V

HOMBRES Y MITOLOGÍAS

Lo que aquí se llaman dioses podríamos llamarlos, casi mejor, ensueños. Compararlos a los sueños no implica negar que los sueños puedan convertirse en realidad. Ni compararlos a los relatos de viajeros quiere decir que estos relatos no puedan ser auténticos o contener, al menos, alguna verdad. En realidad, los dioses vienen a ser como una especie de cuentos que el viajero se cuenta a sí mismo. Toda la trama mitológica pertenece a la parte poética de los hombres. Parece curiosamente olvidado hoy en día que el mito es una obra de la imaginación y, por tanto, una obra de arte. Es necesario un poeta para crearla. Y es necesario también un poeta para criticarla. Y, como lo prueba el origen popular de tales leyendas, hay más poetas que no poetas en el mundo. Pero, por alguna razón que nunca me han explicado, sólo una minoría de no poetas tiene licencia para hacer estudios críticos de dichos poemas populares. A nadie se le ocurrirá la peregrina idea de entregar un soneto o una canción a un matemático para que se la valore. Sin embargo, mucha gente parece aceptar la idea, igualmente fantástica, de que las costumbres populares pueden tratarse como ciencia. No es posible apreciar estas cosas si no se las considera desde un punto de vista artístico. Cuando el polinesio le dice al profesor que hubo un momento en que no existió nada salvo una gran serpiente emplumada, a menos que aquel erudito sienta una cierta emoción y el deseo de que aquello sea verdad, no tendría por qué hacer ningún juicio sobre el asunto. Si otra persona le asegurara, basándose en la autoridad de un iroqués, que un héroe primitivo metió el sol, la luna y las estrellas en una caja; a menos que, como un niño, se pusiera a agitar nerviosamente los brazos y las piernas por el encanto de dicha fantasía, aquello no le aportaría nada en absoluto. Esta prueba no es absurda. Los niños primitivos y los niños bárbaros ríen y patalean como los demás niños y es necesaria una cierta simplicidad para hacerse una idea de la infancia del mundo. Cuando Hiawatha, jefe de los iroqueses, escuchara a su nodriza que un guerrero lanzó a su abuela hacia la luna, se reiría como cualquier niño inglés a quien su nodriza le contara que una vaca saltó sobre la luna. El niño se da cuenta de las bromas igual que la mayoría de los hombres, y aún mejor que muchos hombres de ciencia. Pero la prueba definitiva para apreciar lo fantástico es la congruencia de lo incongruente. Una prueba que ha de parecer necesariamente arbitraria por el hecho de ser puramente artística. Si algún estudiante me dijera que el pequeño Hiawatha sólo se reía por respeto a la costumbre tribal de sacrificar ancianos a fin de ajustarse a sus necesidades económicas, le diría que no fue así. Si algún otro me dijera que la vaca saltó sobre la luna únicamente porque una novilla fue sacrificada a Diana, le respondería que no fue así. Aquello sucedió así porque resultaba lo más lógico, en una vaca, que saltara sobre la luna. La mitología es un arte perdido, una de las pocas artes que realmente se ha perdido, pero es un arte. El cuerno aplicado a la luna y a un imbécil forman un modelo armonioso y hasta sencillo. Y arrojar a la abuela por los aires podría atentar contra la buena educación, pero es perfectamente compatible con el buen gusto artístico.

Los científicos apenas entienden, como lo hacen los artistas, que una de las caras de lo hermoso es lo feo. No toleran la legítima libertad de lo grotesco. Y rechazarán un mito salvaje como algo burdo, tosco y como una prueba evidente de degradación, porque no tiene toda la belleza de Mercurio, mensajero de los dioses, sobre lo alto de una colina, cuando posee toda la belleza de un Quasimodo. La prueba suprema de un hombre prosaico es su constante insistencia en que la poesía debe ser poética. El humor se encuentra a veces presente tanto en el tema como en el estilo de la fábula. Los aborígenes australianos, considerados los más rudos salvajes, poseen una historia de una rana gigante que se tragó el mar y todas las aguas del mundo y que, para poder expulsarlas, necesitaba que alguien la hiciera reír. Uno tras otro, todos los animales desfilaron en su presencia, realizando las mayores bufonadas, pero ninguno conseguía hacerla reír. Por fin, una anguila, que se sostenía en equilibrio sobre el extremo de la cola poniendo en juego la dignidad de su porte, logró el efecto deseado. Muchas páginas de buena literatura fantástica se podrían escribir a partir de esta fábula. La filosofía se esconde tras esa visión de un mundo seco, a la espera del benéfico Diluvio de la risa. La imaginación se desborda ante ese montañoso monstruo que irrumpe como un volcán acuoso. Y es divertido imaginar los ojos de la rana saliéndose de sus órbitas a la vista del pelicano o del pingüino. La rana finalmente se rió, pero el estudiante de las costumbres populares continúa serio.

