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EL TESTIMONIO DE LOS HEREJES
Cristo fundó la Iglesia con dos grandes figuras retóricas, en las palabras finales a los Apóstoles que recibieron autoridad para fundarla. La primera, fue la frase en la que señala que fundará su Iglesia sobre Pedro como sobre una roca. La segunda, fue el símbolo de las llaves. Sobre el significado de la primera no me cabe ninguna duda, pero no afecta directamente al hilo de nuestra argumentación, salvo en dos aspectos más secundarios. Por un lado, es un ejemplo de algo que sólo encontrará su explicación plena mucho más adelante. Por otro, es una paradoja del lenguaje sencillo y evidente que describe a un hombre como una roca cuando éste tenía mucha más apariencia de paja.
Pero la otra imagen de las llaves es de una exactitud que no se ha sabido apreciar del todo. Las llaves han tenido bastante importancia en el arte y la heráldica del cristianismo, pero no todo el mundo se ha percatado del particular acierto de la alegoría. Llegamos ahora a un punto en la historia donde conviene decir algo acerca de la primera aparición y de las actividades de la Iglesia en el Imperio Romano, y para esa breve descripción nada podía ser más perfecto que esa antigua metáfora. De los primitivos cristianos se podía afirmar con toda propiedad que eran portadores de una llave, o lo que ellos llamaban llave. Todo el movimiento cristiano consistió en proclamar que poseían esa llave. No se trataba simplemente de un vago movimiento hacia adelante que podríamos representar mejor con un ariete. No se trataba de algo que arrastraba consigo otros movimientos similares o diferentes, como ocurre con los movimientos sociales modernos. Como veremos enseguida, no tenía ninguna intención de hacer semejante cosa. Afirmaba, por el contrario, que había una llave y que ellos la poseían y que ninguna otra llave era semejante a aquélla. En este sentido se puede afirmar que era tan estrecha como se quiera. Lo que ocurre es que resultó ser la llave que podía abrir la prisión del mundo entero y permitir contemplar la blanca luz diurna de la libertad.
El credo era como una llave en tres aspectos que se pueden resumir muy adecuadamente bajo este símbolo. En primer lugar, la llave es, sobre todo, un objeto dotado de una determinada forma, y de conservar esta forma original depende enteramente su eficacia. El credo cristiano es, por encima de todo, la filosofía de las formas y el enemigo de lo informe. En esto se diferencia de toda esa infinidad informe, de los maniqueos o de los budistas, que forma una especie de charca de la noche en el oscuro corazón de Asia: el ideal de borrar de la creación a todas las criaturas. En ello se diferencia también de la análoga vaguedad del evolucionismo: la idea de unas criaturas que pierden constantemente su forma. Un hombre al que dijeran que la llave de su puerta se habría derretido junto a otro millón de llaves en una unidad budista, se sentiría ciertamente molesto. Pero, un hombre al que dijeran que su llave estuviera creciendo y echando brotes en su bolsillo, y ramificándose en nuevas muescas o complicaciones, no se sentiría más contento.
En segundo lugar, la forma de una llave es, en sí misma, una forma bastante fantástica. Un salvaje que no supiera lo que es una llave, tendría grandes dificultades para adivinar de qué se podría tratar. Y es fantástica porque en cierto sentido es arbitraria. Una llave no es algo abstracto y, en ese sentido, no es materia de disensión: o encaja o no encaja en la cerradura. Es inútil que los hombres se pongan a disentir sobre ella, ya sea considerándola en sí misma, o reconstruyéndola basándose en principios de mera geometría o arte decorativo. No tiene sentido que un hombre diga que le gustaría una llave más sencilla; sería mucho más sensato que probara con una palanca. Y en tercer lugar, en cuanto que la llave está necesariamente sujeta a un patrón, nuestro credo era una llave con un patrón en algunos aspectos muy elaborado. Cuando la gente se queja de que la religión se complica muy pronto con la aparición de la teología y cosas por el estilo, se olvida de que el mundo no sólo había caído en un agujero, sino en un auténtico laberinto de agujeros y de esquinas. El problema era complicado. No se trataba simplemente del pecado, sino de un mundo lleno de secretos, de errores insondables e inexplorados, de enfermedades mentales inconscientes, de peligros en todas direcciones. Si la fe hubiera hecho frente al mundo solamente con los tópicos sobre la paz y la sencillez de espíritu a la que algunos moralistas la habrían confinado, no habría tenido el más mínimo efecto en ese lujoso y laberíntico manicomio. El electo que produjo esta llave es lo que ahora, a grandes rasgos, trataremos de describir. De momento basta decir que había muchos aspectos en torno a la llave que parecían complejos. De hecho, sólo una cosa en torno a ella era sencilla: abría la puerta.
