VI
DEMONIOS Y FILÓSOFOS
Me he extendido ligeramente al tratar de este mundo imaginario del paganismo que ha llenado el mundo de templos y es, por todas partes, el padre de las fiestas populares, para enlazar ahora con otras dos etapas que, a mi entender, preceden a la etapa final del cristianismo en la historia central de la civilización. La primera es la lucha entre este paganismo y otro paganismo más diluido, y la segunda, el proceso por el que el paganismo se hizo menos digno de sí mismo. En este politeísmo tan variado y con frecuencia tan difuso se alojaba la debilidad del pecado original. Los dioses paganos se representaban jugando a los dados con los mortales y, ciertamente, jugaban fuerte. Los hombres nacen desequilibrados, especialmente en lo que se refiere al sexo —casi podríamos decir que nacen locos— y no parecen lograr cordura hasta alcanzar la santidad. Esta desproporción tiró para abajo de las alas de la fantasía y llenó el final del paganismo de la suciedad e inmundicia engendradas por la sensualidad de los dioses. Pero antes hay que tener en cuenta que este tipo de paganismo había librado una batalla con otra clase de paganismo, y esa lucha, de carácter esencialmente espiritual, fue determinante para la historia del mundo. Para entender esto debemos afrontar la revisión de esa otra clase de paganismo. Su estudio puede realizarse sin necesidad de extenderse mucho. De hecho, en algunos aspectos, cuanto menos se diga de él mejor. Si al primer tipo de mitología lo denominamos ensueño, a éste podríamos denominarlo pesadilla.
La superstición reaparece en todas las épocas, especialmente en las racionalistas. Recuerdo cómo, defendiendo la tradición religiosa frente a una mesa entera de distinguidos agnósticos, antes de que finalizara nuestra conversación, cada uno de ellos había sacado de SU bolsillo o mostrado en la cadena del reloj, algún amuleto o talismán del que reconocían no separarse nunca. Yo era la única persona presente que había descuidado proveerse de un fetiche. La superstición se repite en los periodos racionalistas porque se basa en algo que, si no es idéntico al racionalismo, no está muy lejos del escepticismo o, al menos, está muy directamente relacionado con el agnosticismo; algo que es realmente un sentimiento muy humano y comprensible, como las invocaciones locales del numen en el paganismo popular. Y digo que es un sentimiento agnóstico por cuanto está fundado en dos sensaciones: que ignoramos las leyes del universo y que éstas pueden ser muy diferentes a todo lo que llamamos razón. Tales hombres se dan cuenta de esa verdad de que las cosas grandes normalmente giran alrededor de las pequeñas. Cuando les llega una leve insinuación de la tradición o de algún rumor de que un pequeño hecho concreto es la clave de un asunto, hay algo profundo y en ningún modo insensato en la naturaleza humana que les empuja a concederlo crédito. Este sentimiento se da en las dos formas de paganismo que aquí consideramos. Pero al abordar la segunda, nos la encontramos transformada e impregnada de un espíritu diferente y más terrible.
Al ocuparme de ese superficial asunto que llamamos mitología, me he detenido poco en lo que sería su aspecto más discutible: el de saber hasta qué punto la invocación de los espíritus del mar o los elementos pueden convocar los espíritus de las profundidades o, utilizando las palabras de un personaje de Shakespeare, si los espíritus acuden cuando se les invoca. No creo andar muy errado al pensar que este problema, por práctico que pueda parecer, no jugó un papel predominante en la trama poética de la mitología. Sin embargo, parece innegable, a juzgar por las evidencias, que se han dado casos de ese tipo, aun cuando sólo se tratara de apariencias. Pero al adentrarnos en el mundo de la superstición, encontramos, en un sentido más sutil, una sombra de diferencia: una sombra oscura y profunda. Sin duda, la superstición más popular es tan frívola como cualquier mitología popular. Los hombres no creen como dogma que Dios les lanzará un rayo por pasar debajo de una escalera. Sin embargo, se divierten muy a menudo con el no poco laborioso ejercicio de dar un rodeo. En esta actitud no se esconde más que lo que ya he señalado antes: una especie de agnosticismo frívolo acerca de las posibilidades de un mundo tan extraño. Pero hay otra clase de superstición que, definitivamente, busca resultados. Es lo que podríamos llamar superstición realista. Y con ésta, la cuestión de si los espíritus contestan o hacen su aparición, se convierte en algo mucho más serio. Como he dicho, creo que es bastante cierto que a veces lo hacen. Pero, en torno a esto, hay una distinción que ha sido la causa de muchos males en el mundo.
Ya sea porque la Caída haya puesto en contacto a los hombres con una vecindad espiritual poco deseable, o simplemente porque a la disposición impaciente o codiciosa del hombre le resulte más fácil imaginar el mal, creo que la magia negra de la brujería ha tenido un carácter mucho más práctico y menos poético que la magia blanca de la mitología. Imagino que se puso mucho más cuidado en el jardín de la bruja que en el bosque de la ninfa, y que el campo malvado fue aún más fructuoso que el bueno. Para empezar, un cierto impulso, quizá un impulso desesperado, condujo a los hombres hacia el poder de las tinieblas a la hora de tratar de problemas prácticos. Había una especie de sensación secreta y perversa de que los poderes ocultos podían hacer las cosas, y que no había ningún absurdo en hacer aquello. Mas en esta frase se refleja exactamente la cuestión. Los dioses de la mitología estaban rodeados de una fuerte carga de absurdo, en el sentido disparatado y gracioso de la palabra. Pero el hombre que consultaba a un demonio sentía lo que muchos hombres han sentido al consultar a un detective, sobre todo a un detective privado: que aquello era trabajo sucio, pero había que hacerlo. Un hombre no se adentraba en el bosque para encontrarse con una ninfa, sino con la esperanza de encontrarla. Se trataba de una aventura más que de un encuentro. Pero el diablo cumplió con sus compromisos y, en cierto sentido, mantuvo sus promesas, aunque más tarde algún hombre deseara, como Macbeth, que las hubiera roto.
