo convirtió no simplemente en una literatura sino en una leyenda; una leyenda de la dignidad casi divina que pertenece a los vencidos. Esta fue una de las tradiciones que verdaderamente prepararon el mundo a la venida del cristianismo y especialmente a la caballerosidad cristiana. Esto es lo que ayudó a sostener la civilización a través de las incesantes derrotas de la baja Edad Media y de las guerras bárbaras, a raíz de lo cual nacieron los caballeros. Es la actitud moral del hombre dando la espalda a los muros: los muros de Troya. A lo largo de toda la época medieval y moderna encontramos las virtudes del conflicto homérico cooperando de muchas formas distintas con el sentimiento cristiano. A nuestros propios paisanos y a hombres de otros países, les encantaba decir —como Virgilio— que su propia nación descendía de los heroicos troyanos. Todo tipo de gente consideraba como el más alto grado de nobleza poder justificar su descendencia del mismísimo Héctor. Nadie parece haber deseado descender de Aquiles. El mismo hecho de que el nombre del héroe troyano se haya convertido en un nombre cristiano y se haya dispersado hasta los últimos confines del cristianismo, a Irlanda o a las montañas gaélicas, mientras que el nombre del griego haya perdurado como un nombre relativamente raro y pedante, es un tributo a la misma verdad. De hecho, el nombre de Héctor provoca un curioso hecho lingüístico que raya casi en la broma. El nombre se utiliza para vanagloria de los soldados vencedores. Ciertamente, nadie en la antigüedad fue menos dado que Héctor a vanagloriarse, pero la jactancia del conquistador tomó su título del conquistado. Por esta razón es por lo que la popularización del origen troyano de Virgilio ha llevado a algunos a decir que Virgilio era casi cristiano. Es como si dos grandes instrumentos obtenidos de una misma madera divina y humana, hubieran sido dispuestos por la Providencia de forma tal que lo único comparable a la Cruz de madera fuera el Caballo de madera de Troya. Y en alguna alegoría salvaje, piadosa en la intención aunque profana en la forma, podríamos encontrar al Santo Niño enfrentándose al dragón con una espada de madera y un caballo de madera.

El otro elemento en Virgilio que es esencial para la argumentación, es la naturaleza particular de su relación con la mitología, o lo que con un sentido especial, podemos denominar aquí folclore: los credos y las suposiciones del populacho. Todo el mundo sabe que su poesía más sublime no se interesa tanto por la pomposidad del Olimpo como por los númenes de la vida natural y agrícola. Todo el mundo sabe dónde buscaba Virgilio las causas de las cosas. Y las encuentra no tanto en alegorías cósmicas de Urano y de Cronos, sino más bien en el dios Pan, en la hermandad de las ninfas o en Silvano, el viejo hombre del bosque. Quizás donde más sinceramente se manifiesta Virgilio es en algunos pasajes de las Églogas en los que perpetúa la gran leyenda de Arcadia y los pastores. En este punto es fácil perder el hilo de la argumentación para ponerse a criticar lo que separa su convención literaria de la nuestra. No hay nada más artificial que el grito de artificialidad dirigido contra la vieja poesía pastoril. Todo lo que nuestros padres querían transmitirnos lo hemos perdido fijándonos en lo externo de sus escritos. La gente se ha divertido tanto con el mero hecho de que la pastora china fuera de porcelana que ni siquiera se ha parado a pensar por qué fue modelada. Se han quedado tan contentos de ver al Feliz Campesino como una figura de ópera que ni siquiera se han planteado cómo llegó a ese lugar, o cómo se perdió por el escenario.

