14
Septiembre
El 31 de agosto a Hannah se le para el coche en la esquina de las calles Chestnut y Parsonage. A veinte metros de mi casa. Me acerco a ver si necesita ayuda. Dice que no, que le ha pasado ya otras veces. Que va a esperar un ratito y seguro que luego le arranca y tira sin problemas. Aprovecho la espera para comentarle que la he visto pasar muchas veces por delante de nuestra puerta. Me sonríe. Circula usted mucho en este coche, ¿verdad? Dice que sí. Que es natural. Tiene que ir al hospital, al supermercado y atender muchos recados. Gira la llave. Tiene batería... pero el coche no arranca. Cree que lo ha ahogado. Yo no soy precisamente un experto en mecánica, pero el ruido más bien me induce a pensar que no le llega gasolina al carburador. ¿No se habrá quedado usted sin carburante? Noooo... Tengo gasolina de sobra, me confiesa bajito. Le acabo de poner siete dólares. Su respuesta me enternece y me pregunto quién habrá ganado hoy la apuesta en la gasolinera.
Iiiihhh. Iiiiiiih. El Oldsmobile azul, caigo en la cuenta de que el Ciera Cutlass es un Oldsmobile y no un Chevrolet, sigue sin ponerse en marcha. Seguramente el calor... Sí, seguramente. Le ofrezco un vaso de agua, un té frío, una limonada. No quiere nada, muchas gracias. No se alarme usted, me tranquiliza. Vamos a esperar un poquito y ya verá cómo arranca. Me fijo en el cuentakilómetros. Marca la friolera de 193.000 millas. Multiplicadas por 1,609 salen 310.537 kilómetros. Un día escuché en la radio a los de Car Talk que la media de vida de un coche no suele superar, como mucho, las doscientas cincuenta mil millas. Alguno logra ocasionalmente pasar de las trescientas mil, pero se trata de casos extraordinariamente raros. Después de tanto uso los problemas no residen ya en el motor, sino en la carrocería que comienza a caerse a pedazos. Especialmente en los lugares con inviernos duros porque la sal que echan para deshelar las carreteras se come la chapa a un ritmo frenético. Parecen muchas millas para un coche, le digo. Uy, qué va. Pues tiene muchas más. Ya le he dado la vuelta al contador una vez.
Iiiiihhh. Iiiiiihh. Me ofrezco a ponerme al volante y pegarle acelerones al pedal, pero no quiere. Dice que lo pisa ella, que ya lo está pisando. Caigo en la cuenta de que este coche adquiere para ella un significado mucho más profundo de lo que un vehículo a motor representa para el común de los mortales. Le pregunto si es de Rhinebeck. No, nació en Siracusa, en el norte del estado y allí conoció a su primer marido. Como los padres de éste vivían aquí se vinieron para estar cerca de ellos. Se encontraban profundamente enamorados, pero él era diabético y murió de un ataque al corazón. Lo siento. Ya. Iiiiih. Iiih. Ih. Otro intento y tampoco arranca. Tin-ti-rin-tin-tín... Tiririri-tiriri-tirí... Los compases de El Danubio azul pasados por el soniquete metálico de un altavoz anuncian la llegada de míster Ding-A-Ling. El carromato de Iván, el heladero ecuatoriano. Se queja de que no vende demasiado. Por lo visto, le salvan el pellejo un par de campamentos de verano que hay por la zona. ¿Te apetece un Sponge Bob? No, gracias. Le pregunto a Hannah si le apetece algo. Está a dieta. ¿A dieta? La observo con detenimiento. Es una anciana menudita con unas piernas finas como palillos enfundadas en medias elásticas para apretar las varices. En el asiento del copiloto tiene un bastón. Le pido ayuda al señor Ding-A-Ling.
Iván abre el capó y busca un signo de recalentamiento que no encuentra. Pide a Hannah que arranque y acelere con fuerza. Ella arranca y acelera, pero no lo suficiente. Es mejor que le pidas que salga un momento del coche y me deje tomar el mando. Que dice el heladero que la puede ayudar mejor si sale usted un momento del coche y le deja a él que tome el mando. Ah, no, no. Imposible. Ella no abandona el auto ahí venga un tornado.
Pasa un vecino de pelo largo y gafas al que veo de vez en cuando por la zona. Hola. ¿Qué tal? La señora, que se le ha parado el coche. Dice que el problema reside en el alternador. Nada grave, pero necesitáis avisar al taller. No es una avería que podáis reparar vosotros. Hannah se niega a admitirlo. Si fuese el alternador, me dice, no funcionaría el motor de arranque. Iiiiiih. Yo no lo sé. A mí me da la impresión de que el de las gafas lleva razón pero... ¿Seguro que no quiere venir a casa y sentarse? No. ¿Avisamos al mecánico? Ni hablar. ¿Le traigo algo fresquito? No, gracias.
En total he tenido cinco hijos: dos chicas y tres chicos. Ah, le contesto, pues ha dado usted a luz a una prole. Sí. El segundo matrimonio no me salió tan bueno. Vaya, lo siento. Intuyo que me hace estas confidencias por ganar algo de tiempo hasta que el motor vuelva a rugir del modo acostumbrado. Me llamo Mary. Qué nombre tan bonito. Sí. O sea que, Hurricane Hannah, se llama Mary. Detrás del apodo aparece por fin un nombre propio. Una vida. Y ese toque repentino de realidad diluye para mí el misterio que había envuelto al personaje durante meses. Ya no me hace falta que esgrima ninguna razón especial para recorrer en silencio las calles del pueblo. ¿Y por qué no? Antes vivía aquí mi ex marido, pero ya se ha mudado a Kingston. Ajá. Iiihgg. Quisiera poder ayudarla pero no encuentro la fórmula. Observo el brillo preocupado que reflejan sus cristalinos ojos azules. Tan frágiles. En ellos se adivina, de modo creciente, según transcurren los minutos, el miedo a tener que afrontar la realidad de quedarse una temporada sin conducir el coche.