En los testimonios llegados hasta nosotros de muchas razas salvajes o rudimentarias, con frecuencia nos encontramos con que el culto a los demonios se produjo después del culto a las divinidades, e incluso después del culto a una única y suprema deidad. Podemos suponer que en casi todos estos lugares sentían la divinidad suprema como un ser demasiado lejano para atender asuntos de tan poca importancia, y que los hombres invocaban a los espíritus porque eran, en un sentido más literal, espíritus familiares. Pero, con la idea de recurrir a los demonios para conseguir cosas, aparece una nueva idea digna de los mismos. Se podría describir como la idea de ser digno de los demonios, de adecuarse a los requerimientos de su exigente y fastidiosa sociedad. La superstición más leve juega con la idea de que un hecho trivial, un pequeño gesto como el de arrojar sal, puede impulsar el resorte oculto que hace funcionar la misteriosa maquinaria del mundo; como el hecho que, después de todo, se esconde tras la idea del «Ábrete Sésamo». Pero con la invocación a los espíritus infernales llega la noción horrible de que el gesto no sólo debe ser muy pequeño sino al mismo tiempo algo vil; algo semejante a las artes que podría emplear el mono más repugnante por su fealdad y su vileza. Más pronto o más tarde, el hombre cae deliberadamente en el acto más repugnante que él mismo podría imaginar, con la sensación de que su extrema actitud hacia el mal provocará algún tipo de atención o de respuesta en los poderes malignos bajo la superficie de la tierra. Éste es el sentido que tiene la mayor parte del canibalismo en el mundo. Para la mayoría de la gente, el canibalismo no es una costumbre primitiva, ni siquiera bestial. Es algo artificial e incluso artístico, una especie de arte por el arte. Los hombres lo practican no porque no lo consideren horrible, sino precisamente porque lo consideran horrible. Desean, en el sentido más literal, hartarse de horrores. Por esta razón, a menudo nos encontramos con que algunas razas no educadas, como los naturales australianos, no son caníbales, mientras que otras razas mucho más refinadas e inteligentes, como los Maoríes de Nueva Zelanda, pueden serlo en algunos casos. Son lo suficientemente refinados e inteligentes como para caer a veces en una actitud diabólica consciente. Pero si pudiéramos entender sus mentes, o siquiera su lengua, probablemente nos encontraríamos con que no actuaban con ignorancia, es decir, como inocentes caníbales. Lo hacen no porque no sean conscientes de que hacen mal, sino precisamente porque son conscientes de que aquello está mal. Se comportan como un decadente parisino en una Misa negra. Pero la Misa negra tiene que ocultarse ante la presencia de la Misa verdadera. En otras palabras, los demonios han permanecido en lo oculto desde la venida de Cristo a la tierra. El canibalismo de los peores bárbaros tiende a ocultarse frente a la civilización del hombre blanco. Pero antes del cristianismo, y especialmente fuera de Europa, no siempre fue así. En el mundo antiguo los demonios vagaban a menudo por el mundo como los dragones. Podían ser reconocidos y públicamente entronizados como dioses. Sus enormes imágenes se podían colocar en templos públicos en el centro de pobladas ciudades. Y por todo el mundo podemos encontrar el rastro de este hecho llamativo y sólido. Un hecho que la crítica moderna pasa por alto como algo primitivo y temprano en la evolución, cuando, curiosamente, algunas de las mayores civilizaciones del mundo fueron los mismos lugares donde se exaltaban los cuernos de Satán, no solamente hasta las estrellas sino en la cara del sol.
Tomemos como ejemplo a los Aztecas y a los Indios americanos de los antiguos imperios de México y Perú. Eran, por lo menos, tan avanzados como Egipto o China y únicamente tenían menor viveza que esa civilización central que es la nuestra. Pero los que critican esa civilización central —que es siempre su propia civilización— tienen la curiosa costumbre, no sólo de ejercer su legítima obligación al condenar sus crímenes, sino de idealizar desmedidamente a sus víctimas. Pretenden siempre que antes del advenimiento de Europa no existía nada salvo el Edén. Swinburne, en sus Canciones antes de la Salida del Sol, utiliza una expresión referida a España y sus conquistas que siempre me pareció muy extraña. Y nos habla de: «sus pecados e hijos dispersos por tierras sin pecado», y de cómo «hicieron maldito el nombre del hombre y tres veces maldito el nombre de Dios». Puede ser razonable que dijera que los españoles eran pecadores, pero, ¿por qué habría de decir que los americanos del sur no tenían pecado?, ¿por qué había de suponer que este continente estuviera poblado exclusivamente de arcángeles o santos perfectos en el cielo? Hasta en la más respetable comunidad sería algo difícil de admitir. Pero, cuando nos paramos a pensar en lo que realmente sabemos de esa sociedad, el resultado es bastante divertido. Sabemos que los sacerdotes sin pecado de esta gente sin pecado, adoraban dioses sin pecado, que no aceptaban como néctar y ambrosía de su soleado paraíso otra cosa que el sacrificio humano incesante, acompañado de horribles tormentos. En la mitología de esta civilización americana podemos observar también un elemento de oposición o de violencia contra el instinto, como escribiría Dante, que arrastra hacia atrás por todas partes con la fuerza de la religión antinatural de los demonios. Y es un hecho notorio no sólo en lo moral sino también en lo estético. El ídolo americano presentaba un aspecto tan repugnante como les fue posible, de la misma manera que la imagen griega era tan hermosa como había sido posible. Buscaban el secreto del poder, obrando contra su propia naturaleza y la naturaleza de las cosas. Y parecía que aspiraban a llegar algún día a tallar en oro, granito o en la oscura madera rojiza de los bosques, un rostro que liaría romper en pedazos el mismo espejo de los ciclos.