En resumen, únicamente nos tenemos que preguntar: ¿Por qué existe una pastora de porcelana y no un comerciante de porcelana? ¿Por qué no se adornaban las repisas con figuras de comerciantes en actitud distinguida, o de herradores labrados en metal o especuladores del oro labrados en oro? ¿Por qué la ópera mostraba a un Feliz Campesino y no a un Feliz Político? ¿Por qué no había un ballet clásico de banqueros, moviéndose graciosamente sobre las puntas de los pies? Por una sencilla razón: porque el viejo instinto de la humanidad les había dicho siempre que las convenciones de ciudades complejas, cualesquiera que fueran, eran menos saludables y felices que las costumbres del campo. De ahí la eternidad de las Églogas. En una obra de un poeta moderno titulada Églogas de Fleet Street, los poetas asumen el lugar de los pastores. Pero nadie ha escrito todavía nada parecido a las Églogas de Wall Street, en las que los millonarios asumirían el lugar de los poetas. Y la razón es que hay un deseo auténtico y permanente de aquella simplicidad, mientras que no existe el mismo tipo de deseo por este tipo de complejidad. La clave del misterio del Feliz Campesino es que el campesino habitualmente es feliz. Los que no lo creen son simplemente los que no saben nada de él, y por tanto no saben cuáles son sus momentos de alegría. Los que no creen en las fiestas o en las canciones pastoriles ignoran sencillamente el calendario del pastor. El verdadero pastor, de hecho, es muy diferente del pastor ideal, pero no hay razón para olvidar la realidad que se encuentra en la raíz de lo ideal. Se necesita una verdad para crear una tradición. Se necesita una tradición para crear una convención. La poesía pastoril puede llegar a ser a veces una convención, especialmente en periodos de decadencia social. En un periodo de este tipo Fue cuando los pastores y pastoras de Watteau retozaban por los Jardines de Versalles. También fue en un periodo de decadencia social cuando los pastores y pastoras continuaron tocando y bailando las más pobres imitaciones de Virgilio. Pero no es ésta razón para rechazar el mortecino paganismo sin ni siquiera entender su vida. No es razón para olvidar que la palabra «pagano» es la misma que la palabra «campesino». Podemos decir que este arte es sólo artificialidad, pero no es amor por lo artificial. Por el contrario, en su misma naturaleza está el fracaso del culto a la naturaleza o el amor por lo natural.

Los pastores se extinguían porque sus dioses se estaban apagando. El paganismo vivía de la poesía, esa poesía considerada ya bajo el nombre de mitología. Pero por todas partes, y especialmente en Italia, había sido una mitología y una poesía enraizada en el campo, y esa religión rústica había sido en gran parte responsable de la felicidad rústica. Sólo a medida que la sociedad creció en edad y experiencia, comenzó a aparecer esa debilidad de la mitología que vimos anteriormente. Esta religión no era en absoluto una religión o, dicho de otra forma, no era en absoluto una realidad. Era el enfrentamiento de un joven mundo con las imágenes y las ideas, como la rebeldía de un joven provocada por el vino o la pasión amorosa. No era tanto algo inmoral como irresponsable, sin más preocupación que lo presente. Y en cuanto que era totalmente creativo, resultaba fácil de creer. Era algo que pertenecía al lado artístico del hombre, pero que desde hacía tiempo se había convertido en algo complejo y enmarañado. Los árboles de familia engendrados de la semilla de Júpiter eran una selva más que un bosque. Las demandas de los dioses y semidioses parecían cosas más propias de un abogado o de un heraldo que de un poeta. Pero huelga decir que sólo en el arte reinaba una mayor anarquía. De una forma cada vez más flagrante, se había puesto de moda esa flor del mal implícita en la misma semilla del culto a la Naturaleza, por muy natural que pueda parecer. No creo, como ya he dicho antes, que el culto a la Naturaleza tenga que comenzar necesariamente con esta pasión particular. No soy de la escuela de folclore científico de De Rougemont, ni creo que la mitología deba comenzar con el erotismo, pero estoy persuadido de que fácilmente puede desembocar en ello. De hecho, estoy seguro de que la mitología terminó en erotismo. Por otra parte, la poesía no sólo se hizo más inmoral, sino que la inmoralidad se hizo más indefendible. Los vicios griegos y orientales, sombras de los viejos horrores de los demonios semíticos, comenzaron a llenar la fantasía de la Roma decadente, como moscas que revolotean sobre un montón de estiércol. La psicología del hecho es fácil de entender si se hace el experimento de ver la historia desde dentro. Llega un momento de la tarde en que el niño se cansa de «fingir» su papel de ladrón o de indio y decide entonces perseguir al gato. De la misma forma, llega un momento en la rutina de una civilización ordenada en que el hombre se cansa de jugar a la mitología y de fingir que un árbol es una doncella o que la luna se enamora de un hombre. Y el efecto de este deterioro es igual en todas partes. Lo vemos en la búsqueda de las drogas o del alcohol y en las distintas manifestaciones tendentes a incrementar la dosis. Los hombres buscan pecados más complejos u obscenidades más llamativas como estimulantes a su hastiado sentido y, por ello, se acercan a las locas religiones orientales. Intentan apuñalar sus nervios vitales, como tratando de emular los cuchillos de los sacerdotes de Baal. Caminan en su propio sueño e intentan despertarse a sí mismos con pesadillas.