Se acercan los hijos de unos vecinos atraídos por el incidente. Ella les sonríe. Todos me conocen en el pueblo, me dice. Estoy seguro. Me llaman abuela. Me ven pasar a menudo porque voy a muchos sitios. ¿A qué sitios le gusta ir?, le pregunto. Menciona las dos localizaciones anteriores: el hospital y la compra. Ah, claro. Iiiihhhhhhhhggg. Definitivamente el motor no arranca. Ella alude, para no bajarse, que le cuesta trabajo caminar. Amenaza tormenta veraniega, son casi las seis de la tarde y en cinco minutos vienen los Fox a llevarnos al concierto de Buckwheat Zydeco. ¿Seguro que no quiere pasar a casa?
Ted Fox representa a Buckwheat y nos ha invitado a disfrutar en directo del acordeón típico de las zonas pantanosas del sur de Luisiana. Va a ser como colarse en la banda sonora de la película The Big Easy. Ted es autor del libro Showtime At The Apollo, manual imprescindible para cualquier apasionado de la música negra, y conversar con él sobre los ritmos afroamericanos resulta siempre emocionante. Aunque Ted no pueda ser más blanco, ni más judío. Igual que lo había sido, por cierto, Frank Schiffman, el hombre que dirigió los designios del mítico teatro Apollo de Harlem y llevó a la gloria a todos los grandes del blues. Judío, neoyorquino y periodista como Jerry Wexler, el hombre que popularizó el soul e inventó el rythm-and-blues en su sello discográfico: Atlantic Records. Ted había conducido su coche en numerosas ocasiones desde Nueva York hasta el área de Lafayette, a más de ciento cincuenta kilómetros de Nueva Orleans, en la Luisiana más profunda, en busca de los pequeños clubes de zydeco que le hacían vibrar. Todos negros, menos él. Todos sin dar crédito a que un yanqui se pasase tantísimas horas al volante con la única intención de escuchar su música. Y le invitaban a copas. Ponle otro vaso a nuestro amigo el blanco. Se animó y le envió un casete con las grabaciones de Buckwheat a Chris Blackwell, el creador de Island Records, el hombre que dio a conocer el reggae de Bob Marley al mundo. Señor Blackwell, tiene que escuchar esta música. Es increíble. Chris lo llamó de vuelta desde su estudio en Bahamas. Andaba liado con Steve Winwood. Una noche a las dos de la madrugada, después de una sesión agotadora, pusieron la cinta de zydeco y les devolvió la vida. Quiero firmar por cinco álbumes y que tú seas el productor. ¿Cómo?
A Ted le apasionaba la música negra. Estaba a punto de firmar con una editorial un nuevo libro basado en la biografía de James Brown y aquella llamada le pilló desprevenido. ¿Cómo iba a poder decirle un judío de piel blanca lo que tenía que hacer a un artista negro de la talla de Buckwheat? Porque los periodistas siempre resultan ser los mejores mánagers, le espetó Blackwell. Mira lo que ha hecho Jon Landau con Bruce Springsteen. Los escritores estáis acostumbrados a analizar cómo han de ocurrir las cosas y por qué han de hacerlo. Todos tenéis algo de vendedores, especialmente los freelance como tú, y aportáis unos conocimientos de los que muchos grandes intérpretes carecen. Ted se acordó de un viejo proverbio inglés que dice: «Un abogado que se representa a sí mismo tiene un tonto como cliente». Volvió sus ojos hacia el maestro, Gerald Wexler, y aceptó el reto. Como él, Jerry no era músico, no tocaba ningún instrumento y no sabía leer partituras. Pero conseguía sacar lo mejor de los demás. Si es necesario, le confesó en una ocasión a Ted el mago de Atlantic, me pongo a bailar en el estudio para que mi artista entienda el sentimiento que debe despertar en la audiencia la música que quiero grabar en su disco. Buckwheat actuaba esa noche en Powling y los Fox se iban a presentar de un momento a otro para recogernos e ir todos juntos al concierto.
¿La llevo a casa? No, estoy bien aquí. Es que viene una tormenta, Mary. No se preocupe, joven, no pasa nada. Ya, pero creo que va a descargar un aguacero. ¿Lluvia? El pensamiento de las gotas en el interior del coche activa en Hannah una inmediata señal de alarma. Con la agilidad de Halle Berry en Catwoman engancha el mango del bastón a la manivela de la ventanilla del copiloto y la gira a gran velocidad. Cric-cric-cric. El cristal queda herméticamente cerrado. Mi hijo es mecánico. Ah, ¿sí? Ya no ejerce, pero es mecánico. Me pregunta si podemos llamarlo. Claro. Saco el inalámbrico y marco el número que me indica. Hablo con la nuera, simpática y algo asustada por la llamada. Le facilito las coordenadas exactas para el rescate. Empieza a llover. Hannah sigue dándole a la llave. Ihggg. Ihgggg. Ahora parece cada vez más menudita.