En cualquier caso, está claro que la repintada y dorada civilización de América tropical consintió sistemáticamente en los sacrificios humanos. Y, sin embargo, por lo que sé, no está nada claro que los esquimales consintieran alguna vez en los sacrificios humanos. No estaban suficientemente civilizados. Se encontraban demasiado aprisionados por el blanco invierno y la interminable oscuridad. La gélida penuria reprimió su noble rabia y congeló la genial corriente del alma. Será en días más brillantes y a plena luz del sol donde encontraremos la noble furia rugiendo inconfundible. Será en tierras más ricas e instruidas, donde la genial corriente Huirá por los altares y será bebida por los grandes dioses con antifaces y máscaras, llamados al terror o el tormento por largos nombres cacofónicos que suenan como la risa en el infierno. Fue necesario un clima más cálido y un cultivo más científico para producir estas floraciones; para acercar hacia el sol las largas hojas y las ostentosas llores que dieron el oro, el carmesí y la púrpura a ese jardín que Swinburne compara al Jardín de las Hespérides. Al menos, no había duda acerca del dragón.
No quiero plantear aquí la controversia que se produjo entre España y México, pero creo que puede servirnos para entender la cuestión que se ha de suscitar en estas líneas acerca de Roma y Cartago. En ambos casos se ha dado siempre entre los ingleses la rara costumbre de ponerse del lado opuesto a los europeos y de representar la civilización rival, en frase de Swinburne, como sin pecado, cuando sus pecados clamaban o más bien aullaban al cielo. Pues Cartago fue también una gran civilización; una civilización, de hecho, altamente civilizada. Y Cartago también fundó esa civilización sobre una religión del miedo, expandiendo por todas partes el humo del sacrificio humano. Es normal reprender a nuestra propia raza o religión por faltar a nuestros propios estándares e ideales. Pero es absurdo pretender que cayeron más bajo que otras razas y religiones que profesaron estándares e ideales muy opuestos. En un sentido muy verdadero, el cristiano es peor que el pagano, el español peor que el indio, o incluso el romano, potencialmente, peor que el cartaginés. En un sentido, únicamente, y no precisamente el de ser positivamente peor. El cristiano es peor sólo porque su cometido es el de ser mejor.
Esta imaginación invertida produce cosas de las cuales es mejor no hablar. De algunas de ellas casi se podría hablar sin que fueran conocidas, pues son de ese tipo de atrocidades que parecen inocentes a los inocentes. Son demasiado inhumanas incluso para ser indecentes. Pero sin pararnos demasiado en estos rincones oscuros, debemos hacer notar que en esta tradición de la magia negra parecen repetirse ciertos antagonismos en contra de los hombres. En todas partes podemos intuir, por ejemplo, la presencia de un odio místico a la idea de la niñez. La gente entendería mejor la furia popular contra las brujas si recordaran que la maldad que normalmente se les atribuye era la de impedir el nacimiento de los niños. Los profetas hebreos estaban continuamente recriminando a la raza hebrea por caer una y otra vez en una idolatría que llevaba consigo una guerra similar contra los niños. Probablemente, esta abominable apostasía del Dios de Israel, se produjera más de una vez en Israel en forma de lo que se llama asesinato ritual. Una acción no cometida, por supuesto, por representantes de la religión judaica, sino por instrumentos individuales e irresponsables del diablo que resultaron ser judíos. Este sentido de amenaza de las fuerzas del mal sobre la niñez lo encontramos de nuevo en la enorme popularidad del niño Mártir[38] de la Edad Media. Chaucer no hizo sino dar otra versión de un leyenda inglesa de marcado carácter nacional, al concebir la más malvada de todas las brujas, encarnada en la persona de una mujer extraña y misteriosa observando tras el enrejado de una elevada ventana y escuchando, como el sonido de un arroyo sobre la piedra de la calle, el cauto del pequeño san Hugo.
De todos modos, las especulaciones en torno a este tema se centran, principalmente, en la parte oriental del Mediterráneo, donde los nómadas se habían convertido gradualmente en mercaderes y habían empezado a comerciar con todo el mundo. Realmente, en cuanto a comercio, viajes y extensión colonial, poseía ya algo de imperio mundial. Su tinte púrpura, emblema de su rica pompa y lujo, había empapado las mercancías que serían vendidas entre las apartadas costas de Cornualles y acompañaba las velas que penetraron en el silencio de los mares del Trópico entre todo el misterio de África. El mapa se había teñido verdaderamente de púrpura. Mientras su éxito era mundial, los príncipes de Tiro no se percatarían de que una de sus princesas había condescendido a casarse con el jefe de una tribu llamada Judá, y los mercaderes de su puesto fronterizo no esbozarían más que una leve sonrisa en sus labios semíticos, a la mención de una ciudad llamada Roma. Y, verdaderamente, no hay dos cosas que puedan parecer más distantes no sólo en espacio sino en espíritu que el monoteísmo de la tribu palestina y las virtudes de aquella pequeña república italiana. Existía un único obstáculo entre ellos y ese mismo obstáculo que causó su división ha sido el que los ha unido. Las cosas que podían amar los cónsules romanos y los profetas judíos eran muy diversas e incompatibles, pero había un acuerdo entre ellos respecto a lo que odiaban. Sería muy fácil representar ese odio en ambos casos como algo puramente odioso. Sería fácil hacerse una idea cruda e inhumana de Elías alegrándose de la matanza de los sacerdotes de Baal, o de Catón clamando contra la amnistía de África. Estos hombres tenían sus limitaciones y sus pasiones, pero en su caso, esta crítica es inimaginable y, por tanto, irreal. Hay un hecho olvidado, inmenso e intermedio, que suscitaba entre los vecinos de Oriente y Occidente un mismo furor, y ese algo es el primer objeto de este capítulo.
La civilización de Tiro y Sidón era fundamentalmente práctica. Pocos son los restos de su arte y menos aún de su poesía. Pero tenía el orgullo de ser muy eficiente y siguió, en su filosofía y religión, ese proceso extraño —y a veces secreto— de pensamiento, que hemos observado ya en todos los que buscan resultados inmediatos. En esta mentalidad se encuentra siempre la idea de que existe un atajo para alcanzar el secreto del éxito; algo que conmocionaría al mundo por esa especie de desvergonzada búsqueda de perfección. Era gente que creía, utilizando una frase al uso, en cumplir sus compromisos. En el trato con su dios Moloc tenían siempre cuidado de cumplir sus compromisos. Era una transacción interesante, sobre la cual nos detendremos más de una vez a lo largo de la exposición. Mas, lo que ahora nos interesa, es ver la implicación que esto tuvo en la actitud hacia los niños de la que antes hablamos. Fue precisamente lo que atrajo la furia simultánea del siervo del Dios Único en Palestina y de los guardianes de todos los dioses domésticos de Roma. Esto es lo que desafiaba dos realidades divididas naturalmente por todo tipo de distancia y desunión y cuya unión iba a salvar el mundo.