Por otra parte, ni siquiera las fábulas que son inferiores al arte pueden ser juzgadas adecuadamente por la ciencia y, menos aún, consideradas como ciencia. Algunos mitos son muy toscos e inexplicables, como los primeros garabatos de los niños, pero el niño está intentando dibujar. Es un error, sin embargo, tratar su dibujo como si fuera un diagrama, o un pretendido diagrama. El estudiante no puede hacer una afirmación científica acerca del salvaje, puesto que el salvaje no hace ninguna afirmación científica sobre el mundo. Lo que nos transmite es algo muy diferente, lo que podríamos llamar la comidilla de los dioses. Y podemos decir que es algo en lo que se cree antes de tomarse el trabajo de examinarlo o que se acepta incluso antes de creerlo.

Confieso que tengo mis dudas acerca de la teoría sobre la difusión de los mitos o, como ocurre normalmente, de un mito único. Es verdad que existe algo en nuestra naturaleza y nuestras condiciones de vida que hace que muchas historias sean similares, pero cada una de ellas puede ser original. Un hombre no pide prestada la historia a otro hombre, aunque pueda contarla por el mismo motivo que aquél. Resultaría fácil aplicar toda esta disensión a la literatura y convertirla en una vulgar obsesión por el plagio. El rastro de un concepto como el de la Rama Dorada de Virgilio sería tan fácil encontrarlo entre las novelas modernas como entre los antiguos mitos tribales. Un ramo de flores se puede encontrar repetidas veces, desde Becky Sharpe[32] en La Feria de las Vanidades al ramillete de rosas enviado por la princesa de Ruritania. Pero, aunque estas flores puedan brotar del mismo suelo, no es la misma flor marchita arrojada de mano en mano. Aquellas flores son siempre frescas.

Con demasiada frecuencia se descubre el verdadero origen de los mitos. Hay demasiadas llaves que abren las puertas de la mitología, lo mismo que hay demasiados criptogramas en Shakespeare. Todo hace relación a lo fálico o al tótem; todo es tiempo de siembra y de cosecha: todo son fantasmas y ofrendas funerarias; todo es el ramo dorado del sacrificio; todo es el sol y la luna; todo es todo. Los estudiosos de las costumbres populares con algún conocimiento más que los de su propia obsesión, junto a otras personas de mayor cultura y sentido crítico, como Andrew Lang[33], han confesado que el desconcierto provocado por estas cosas dejó su cerebro totalmente revuelto. Con todo, el problema viene de intentar mirar esas historias desde fuera, como si se tratara de objetos científicos. Lo que hay que hacer es mirarlos desde dentro y preguntarse cómo comenzar una historia. Una historia puede empezar con cualquier cosa y encaminarse a cualquier sitio. Puede empezar con un pájaro sin necesidad de que el pájaro sea un tótem; puede comenzar con el sol sin necesidad de que se trate de un mito solar. Se dice que existen solamente diez argumentos en el mundo. Lógicamente habrán de darse elementos comunes y recurrentes. Pon a diez mil niños a hablar al mismo tiempo diciendo disparates sobre lo que hicieron en el bosque, y no será difícil encontrar paralelismos que sugieran el culto al sol o los animales. Algunas de estas historias serán bonitas, otras estúpidas y otras quizá muy malas; pero la única forma de juzgarlas es como historias. Y como diríamos con terminología moderna, sólo pueden ser juzgadas desde el punto de vista estético. Es curioso que a la estética, o a la mera sensación, a la que ahora se le dan licencias —donde no tiene derecho alguno— para arruinar la razón con el pragmatismo y la moral con la anarquía, no se le permita en cambio dar un juicio puramente estético sobre lo que es, obviamente, una cuestión puramente estética. Podemos utilizar la imaginación para todo, salvo para los cuentos de hadas.