Aparece la nuera. Diluvia. La intenta convencer: vamos, que te llevo a casa y luego tu hijo vendrá a repararlo. Hannah no quiere salir. Se niega. Ihgg. Vamos, que te llevo a casa. Parece haber decidido permanecer al volante, como el capitán de un buque a la deriva, pero al final abre la portezuela y sale. Despacito. Cobijada bajo el paraguas que le ofrece su nuera, se mete en el otro coche. Mientras se alejan, sus ojos claros no retiran la vista del Oldsmobile azul que queda indefenso en mitad de la calle. Bajo el arco de sus cejas, sus ojos lo están gritando todo en silencio: ¿volveré a conducir?
Este tramo final del verano se conoce que va de coches escacharrados. Lo digo porque nos encontramos en casa y volvemos a hacer las maletas para regresar a España. Por segunda vez. Ayer a esta misma hora acometíamos el primer intento. Peggy, la madre de Sarah, nos había prestado su coche porque tiene un maletero muy amplio. Bruno, un amigo de la familia, se ofreció a conducirlo hasta el aeropuerto para luego traerlo de vuelta. Algo antes de llegar al Bronx nos pilló una inundación. Íbamos distraídos escuchando la historia de la prima hermana de Bruno, que conduce una camioneta de correos. Recorre el trayecto entre Albany y Hartford, la capital de Connecticut, y normalmente lleva cuarenta o cincuenta sacas. Contaba que la pasada Navidad le tocó un reparto. El 22 de diciembre, que fue un día de tormenta infernal. Se le iba el camión con el viento, le temblaba la cabina y no tuvo posibilidad de echarse a la cuneta por la acumulación de nieve. Cuando llegó a Hartford y abrió el portón solamente encontró una saca. Al quitarle el candado, vio que en su interior tan sólo viajaba una carta. Madre mía, pensó, por ti me he jugado la vida: más vale que seas portadora de buenas noticias. Estábamos apenas a treinta kilómetros del aeropuerto y sobrados de tiempo. El tráfico se ralentizaba y de pronto nos detuvimos. ¿Qué pasa? El carril de la izquierda, por el que circulábamos, estaba inundado. Se conoce que las lluvias torrenciales habían desbordado el Hutchinson, un riachuelo que fluye durante ocho kilómetros paralelo a la carretera. El agua quedó retenida por la mediana de cemento y los coches sorteaban el charco en hilera por el carril de la derecha. Cuando nos tocó el turno a nosotros, ya había subido el nivel del dique como unos diez centímetros. ¿Bruno? Creo que podemos pasar. El Honda que teníamos delante se caló. El agua seguía subiendo. Nos pusimos todos nerviosos. Se caló también el nuestro. Una tromba bajaba por la ladera de la derecha directa hacia la carretera. En cuestión de veinte segundos pasamos de la conducción a la navegación fluvial. Se coló el agua por las rendijas de las puertas y nos cubrió los pies. Los niños gritaron y se subieron encima del asiento trasero. Bajamos las ventanillas, que eran eléctricas y gracias a Dios todavía funcionaban, y Sarah y yo saltamos fuera a lo que ya era una laguna. El coche flotaba. El agua nos cubría por la cintura y el sistema eléctrico murió definitivamente. Ya no podían bajarse el resto de las ventanillas desde las que nos miraban asustados nuestros tres hijos. Entre los dos conseguimos empujarlo unos veinte metros, fuera de la hondonada que había propiciado el charco. Allí con la ayuda de otros afectados lo subimos al asfalto fuera del peligro. Abrimos las puertas y dejamos salir el agua a presión como si estuviésemos rescatando un antiguo submarino. Salieron los niños. De pronto me acordé de los pasaportes y de los billetes. Por alguna extraña razón aún no había asimilado que íbamos a perder el vuelo. Quizás porque todo ocurrió demasiado pronto. Tal vez porque quería creer que el coche iba a volver a arrancar y que el agua no habría afectado a nuestras maletas. El sobre con los pasajes y la documentación estaba empapado. Los pasaportes con las letras y el visado, desteñidos. Los billetes con las páginas pegadas. Hechas un mazo. Los fui colocando sobre el capó con la esperanza de que se secasen a tiempo. Oí a Sarah que me llamaba. Ya voy, le dije sin mirar. Y otro grito. Mujer, que ya voy. ¿Qué cosa podría haber en ese momento más importante que secar los pasaportes para poder emprender el vuelo de regreso? Una vida. ¿Cómo? Bastante más importante salvar una vida. Ya lo había hecho todo ella sola. Acababa de sacar a un niño de un coche que se quedó en el centro de la catástrofe prácticamente bajo el agua. El padre había salido con un hijo pero necesitaba ayuda para coger al otro que quedaba dentro y gritaba que no le abandonase.
Por fin hicieron acto de presencia los troopers. Como en la película E. T., nos dieron a cada uno una mantita amarilla. Es la segunda vez que ocurre esto mismo en el día de hoy, nos comunicaron. Un bombero nos facilitó el teléfono para avisar al aeropuerto, para llamar a la grúa, para pedir un taxi. Tuvieron que ser dos, tantas maletas y seis pasajeros no cabían en uno, según marcaban las leyes, y las ganas del taxista jamaicano que acudió a la llamada. Por radio él mismo pidió refuerzos. Se personó uno de Haití. Nos tienen que abonar la ida y el regreso, especificaron. Ciento cincuenta a cada uno. Al sofocón del accidente hubo que sumarle trescientos dólares. Regresábamos con todas las maletas que rebosaban agua. Yo viajé con el de Jamaica que nos fue relatando las maravillas de su país. Vivía en El Bronx con su mujer y un hijo, en un cuarto alquilado por el que pagaba novecientos dólares al mes. Max confesó que, de no haber perdido el avión, la aventura le habría molado. Nico aprovechó para recordarme que yo era un pipas. Papá, eres un pipas. ¿Y ahora por qué? Porque no me has dejado nadar en el lago de la carretera. Vaya. Con los nervios se me olvidó pedirles un recibo a los taxis, por tanto al pipas no le van a reembolsar el importe ni el seguro de viaje ni el de la visa con la que pagamos los billetes de avión.