He llamado a la cuarta y última división de los elementos espirituales en los que dividiría la humanidad pagana con el nombre de Filósofos. Confieso que este apartado ocupa en mi mente muchas cosas que normalmente serían clasificadas de otra manera, y que lo que aquí llamo filosofías, en otros lugares se encontrarán denominadas como religiones. Creo, sin embargo, que mi propia descripción se puede considerar la más realista y no por ello la menos respetuosa. Pero, en primer lugar, debemos acudir a la forma más pura y nítida de la filosofía para tratar de delinear su perfil normal. Y este perfil se ha de buscar en el mundo de los perfiles más puros y claros; esa cultura del Mediterráneo de la que hemos estado considerando las mitologías e idolatrías en los dos últimos capítulos.
El politeísmo, o el aspecto politeísta del paganismo, nunca fue para los paganos lo que el catolicismo es para el católico. No fue nunca una visión del universo que satisficiera todos los aspectos de la vida; una verdad completa y compleja con algo que decir acerca de todo. Satisfacía únicamente uno de los lados del alma humana, el que podemos llamar lado religioso, aunque yo considero más correcto llamarlo el lado imaginativo. Pero éste lo satisfizo y hasta la saciedad. Todo aquel mundo era un tejido de cultos y cuentos entretejidos, sobre el que se bordaba, como hemos visto ya, el hilo negro entre los colores más inocentes; el paganismo más oscuro, que era realmente diabólico. Pero todos sabemos que esto no quiere decir que los paganos no pensaran nada más que en los dioses. Precisamente, porque la mitología sólo satisfacía una disposición de ánimo, convirtieron otras disposiciones en algo totalmente diferente. Y es muy importante darse cuenta de que aquello era totalmente diferente; algo demasiado diferente para ser ¡lógico! algo tan ajeno que no les chocaba. Mientras que una multitud de gente celebraba fastos en honor de Adonis o juegos en honor de Apolo, este o aquel hombre preferiría quedarse en casa y ponerse a pensar una pequeña teoría sobre la naturaleza de las cosas. Y a veces llenaría el tiempo pensando en la naturaleza de Dios o, en su caso, en la naturaleza de los dioses. Pero pocas veces se le ocurriría oponer su teoría sobre la naturaleza de los dioses a los dioses de la naturaleza.
Es necesario insistir en esta abstracción del que sería el primer estudiante de abstracciones. No era tanto un hombre antagonista como distraído. Su hobby podría ser el universo, pero al principio el hobby era tan privado como si se tratara de la numismática o del juego de las damas. Y aún cuando su sabiduría se convirtió en algo de dominio público, y casi una situación política, raramente se situaba en el mismo plano que las instituciones populares y religiosas. Aristóteles, con su colosal sentido común, fue quizás el más grande de todos los filósofos y, sin duda, el más práctico, pero en ningún caso habría puesto al mismo nivel al Absoluto y al Apolo de Delfos, como una religión similar o rival, lo mismo que Arquímedes no hizo de la palanca una especie de ídolo o de fetiche que sustituyera al Paladium de la ciudad. Igualmente, podríamos imaginar a Euclides construyendo un altar a un triángulo isósceles, u ofreciendo sacrificios al cuadrado de la hipotenusa. Mientras que uno meditó acerca de la metafísica, otro lo hizo sobre las matemáticas, ya fuera por amor a la verdad, por curiosidad o por diversión. Pero este tipo de diversión nunca parece haber interferido mucho con la otra clase de diversión: la diversión de bailar o de cantar para celebrar algún romance sobre Zeus convirtiéndose en toro o en cisne. La prueba de que hay cierta superficialidad o falta de sinceridad en el politeísmo popular, es que los hombres podían ser filósofos o incluso escépticos sin entrar en conflicto. Los pensadores podrían remover los cimientos del mundo sin alterar siquiera el contorno de esa nube coloreada que se cernía sobre él.
El hecho es que estos pensadores removieron los cimientos del mundo, a pesar de que un compromiso curioso parecía impedir que removieran los cimientos de la ciudad. Los dos grandes filósofos de la antigüedad se nos presentan como defensores de ideas sanas e incluso sagradas. Sus máximas se leen a menudo como respuestas a preguntas escépticas tan plenamente contestadas que resultan difíciles de recordar. Aristóteles echó por tierra cientos de anarquistas y chiflados adoradores de la naturaleza con la afirmación fundamental de que el hombre es un animal político. Platón anticipó, en cierto sentido, el realismo católico, como lo ataca el nominalismo herético, insistiendo en que las ideas son realidades; que las ideas existen, lo mismo que existen los hombres. A veces, sin embargo, Platón parecía imaginar que existían las ideas por el hecho de no existir los hombres, o que los hombres no merecerían gran consideración allí donde entran en conflicto con las ideas. Tenía algo del sentimiento social que llamamos fabiano, en su ideal de adecuar el ciudadano a la ciudad, como una cabeza imaginaria se ajusta a un sombrero ideal. Y grande y glorioso como ha llegado hasta nosotros, ha sido el padre de todos los maniáticos. Aristóteles anticipó más completamente la cordura sacramental que suponía combinar el cuerpo y el alma de las cosas, pues consideraba la naturaleza de los hombres al mismo tiempo que la naturaleza de la moral, y miraba a los ojos tanto como a la luz. Pero aunque estos grandes hombres eran, en ese sentido, constructivos y conservadores, pertenecían a un mundo donde el pensamiento era libre, hasta el punto de ser imaginativo. De hecho, les siguieron muchos otros grandes intelectos, algunos exaltando una visión abstracta de la virtud, otros interesándose de forma racionalista por la necesaria búsqueda de la felicidad en el hombre. Los primeros se denominaron estoicos, y su nombre se ha hecho proverbial para referirse a uno de los principales ideales morales de la humanidad: el de fortalecer la mente hasta alcanzar una textura capaz de resistir las calamidades o incluso el dolor. Pero, se suele admitir que la mayoría de los filósofos degeneraron en lo que aún llamamos sofistas: una especie de escépticos profesionales que se dedicaban a hacer preguntas incómodas, y recibían una generosa