Incluso en esa etapa de paganismo, por tanto, las canciones y danzas campesinas suenan cada vez más débilmente en el bosque. Y existía una razón por la que se estaba desvaneciendo la civilización campesina o prácticamente se había desvanecido ya del campo. El Imperio, en su recta final, se hallaba cada vez más organizado en ese sistema servil que normalmente sirve para alentar el orgullo. De hecho, era un sistema prácticamente tan servil como los modernos esquemas de organización de la industria. Lo que una vez había sido campesinado se convirtió en mero populacho de la ciudad, dependiente del pan y circo, lo que nos trae a la memoria otro tipo de populacho dependiente de subsidios y de cines. En esto, como en otros muchos aspectos, el retorno moderno al paganismo ni siquiera ha sido un retorno a la juventud pagana, sino a su decrepitud. Pero sus raíces eran espirituales en ambos casos, y el espíritu del paganismo se había marchado con sus espíritus domésticos. Su calor se había extinguido con sus dioses domésticos, que se fueron junto con los dioses del jardín, del campo y del bosque. El viejo espíritu del bosque era demasiado viejo, se estaba muriendo. En cierto sentido, es verdad cuando se dice que el dios Pan murió porque Cristo nació. Casi tan verdad, en otro sentido, como que los hombres supieron que Cristo había nacido porque el dios Pan había muerto. La desaparición de la mitología creó un vacío, que hubiera resultado asfixiante de no ser llenado por la teología. Pero, en cualquier caso, la mitología no podría haber durado como la teología. La teología es pensamiento, estemos o no de acuerdo con ella. La mitología nunca fue pensamiento y nadie podría realmente estar de acuerdo o en desacuerdo con ella. Era un mero producto de una inspiración hacia lo fantástico que, una vez ausente, no podía recuperarse. Los hombres no sólo dejaron de creer en los dioses, sino que se dieron cuenta de que nunca habían creído en ellos. Habían cantado sus alabanzas, habían bailado alrededor de sus altares, habían tocado la flauta, habían hecho el tonto.

El crepúsculo sobrevino sobre la Arcadia y las últimas notas de la flauta sonaron tristemente desde el hayedo. En los grandes poemas de Virgilio se percibe ligeramente la tristeza, pero los amores y los dioses domésticos subsistían aún en líneas encantadoras, como las que Belloc escogió para una prueba de comprensión: incipe parve puer risu cognoscere matrem. Pero con ellos lo mismo que con nosotros, la familia humana comenzó a quebrarse ante la organización servil y el agrupamiento de la gente en las ciudades. La multitud urbana se hizo ilustrada, es decir, perdió la energía mental que podía crear los mitos. Alrededor del círculo de las ciudades mediterráneas la gente lloró la pérdida de los dioses y fue consolada con los gladiadores. Y, mientras tanto, algo similar ocurría con esa aristocracia intelectual de la antigüedad que se había dedicado a caminar y que tanto había hablado siempre desde Sócrates y Pitágoras. Comenzaron a demostrar al mundo que caminaban en círculo y que decían lo mismo una y otra vez. La filosofía comenzó a tomarse a broma y a ser aburrida. Aquella artificial simplificación de todo en un sistema u otro, que hemos señalado como uno de los defectos característicos del filósofo, reveló enseguida su finalidad y su futilidad. Toda era virtud, felicidad o destino; todo era bueno o malo. En definitiva, todo era todo, y no había nada más que decir, como ellos sostenían. Por todos lados, los sabios degeneraron en sofistas, es decir, en retóricos a sueldo o expertos en enigmas. Y prueba de ello es que el sabio no se convierte en sofista sino también en mago. El toque de ocultismo oriental comienza a ser muy apreciado en las mejores casas. Y dado que el filósofo se ha convertido en animador social, nada impide que ejerza también el conjuro.

Muchos modernos han insistido en la pequeñez de ese mundo Mediterráneo y en los amplios horizontes que se le podrían haber abierto ante el descubrimiento de los demás continentes. Pero esto no deja de ser una ilusión, una de las muchas ilusiones del materialismo. Los límites que el paganismo había alcanzado en Europa eran los límites de la existencia humana. En el mejor de los casos, los límites en cualquier otro lugar habían sido los mismos. Los estoicos romanos no necesitaron de ningún chino que les enseñara el estoicismo. Los pitagóricos no necesitaron de ningún hindú que los instruyera acerca de la recurrencia, la vida sencilla o la belleza de ser vegetariano. No eran elementos del Este lo que necesitaban, precisamente, pues estaban ya bien surtidos. Los sincretistas estaban tan convencidos como los teosofitas de que todas las religiones son realmente lo mismo. ¿De qué otra forma si no podían haber conseguido extender la filosofía a la par que extendían sus dominios? Cuesta aceptar que pudieran aprender una religión más pura de los Aztecas o sentados a los pies de los Incas del Perú. El resto del intuido era una confusión de barbarie. Es importante recordar que el Imperio Romano era reconocido como el logro más alto de la raza humana y también como el más amplio. Un secreto terrible parecía estar escrito como tras oscuros jeroglíficos en aquellos poderosos trabajos de mármol y piedra, aquellos colosales anfiteatros y acueductos. El hombre no podía hacer más.