Al coche le diagnosticaron siniestro total. Luego nos enteramos de que, cuando se moja el motor, no se debe poner en marcha porque le entra agua en el sistema y se destroza. Hay que dejarlo un par de días hasta que seque del todo y, por lo visto, arranca sin problema. Ay, si hubiésemos venido escuchando NPR...
Así que aquí estamos. Segundo intento. Sarah se ha hartado a poner lavadoras y secadoras para quitarle a la ropa el olor a cieno. Yo he recolocado los enseres en las maletas, a las que también he pegado esta mañana una ducha con la manguera en un túnel de lavado improvisado junto al garaje. Ahora estamos en la ceremonia del pesaje. Últimamente están muy estrictas las líneas aéreas con las normas de seguridad y no te pasan ni un gramo extra en las maletas facturadas. Me subo yo a la balanza con el bulto. Descuento mi peso del total y sale el del equipaje. Veintitrés kilos clavados. Bud, mi suegro, me ayuda a asegurar con cinta americana algunas que no cierran bien del todo. Hace unos días estuvo echándome una mano con los paquetes de libros que decidí mandar por barco. Bud, ¿no tendrás unas tijeras? Bud, ¿no tendrás unos alicates? Bud, ¿no tendrás por casualidad alguna etiqueta de esas adhesivas para poner la dirección en una caja? Y Bud tenía de todo. Abajo, en el sótano, donde se había instalado el taller de marquetería y tallado de animales de madera. Después de jubilarse atendió un curso intensivo de un par de semanas y regresó ensimismado con los pájaros. De sus manos salieron una pareja de cardenales rojos sobre un tronco nevado. Un azulejo posado en una rama. Tres gorriones menudos con el pico abierto en espera de la madre. Y decenas de patos. Cada vez con mayor detalle. Un mallard de cabeza verde y pico amarillo. Un mandarín de cara multicolor y finísimas plumas o un pochard de cresta roja. Las últimas creaciones tan semejantes a las reales que, a veces, daba la impresión de que alguna de ellas iba a sacudirse las alas y remontar el vuelo desde la repisa. Un fenómeno que, por otra parte, no le hubiese resultado demasiado chocante a Bud; alguien que había contribuido a que toda una nación levantase los ojos hacia el cielo al mismo tiempo.
Clarence K. Howe, Bud, creció en Randolph, un pueblecito de Kansas con cuatrocientos vecinos. En el mismo centro geográfico de Estados Unidos. En la mitad del mapa. En una granja con huertas y animales muy parecida a la que habitaba Judy Garland con su perro Toto en la película El mago de Oz. Pero una mañana hizo aparición el peor de los tornados. Llegaron los ingenieros del Cuerpo de la Armada y les comunicaron a todos que tenían que marcharse. Iban a construir en sus tierras un lago artificial en el que contener las inundaciones provocadas por las repentinas subidas de cauce del río Big Blue. Las tormentas desbocaban con demasiada frecuencia a la serpiente de agua azul que bordeaba las colinas en las que se asentaron los indios kanza; los moradores primitivos que habían dado el nombre al estado. Las autoridades encontraron una feroz oposición desde el primer momento. Se dilataron los plazos, Hollywood rodó una película y se alimentaron falsas esperanzas. En 1960 se levantó el Nuevo Randolph. Se indemnizó al vecindario, se le ofreció realojo en las casas recién construidas y anegaron el pueblo. Cuando en 1963 desapareció el último tejado bajo el agua de la presa Turtle Creek, la madre de Bud quedó sumida en un estado de tristeza del que ya no sería capaz de recuperarse nunca.
Hasta entonces la vida había sido placentera y tranquila. Su padre regentaba un almacén de materiales de construcción, herramientas y tablones, y su madre impartía clases en una pequeña escuela rural; una de esas casitas de madera del medio oeste con aula única y campana sobre la puerta para convocar a los alumnos. Como tenían terrenos, vivían en una granja. Criaban gallinas, algunos animales y cosechaban un montón de verduras y hortalizas en los campos. Bud era el segundo hijo y el mayor de los varones. Nada más llegar del colegio le tocaba siempre algún recado. Vete a matar dos pollos. Da de beber a las vacas. Por ello, cuando marchó a la guerra, lo hizo con la tranquilidad de saber que su familia no habría de pasar hambre durante la contienda.
Los japoneses bombardearon Pearl Harbor y Bud, como la mayoría de los jóvenes estadounidenses, se alistó para marchar al frente. Tenía 17 años. Se tiró cinco en un portaaviones de la marina asignado a los radares. Allí conoció a la que sería su mujer, que también servía en el ejército, y juntos regresaron a la ciudad de ella: Poughkeepsie, en el estado de Nueva York. IBM ofrecía trabajo.