paga por volverse fastidiosos al vulgo. Quizá fuera un parecido accidental con este tipo de graznidos interrogativos lo que causó la impopularidad del gran Sócrates, cuya muerte parece contradecir la tregua permanente entre filósofos y dioses. Pero Sócrates no murió como un monoteísta que denunciara el politeísmo, ni como un profeta que denunciara los ídolos. Leyendo entre líneas, se puede distinguir en su proceso una sensación correcta o equivocada, basada en una influencia puramente personal que afectó a la moral y quizás a la política. El compromiso general se mantuvo: ya fuera el de que los sacerdotes consideraran sus mitos una broma o que los filósofos consideraran sus teorías como una broma. Nunca se produjo ningún choque en el que uno realmente destruyera al otro, y nunca hubo ninguna combinación en la que uno se reconciliara con el otro. Ciertamente, no trabajaron juntos. Si algo se podría decir del filósofo es que era rival del sacerdote. Pero ambos parecían haber aceptado una especie de separación de funciones y seguían formando parte del mismo sistema social. Otra tradición importante desciende de Pitágoras, digno de reseñar por cuanto está situado más cerca de los místicos orientales, de los que hablaremos a su debido tiempo. Pitágoras enseñó una especie de misticismo de las matemáticas, señalando que el número es la realidad última. Pero parece ser que enseñó también acerca de la trasmigración de las almas, como los brahmanes, y que dejó a sus seguidores ciertas recetas tradicionales para vegetarianos y amantes del agua, muy típicas entre los sabios orientales y especialmente practicadas en los salones de moda, como los del Imperio Romano tardío. Pero al tratar de los sabios orientales, y de esa atmósfera diferente que los rodea, nos acercamos a una verdad importante por otro camino.
Uno de los grandes filósofos dijo que sería una buena cosa si los filósofos fueran reyes, o los reyes filósofos. Sin duda, hablaba de algo demasiado bueno para ser verdad, pero que, con no poca frecuencia, ha sido un hecho real. Existe un arquetipo, quizás poco observado en la historia, que podríamos llamar filósofo real. Aparte de los derechos reales, el sabio, aunque no era lo que llamamos un fundador religioso, llegaba con frecuencia a ser algo así como un fundador político. El mejor ejemplo lo encontramos, después de atravesar miles de kilómetros por entre las vastas extensiones asiáticas, en ese maravilloso mundo de ideas e instituciones que tanta sabiduría encierra en algunos aspectos y que solemos despachar con cierta ligereza cuando hablamos de China. El hombre ha servido a dioses de muy diversa índole y se ha confiado lealmente a muchos ideales e incluso ídolos. China es una sociedad que ha elegido creer en el intelecto. Se ha tomado el intelecto seriamente, y es posible que sea la única que lo mantenga en el mundo. Desde una época muy temprana hizo frente al dilema del rey y el filósofo, designando un filósofo para aconsejar al rey. De un individuo que no tenía nada que ver con el mundo, salvo el hecho de ser intelectual, creó una institución pública. Contó y cuenta, por supuesto, con muchas otras realidades del mismo estilo. Crea todos los cargos y privilegios mediante público examen. No tiene nada de lo que llamamos aristocracia. Es una democracia dominada por la inteligencia. Pero lo que nos interesa es que tenía filósofos para aconsejar a los reyes. Y uno de esos filósofos debió ser, sin duda, un gran filósofo y un gran hombre de estado.
Confucio no fue un fundador religioso, ni un profesor de religión y, probablemente, ni siquiera fuera un hombre: religioso. No era ateo, sino más bien lo que llamamos agnóstico. Pero lo realmente esencial es que no tiene sentido hablar de su religión. Es como si al hablar de cómo Rowland Hill[39] estableció el sistema postal o cómo Baden Powell organizó los Boy Scouts, señaláramos la teología como tema principal de la historia. Confucio no estaba allí para traer un mensaje del cielo a la humanidad sino para organizar China, y debió organizaría bastante bien. Las cuestiones morales ocuparon un lugar preeminente en su sistema, pero absolutamente restringido al cuidado de las formas. La particularidad de su esquema y de su país, en contraste con el gran sistema del cristianismo, es su insistencia en la perpetuación de la vida externa con todas sus formas, lo que podría preservar la paz interna. Los que saben cuánto tienen que ver los hábitos con la salud, tanto de la mente como del cuerpo, verán con claridad esta idea. Pero también se darán cuenta de que el culto a los antepasados y la veneración hacia el sagrado emperador eran hábitos y no credos. Es injusto con el gran Confucio decir que fue un fundador religioso. Y aún más injusto decir que no lo fue. Es tan injusto como tomarse la molestia de decir que Jeremy Bentham no fue un mártir cristiano.
Pero hay algunos casos interesantes en los que los filósofos fueron reyes y no, simplemente, amigos de los reyes. No se trata de una combinación accidental, sino que tiene mucho que ver con la función del filósofo. Y en ello podemos encontrar una de las claves de porqué la filosofía y la mitología llegaron casi a una ruptura abierta. No fue sólo porque había un tono ligeramente frívolo en torno a la mitología, sino porque había un tono algo arrogante en torno al filósofo. El filósofo despreciaba los mitos, pero también desdeñaba la multitud, y pensaba que uno y otro se ajustaban perfectamente, Rara vez se identificaba con el pueblo y menos aún con el espíritu que lo animaba. Rara vez lo encontramos entre los demócratas pero, fácilmente, lo encontraremos entre los amargos críticos de la democracia. A su alrededor podía respirarse una atmósfera de ocio aristocrático y humano, y esto hacía que a los hombres de dicha posición les resultara fácil representar el papel de filósofo. Resultaba muy fácil y natural a un príncipe o a una persona distinguida jugar a ser tan filosófico como Hamlet o Teseo en el Sueño de una Noche de Verano. Y, desde épocas muy tempranas, nos encontramos en presencia de estos intelectuales principescos. Uno de ellos, de hecho, nos lo encontramos en una de esas primeras épocas de las que tenemos noticia, sentado en el trono primitivo que miraba al antiguo Egipto.