Hay ciertas afirmaciones reconocidas y aceptadas en esta materia que, por brevedad y conveniencia, es preciso reputar como mentiras. Todos hemos escuchado decir a la gente que el cristianismo surgió en una época de barbarie. Estos mismos podrían decir también que la Ciencia Cristiana surgió en una época de barbarie. Es posible que piensen que el cristianismo fue un síntoma de la decadencia social, lo mismo que yo pienso que la Ciencia Cristiana es un síntoma de decadencia mental. Es posible que piensen que el cristianismo fue una superstición que en el fondo destruyó una civilización, lo mismo que yo considero la Ciencia Cristiana una superstición capaz —si se la toma en serio— de destruir cualquier tipo de civilizaciones. Pero decir que un cristiano del siglo IV o V era un bárbaro que llevaba una vida bárbara en una época de barbarie es como decir que la señora Eddy fue una piel roja. Y si consintiera que mi natural impaciencia con la señora Eddy me impulsara a llamarla piel roja, estaría diciendo una mentira. Nos puede gustar o no la civilización imperial de Roma en el siglo IV. Nos puede gustar o no la civilización industrial de América en el siglo XIX, pero que los dos eran lo que habitualmente entendemos por civilización es algo que ninguna persona con sentido común se atrevería a negar aunque quisiera. Esto es un hecho evidente y al mismo tiempo fundamental. Y debemos considerarlo como el fundamento de cualquier nueva descripción constructiva del cristianismo en el pasado. Para bien o para mal, fue prominentemente el producto de una época civilizada y quizás de una época extremadamente civilizada. Éste es el primer hecho, lejos de toda alabanza o culpa. Realmente no es muy afortunado y supone un elogio para la Ciencia Cristiana mencionarla en comparación con cualquier otra cosa. Pero siempre se desea saber algo del sabor de una sociedad en la que condenamos o alabamos alguna cosa. Y la ciencia que mezcla a la señora Eddy con los tomahawks, o la Mater Dolorosa con los tótems puede, por razones de conveniencia general, ser eliminada. El hecho dominante, no sólo sobre la religión cristiana, sino sobre toda la civilización pagana, es el que be repetido más de una vez a lo largo de estas páginas. El Mediterráneo era un lago, una especie de fuente común de recursos, en donde se daban cita un gran número de cultos o culturas de diverso tipo. Situadas frente a frente, aquellas ciudades en torno al lago fueron adquiriendo paulatinamente el carácter de una única cultura cosmopolita. El Imperio Romano dominaba el aspecto legal y militar, pero existían muchas otras facetas. Podía considerarse una cultura supersticiosa en cuanto que contenía un gran número de supersticiones de diversa índole. Pero en ningún caso encontramos algún fundamento que nos permita calificar la cultura como bárbara.
Sobre esta cultura cosmopolita se alzó la religión cristiana y la Iglesia Católica, y todo parece indicar que la gente lo recibió como un fenómeno nuevo y extraño. Los que han tratado de explicarlo como un hecho que evolucionó desde un fenómeno más moderado o más normal, se han encontrado con que, en este caso, su método evolucionista tiene grandes dificultades de aplicación. Es posible que sugieran que los esenios, los ebionitas u otros pueblos parecidos fueran la semilla, pero la semilla es invisible; el árbol se convierte en adulto con gran rapidez y resulta algo totalmente diferente. Es como un árbol de Navidad que conserva el clima de afecto y la belleza moral de la historia de Belén. Pero era tan ritualista como el candelabro de siete brazos, y las velas que llevaba eran considerablemente más de las que probablemente estaban permitidas en el primer libro de oraciones de Eduardo VI. Nos podríamos preguntar, de hecho, por qué alguien que acepta la tradición de Belén habría de oponerse a un ornamento de oro o dorado teniendo en cuenta que los mismos Magos trajeron oro, o por qué habría de disgustarle el incienso en la Iglesia, teniendo en cuenta que también el incienso fue llevado al pesebre. Pero éstas son controversias que no interesan aquí. Sólo nos interesa el hecho histórico, cada vez más admitido por los historiadores, de que esta realidad se hizo muy pronto visible a la civilización de la antigüedad y que la Iglesia apareció ya como Iglesia, con todo lo que implica una Iglesia y lo mucho que se tiende a repudiarla. Enseguida nos detendremos a abordar hasta qué punto se parecía la Iglesia a otros misterios de carácter ritual, mágico o ascético de su época. Ciertamente, no se parecía lo más mínimo a los movimientos puramente éticos e idealistas de nuestro tiempo. Tenía una doctrina; tenía una disciplina; tenía sacramentos; tenía grados de iniciación; admitía y expulsaba a gente; afirmaba un dogma con autoridad y rechazaba otro con anatemas. Si todas estas cosas eran las señales del Anticristo, su reinado seguía muy de cerca al reinado de Cristo.