Durante la Segunda Guerra Mundial la International Business Machines Corporation había puesto sus recursos a disposición del gobierno de Truman para producir armamento. El presidente recogió el guante y a IBM se le encomendaron diversos encargos. En Poughkeepsie, a orillas del Hudson, se había instalado con esa finalidad una planta de ensamblaje de rifles. Se los vendían al ejército con un mínimo margen de beneficio que la compañía destinaba a un fondo de ayuda para las trabajadoras que enviudaran a causa del conflicto. Terminadas las hostilidades, se interrumpió la producción de material bélico y se trasladaron a la fábrica algunos de los proyectos comerciales que ya no podía atender la cada vez más sobrecargada central de IBM en Endicott. No era para menos. El Calculador Automático de Secuencias Controladas, bautizado con el nombre de Mark I, se acababa de completar con éxito tras seis años de investigación conjunta con la Universidad de Harvard. Era la primera calculadora automática de la historia. Medía quince metros de largo por dos y medio de alto y pesaba cinco toneladas. Tardaba algo menos de un segundo en resolver una suma, seis en una multiplicación y doce en una división. Un prodigio. Necesitaban personal para desarrollar la producción y, gracias a su experiencia con los radares, Bud encontró un trabajo en la compañía.
Enseguida IBM empezó a incorporar componentes electrónicos y creó su primer gran ordenador, el 701, con tecnología basada en tubos de vacío. Bud dirigía entonces la división que fabricaba las máquinas perforadoras de tarjetas, las viejas 24, y los lectores electrónicos de tarjetas, los viejos 26. En aquellos tiempos la memoria se almacenaba fuera del ordenador y en fichas de cartulina con agujeros. Una mañana su jefe se presentó en plan marcial y le soltó: Howe, las tarjetas electrónicas nos cuestan demasiado. Tiene que reducir su precio al menos en un 20 por ciento. Avíseme en cuanto lo haya conseguido. Y Bud, para sorpresa del ejecutivo, reunió a su gente y no tardó en comunicarle a su superior la buena nueva: habían encontrado un camino para reducir los costes de cien a ochenta dólares. Poseía un don especial para manejar a los equipos y no le resultaba difícil conseguir grandes resultados de ellos. La dirección se dio cuenta y le ofrecieron hacerse cargo del proyecto SAGE. Top secret. Semi Automatic Ground Enviroment[63]: un ordenador gigantesco para las Fuerzas Aéreas, iluminado por la luz de cincuenta y ocho mil tubos de vacío, que revolucionaria el tráfico de la aviación civil.
Estados Unidos temía sufrir un bombardeo por parte de la Unión Soviética y necesitaba reforzar su sistema de defensa antiaérea. Se encargó al Instituto Tecnológico de Massachussets, MIT, el diseño de una red computerizada de centros de control que abarcase todo el territorio. En 1955 IBM abrió una pequeña planta en Kingston destinada a la fabricación del equipamiento necesario. Poughkeepsie, a cambio, se quedó con el negocio de las revolucionarias máquinas de escribir eléctricas. En su nueva oficina, Bud cogió el modelo propuesto por MIT y pidió a sus ingenieros que lo examinasen y se lo devolvieran convertido en realidad.
En total se construyeron veintidós centros de control aéreo distribuidos por todo el país. Junto a la información de inteligencia militar suministrada por radares, buques y escuadrones aéreos procesaban la que les facilitaban los aeropuertos y el centro nacional de meteorología. El primero entró en funcionamiento en Nueva York en 1958. El último se inauguró en Sioux City en 1961. Edificios de hormigón armado, blindados y sin ventanas, en cuyos interiores un ordenador de 275 toneladas, que ocupaba un espacio de tres mil seiscientos metros cuadrados, procesaba la información de los radares a una velocidad de sesenta y cinco mil cálculos por segundo y la enviaban directamente al Centro de Operaciones de Combate en el monte Cheyenne. Desde allí podían enviar cazas a la zona de avistamiento o dar la orden de lanzar un misil contra el objetivo señalado.
Para entonces, Bud ya había conseguido reunir en su equipo a los cincuenta mejores ingenieros. Tenía la habilidad de descubrir el potencial de las personas e impulsarlas hacia el éxito. Lo ayudaba su tendencia natural a escuchar a la gente y quienes trabajaban para él sencillamente lo adoraban. Rebosaba integridad. Todos lo llamaban Bud, con la excepción de su fiel secretaria que, hasta el último día, lo llamó míster Howe. La dirección lo envió a numerosos cursos de formación para mejorar sus conocimientos de ingeniería electrónica. Luego le ofrecieron financiarle la universidad. No quiso. Creció en un ambiente en el que nadie había estudiado más allá del colegio. Ponte a trabajar y gana dinero, le había dicho su padre. Es lo que conocía y no supo cambiar. Se arrepentiría el resto de su vida. Llegó a director general de la planta de Kingston. Siete mil empleados a su cargo. Hola, Bud. ¿Qué tal, Bud? Buenos días, míster Howe. Pero gozaba de un sentido común que, en otras circunstancias, le debería haber catapultado de forma natural a los sillones de la presidencia. No pudo ser. El sistema corporativo estadounidense veta la entrada al consejo de administración a quienes no posean un título universitario. Ya ves, ironizaba algunas veces, hay tipos que han sacado un doctorado y, sin embargo, serían incapaces de conducir un coche en un día de lluvia sin tragarse todos los charcos.
La tecnología avanzaba. IBM inventó el circuito impreso y Bud envió a su gente a la Universidad de Pensilvania para estudiar cómo sacarle partido. La solución pasó por imprimir los cables en fibra de vidrio porque la temperatura de grabación desintegraba el resto de los materiales. Se consiguieron unos chips de un tamaño muy reducido para la época: cinco por veinticinco centímetros. Placas de 96K de memoria. De hasta 156K en los momentos de máxima gloria. Para conseguir entonces 16 megas hubieran necesitado un edificio completo. Y otro justo al lado para albergar los equipos de refrigeración del primero.