El interés que existe por el caso de Akenatón, comúnmente llamado el Faraón herético, reside en el hecho de ser el único ejemplo, anterior a la era cristiana, de uno de estos filósofos reales que se propusieron luchar contra la mitología popular en nombre de su filosofía personal. La mayoría de ellos asumieron la actitud de Marco Aurelio, que es, en muchos sentidos, el modelo de monarca y sabio. A Marco Aurelio se le acusa de tolerar el anfiteatro pagano o los martirios cristianos. Pero esto era algo normal, considerando que para este tipo de personas la religión popular estaba al mismo nivel que los circos populares. El profesor Phillimore[40] nos lo describe con un juicio penetrante: «Un hombre bueno y grande y que se dio cuenta de ello». La filosofía del Faraón herético era más ardiente y quizá más humilde. Pues, habida cuenta que su orgullo le impedía luchar, los humildes habían de afrontar la mayor parte de la lucha. De todos modos, era lo bastante sencillo como para tomarse en serio su propia filosofía y, como quien se considera único entre aquellos príncipes intelectuales, asestó una especie de golpe de estado, derribando con gesto imperial los majestuosos dioses de Egipto y alzando para todos los hombres, como un espejo resplandeciente de verdad monoteísta, el disco del sol universal. Tenía también otras ideas interesantes que suelen ser frecuentes en esa clase de idealistas. En el mismo sentido que hablamos de un anglófilo, podríamos decir que era un poco «egiptófilo». Era realista en al arte, puesto que era idealista, y el realismo es más irrealizable que cualquier otro ideal. Pero en el fondo, se cierne ligeramente sobre él la sombra de Marco Aurelio, acechado por la sombra del profesor Phillimore. De lo que nunca se ha librado esta noble clase de príncipe es de ser algo pedante. La pedantería es un olor tan fuerte que persiste hasta entre las marchitas especias de la momia egipcia. Lo que pasó con el Faraón herético, como con muchos otros buenos herejes, fue que, probablemente, nunca se paró a pensar por un momento si había algo en la creencia popular o en los cuentos de la gente que no fuera él mismo. Y, como ya señalamos, realmente lo había. Un hambre verdadera se reflejaba en todos esos característicos elementos locales, esa procesión de divinidades, como enormes animales domésticos, vigilando infatigablemente ciertos lugares encantados en el abundante deambular de la mitología. La naturaleza puede no llamarse Isis, e Isis puede no buscar a Osiris. Pero la naturaleza anda en busca de algo; está buscando siempre lo sobrenatural. Algo mucho más definido iba a satisfacer esa necesidad; pero un monarca dignificado con un disco del sol no la satisfizo. El experimento real fracasó, en medio de una furiosa reacción de supersticiones populares, en las que los sacerdotes se alzaron sobre los hombros de la gente y ascendieron al trono de los reyes.
El siguiente gran ejemplo que tomaré de sabio y príncipe es el de Gautama, el gran señor Buda. Sé que normalmente no se le incluye entre los filósofos, pero cada vez me convenzo más, por toda la información que me llega, que ésta es la interpretación verdadera de su tremenda importancia. Hasta ese momento, fue el más grande y el mejor de aquellos intelectuales nacidos en la púrpura. Su reacción fue quizás la más noble y más sincera de todas las acciones resultantes de esa combinación de pensadores y de tronos: su reacción fue la renuncia. A Marco Aurelio le gustaba decir, con fina ironía, que se podía vivir bien hasta en un palacio, a lo que el más violento rey egipcio concluiría que se podría vivir mejor aún después de una revolución de palacio. Pero el gran Gautama fue el único que probó que podía vivir sin su palacio. Uno cayó en la tolerancia y otro en la revolución. Pero, en el fondo, hay algo más absoluto en la abdicación. La abdicación es, quizás, el único acto realmente absoluto de un monarca absoluto. El príncipe hindú, encumbrado en el lujo y la pompa orientales, se marchó voluntariamente y emprendió la vida de un mendigo. Esto es algo magnífico, pero no es ninguna guerra; no es necesariamente una Cruzada en el sentido cristiano. Con ello no se resuelve la cuestión de si la vida del mendigo era la vida de un santo o la vida de un filósofo. No resuelve la cuestión de si este gran hombre va realmente a entrar en el tonel de Diógenes o en la cueva de san Jerónimo.
Ahora bien, los que parecen haber estudiado a Buda con más detenimiento, y los que escriben con más claridad y mayor rigor intelectual acerca de él, me convencen, al menos, de que sencillamente se trató de un filósofo que fundó una acertada escuela de filosofía, y se vio convertido en una especie de divo o ser sagrado por la elevada atmósfera de misterio y escasa fundamentación científica de todas aquellas tradiciones asiáticas. Llegados a este punto, es necesario decir algunas palabras sobre esa frontera invisible y al mismo tiempo viva que atravesamos al pasar del Mediterráneo al misterio de Oriente.