Los que sostienen que el cristianismo no fue una Iglesia sino un movimiento moral de idealistas, se han visto obligados a situar el período de su perversión o desaparición cada vez más lejos. Un obispo de Roma escribe reclamando autoridad en vida de san Juan Evangelista, y se describe el hecho como la primera agresión papal. Un amigo de los Apóstoles escribe de ellos como hombres que él conocía y dice que ellos le enseñaron la doctrina del Sacramento. Y lo único que al señor Wells se le ocurre decir es que la reacción hacia los bárbaros ritos de sangre pudo haber tenido lugar mucho antes de lo que se creía. La fecha del cuarto Evangelio, que en cierta época se fijaba en un periodo cada vez más tardío, se fija ahora en un periodo cada vez más temprano. Y los críticos se tambalean ligeramente ante la terrible posibilidad que se vislumbra de que aquello pueda ser lo que profesa ser. El último límite de una fecha temprana para la extinción del verdadero cristianismo parece haberlo encontrado un profesor alemán cuya autoridad invoca el deán Inge[55]. Este docto erudito dice que Pentecostés fue la ocasión para la primera fundación de una Iglesia eclesiástica, dogmática y despótica completamente ajena a los sencillos ideales de Jesús de Nazaret. Es lo que, tanto en sentido popular como en sentido culto, podríamos llamar el límite. ¿De qué se imaginan este tipo de profesores que están hechos los hombres? Supongamos que se tratara de una cuestión sobre un movimiento meramente humano, como el de los objetores de conciencia. Algunos dicen que los primitivos cristianos eran pacifistas. Yo no lo creo así, pero estoy dispuesto a aceptar la comparación en apoyo de la argumentación. Supongamos que Tolstoi o algún gran predicador de la paz entre los campesinos, ha sido fusilado como rebelde por oponerse al alistamiento en el ejército y, poco después, sus escasos seguidores se reúnen en una habitación superior, en memoria suya. Estos hombres nunca tuvieron otra razón para reunirse que ese recuerdo común. Son hombres de muy diverso tipo, sin nada que los ate, salvo que el acontecimiento más grande de toda su vida fue esta tragedia del maestro de la paz universal. Repiten continuamente sus palabras, dan vueltas a sus enseñanzas e intentan imitar su carácter. Los pacifistas se reúnen en su Pentecostés y se ven poseídos por un repentino éxtasis de entusiasmo y por el violento ímpetu del torbellino de la inspiración, durante el cual, proceden a establecer el reclutamiento universal, a incrementar el presupuesto de la Marina, a insistir en que todos vayan armados hasta los dientes y se dirijan a todas las fronteras con la artillería. Finalmente, concluyen con unos alegres cantos marineros. Algo parecido a esto viene a ser lo que defiende la teoría de estos críticos: que la transición de la idea de Jesús a la idea de catolicismo podría haberse formado en un pequeño cuarto superior en Pentecostés. Mas nadie con sentido común, aceptaría que unas personas que se reúnen únicamente por el entusiasmo común que sienten hacia un líder al que amaron, se precipiten inmediatamente a establecer todo lo que aquél odiaba. Verdaderamente no. Si el «sistema eclesiástico y dogmático» es tan viejo como Pentecostés, es tan viejo como la Navidad. Si buscamos los orígenes de aquellos primitivos cristianos, debemos remontarnos hasta Cristo.
Así pues, podemos comenzar con dos negaciones. Por un lado, es absurdo decir que la fe cristiana apareció en una época sencilla, entendida en el sentido de una época inculta o ingenua. Por otro, es igualmente absurdo decir que la fe cristiana fue algo simple, en el sentido de algo vago, infantil o puramente instintivo. Quizás, el único punto en el que podríamos decir que la Iglesia encajaba en el mundo pagano, es el hecho de que ambos eran realidades no sólo altamente civilizadas sino también bastante complejas. Ambas presentaban indudablemente muchas facetas, pero la antigüedad era entonces un agujero con muchas caras, como un agujero hexagonal a la espera de una tapa igualmente hexagonal. En ese sentido, sólo la Iglesia tenía las suficientes facetas para ajustarse al mundo. Las seis caras del mundo Mediterráneo se miraban unas a otras a través del mar, a la espera de algo que estaría orientado a todos los lugares al mismo tiempo. La Iglesia tuvo que ser romana, griega, judía, africana y asiática. Con las mismas palabras del Apóstol de los Gentiles, se había hecho todo para todos los hombres. El cristianismo no era algo meramente brutal y simple. Al contrario, era el mismo reverso del crecimiento de un periodo de barbarie. Pero al llegar a la acusación contraria, llegamos a una acusación mucho más plausible. Es mucho más sostenible que la Fe no fue sino la fase final de la decadencia de la civilización —un exceso de civilización—. Y esta superstición era una muestra de que Roma se estaba muriendo, y estaba muriendo por ser demasiado civilizada. Mas éste es un argumento que vale la pena considerar más despacio.
Al principio de este libro me aventuré a hacer un resumen general del mismo, estableciendo un paralelismo entre la Humanidad surgiendo de la naturaleza y el Cristianismo surgiendo de la historia. Y señalaba que en ambos casos lo que había sido antes podría implicar lo que vendría después, pero no sucedió así. Si una inteligencia aislada hubiera visto unos monos, podría haber deducido que existían otros antropoides, pero no habría deducido la existencia del hombre o de cualquier otra cosa a miles de kilómetros de distancia de lo que el hombre ha hecho. En pocas palabras, podría haber visto al Pitecántropo o al Eslabón Perdido perfilándose en el futuro, si esto fuera posible, de forma tan oscura y confusa como lo vemos perfilarse en el pasado. Pero lo mismo que podría prever su aparición, también prevería su desaparición, figurándose que dejaría tras de sí algunas débiles trazas, lo mismo que él había dejado tras de sí unas trazas semejantes, si es que éstas pueden calificarse como tales. Pero prever la existencia del Eslabón Perdido, no significa prever al Hombre, o algo parecido al Hombre. Esta explicación conviene retenerla en la cabeza, pues es un paralelismo exacto con la verdadera visión de la Iglesia, y la idea de que evoluciona naturalmente a partir del Imperio en decadencia.