No era el mensaje que resplandecía sobre los muros de Babilonia diciendo que encontraron a un rey mendigando o que su reino fue entregado a un extranjero. No era una buena noticia como podían serlo las noticias de la invasión o de la conquista. No había quedado nada que pudiera conquistar Roma, pero tampoco había quedado nada que pudiera mejorarla. Lo más fuerte se estaba haciendo débil. Lo mejor se estaba volviendo peor. Es necesario insistir una y otra vez que muchas civilizaciones se habían fundido en una única civilización mediterránea que era ya universal, pero con una universalidad caduca y estéril. Diversos pueblos habían juntado sus recursos y, sin embargo, todavía no tenían suficiente. Los imperios se habían agrupado en sociedad y, sin embargo, seguían arruinados. Todo lo que cabía pensar a cualquier filósofo auténtico era que, en aquel mar principal, la ola del mundo se había elevado hasta lo más alto, hasta casi tocar las estrellas. Pero su ascenso había tocado a su fin, porque no dejaba de ser la ola del mundo.

La mitología y la filosofía del paganismo habían sido drenadas, literalmente, hasta las heces. Si con la multiplicación de la magia la actividad de los demonios era cada vez más viva, no fue nunca sino una actividad destructiva. Y nos queda sólo un último elemento, un elemento postergado que, sin embargo, viene a ser el primero y principal. Me refiero a esa impresión primaria, sobrecogedora y sutil de que el universo tiene un único origen y un único objetivo, y puesto que tiene un objetivo, debe tener un autor. Lo que pasó con esta gran verdad en la mente de los hombres, en aquel momento, quizás sea más difícil de determinar. Los estoicos lo verían, sin duda, más claro a medida que se abría el cielo encapotado de la mitología y sus nubes se empequeñecían en la distancia. Y algunos de ellos trataron de poner hasta el último momento los cimientos del concepto de la unidad moral del mundo. Los judíos continuaban custodiando celosamente su secreta verdad tras unas elevadas cercas de exclusividad, lo que no impedía que, movidos por un impulso característico de la sociedad y de aquella situación, algunos personajes de moda, especialmente mujeres, abrazaran el judaísmo. Pero en el caso de muchos otros, imagino que se introdujo allí, en este punto, una nueva negación. El ateísmo se hizo posible en ese tiempo anormal, pues el ateísmo es la anormalidad. No es la mera negación de un dogma. Es el opuesto de una verdad grabada en el subconsciente del alma: la conciencia de que existe un significado y una dirección en el mundo que contemplamos. Lucrecio, el primer evolucionista que trató de sustituir la idea de Dios por la de Evolución, había puesto ya ante los ojos de los hombres su danza de brillantes átomos, por los que concebía el cosmos como una creación del caos. Pero no fue su fuerte poesía o su triste filosofía, como imagino, lo que atrajo a los hombre a su punto de vista, sino la impotencia v desesperación con que los hombres sacudían sus puños vanamente hacia las estrellas, mientras veían todo el gran trabajo de la humanidad hundirse lentamente y sin rastro de esperanza en un pantano. Fácilmente podrían llegar a creer que la creación misma no había sido una creación sino una caída perpetua, al ver el espectáculo de las creaciones humanas más grandes y valiosas cayendo por su propio peso. Y podrían llegar a imaginar que todas las estrellas eran estrellas caídas, y que los mismos pilares de sus pórticos solemnes se arqueaban bajo una especie de Diluvio imperceptible. Y ante esta disposición de ánimo, resultaba en cierta manera razonable el ateísmo. La mitología podía desvanecerse y la filosofía endurecerse, pero si detrás de ellas hubiera habido una realidad, esa realidad seguramente podría haber sostenido todo aquello que se hundía. No había Dios; si hubiera habido un Dios, seguramente en este preciso momento se habría movido y habría salvado el mundo.