Ahora bien, el hecho principal es que la gente sencilla tiene las ideas más sutiles. Todos deberían saber esto, pues todos han sido niños. En su ignorancia, el niño sabe más de lo que dice y siente, no sólo de lo que sucede a su alrededor sino también de los aspectos sombríos. Y en el caso de la mitología hay varios aspectos sombríos. No es capaz de entender esto quien antes no ha sufrido, como el artista, para encontrar un cierto sentido y una cierta historia en la belleza de lo que le rodea: quien no ha sentido su misma avidez de secretos y su mismo enfado ante una torre o un árbol que escapa con su cuento inexplicado. El artista siente que nada es perfecto a menos que sea personal. Sin eso, la ciega belleza inconsciente del mundo se mantiene erguida en su jardín como una estatua sin cabeza. Sólo se necesita ser un poeta menor para poder luchar con la torre o el árbol hasta que éste comienza a hablar con la fuerza de un titán o de una dríada. A menudo, se dice que la mitología pagana era una personificación de las fuerzas de la naturaleza. La frase en cierto sentido es verdad, pero no deja de ser poco afortunada ya que, si las fuerzas son abstracciones, la personificación se convierte en algo artificial. Los mitos no son alegorías. Las fuerzas naturales no son, en este caso, abstracciones. No es como si hubiera un Dios de la Gravedad. Podría haber un genio de la cascada, pero no de la caída, y menos aún del agua, sin más. La ausencia de personificación no es de algo impersonal. La personalidad perfecciona el agua aportándole significado. Papá Noel no es una alegoría de la nieve y del acebo. No es simplemente nieve a la que artificialmente se la da forma humana, como a un muñeco. Es algo que aporta un nuevo significado a la blancura del mundo y a los árboles de hoja perenne, hasta el punto de que la nieve misma parece cálida en lugar de fría. La prueba, por tanto, es puramente imaginativa. Pero imaginativo no significa imaginario. No se sigue de esto que todo es lo que los modernos llaman subjetivo, cuando quieren referirse a lo falso. El verdadero artista advierte, consciente o inconscientemente, que toca verdades transcendentales, que sus imágenes son sombras de cosas que se contemplan como a través de un velo. En otras palabras, el que ha nacido místico sabe que allí hay algo; algo se esconde tras las nubes o en el interior de los árboles. Pero cree que la búsqueda de la belleza es la manera de encontrarlo. Y la imaginación es una especie de hechizo que puede hacerlo surgir.

Ahora bien, si no comprendemos este proceso en nosotros mismos, mucho menos lo comprenderemos en nuestros antepasados más remotos. El peligro de clasificar las cosas es que puede parecer que se comprenden. Una excelente obra como La Rama Dorada[34], por ejemplo, producirá en muchos lectores la impresión de que la historia del corazón de un gigante, encerrado en una cajita o en una cueva, lo único que significa es una superstición estúpida y superficial que el autor denomina «alma externa». Pero no sabemos lo que significan estas cosas, sencillamente porque no sabemos lo que nosotros mismos queremos decir cuando nos sentimos movidos por ellas. Supongamos que alguien en una historia dice: «Coge esta flor y una princesa morirá en un castillo al otro lado del mar». No sabemos por qué algo se agita en el subconsciente, o por qué lo que es imposible parece casi inevitable. Supongamos que otra historia nos cuenta: «Y en el mismo instante en que el rey apagó la vela, sus naves naufragaron lejos de la costa de las Hébridas». No sabemos por qué, la imaginación ha aceptado esa imagen antes de que la razón pueda rechazarla; o por qué tales correspondencias parecen coherentes con algo dentro del alma. Cosas muy profundas en nuestra naturaleza, una pálida percepción de la dependencia de las cosas grandes respecto a las pequeñas, una velada sugerencia de que las cosas más cercanas a nosotros se encuentran más allá de nuestras fuerzas naturales; un sentir sagrado de lo mágico en las cosas materiales y muchos otros sentimientos que pasan, desapareciendo progresivamente, están en una idea como la del alma externa. Las fuerzas naturales en los mitos de los salvajes son como las fuerzas naturales expresadas en las metáforas de los poetas. El alma de dichas metáforas es, con frecuencia, del mismo tipo que un alma externa. Los grandes críticos han comentado que en los mejores poetas el símil muchas veces es una imagen que parece no tener nada que ver con el texto. Es algo tan irrelevante como lo puede ser el remoto castillo con respecto a la flor, o la costa de las Hébridas con respecto a la vela. Shelley compara la alondra a una mujer joven en lo alto de una torre, a una rosa en medio de un espeso follaje, a una serie de cosas que parecen ser tan diferentes de una alondra en el cielo como cualquier cosa que podamos imaginar. Supongo que la parte más fuerte de magia pura en literatura inglesa es el pasaje, tantas veces citado en El Ruiseñor de Keats, en el que habla de las ventanas que se abren sobre la peligrosa espuma. Y a nadie se le ocurre decir que la imagen no parece venir de ninguna parte, que aparece repentinamente después de algunas observaciones casi igualmente irrelevantes sobre Ruth, y que eso no tiene absolutamente nada que ver con el tema del poema. Si hay algún lugar en el mundo en el que nadie esperaría encontrar un ruiseñor es sobre el alféizar de una ventana junto a una playa. Y de la misma forma, nadie esperaría encontrar el corazón de un gigante en una caja en el fondo del mar. Ahora bien, sería muy peligroso clasificar las metáforas de los poetas. Cuando Shelley dice que la nube se levantará «como un niño desde su seno, como un fantasma desde la tumba», sería posible considerar al primero como un caso del tosco mito del nacimiento primitivo y, al segundo, como una supervivencia del culto a los fantasmas que se convirtió en culto a los antepasados. Pero no es ésta la manera correcta de interpretar una nube; y es probable que dejara a los estudiosos —como a Polonio— dispuestos a encontrar la nube parecida a una comadreja o muy parecida a una ballena.