La verdad es que, en cierto sentido, se podía predecir perfectamente que la decadencia del Imperio produciría algo como el cristianismo. Es decir, algo ligeramente parecido y gigantescamente diferente. Alguien podría haber dicho perfectamente: «se ha perseguido el placer de forma tan desorbitada, que se producirá una reacción de pesimismo que tal vez asuma la forma de ascetismo. Los hombres se mutilarán en vez de ahorcarse». O se podría haber dicho con mucha razón: «si nos cansamos de nuestros dioses griegos y latinos nos arrojaremos en brazos de cualquier misterio oriental; algo encontraremos entre los persas o los hindúes». Cualquier hombre de este mundo podría ser lo bastante sagaz para decir: «los poderosos están muy al día de las últimas corrientes; cualquier día los jueces adoptarán una de ellas y llegará a ser oficial». Y a otro profeta más melancólico se le podría perdonar por decir: «el mundo va cuesta abajo; las oscuras y bárbaras supersticiones volverán, no importa cuáles. Todas ellas serán realidades informes y fugaces como los sueños de la noche».
Lo realmente interesante ahora del caso es que todas estas profecías su cumplieron, pero no fue la Iglesia la que las realizó. Fue la Iglesia la que escapó de ellas, las confundió y se alzó sobre ellas triunfante. En cuanto que era probable que la misma naturaleza del hedonismo produjera una idéntica reacción de ascetismo, se produjo esta reacción. Fue el movimiento llamado Maniqueo y la Iglesia era su enemigo mortal. En cuanto que era probable que apareciera de forma natural en ese momento de la historia, apareció; y también desapareció, lo que era igualmente natural. La reacción pesimista vino con los maniqueos y se fue con los maniqueos. Pero la Iglesia no vino con ellos ni se fue con ellos, y tuvo mucho más que ver con su desaparición que con su llegada. Igualmente, en cuanto que era probable que el escepticismo creciente trajera consigo la moda de alguna religión oriental, se produjo semejante hecho. Mitra llegó de más allá de Palestina, del mismo corazón de Persia, trayendo consigo extraños misterios de la sangre de toros. Ciertamente, todo hacía esperar que una moda así bahía de llegar en algún momento, pero nada garantizaba que no habría de desaparecer. La novedad procedente de Oriente se ajustaba ciertamente al siglo IV o V, pero eso no explica que haya permanecido hasta el siglo XX y con tunta fuerza. En resumen, en la medida en que eran de esperar fenómenos de ese tipo en aquel entonces, se produjeron experiencias como el mitraísmo, pero eso no explica experiencias más recientes. Y si fuéramos aún mitraístas simplemente porque las mitras y otros adornos persas podían haber constituido la última moda en los días de Domiciano, nuestro aspecto resultaría para el momento actual un tanto desaliñado.
Lo mismo ocurre, como veremos enseguida, con la idea del favoritismo oficial. En cuanto que era posible que se diera este favoritismo por la novedad durante la decadencia y caída del Imperio Romano, se dio realmente y se vio condenado a declinar con él. No arroja ningún tipo de luz sobre el asunto el que se opusiera resueltamente a la decadencia y a la caída, que creciera constantemente mientras el otro declinaba y caía, y que incluso en estos momentos siga adelante con energía audaz, cuando otro eón ha completado su ciclo y otra civilización parece casi lista para caer o declinar.
Lo curioso es esto: que las mismas herejías que algunos acusan a la Iglesia de haber combatido, son testimonio de la injusticia con la que se acusa a la Iglesia. Si algo merecía censura era precisamente aquello de lo que se acusaba a la Iglesia. En cuanto que algo era pura superstición, la Iglesia condenaba esa superstición. En cuanto que algo era una mera reacción hacia la barbarie, la Iglesia se oponía a ello por ser una reacción hacia la barbarie. En cuanto que algo era una novedad del decadente Imperio, que se moría y merecía morir, fue la Iglesia, únicamente, la que acabó con ella. Se reprocha a la Iglesia por ser exactamente aquello mismo por lo que fue reprimida la herejía. Las explicaciones de los historiadores evolucionistas y más altos críticos explican realmente porqué nacieron el arrianismo, el agnosticismo y el nestorianismo, y también porqué murieron. No explican por qué nació la Iglesia o porqué se ha negado a morir. Y sobre todo, no explican por qué habría de enfrentarse con los mismos males que supuestamente había de compartir.
Tomemos algunos ejemplos prácticos de este principio: de que si hubo realmente algo que fue una superstición en el decadente Imperio, murió con él, y ciertamente no fue lo mismo que aquello que destruyó. Con este fin, cogeremos por orden dos o tres de las explicaciones más habituales acerca de los orígenes cristianos entre los críticos modernos del cristianismo. Nada es más frecuente, por ejemplo, que encontrar uno de estos críticos modernos escribiendo algo como esto: «el cristianismo era sobre todo un movimiento de ascetas, una huida precipitada al desierto, un refugio en el claustro, una renuncia de toda vida y felicidad. Y esto formaba parte de una reacción pesimista e inhumana contra la misma naturaleza, un odio del cuerpo, un horror del universo material, una especie de suicidio universal de los sentidos e incluso del propio yo. Procedía de un fanatismo oriental como el de los faquires y estaba fundado en el fondo en un pesimismo oriental, que parece considerar la propia existencia como un mal».