La vida de la gran civilización continuó con aburrida laboriosidad e incluso con aburrido carácter festivo. Era el fin del mundo, y lo peor de todo era que no necesitaba acabar nunca. Se había realizado un compromiso de conveniencia entre los multitudinarios mitos y religiones del Imperio: que cada grupo adorara libremente con tal de cumplir con un requisito formal de agradecimiento a la tolerancia del Emperador, arrojando un poco de incienso sobre su título oficial de Divo. Naturalmente, no había ninguna dificultad en aquello, o más bien pasaría mucho tiempo antes de que el mundo se diera cuenta de que sí había existido un pequeño obstáculo en todas partes. Algunos miembros de una secta oriental, una sociedad secreta o algo parecido, andaban provocando cierto escándalo en algunos lugares sin que nadie acertara a comprender muy bien el por qué. El incidente volvió a repetirse y comenzó a causar una irritación desproporcionada ante un hecho tan insignificante. No era cuestión de lo que decía aquella gente de aldea, aunque sus palabras sonaran bastante raro. Decían que Dios había muerto y que ellos mismos lo habían visto morir. Aquello bien podía tratarse de una de las muchas manías producidas por la desesperación de la época, aunque aquellos hombres no parecían especialmente desesperados. Mostraban una alegría poco natural ante aquella circunstancia, y lo justificaban diciendo que la muerte de Dios les había permitido comer su cuerpo y beber su sangre. Según otros relatos, Dios no habría muerto exactamente después de todo, sino que, ante la desorientada imaginación de aquellos hombres, una serie de acontecimientos fantásticos habrían rodeado su entierro —el sol cubriéndose de negro— y finalmente, la omnipotencia muerta, saliendo de la tumba, se habría alzado de nuevo como el sol. Pero no era lo curioso de la historia lo que atraía la atención de la gente. La gente de aquel mundo había visto suficientes religiones extrañas como para llenar un manicomio. Había algo chocante en el tono y en la formación de aquellos chiflados. Formaban un grupo heterogéneo de bárbaros, esclavos, pobres y gente poco importante, pero su formación era militar. Se movían juntos, con una total seguridad acerca de las personas o elementos que formaban parte de su pequeño sistema y con una actitud férrea y al mismo tiempo abierta con respecto a sus palabras. Acostumbrados como estaban los hombres de aquella época a tantas mitologías y a tantas morales, no eran capaces de sacar nada en claro de aquel misterio, salvo que aquellos hombres querían decir lo que decían. Todos los intentos de hacerlos entrar en razón en lo que se refería a un asunto tan sencillo como el de la estatua del Emperador, parecían palabras dirigidas al viento. Era como si un nuevo meteoro de metal hubiera caído sobre la tierra. Había en él una sustancia diferente al tacto, pero los que la tocaban creían estar palpando una roca.

Con extraordinaria rapidez, como ocurre en los sueños, las proporciones de las cosas parecían cambiar en su presencia. Antes de que la mayoría de los hombres supieran qué había sucedido, aquel reducido grupo de hombres se hallaba visiblemente presente. Eran lo suficientemente importantes como para empezar a ignorarlos. La gente, de repente, dejó de hablar de ellos y comenzó a sentirse incómoda al caminar a su lado. Al descorrer las cortinas del escenario del mundo, podemos contemplar una nueva escena, en la que estos hombres y mujeres aparecen en el centro de un gran espacio como leprosos. Pero la escena cambia de nuevo y el gran espacio donde se encuentran muestra a cada lado una nube de testigos, una interminable serie de terrazas cubiertas de rostros y la mirada fija en sus personas, pues cosas extrañas les están sucediendo. Se han inventado nuevas torturas para aquellos chiflados portadores de buenas noticias. Aquella triste y causada sociedad parece encontrar nueva energía al poner en marcha su primera persecución religiosa. Nadie tiene claro por qué aquel mundo equilibrado se lanza de ese modo a perder su equilibrio sobre una gente que vive entre ellos, mientras que éstos permanecen en una actitud increíblemente serena ante la arena y todo ese mundo que gira a su alrededor. Y, en aquella oscura hora, brilló sobre ellos una luz que nunca se ha obscurecido, un luego blanco que se aferra a ese grupo como una fosforescencia extraterrenal, haciendo brillar su rastro por los distintos crepúsculos de la historia y confundiendo todo esfuerzo por confundirlo con las nieblas de la mitología y de la teoría; ese rayo de luz y ese relámpago por el que el mundo mismo le ha golpeado, aislado y coronado; por el que sus propios enemigos le han hecho más ilustre y sus propios críticos le han hecho más inexplicable: el halo del odio alrededor de la Iglesia de Dios.