Dos hechos se desprenden de esta psicología de los ensueños, que se deben tener presentes a lo largo de su desarrollo en las mitologías e incluso en las religiones. En primer lugar, estas impresiones de la imaginación son generalmente de carácter exclusivamente local. Lejos de ser abstracciones convertidas en alegorías, son a menudo imágenes convertidas prácticamente en ídolos. El poeta siente el misterio de un bosque particular, no de la ciencia forestal o del organismo encargado de los árboles y de su entorno. Adora la cima de una montaña particular, no la idea abstracta de altitud. De esta forma, nos encontramos con que el dios no es simplemente agua sino, con frecuencia, un río especial. Puede ser el mar, porque el mar es único como una corriente de agua: el río que corre alrededor del mundo. En el fondo, muchas deidades se hacen más grandes en los elementos que las representan, pero son algo más que omnipresentes. Apolo no habita únicamente allí donde el sol brilla; su hogar está en la roca de Delfos. La grandeza de Diana es tanta como para estar en tres lugares al mismo tiempo: tierra, cielo e infierno, pero «más grande es la Diana de los efesios». Este sentimiento localizado tiene su mínima expresión en el simple fetiche o talismán, como el que los automovilistas colocan en sus coches. Pero puede también cristalizar en algo como una religión seria y elevada, con serios y elevados deberes; o derivar en los dioses de la ciudad o incluso los dioses del hogar. La segunda consecuencia es ésta: que en estos cultos paganos se da toda sombra de sinceridad y de insinceridad. Exactamente, ¿en qué sentido pensaba un ateniense que debía sacrificar a Palas Atenea? ¿Qué erudito está realmente seguro de la respuesta? ¿En qué sentido pensaba el Dr. Johnson que tenía que tocar todos los postes de la calle o que tenía que recoger las mondas de la naranja[35]?. ¿En qué sentido un niño piensa que debería pisar las baldosas de forma alterna? Dos cosas son al menos bastante claras. La primera, que en épocas más simples y menos conscientes de sí mismas estas formas podían llegar a ser más sólidas sin necesidad de llegar a ser más serias. Los ensueños se podían dar en pleno día, con más libertad de expresión artística, pero quizá con algo del titubeante paso del sonambulista. Cubrid al Dr. Johnson con un antiguo manto, coronadlo —con su permiso— de guirnaldas, y lo veréis desenvolverse con gran pompa bajo esos cielos antiguos de la mañana, tocando una serie de postes sagrados esculpidos con cabezas de dioses extraños, que limitan la tierra y la vida de los mortales. Dejad que un niño libre de los mármoles y mosaicos de algunos templos clásicos juegue en un piso totalmente enlosado con recuadros de blanco y negro y, pronto, a los ojos de su ociosa y fugitiva imaginación, aquel lugar se convertirá en un lugar perfecto para bailar con un ritmo grave y armonioso. Pero los postes y las losas son tan reales como lo son en la actualidad. No son algo más serio por el hecho de que nos los tomemos más en serio. Poseen la misma sinceridad que siempre poseyeron, la sinceridad del arte como símbolo que expresa verdades espirituales bajo la superficie de la vida. Una sinceridad entendida en sentido artístico, no en sentido moral. La excéntrica colección de mondas de naranja podría convertirse en naranjas en un festival Mediterráneo o en manzanas doradas en un mito Mediterráneo. Pero nunca están en el mismo plano, con la diferencia que existe entre dar la naranja a un mendigo ciego y colocar con cuidado la monda de naranja de forma que el mendigo pueda caerse y romperse la pierna. Entre estas dos cosas hay una diferencia de especie y no de grado. El niño no considera incorrecto pisar sobre las baldosas como considera incorrecto pisar la cola de un perro. Y cualquiera que fuese la broma, sentimiento o fantasía que indujo por primera vez a Johnson a tocar los postes de madera, no tocó jamás la madera con el sentimiento profundo que le haría tender sus brazos a la madera de aquel árbol terrible sobre el que se produjo la muerte de Dios y la vida del hombre.