En éstas se encontraba cuando una mañana de 1959 un vicepresidente entró en su despacho. ¿Quién es la persona que te reemplaza, Bud? No entiendo lo que quiere decir. Sí, en caso de que faltes, ¿a quién dejas a cargo de todo este tinglado? Bud le facilitó el nombre de un colaborador. De acuerdo, le dijo. Llámalo y pásame el teléfono. ¿Hola?, soy el vicepresidente de la compañía, llamo para notificarle que a partir de esta tarde a las cuatro en punto Bud no va a volver por la oficina. Hágase cargo. Adiós y gracias. Bud, te veo mañana sábado a las ocho en mi despacho. Anula lo que tengas en la agenda para el domingo y el lunes. Vas a estar muy ocupado.
Al día siguiente volaron a Langley Field, Virginia, donde se había establecido el Centro de Investigación de Naves Espaciales Tripuladas. El director era Chris Kraft. Bienvenido al Proyecto Mercury, le dijeron. El presidente Eisenhower se ha propuesto conseguir que un piloto estadounidense entre en la órbita terrestre. Tenemos la base tecnológica: los lanzamientos experimentales de misiles en el desierto de White Sands, Nuevo México, han alcanzado alturas que sobrepasaban la atmósfera. Y existen razones políticas: tenemos que ganarles la carrera espacial a los rusos.
MacDonnell Aircraft se había comprometido a la construcción de tres naves en diez meses y el ejército procuraba las lanzaderas, pero necesitaban la ayuda de IBM para poner en marcha el proyecto TAGIS[64]: una red mundial de seguimiento de los cohetes por el espacio. El contrato había recaído en la Western Electric Company y confiaban en IBM para diseñar, construir y programar el equipamiento informático necesario para monitorizar y establecer comunicación con la cápsula durante su viaje orbital. En los meses que precederían a las misiones, los ingenieros de IBM deberían visionar los miles de problemas que podrían surgir en el transcurso de un vuelo espacial, ponerles soluciones y programarlas. Luego, los computadores serían capaces de ofrecer a los controladores de vuelo, en tiempo real y con una precisión exacta, los datos necesarios para tomar decisiones cruciales. Esto convertía al Proyecto Mercury en el reto más grande jamás acometido por una mente no humana.
Dos días más tarde Bud regresó a Kingston. Nos han propuesto una agenda imposible. Un año para crear algo que nadie sabe cómo se hace. Tendremos que trabajar día y noche. Necesito gente. ¿Cuánta? Mucha. Cincuenta; tal vez cien. Cuenta con todos. Y Bud se puso a dirigir a los ingenieros del Proyecto Mercury. Tres años sin apenas una jornada de descanso.
Cabo Cañaveral, Florida, 20 de febrero de 1962. Un día para la historia. Sobre la pista de despegue se posaba una nave espacial con forma de tronco cónico, que no superaba en dimensiones a la cabina de un camión convencional, montada encima de un gigantesco cohete propulsor. El tanque de combustible y la cápsula sumaban una longitud de veintiocho metros. En ellos se incluía una torre de casi cinco metros de altura que se sujetaba al techo de la nave. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡despegue! Combustible 103, 101. Oxígeno 78, 100. Amperios 25. Presión de la cabina 58. Roger, le recibimos alto y claro. La ruta es correcta.
IBM había montado un sistema de control que estaba a punto de dar sus resultados. Antes de iniciarse la cuenta atrás, en el Comando Central Mercury, situado junto al lugar de lanzamiento, un ordenador había recibido toda la información enviada por señal de radio desde la nave. Se trataba de un 7090: seis armarios metálicos, del tamaño de los viejos archivadores con repisas de las oficinas, interconectados para acaparar más memoria. Cada uno de ellos capacitado con un disco duro de cinta magnetofónica en la que podían registrarse 100 bits por centímetro. Si los parámetros enviados desde el vehículo lanzadera y la cápsula resultaban óptimos, y si además funcionaba correctamente el sistema de comunicación y computación de datos, se ordenaba el lanzamiento. Una llamarada inmensa y comenzaba el ascenso. En cuanto el cohete se separaba cinco centímetros de la lanzadera Atlas el sistema de seguimiento espacial diseñado por los ingenieros de Bud se activaba. Todos los datos recogidos a partir de ese instante en Cabo Cañaveral por el 7090 viajaban en tiempo real en dirección norte a través de mil ochocientos kilómetros de cable de alta velocidad hasta otros dos potentes procesadores de datos que presidían el Comando de Vuelo Espacial Goddard, en el estado de Maryland.
Goddard, a escasos kilómetros de la Casa Blanca, era el cuartel general diseñado por IBM para controlar toda la inteligencia artificial del proyecto. Funcionaba como el cerebro de una red de dieciocho centros de seguimiento repartidos por medio mundo. Radares situados en tres continentes, siete islas y dos barcos que participaban en la monitorización de la trayectoria del vehículo espacial. Fueron necesarios tantos puntos de observación porque la rotación de la Tierra impedía que la ruta de la nave transcurriese por encima de los mismos lugares en cada vuelta. Desde Gran Canaria, Nigeria, Muchea o Hawai la información era enviada a Goddard. Doscientos veinticinco mil kilómetros de cable transportaban al control de Maryland la información captada en el espacio desde los rincones más remotos del planeta. Todos los canales confluían en el 7281, un módem que hacía posible el intercambio de tantas operaciones en tiempo real. El IBM 7281 almacenaba los datos en las cintas de los discos al tiempo que los distribuía a los procesadores.