De ninguna cosa se extrae tan poca verdad como de los tópicos, sobre todo cuando son verdad. Estamos acostumbrados a decir cosas de Asia; cosas ciertas pero que apenas nos sirven porque no entendemos la verdad que encierran. Decimos, por ejemplo, que Asia es arcaica, que mira hacia el pasado o que vuelve la espalda al progreso. El cristianismo mira más hacia el progreso, en cuanto que nada tiene que ver con esa estrecha visión que lo concibe como una interminable queja ante las mejoras políticas. El cristianismo cree, porque así lo cree la cristiandad, que el hombre puede llegar a cualquier parte, en este mundo o en el otro, o por caminos diversos según las doctrinas. Los deseos del mundo pueden ser satisfechos de alguna manera como se satisfacen los deseos, ya sea por una nueva vida, por un viejo amor o por alguna forma de posesión o logro positivo. Para el resto, todos sabemos que existe un ritmo y no un mero progreso en las cosas: las cosas ascienden y caen. Solamente para los cristianos el ritmo es un ritmo libre e incalculable. En la mayor parte de Asia el ritmo se ha solidificado en la repetición. Ya no se trata simplemente de una especie de mundo al revés, ahora se trata de una rueda. Lo que le ha sucedido a toda esa gente tan inteligente y civilizada es que se han visto envueltos en una especie de rotación cósmica, que gira sobre el hueco eje de la nada. Y lo peor del caso es que podría continuar así eternamente. Esto es lo que queremos decir cuando decimos que Asia es arcaica, que da la espalda al progreso o que mira hacia el pasado. Por esto es por lo que contemplamos sus curvadas espadas como si fueran los arcos rotos de esa rueda cegadora, y sus adornos de serpiente, como una serpiente que nunca muere. Es algo que tiene muy poco que ver con el barniz político del progreso.
Cuando el genio de Buda se alzó para ocuparse del asunto, esta especie de sentimiento cósmico lo había impregnado casi todo en Oriente. Aquello era la selva de una mitología extraordinariamente extravagante y casi asfixiante, Es posible, sin embargo, que manifestemos más comprensión hacia esta popular riqueza de folclore que hacia un cierto tipo de pesimismo que podría haberla marchitado. No debemos olvidar que gran parte de la imaginería espontánea oriental es idolatría: adoración literal y concreta de un ídolo. Esto es algo que no se da en el antiguo sistema de los brahmanes, al menos desde su punto de vista. Pero esa sola frase nos trae a la memoria una realidad de mucha mayor importancia: el sistema de castas de la antigua India. Este sistema pudo haber disfrutado de algunas de las ventajas prácticas que tenía el sistema de gremios de la Europa medieval. Pero a diferencia de lo que constituiría una democracia cristiana y, en contraposición a cualquier tipo de aristocracia cristiana, concibe la superioridad social como una superioridad espiritual. Esto, no sólo lo separa radicalmente de la fraternidad del cristianismo, sino que le hace situarse como una poderosa montana de orgullo entre los niveles relativamente igualados del Islam y de China. Y la permanencia de este hecho a lo largo de los siglos no es sino otra muestra de ese espíritu de repetición que ha caracterizado a las épocas desde tiempo inmemorial. Ahora bien, hay otra idea predominante que se tiende a asociar a los budistas, según lo interpretado por los teosofitas, aunque algunos de los budistas más estrictos nieguen la idea y, con mayor desprecio, renieguen de los teosofitas. Pero, ya esté la idea en el budismo o, únicamente, en su lugar de nacimiento, en una tradición o en un budismo transformado, es una idea que se adecua perfectamente a este principio de repetición. Me refiero, por supuesto, a la idea de la Reencarnación.
La reencarnación no es propiamente una idea mística, trascendental o, en ese sentido, una idea religiosa. El misticismo concibe algo que trasciende la experiencia: la religión busca chispazos de un bien mejor o un mal peor que el que pueda ofrecer la experiencia. La reencarnación sólo necesita ampliar las experiencias en el sentido de repetirlas. No es más trascendental para un hombre recordar lo que hizo en Babilonia antes de nacer que recordar lo que hizo en Brixton antes de darse un golpe en la cabeza. Sus sucesivas vidas no necesitan ser más que vidas humanas, independientemente de las limitaciones que la misma vida le pueda imponer. No tiene nada que ver con contemplar a Dios o invocar al diablo. En otras palabras, la reencarnación, como tal, no se escapa necesariamente de la rueda del destino; es, en cierto sentido, la rueda del destino. Y ya se trate de algo que Buda fundó, encontró, o a lo que renunció totalmente cuando lo encontró, la reencarnación es ciertamente algo que forma parte de esa atmósfera asiática en la que él tuvo que desempeñar su papel. Y ese papel fue el de un filósofo intelectual, con una teoría particular sobre la actitud intelectual apropiada ante ese hecho.
Entiendo que los budistas puedan tomar a mal que se mantenga que el budismo es simplemente una filosofía, si se entiende por filosofía un simple juego intelectual como el que jugaban los sofistas griegos, arrojando al aire los mundos y agarrándolos como si fueran bolas. Quizás sería más exacto decir que Buda creó una disciplina metafísica que podríamos denominar disciplina psicológica. Propuso una forma de escape al dolor humano; y lo hizo, sencillamente, librándose del engaño llamado deseo. No sería cuestión de refrenar nuestra impaciencia para conseguir lo que deseamos, o de conseguirlo de una manera mejor o en un mundo mejor. De lo que se trataría es de evitar el mismo deseo. Si alguna vez el hombre se diera cuenta de que no hay realidad y que todo, incluyendo su alma, se diluye a cada instante, anticiparía su desengaño y se haría insensible al cambio, prolongando su existencia hasta es posible hablar de existencia en una especie de éxtasis de indiferencia. Los budistas llaman a esto beatitud y no vamos a detenernos a disentir el hecho. Ciertamente, para nosotros, es algo que no se distingue de la desesperación. No acierto a comprender, por ejemplo, por qué el desengaño respecto al deseo no debería aplicarse tanto a los deseos más benévolos como a los más egoístas. Pues el Señor de la Misericordia parece compadecerse de la gente que vive más que de la que muere. Para el resto, un inteligente budista escribió: «la explicación del budismo chino y japonés popular es que no es budismo». Sin duda, ha dejado de ser una mera filosofía, para convertirse en una mera mitología. Una cosa es cierta: nunca se ha convertido en nada que se pudiera parecer lo más mínimo a lo que llamamos Iglesia.