Como ya he señalado, esto no significa que no hubiera realidad o sentimiento religioso en semejante disposición. La Iglesia católica ha asumido con un éxito deslumbrante la tarea de proporcionar a la gente tradiciones locales y ritos más sencillos. En la medida en que esta clase de paganismo era inocente y estaba en contacto con la naturaleza, no hay razón por la que hubiera de ser protegida por los santos patrones tanto como por los dioses paganos. Y, en cualquier caso, hay grados de seriedad en la más natural de las simulaciones. Es totalmente diferente imaginar que existen hadas en el bosque —lo que normalmente sólo significa imaginarse un determinado bosque adecuado para las hadas— a adentrarnos en uno y pasar temerosamente por una casa que creemos que está encantada. Detrás de todo esto está el hecho de que la belleza y el terror son cosas muy reales y relacionadas con un mundo espiritual real, y todo lo que sea acercarse a ellas, ya sea movido por la duda o la fantasía, es revolver en las cosas profundas del alma. Todos entendemos esto y los paganos también lo entendieron. Lo que ocurre es que el paganismo no revolvió el alma salvo con estas dudas y fantasías y, como consecuencia, hoy día no contamos más que con dudas y fantasías acerca del paganismo. Los mejores críticos coinciden en señalar que los poetas más grandes, en la Hélade pagana, por ejemplo, tenían una actitud hacia sus dioses que es bastante extraña y desconcertante para los hombres de la era cristiana. Parece admitirse la existencia de un conflicto entre la divinidad y el hombre, pero todos parecen tener dudas acerca de quién es el héroe y quién es el traidor. Esta duda no se aplica simplemente a un escéptico como Eurípides en Las Bacantes, sino a un conservador moderado como Sófocles en Antígona, o incluso a un reaccionario como Aristófanes en Las Ranas. Algunas veces podría parecer que los griegos creían en todas las cosas con actitud reverente, aunque en el fondo no tenían a nadie a quien reverenciar. El punto clave de esta confusión está en toda esa imprecisión y variación que surge del hecho de que todo comenzó por la fantasía y los sueños, y no hay leyes que permitan edificar un castillo en las nubes.

Éste es el poderoso árbol lleno de ramificaciones que llamamos mitología, que extiende sus ramas por todo el mundo. De sus lejanas ramas y bajo diferentes cielos cuelgan, como pájaros de diversos colores, los suntuosos ídolos asiáticos y los absurdos fetiches africanos, los reyes y princesas de los bosques de hadas, los dioses lares latinos de las viñas y olivos y, sobre las nubes del Olimpo, la llamante supremacía de los dioses griegos. Éstos son los mitos, y aquél que no comprenda los mitos tampoco comprenderá a los hombres. Pero el que mejor comprenda los mitos se dará más perfecta cuenta de que no son, ni nunca han sido, una religión, a la manera que entendemos que el cristianismo o el Islam son una religión. Ciertamente, comparten algunas de las características propias de una religión, como la necesidad de unir la festividad a la formalidad, fijando unos actos concretos para determinadas fechas. Pero, aunque los mitos puedan proporcionar al hombre un calendario, no le proporcionarán un credo. Nadie se levanta y dice: «Creo en Júpiter, Juno y Neptuno, etc.», igual que un cristiano se levanta y dice: «Creo en Dios Padre Todopoderoso», añadiendo lo que resta al Credo de los Apóstoles. Muchos paganos creían en unos dioses y no en otros, o creían más en unos y menos en otros, o manifestaban un vago sentimiento poético hacia alguno de ellos. No hubo ningún momento en el que todos se agruparan en una Orden ortodoxa cuyos integrantes estuvieran dispuestos a luchar y a ser torturados por mantener intacto su ideal. Y. menos aún, diría nadie: «Creo en Odín, Thor y Freya», pues fuera del Olimpo, su misma Orden es incierta y caótica. Tengo claro que Thor no era un dios en absoluto, sino un héroe. Natía parecido a una religión, representaría a alguien semejante a un dios andando a tientas como un pigmeo en una enorme cueva, que resultara ser el guante de un gigante[36]. Es la gloriosa ignorancia llamada aventura. Es posible que Thor hubiera sido un gran aventurero, pero llamarlo dios es como intentar comparar a Yahveh con el protagonista de un cuento infantil. Odín, por su parte, parece que fue un auténtico jefe bárbaro, probablemente de la época medieval. Los contornos del politeísmo se confunden con los cuentos de hadas y las reminiscencias bárbaras. No es como el monoteísmo defendido por serios monoteístas; es algo que satisface la necesidad de invocar un nombre superior o un hecho memorable, como ante el nacimiento de un niño o la liberación de una ciudad, así es como lo utilizaron muchos para los que el nombre del dios era solamente un nombre. Y, a pesar de todo, vino a satisfacer, aunque sólo fuera parcialmente, algo que pertenece a lo más profundo del ser humano: la idea de entregar algo que forma parte de las fuerzas desconocidas de la naturaleza: de derramar vino sobre la tierra o arrojar un anillo en el mar; en una palabra: del sacrificio. Es la sabia y valiosa idea de no buscar nuestro interés hasta el extremo, de poner algo en la otra balanza para equilibrar nuestro orgullo, de pagar los diezmos correspondientes a la naturaleza por la tierra confiada. Esta verdad profunda del peligro de la arrogancia está presente en todas las grandes tragedias griegas y las hace grandes. Pero esa verdad corre pareja de un agnosticismo críptico acerca de la verdadera naturaleza de los dioses a los que se intenta aplacar. Donde el gesto de sumisión es más grande, como entre los grandes griegos, se transparenta la idea de que ofreciendo una víctima, el hombre obtiene un beneficio mayor que el que hace a su dios. Se dice que en sus formas más zafias hay, a menudo, acciones grotescamente sugerentes del dios comiendo el sacrificio. Pero este hecho es falsificado por el error que subrayé antes al hablar de la mitología; interpreta mal la psicología de los ensueños. El niño que se entretiene pensando que hay un duende en el hueco de un árbol buscará el modo de materializar su fantasía acercándose con la imaginación a ofrecerle algo de alimento. Un poeta podría hacer algo más digno y elegante, como llevar frutas o flores a los dioses. Pero el grado de seriedad en ambos actos puede ser el mismo o variar totalmente. La simple fantasía no es más credo que la fantasía ideal. Ciertamente, el pagano no es más ateo que cristiano. Siente la presencia de fuerzas sobrenaturales sobre las que conjetura e inventa. San Pablo dijo que los griegos tenían en un altar a un dios desconocido, pero realmente todos sus dioses eran dioses desconocidos. Y la verdadera lisura en la historia se produjo cuando san Pablo les dijo a quién habían estado adorando sin saberlo.