Lo más extraordinario de esto es que todo es absolutamente verdad. Es verdad en cada detalle salvo en el de que se atribuye totalmente a la persona equivocada. No es verdad referido a la Iglesia, pero es verdad referido a los herejes condenados por la Iglesia. Es como si uno fuera a escribir un análisis detallado de los errores y descuidos de gobierno de los ministros de Jorge III, con el pequeño e inexacto detalle de atribuir toda la historia a la persona de George Washington. O como si alguien hiciera una lista de los crímenes de los bolcheviques sin otra inexactitud que la de atribuírselos al Zar. La Iglesia primitiva fue verdaderamente muy ascética con respecto a una filosofía totalmente diferente. Pero la filosofía de una lucha contra la vida y la naturaleza, existía como tal realmente en el mundo, si los críticos supieran dónde buscarla.
Lo que realmente sucedió fue lo siguiente. Cuando la Fe surgió por primera vez en el mundo, se vio envuelta en una especie de enjambre de sectas místicas y metafísicas, principalmente orientales, como una solitaria abeja dorada dentro de un avispero. Para el observador habitual no había mucha diferencia o no advertía más que un zumbido. Y, en cierto sentido, no había mucha diferencia por lo que se refiere al hecho de picar o ser picado. La diferencia era que sólo una mota dorada en todo aquel zumbido de polvo dorado, poseía la capacidad necesaria para hacer colmenas para toda la humanidad y ofrecer miel y cera al mundo o —como se dijo muy finamente en un contexto fácilmente olvidado—: «las dos cosas más nobles, que son la dulzura y la luz». Todas las avispas murieron aquel invierno, y el problema es que casi nadie sabe nada de ellas y la mayoría de la gente no sabe que existieron, por lo que toda la historia de esa primera fase de nuestra religión se perdió. O, por cambiar la metáfora, cuando éste o algún otro movimiento atravesaron el dique entre el este y el oeste y trajeron ideas de carácter más místico a Europa, se trajeron consigo una oleada entera de ideas místicas diferentes junto a las suyas propias, muchas de ellas ascéticas y casi todas pesimistas. Estas ideas prácticamente inundaron y anegaron el elemento puramente cristiano. Procedían, fundamentalmente, de esa región que era una especie de oscura frontera entre las filosofías y las mitologías orientales, y que compartía con los filósofos más impetuosos ese curioso anhelo por hacer fantásticos patrones del cosmos en forma de mapas y árboles genealógicos. Los que se supone derivan del misterioso Manes, se llaman maniqueos. Otros cultos similares se conocen como gnósticos. Esencialmente, son de una complejidad laberíntica, pero lo más destacado de ellos es el pesimismo, el hecho de que casi todos, de una forma u otra, consideraban la creación del mundo como la obra de un espíritu maligno. Algunos de ellos tenían ese aire asiático que rodea al budismo, la idea de que la vida es una corrupción de la pureza del ser. Otros sugirieron un orden puramente espiritual que se había visto envuelto en el burdo y simple engaño de hacer juguetes del sol, la luna o las estrellas. En cualquier caso, toda esta marca oscura, procedente del mar metafísico de Asia, se vertió a través de los diques al mismo tiempo que el Credo de Cristo. Pero el punto clave de la historia es el hecho de que los dos no eran iguales, no se confundían como el agua y el aceite. Aquel credo permanecía como un milagro, un río fluyendo en medio del mar. Y la prueba del milagro era práctica una vez más: mientras que todo aquel mar era salado y amargo con el sabor de la muerte, de esa corriente que fluía en su medio podía beber el hombre.
Esta pureza fue preservada por definiciones dogmáticas y exclusiones, seguramente, la única manera de preservarla. Si la Iglesia no hubiera rechazado a los maniqueos hubiera corrido el riesgo de convertirse en maniquea. Si no hubiera rechazado a los gnósticos podría haberse convertido al gnosticismo. Pero, por el mismo hecho de rechazarlos, prueba que no era gnóstico o maniquea. En todo caso, probó que algo no era gnóstico o maniqueo y, ¿qué podía ser lo que les condenaba, sino la original Buena Nueva de los pastores de Belén y la trompeta de la Resurrección? La primitiva Iglesia era ascética, pero demostró que no era pesimista, simplemente, condenando a los pesimistas. El credo afirmaba que el hombre era pecador, pero no que la vida fuese mala en sí misma, cosa que demostró condenando a los que lo decían. La condenación de los primitivos herejes es condenada a su vez como un hecho despiadado y estrecho. Pero en realidad, era la misma prueba de que la Iglesia quería ser fraternal y abierta. Aquello era la prueba de que los primitivos católicos tenían especiales deseos de explicar que no consideraban al hombre un ser totalmente corrompido, que no consideraban la vida incurablemente desgraciada, que no consideraban el matrimonio un pecado o la procreación una tragedia. Eran ascetas porque el ascetismo era la única purgación posible de los pecados del mundo, pero en el mismo trueno de sus anatemas afirmaban para siempre que su ascetismo no era antihumano o antinatural, que deseaban purgar el mundo y no destruirlo. Y ninguna otra cosa, salvo esos anatemas, habría podido dejarlo seguramente más claro, en medio de una confusión que todavía los confunde con sus enemigos mortales. Nada, salvo el dogma, habría podido resistir el motín de invención imaginativa con el que los pesimistas emprendían su guerra contra la naturaleza, con sus Eones y su Demiurgo, sus extraños Logos y su siniestra Solía. Si la Iglesia no hubiera insistido en la teología, se habría disuelto en una loca mitología de místicos, aún más alejada de la razón o del racionalismo y, sobre todo, aún más alejada de la vida y del amor por la vida. Se habría convertido en una mitología invertida, contradiciendo todo lo que es natural en el paganismo: una mitología en la que Plutón sería superior a Júpiter y el Hades se situaría por encima del Olimpo; en la que Brahma y todo lo que tiene aliento de vida sería inferior a Siva, que brilla con el ojo de la muerte.