Los 7090 tenían que cumplir la misión de descifrar todo lo que les llegaba. Primero, los parámetros enviados desde la estación de lanzamiento de Florida, nada más producirse el despegue. Altitud, velocidad, apogeo, perigeo, ángulo de inclinación, capacidad de órbita, excentricidad y periodo. En los treinta primeros segundos las máquinas debían determinar si la cápsula Mercury había despegado con el ángulo de orientación estimado y si se encontraba en la posición correcta y con la velocidad adecuada para poder alcanzar la órbita de un modo seguro. Se comparaban los datos reales de Cabo Cañaveral con los millones de instrucciones preasignadas que habían sido grabadas con antelación en sus discos duros. Si coincidían, uno de los 7090 enviaba de vuelta al Centro de Control Mercury una señal que se traducía en una luz verde con la palabra GO. De lo contrario, el indicativo marcaba NO GO y la misión había de ser abortada. En esta situación los ordenadores de Goddard tenían que elegir con celeridad el punto óptimo de impacto en el océano, ofrecer los vectores de velocidad y posición, y calcular el instante preciso en que el controlador aéreo debería activar el misil de salvamento que iba sujeto al final de la torre de cinco metros situada encima de la nave. Al hacerlo, el cohete propulsor con el combustible se separaría y seguiría su curso en solitario. La cápsula, una vez alcanzada la orientación deseada, sería arrastrada por el misil delantero hasta el punto designado sobre la costa occidental de África. En esas coordenadas, el astronauta se liberaría de la torre y la nave caería en picado al mar con la ayuda de un paracaídas.
Si la señal que se encendía en el monitor era la de GO, cinco minutos después del despegue, cuando el cohete con el combustible se separasen de forma mecánica de la nave espacial, se volvía a repetir la misma prueba. Entonces en la estación de seguimiento de Bermuda, por encima de la cual sobrevolaría la cápsula en esos momentos, se activaba el radar de largo alcance VELORT[65].Con un estrecho ángulo de visión de dos grados y medio, el moderno detector instalado para la misión era capaz de localizar objetos hasta a mil cien kilómetros de distancia. Los datos de telemetría eran recogidos en la isla por un ordenador IBM más sencillo, el 709, y se enviaban a Goddard. De nuevo en Maryland los 7090 tenían que decidir si la nave había de continuar en la órbita en la que acaba de entrar o si, por el contrario, se interrumpía la misión. Debían actuar con celeridad. La nave disponía de un tiempo muy limitado para realizar la necesaria rotación de ciento ochenta grados para mantenerse en órbita. Los procesadores predecían cada seis segundos con exactitud las coordenadas del punto de impacto terrestre, latitud y longitud, en las que caería la nave en caso de tener que abortar en ese preciso instante la misión. Por el contrario, de llegar a completarse con éxito las tres órbitas terrestres programadas, Goddard calcularía el momento preciso de ignición de los retropropulsores, para sacar de la órbita a la cápsula y volver a dejarla a merced de la fuerza de la gravedad.
Toda la información procesada en Maryland se devolvía al Centro de Comando Mercury en Florida en forma de mensajes binarios y a una velocidad de 1.000 bits por segundo. IBM había ideado un sistema de seguridad para evitar errores en la recepción. Los mensajes se enviaban a través de cuatro transmisores de alta velocidad y se recogían en otros tantos receptores en Cabo Cañaveral. Allí, se seleccionaban aleatoriamente tres receptores y se contrastan sus mensajes. Sólo se daban por buenos los que resultasen idénticos en al menos dos de ellos.
Habían pasado tres años y dos meses desde la primera reunión en el cuartel general de Langley Field. Míster Howe: Eisenhower quiere que lo ayuden a poner a un norteamericano en órbita. De acuerdo, señor, haremos lo posible por conseguirlo. Desde aquella mañana el equipo de Bud había trabajado para conseguir tener sus ordenadores a tiempo un número de horas que sumadas en ristra equivalían a doscientos cincuenta años. Un esfuerzo colectivo que agrupaba a un total de ciento cincuenta científicos; entre ingenieros, matemáticos y programadores. Investigaciones brutales que, en tan escaso periodo de tiempo, habían dado como fruto ciento cincuenta y nueve descubrimientos y treinta nuevas patentes. Estaban creando ciencia sobre la marcha. Trabajaban conceptos desconocidos hasta el momento, para los que resultaba imposible contratar ayudantes. Se llamó a los veinticinco estudiantes más brillantes de las cinco universidades más prestigiosas y se les impartían cursos en tecnología aeroespacial en el cuartel general de Goddard. Aprendían de los hombres de Bud la teoría, al mismo tiempo que éstos desarrollaban la práctica. Fueron testigos privilegiados de un momento histórico que ellos mismos contribuían a convertir en realidad con sus trabajos de asistencia a los sobrecargados científicos del proyecto Mercury.
Y llegó el 20 de febrero de 1962. Un día en que Bud Howe estuvo más pendiente que nunca del firmamento. No podría haber sido de otra manera. Todo Occidente lo estaba. Su gente había trabajado de forma encomiable. A lo largo de todos aquellos meses tuvo que enviar decenas de telegramas que siempre repetían machaconamente el mismo final de aliento: Congratulations on a job well done![66]. Sin embargo, no podía permitirse ningún optimismo excesivo. Hacía menos de un mes que el teniente coronel John H. Glenn había entrado en la cápsula espacial MA 5 con la intención de no abandonarla hasta haber completado tres vueltas alrededor de la Tierra a una velocidad de 28.163 kilómetros por hora. Permaneció en ella por espacio de cinco horas y trece minutos interminables y nunca llegó a despegar. No pudo ser. Las nubes que impedían la visibilidad a las cámaras desaconsejaron el lanzamiento. Un fiasco. Una catástrofe. La prensa de Estados Unidos recogió al día siguiente el estado de desánimo general. Las predicciones más optimistas aventuraban a la carrera espacial norteamericana un retraso mínimo de diecisiete meses con respecto a sus competidores. Cada vez parecía más lejana la posibilidad de emular la hazaña del mayor Gherman Titov, que había conseguido rodear la friolera de diecisiete veces y media el globo terráqueo en agosto de 1961. Preocupaba la supremacía de los rusos y se vivía la paranoia del síndrome del espionaje. Un informe extremadamente confidencial alertaba: «Aproximadamente quince minutos después despegue, nuestras fuerzas de rescate reportan presencia de tres buques soviéticos (creo destructores) en zona prevista amerizaje. Me temo que no faenando. Firmado: Al Layton».