La esencia de todo ese paganismo se puede resumir en un intento de alcanzar la realidad divina con la sola imaginación. En su propio campo la razón no lo impide en absoluto. Es vital para lograr una visión de toda la historia, que la razón sea algo separado de la religión, incluso la más racional de estas civilizaciones. Es únicamente como una idea tardía, cuando tales cultos se encuentran en decadencia o a la defensiva, cuando encontramos algunos neoplatónicos o algunos brahmanes intentando racionalizarlos, recurriendo para ello incluso a la alegoría. Pero, en realidad, los ríos de la mitología y de la filosofía corren paralelos y no se mezclan hasta confluir en el mar del cristianismo. Algunos defensores del laicismo hablan todavía como si la Iglesia hubiera introducido una especie de cisma entre la razón y la religión. La verdad es que la Iglesia fue realmente la primera que intentó conciliar en todo momento razón y religión. Nunca antes se había producido una unión semejante entre sacerdotes y filósofos. La mitología, entonces, buscaba a dios con la imaginación o buscaba la verdad a través de la belleza, en cuanto que la belleza ofrece gran parte de la fealdad más grotesca. Pero la imaginación tiene sus propias leyes y, por tanto, sus propios triunfos que ni los lógicos ni los hombres de ciencia pueden entender. Se ha mantenido fiel a su instinto imaginativo con mil extravagancias, con todo tipo de crudas pantomimas de ámbito universal, como la del cerdo comiéndose la luna o el mundo surgiendo de una vaca, pasando por todas las vertiginosas circunvoluciones y malformaciones místicas del arte asiático o la fría y llamativa rigidez de las estatuas asirias y egipcias. Utilizando todo tipo de reflejos deformados de un arte llevado a la locura, que parecía deformar el mundo y desplazar el cielo, permaneció fiel a algo sobre lo que no cabe ninguna disensión, algo que permite aún a algunos artistas situarse ante dicha deformidad y decir: «mi sueño se ha hecho realidad». De hecho, todos tenemos la sensación de que los mitos paganos o primitivos son infinitamente sugerentes, mientras no caigamos en la tentación de indagar lo que sugieren. Todos nos damos cuenta, por ejemplo, de lo que significa la acción de Prometeo cuando roba el fuego del cielo, hasta que un listillo pedante con aires de moderno nos explica su significado. Todos sabemos el sentido de Caperucita, hasta que alguien nos lo aclara. En este sentido, es verdad que es el ignorante el que acepta los mitos, pero únicamente porque es el ignorante el que sabe apreciar los poemas. La imaginación tiene sus propias leyes y triunfos, y una tremenda fuerza empezó a enturbiar sus imágenes, ya fueran imágenes de la mente o del fango, del bambú de las islas del Mar del Sur o del mármol de las montañas de la Hélade. Pero siempre hubo un problema en el triunfo, que en estas páginas he tratado de analizar en vano, pero quizás pueda definir a modo de conclusión.