El arrebatador entusiasmo de la primitiva Iglesia por la renuncia y la virginidad, hace que esta distinción sea más llamativa y no a) contrario. Realza más el lugar donde el dogma trazó la línea. Cualquier hombre podía arrastrarse sobre cuatro patas como una bestia por el hecho de ser asceta, o permanecer noche y día sobre un pilar y ser adorado como asceta. Pero no podía decir que el mundo era un error o el estado matrimonial un pecado sin ser un hereje. ¿Qué era aquello que se desligaba de forma deliberada del ascetismo oriental con una definición tajante y una feroz renuncia, sino algo con una individualidad propia y muy diferente? Si se confunde a los católicos con los gnósticos, sólo podemos decir que no es culpa suya. Y es duro que los católicos sean acusados por unos mismos críticos de perseguir a los herejes y de simpatizar, al mismo tiempo, con la herejía.La Iglesia no fue un movimiento maniqueo aunque sólo sea porque no fue un movimiento en absoluto. Ni siquiera fue un movimiento ascético, porque no fue un movimiento en absoluto. Nos acercaríamos más a la verdad si la consideráramos domadora del ascetismo más que su líder o su liberadora. La Iglesia tenía su propia teoría del ascetismo, su propio tipo de ascetismo, pero lo más importante en aquel momento era su papel moderador frente a otras teorías y otros tipos. Éste es el único sentido que tiene, por ejemplo, la historia de san Agustín. Mientras no fue más que un hombre de mundo, un hombre que se dejaba llevar por su tiempo, fue, efectivamente, maniqueo. Ser maniqueo estaba entonces de moda y era algo muy moderno. Pero cuando se hizo católico, los primeros contra los que arremetió y a quienes rasgó en pedazos fueron los maniqueos. El pensamiento católico lo expresaría diciendo que dejó de ser pesimista para convertirse en asceta. Pero tal como los pesimistas interpretaban el ascetismo, sería mejor decir que dejó de ser asceta para convertirse en santo. La oposición a la vida y la negación de la Naturaleza, eran las ideas que éste había encontrado en el mundo pagano fuera de la Iglesia y a las que tuvo que renunciar cuando entró en ella. El hecho mismo de que san Agustín se nos presente como una figura más severa o triste que san Francisco o santa Teresa, no hace más que acentuar el dilema. Y enfrentándonos con el más grave o el más severo de los católicos, podemos aún preguntar «¿Por qué el catolicismo combatió a los maniqueos, si él mismo era maniqueo?».
Tomemos otra explicación racionalista del auge del cristianismo. Es bastante frecuente encontrar algunos críticos que afirman: «El cristianismo, realmente, no surgió de ninguna parte; no se alzó desde abajo sino que fue impuesto desde arriba. Es una muestra de la fuerza del poder ejecutivo, especialmente en los estados despóticos. El Imperio era realmente un Imperio, es decir, estaba realmente gobernado por el Emperador. Y ocurrió que uno de los Emperadores se hizo cristiano, lo mismo que podría haberse hecho mitraísta, judío o adorador del Fuego. Era algo habitual en el declinar del Imperio que la gente eminente y educada adoptara estos excéntricos cultos orientales. Pero, al adoptar el cristianismo, éste se convirtió en la religión oficial del Imperio Romano, y al convertirse en la religión oficial del Imperio, se hizo tan fuerte, tan universal y tan invencible como el mismo Imperio. Y su perdurar en el mundo no es sino una reliquia de ese Imperio o, como muchos han expresado, el espíritu del César revoloteando aún sobre Roma». Esta argumentación es la misma que siguen los críticos de la ortodoxia, afirmando que dicha «oficialidad» de la religión es lo que la hizo mantener siempre la ortodoxia. Y una vez más, el recurso a los herejes nos ayudará a refutar estas afirmaciones.
Toda la gran historia de la herejía arriana podría haberse inventado para explotar esta idea. Es una historia muy interesante que se repite con frecuencia al hablar de ese tema y lo que resultó de ella fue lo siguiente: que tratándose de una religión oficial se extinguió como tal, destruida precisamente por la religión verdadera. Arrio propuso una versión del cristianismo que se movió, de un modo más o menos vago, en la dirección de lo que podríamos llamar Unitarismo[56], aunque no era lo mismo que aquél, puesto que colocaba a Cristo en una curiosa posición intermedia entre lo divino y lo humano. El hecho es que esto a mucha gente le parecía más razonable y menos fanático y, entre éstos, se encontraba mucha gente de clase educada, como en una especie de reacción ante el primer impulso de la conversión. Los arrianos eran una especie de moderados y modernistas. Y la sensación general era la de que después de las primeras disputas ésta venía a ser la forma final de religión racional sobre la que podría asentarse la civilización. Fue aceptada por el mismo César y se convirtió en la ortodoxia oficial. Los generales y príncipes militares surgidos de las nuevas fuerzas bárbaras del norte la apoyaron con firmeza. Pero lo que resultó es aún más importante. Así como un hombre moderno podría pasar del Unitarismo al más completo agnosticismo, el más grande de los emperadores arrianos acabó por despojarse de la última y más leve apariencia de cristianismo: abandonó para siempre a Arrio y se volvió hacia Apolo. Era un Cesar de Césares, un soldado, un erudito, un hombre de ambiciones e ideales grandes, otro de los reyes filósofos. Se figuraba que a una señal suya el sol volvería a salir. Los oráculos comenzaron a hablar como los pájaros cuando empiezan a cantar al amanecer. El paganismo volvía por sus fueros. Los dioses retornaban. Parecía el final del extraño intervalo de una superstición extranjera. Y verdaderamente lo fue. Se produjo un simple intervalo de una mera superstición. Fue su final en cuanto que fue el capricho de un emperador o la moda de una generación. Si realmente hubo algo que comenzó con Constantino, ese algo acabó con Juliano.