Podría parecer una broma si dijera que la historia religiosa ha sido como un juego de tres en raya, con ceros y cruces. Unos ceros que no representarían un «vacío», sino los aspectos negativos de un modelo frente a los aspectos positivos dentro. Y aunque este símbolo sea solamente una coincidencia, es una coincidencia que realmente coincide. La mente de Asia se puede representar por un cero redondo, si no en el sentido de la cifra, sí al menos en el de círculo. El gran símbolo asiático de la serpiente con la cola en la boca es una imagen muy perfecta de una idea de unidad y repetición que pertenece a las filosofías y religiones orientales. Es una curva que, en cierto sentido, incluye todo y, en cierto sentido, nada. Confiesa, o más bien se jacta, de que toda disensión es una disensión en círculo. Y aunque la figura no es más que un símbolo, podemos ver qué saludable es el sentido simbólico que lo produce: el símbolo paralelo a la Rueda de Buda normalmente llamado Esvástica. La cruz cristiana dibuja cuatro ángulos rectos señalando audazmente en direcciones opuestas, pero la esvástica es una misma cosa en un acto de volver a la curva recurrente: una cruz retorcida convirtiéndose en rueda. Antes de que rechacemos estos símbolos como si lucran símbolos arbitrarios, debemos recordar la intensidad del instinto imaginativo que los produjo o los seleccionó tanto en Oriente como en Occidente. La cruz se ha convertido en algo más que una recuerdo histórico: transmite, casi como por un diagrama matemático, la verdad acerca del punto en cuestión: la idea de un conflicto que se estira hacia la eternidad. Es cierto y al mismo tiempo tautológico decir que la cruz es la clave de todo el asunto.
En otras palabras la cruz, tan bien como la figura, representa la idea de salir de ese círculo que es a la vez todo y nada. La cruz escapa a la argumentación circular por la que lodo empieza y termina en la mente. Y puesto que tratamos con símbolos, nos puede servir para ilustrar este hecho esa historia que, en forma de parábola, se cuenta de san Francisco: que los pájaros que recibían su bendición se iban volando hacia los límites infinitos de los cuatro vientos del cielo, dejando tras de sí el rastro de una extensa cruz sobre el cielo. Así, mientras la forma de la cruz cristiana es el reflejo de la libertad del vuelo de aquellos pájaros, la forma de la esvástica es como la de un gato que persigue su cola. Utilizando una alegoría más popular, podríamos decir que cuando san Jorge atravesó con su lanza las quijadas del monstruo, rompió la monótona soledad de la serpiente que se devoraba a sí misma y le dio algo para morder que no fuera su propia cola. Pero aunque se pudieran utilizar muchas imágenes como figuras de la verdad, la verdad misma es abstracta y absoluta; aunque a veces no es fácil de representar si no es utilizando tales figuras. El cristianismo no apela a una verdad sólida fuera de sí misma; a algo que en ese sentido es externo así como eterno. Se basa en la realidad de las cosas o, en otras palabras, defiende que las cosas son realmente cosas. En esto el cristianismo está de acuerdo con el sentido común, pero la historia religiosa demuestra que este sentido común perece allí donde no está el cristianismo pura preservarlo.
Ciertamente, no es posible que exista o que perdure que el puro pensamiento no es capaz de mantenerse sano. En cierto sentido, se convierte en algo demasiado simple para ser sano. La tentación de los filósofos es la simplicidad más que la sutileza. Se ven atraídos por las simplificaciones insanas, como el hombre suspendido sobre el abismo se ve fascinado por la muerte, la nada y el vacío. Fue necesaria otra clase de filósofo capaz de mantener el equilibrio sobre el pináculo del templo sin arrojarse abajo. Una de estas explicaciones obvias —demasiado obvias— es que todo es un sueño y un engaño, y no hay nada fuera del yo. Otra es que todas las cosas se repiten; otra, que atribuyen a los budistas y es ciertamente oriental, es la idea de que nuestro problema radica en la creación en lo que se refiere a la diferencia de razas y caracteres, y que nada se arreglará mientras no seamos todos fundidos en una unidad. En pocas palabras, según esta teoría la Creación fue la Caída. Esta teoría tiene gran importancia desde el punto de vista histórico porque se quedó almacenada en el oscuro corazón de Asia y fue surgiendo en diversos momentos y bajo formas variadas sobre las débiles fronteras de Europa. Allí encontramos la misteriosa figura de Manes o Maniqueo, el místico de la inversión, al que deberíamos llamar pesimista y que fue padre de muchas sectas y herejías. En otro lugar más alto, distinguimos la figura de Zoroastro. Popularmente se ha identificado a éste, con otra de esas explicaciones simplistas, con la igualdad del bien y el mal, equilibrados y en lucha, hasta el mínimo átomo. Y. formando parte también de la escuela de los sabios que podemos denominar místicos, procedente del mismo misterioso jardín persa, llegó sobre una pesadas alas, Mitras, el dios desconocido, para turbar el último crepúsculo de Roma.
Aquel círculo o disco del sol colocado en los albores del mundo por el remoto egipcio, fue un espejo y un modelo pura todos los filósofos. Sacaron muchas cosas de él y algunas veces se volvieron locos por su culpa, sobre todo, cuando el círculo se convirtió, como en estos sabios orientales, en una rueda que daba vueltas y vueltas alrededor de sus cabezas. Pero, lo que nos interesa de ellos es que piensan que la existencia se ha de representar por medio de diagramas en lugar de dibujos: y los rudimentarios dibujos de los creadores de mitos infantiles son una especie de protesta cruda y enérgica contra esa visión. No se acaban de creer que la religión no sea realmente un modelo sino un cuadro. Y menos aún que se trate de un cuadro de algo que realmente existe fuera de nuestras mentes. A veces, la filosofía pinta el disco todo de negro y se llama a sí misma pesimista; otras veces lo pinta lodo de blanco y se proclama optimista; otras veces lo divide exactamente en dos mitades, una blanca y otra negra, y se llama a sí misma dualista, como aquellos místicos persas, a quienes desearía hacer justicia de tener espacio suficiente. Ninguno de aquellos filósofos podía entender una realidad que empezó a dibujar proporciones como si fueran verdaderas y dispuestas de una manera que el proyectista matemático consideraría desproporcionada. Como el primer artista de la cueva, aquello revelaba a los ojos incrédulos la idea de un nuevo propósito en lo que parecía un patrón violentamente retorcido. Parecía estar distorsionando su diagrama, cuando empezaron a delinearse, por primera vez en la historia, los trazos de una forma y de un Rostro.