La clave y la crisis radica en que el hombre encontró natural la adoración, incluso a cosas no naturales. La actitud del ídolo podía ser tiesa y extraña, pero el gesto del adorador era digno y generoso. Cuando se inclinaba ante aquél, no sólo se sentía más libre sino más elevado. De ahí, que cualquier cosa que suprimiera el gesto de adoración impediría su desarrollo y lo dejaría mutilado para siempre. Y por la misma razón, una condición meramente secular constituiría para él una servidumbre y una inhibición. Si el hombre no puede rezar se encuentra amordazado, si no puede arrodillarse se encuentra encadenado. A lo largo de todo el paganismo percibimos una curiosa sensación de confianza y desconfianza al mismo tiempo. Cuando el hombre hace el gesto de saludo y de sacrificio, cuando vierte la libación o levanta la espada, sabe que está haciendo algo digno y varonil. Sabe que está haciendo una de las cosas para las que fue creado. Su experimento imaginativo queda por tanto justificado. Pero, precisamente porque comenzó con la imaginación, presenta al final un tono de burla, especialmente en su objeto. Esta burla, en los momentos más intensos del intelecto, se plasma en la ironía casi intolerable de la tragedia griega. Se produce una desproporción entre el sacerdote y el altar o entre el altar y el dios. El sacerdote parece más solemne y casi más sagrado que el dios. Toda la organización del templo responde de forma sólida, sana y satisfactoria a las exigencias de nuestra naturaleza, salvo su mismo centro, que presenta un aspecto curiosamente mutable y confuso, como el de una llama vacilante. Ese centro es la idea primaria por la que se ha edificado el conjunto; una idea que continúa siendo una fantasía y casi una frivolidad. En ese extraño lugar de reunión, el hombre adquiere más solemnidad que la estatua, en una noble y natural actitud que bien podría perpetuar la del Joven Orante. Pero cualquiera que sea el nombre escrito sobre el pedestal, ya se trate de Zeus, Amón o Apolo, el dios a quien adora no es más que Proteo.

Se puede decir que el Joven Orante expresa una necesidad interior más que satisfacerla. Sus manos se alzan en un movimiento que resulta normal y necesario, pero sus manos vacías encierran también un gran valor simbólico. Más adelante hablaremos de la naturaleza de esa necesidad. De momento, es suficiente con señalar que, quizás, después de todo, ese instinto interior que nos lleva a ver detrás de la oración y del sacrificio un signo de libertad y de apertura, nos hace volver los ojos hacia ese concepto amplio y medio olvidado de la paternidad universal, que hemos visto palidecer por todas partes desde los comienzos de la humanidad. Es un hecho cierto, pero no del todo. Hay una especie de instinto indestructible, en el poeta pagano, que le dice que no se equivoca del todo al hacer del dios un dios local. Un instinto que se encuentra en el alma de la poesía si es que no forma parte de la misma piedad. Y el más grande de los poetas, al definir al poeta, no dijo que nos daba el universo, el absoluto o el infinito, sino un lugar habitable y un nombre. Ningún poeta es puramente panteísta. Los que se cuentan entre los más panteístas, como Shelley, utilizan imágenes locales y particulares, como hicieron los paganos. Después de todo, Shelley escribió sobre la alondra porque era alondra. Y, puestos a traducir su texto en Sudáfrica, no se nos ocurriría cambiar la alondra por un avestruz. Podemos decir que la imaginación mitológica se mueve en círculos, revoloteando para encontrar un lugar o para volver a él. En una palabra, la mitología es una búsqueda, una combinación de repetidas dudas y deseos, en los que el hambre sincera de buscar un lugar se mezcla con la más oscura, profunda y misteriosa indiferencia ante todos los lugares encontrados. La imaginación llegó muy lejos en su solitaria carrera, y la razón —a la que volveremos más adelante— no habría de juntarse nunca en su camino.