Pero hubo algo que no terminó. Desafiante sobre el tumulto democrático de los Concilios de la Iglesia, había surgido en aquel momento histórico Atanasio, dispuesto a enfrentarse al mundo. En este punto nos detendremos brevemente, ya que es importante para el conjunto de esta historia religiosa y el mundo moderno parece no darse cuenta. Podríamos expresarlo así: si hay un tema del que los ilustrados y liberales tienen la costumbre de burlarse y ponen como ejemplo terrible de la esterilidad del dogma y de la insensata lucha sectaria, es el tema de Atanasio acerca de la coeternidad del Hijo Divino. Por otra parte, si hay una cosa que los mismos liberales nos ofrecen siempre como una muestra de cristianismo puro y simple, no turbado por conflictos doctrinales, es la sola frase: «Dios es Amor». Con todo, las dos expresiones son casi idénticas o, al menos, una no tiene prácticamente sentido sin la otra. La pretendida esterilidad del dogma es la única manera lógica de indicar ese hermoso sentimiento. Pues, si hubiera un «ser» sin principio, que existiera antes de todas las cosas, ¿acaso podría amar cuando no había nada que amar? Si en medio de esa insondable eternidad está solo, ¿qué sentido tiene decir que es Amor? La única justificación de dicho misterio es el concepto místico de que en Su propia naturaleza había algo análogo a la expresión de sí mismo; algo que engendra y advierte lo que ha engendrado. Sin una idea así, realmente es ilógico complicar la esencia última de la divinidad con una idea como el amor. Si los modernos realmente desean una simple religión del amor, deben buscarla en el Credo de Atanasio. Verdaderamente, la trompeta del auténtico cristianismo, el desafío de la sencillez y derroche de afectos de Belén o del Día de Navidad, nunca sonó con tanta energía y con tanta claridad como en el desafío de Atanasio al frío acomodo de los arrianos. Era él, precisamente, el que luchaba por un Dios de Amor frente a un Dios controlador del cosmos, deslucido y remoto; el Dios de los estoicos y de los agnósticos. Era él, precisamente, el que luchaba por el Santo Niño frente a la gris divinidad de los fariseos y los saduceos. Luchaba para lograr ese mismo equilibrio de hermosa interdependencia e intimidad —presente en la Trinidad de la Naturaleza Divina—, que atrae nuestros corazones a la Trinidad de la Sagrada Familia. Su dogma —si la frase no se malinterpreta—, convierte al mismo Dios en una Sagrada Familia.
Que este dogma puramente cristiano se rebelara por segunda vez contra el Imperio, y por segunda vez fundara la Iglesia, a pesar del Imperio, es en sí mismo una prueba de que había algo positivo y personal desarrollándose en las entrañas del mundo, con absoluta independencia de la religión oficial del Imperio. Esta fuerza destruyó completamente la fe oficial adoptada por el Imperio y siguió su propio camino, como aún hoy lo sigue. Hay multitud de ejemplos en los que se repite el mismo proceso que el de los maniqueos y los arrianos. Algunos siglos después, por ejemplo, la Iglesia tuvo que mantener la misma Trinidad —que es, simplemente, la única posibilidad lógica del amor— frente a la aparición de otra divinidad aislada y simplificada en la religión del Islam. Con todo, hay todavía algunos que no acaban de ver porqué luchaban los cruzados, y algunos otros que incluso hablan del cristianismo como si nunca hubiera sido más que una forma de lo que ellos llaman el hebraísmo procedente de la decadencia del helenismo. Esa gente debe sentirse muy desconcertada ante la guerra entre la Media Luna y la Cruz. Si el cristianismo no hubiera sido otra cosa que una moral más sencilla que acabó con el politeísmo, no hay razón por la que el cristianismo no hubiera sido absorbido por el Islam. La verdad es que el Islam no fue sino una bárbara reacción contra esa humana complejidad que se esconde tras el carácter cristiano: esa idea de equilibrio en la divinidad —el mismo equilibrio que se da en la familia— que convierte ese credo en una especie de claridad, y la claridad en el alma de la civilización. Y por esto es por lo que la Iglesia es, desde el primer momento, una realidad firme en su postura y su punto de vista, alejada de los hechos accidentales y anárquicos de su tiempo. Es por esto, por lo que asesta golpes imparcialmente a diestro y siniestro contra el pesimismo de los maniqueos o el optimismo de los pelagianos. No fue un movimiento maniqueo porque no fue ningún movimiento. No fue una moda oficial porque no fue ninguna moda. Fue algo que pudo coincidir con movimientos y modas, pero supo controlarlos y sobrevivir a ellos.