Todos estos elementos, diferían de la religión o de la realidad en un aspecto: no eran reflejo de la realidad sino una realidad diferente. Un cuadro puede parecer un paisaje en cada uno de sus detalles, pero hay un detalle que lo deferencia de la realidad: no es un paisaje. Es la misma diferencia que separa un retrato de la reina Isabel de la misma reina Isabel. Sólo en el mundo mítico y místico el retrato podía existir antes que la persona y esto hace que el retrato fuera más vago y dudoso. Pero todo el que esté familiarizado o imbuido de la atmósfera de estos mitos entenderá lo que quiero decir al afirmar que, en cierto sentido, los elementos mitológicos no eran realidades. Los paganos soñaban con realidades, y ellos mismos habrían sido los primeros en admitir, con sus propias palabras, que algunos les llegaron por la puerta de marfil y otros por la puerta del cuerno. Los sueños tienden a ser muy vivos cuando se refieren a cosas queridas o trágicas, y pueden hacer que una persona dormida se despierte con la impresión de que su corazón se ha roto durante el mismo. Continuamente, revolotean sobre temas apasionados de encuentros y despedidas, de una vida que se acaba o una muerte que es el comienzo de vida. Deméter vaga sin cesar por un mundo desolado en busca de una niña robada; Isis estira inútilmente sus brazos sobre la tierra con la esperanza de juntar los miembros de Osiris: y se escucha el llanto por Atis sobre las colinas y por Adonis en los bosques. Allí se entremezcla con semejante lamento, el sentido místico y profundo de que la muerte puede ser dispensadora de libertad y de paz; de que esa muerte nos ofrece una sangre divina para un río renovado, y que todo bien se encuentra en la unión de los miembros quebrados del dios. Son lo que podríamos llamar presagios, sin olvidar que los presagios no son más que sombra[37]. Y la metáfora de la sombra viene muy a propósito, pues refleja con gran exactitud el hecho que estamos tratando. Una sombra es una forma, el contorno de una forma, pero en ningún caso es textura. Las realidades mitológicas tenían cierto parecido con la realidad, lo que viene a ser lo mismo que decir que eran diferentes. Decir que algo es como un perro es otra forma de decir que no es un perro, y en este sentido de identidad es en el que afirmamos que un mito no es un hombre. A nadie se le ocurrió pensar en Isis como un ser humano, en Deméter como un personaje histórico, o en Adonis como el fundador de una Iglesia. A nadie se le pasó jamás por la cabeza que alguno de ellos hubiera cambiado el mundo. Su muerte y su villa recurrentes les recordaban más bien la hermosa y triste carga de la inmutabilidad del mundo. Ninguno de ellos fue una revolución, a no ser en el sentido de la revolución del sol y la luna. Y todo su significado se pierde si no alcanzamos a darnos cuenta de que no son más que las sombras de nuestras propias vidas y las sombras que perseguimos. En algunos aspectos sacrificiales y comunitarios parece entreverse el dios que podía satisfacer a los hombres, pero éstos no parecen estar satisfechos. Si alguien dijera lo contrario no sería buen crítico de la poesía.

Los que refiriéndose a aquellos dioses, hablan de «Cristos paganos» manifiestan menor comprensión del paganismo que del cristianismo. Los que llaman a estos cultos «religiones» y los «comparan» con la certidumbre y el desafío de la Iglesia, no saben apreciar el lado humano del paganismo, ni entenderán por qué la literatura clásica sigue siendo algo que permanece en el aire como una canción. No manifiesta mucha compasión con el hambriento el que intenta demostrarle que el hambre es lo mismo que la comida. Ni podemos decir que sea precisamente una comprensión genial de la juventud pretender que la esperanza destruya la necesidad de la felicidad. Y es completamente falso pretender que esas imágenes mentales que tanta admiración causan en abstracto, compartan la misma existencia que un hombre y un gobierno adorados también por el hecho de ser reales. Se podría decir también que un muchacho jugando a los ladrones es lo mismo que un hombre agazapado en su trinchera; o que las primeras ilusiones de un muchacho acerca de su «chica ideal» son lo mismo que el sacramento del matrimonio. Su diferencia fundamental radica precisamente en su superficial semejanza. Casi se podría decir que no son lo mismo ni siquiera cuando son lo mismo. Lo único que les diferencia es que uno es real y el otro no. Quiero decir que uno nunca fue pensado para ser real en el mismo sentido que el otro. Vagamente lo he intentado sugerir aquí, pero resulta algo muy sutil y casi indescriptible. Es tan sutil que los estudiosos que profesan ponerlo a la altura de rival de nuestra religión pierden lodo el significado y el sentido de su propio estudio. Sabemos mejor que los eruditos, incluso aquellos de nosotros que no lo son, lo que había detrás de aquel prolongado gemido ante la muerte de Adonis y por qué la Gran Madre tuvo una hija casada con la muerte. Penetramos más profundamente que ellos en los misterios eleusinos y llegamos a un nivel más alto, donde una puerta en el interior de otra guardó la sabiduría de Orfeo. Sabemos el significado de todos los mitos. Conocemos el último secreto revelado al perfecto iniciado. Y no es la voz de un sacerdote o un profeta que dice: «Estas cosas son». Es la voz de un soñador y un idealista clamando: «¿Por qué no habrían de ocurrir estas cosas?».