Por lo tanto, bien podrían los grandes herejes alzarse de sus sepulcros para confundir a sus compañeros actuales. No hay nada que los críticos afirmen hoy día que no podamos invitar a negar a estos grandes testigos. El crítico moderno dirá, con bastante ligereza, que el cristianismo no fue sino una reacción que conducía a un ascetismo y a una espiritualidad antinatural, una danza de faquires furiosos contra el amor y contra la vida. Pero Manes, el gran místico, les contestará desde su trono secreto y gritará: «Estos cristianos no tienen ningún derecho a ser llamados espirituales, ni poseen ningún título que les permita llamarse ascetas. Son gente comprometida con la maldición de la vida y la inmundicia de la familia. Por su culpa la tierra sigue siendo inmunda, llena de frutos y cosechas, y contaminada por la población. El suyo no fue un movimiento contra la naturaleza, o mis hijos lo habrían hecho triunfar. Pero estos estúpidos renovaron el mundo cuando yo lo habría aniquilado con un gesto». Otros críticos dirán que la Iglesia no fue sino la sombra del Imperio, el capricho de un emperador casual, y que permanece en Europa sólo como un espectro del poder de Roma. Y Arrio, el diácono, desde la oscuridad del olvido les contestará: «No es cierto; de lo contrario el mundo habría seguido mi religión, que era más razonable. Pues mi religión se vino abajo antes de los demagogos y los que desafiaban al César; y rodeaba a mi defensor un manto de púrpura; y mía era la gloria de las águilas. No fue por falta de estas cosas por lo que fracasé». Y aún habrá otros críticos modernos que sostengan que el credo se difundió por una especie de pánico al fuego del infierno, lo que llevaría a una multitud de hombres de todas partes, a intentar cosas imposibles para escapar de la terrible venganza, de la pesadilla de un imaginario remordimiento. Y semejante explicación dejará satisfechos a muchos que ven algo terrible en la doctrina de la ortodoxia. Y se alzará entonces, contra ello, la terrible voz de Tertuliano, diciendo: «Y, ¿por qué entonces fui yo expulsado?, ¿por qué unos pobres corazones e inteligencias decidieron contra mí cuando proclamé la condenación de todos los pecadores?, y ¿qué fue esa fuerza que frustró mis planes cuando amenacé a todos los apóstatas con el infierno? Porque ninguno llegó nunca tan arriba en esa dura pendiente como yo, y el mío era el Credo Quia Impossibile». Encontraríamos aún una cuarta idea, señalando que había algo de sociedad secreta semítica en todo el asunto; que el cristianismo no fue sino una nueva invasión del espíritu nómada que suscitaría un paganismo más bondadoso y más cómodo, con sus ciudades y sus dioses domésticos, y en donde las razas monoteístas celosas podían finalmente establecer su celoso Dios.
Mahoma les contestará desde el torbellino —el rojo torbellino— del desierto: «¿Quién sirvió alguna vez el celo de Dios como yo lo hice, o lo consideró más único en el cielo? ¿Quién tributó alguna vez más honor a Moisés y a Abrahán, o ganó más victorias sobre los ídolos y las imágenes del paganismo? Y ¿qué fue lo que me empujó con la energía de una realidad viva, cuyo fanatismo podía echarme de Sicilia y arrancar mis profundas raíces de la roca de España? ¿Qué fe era la suya capaz de reunir miles de personas de toda clase y gritar que mi ruina era la voluntad del Dios?, y ¿qué fue lo que llevó al gran Godofredo[57] a arrojarse como de una catapulta sobre los muros de Jerusalén?, o ¿qué fue lo que atrajo al gran Sobieski[58] como un rayo a las puertas de Viena? Sin duda, había algo más de lo que uno se imagina en una religión que hasta tal punto ha emparejado con la mía».
Los que consideran que la fe fue un fanatismo están condenados a la perplejidad eterna. En sus escritos es obligado aparecer como fanático por nada y contra todo. El cristianismo es ascético y en guerra con los ascetas, romano y rebelde contra Roma, monoteísta y en furiosa lucha contra el monoteísmo, severo en su condena de la severidad: un enigma, en definitiva, que no se puede explicar ni siquiera como un absurdo. ¿Y qué clase de absurdo es aquello que parece razonable a millones de europeos cultos por encima de todas las revoluciones acaecidas a lo largo de mil seiscientos años? La gente no se contenta con un rompecabezas, una paradoja o un simple desorden en la mente para explicar todo ese espacio de tiempo. No sé de ninguna explicación, salvo la de que aquello no sea algo absurdo sino razonable, que, si es fanático, es fanático de la razón y fanático frente a todo lo que atente contra la misma. Ésta es la única explicación que puedo encontrar de un fenómeno tan definido y tan seguro de sí desde un principio; que condenaba realidades tan parecidas a sí mismo; que rechazaba la ayuda de poderes que parecían tan esenciales para su existencia; que participaba en lo humano de todas las pasiones de la época, pero siempre, en el momento decisivo, se alzaba súbitamente sobre ellas; que nunca decía exactamente lo que se esperaba que dijera, y que nunca necesitó desdecirse de lo que había dicho. No puedo encontrar ninguna explicación salvo que, como Palas del cerebro de Júpiter, el cristianismo había salido de la mente de Dios, maduro y poderoso, y armado para el juicio y para la guerra.