Pero aquello pertenecía ya al pasado y, como un controlador aéreo había dejado claro esa misma mañana, el fracaso no se contemplaba como una opción posible. 3, 2, 1, 0. Roger, el reloj está en marcha. Estamos en camino. Escucho alto y claro. Saliendo de la zona de vibración. Roger. John Glenn en el espacio dispuesto a darle tres vueltas consecutivas al planeta a una altura de doscientos kilómetros y a una media de noventa minutos por órbita. Bermuda, Gran Canaria, Kano, Zanzíbar, océano Índico, Muchea, Woomera, Cantón, Hawai, Guayamas, California, Tejas y, de nuevo, Cabo Cañaveral. Roger, aquí el Cabo. 2 Bravo, 01 50 00; 2 Charlie, 02 05 59. Cambio. Amistad Siete. Recibido. Corrección 2 Bravo es 01 más 50 más 00. Cambio. El señor presidente va a dirigirse a ti y mientras hable te estaremos enviando Z y R cal. Roger.
Sesenta millones de espectadores habían seguido en una retransmisión televisiva el lanzamiento al espacio. Cuatro horas, cincuenta y cinco minutos y veintitrés segundos después, la cápsula entraba de nuevo en la atmósfera y caía en el océano Atlántico a 1.300 kilómetros al sudeste de Bermuda. El astronauta era rescatado tras veintiún minutos de permanencia a flote en el agua. Sus condiciones físicas eran mejores de lo esperado. Óptimas. Había soportado sin problemas la ingravidez. Todo había salido según los planes previstos. El único misterio que Glenn se trajo consigo a la Tierra fue la descripción detallada de multitud de luciérnagas que aparecían en el espacio cada vez que se dibujaba la línea de salida del sol en el horizonte. Un fenómeno que permaneció largo tiempo sin resolverse hasta que otro tripulante espacial, Scott Carpenter, accidentalmente golpeó la pared de la nave con su mano y liberó a un puñado de aquellos insectos fugaces. Se trataba de las minúsculas gotitas de escarcha acumuladas en los reactores.
En Cabo Cañaveral el presidente Kennedy le impuso al piloto de la marina la medalla al Mérito. En Nueva York cuatro millones se lanzaron a las calles para presenciar el paso del cortejo que condujo al teniente coronel hasta el Ayuntamiento. Allí el alcalde Robert Wagner le condecoró con la medalla de Honor de la ciudad. Glenn pronunció un discurso en las Naciones Unidas. El National Geographic le concedió su máximo galardón, reservado hasta la fecha a un puñado de héroes legendarios entre los que se encontraban Lindbergh y Amundsen. Se anunció que la nave Amistad Siete viajaría en una turné alrededor del planeta, con parada en veinte ciudades, para que pudiese ser admirada por los ciudadanos de medio mundo. Aquel invierno de 1962 el firmamento incorporó una nueva estrella y nadie quiso perderse la oportunidad de celebrarlo. Estados Unidos vivía una fiesta que no había hecho nada más que empezar. J. J. Donegan, director general de operaciones del Programa Mercury envió a Bud un telegrama: En NASA todos somos conscientes de la esencial contribución que tu gente ha aportado al éxito de la misión espacial. Ésta no se podría haber llevado nunca a cabo sin el sudor, las úlceras y la falta de sueño de un grupo de gente con entrega. ¡Gracias por un trabajo bien hecho!
En IBM, sin embargo, el festejo duró lo justo. Tan pronto como se llevó a cabo el rescate en el mar y John Glenn subió a bordo del destructor Noa, el director general del Centro de operaciones de IBM en Maryland, Saul I. Gass, transmitió un mensaje firme y claro: Nos toca volver al trabajo. Ahora tenemos que poner un hombre en la Luna. Inmediatamente se sucederían los proyectos Geminis y Apollo y a IBM le tocaría crear el Centro de Comando de la NASA en Houston, tenemos un problema, estado de Tejas. La historia culminó un 20 de julio de 1969, el día en que Neil Armstrong puso el pie en la Luna y Bud no pudo evitar acordarse de su madre.
La revivió sentada en el porche del viejo Randolph. Mucho antes de que construyesen la presa. En el banco de madera que colgaba de un columpio. Una noche de verano en que la familia en pleno había salido a asombrarse con los trazos de luz de las estrellas fugaces. Llegaba una suave brisa, cargada con el frescor de las aguas azules del Big Blue, que aliviaba temporalmente el bochorno estival en las llanuras de Kansas. Mamá Howe lanzó un suspiro, mesó con cariño los cabellos revueltos de su hija pequeña, Nancy, que se columpiaba a su lado y, tras mirar hacia el firmamento con desconfianza, murmuró: Y pensar que hay locos que creen que algún día habrá un hombre pisando por allí arriba...
Hoy, mientras Bud me ayuda a repasar algunas maletas con cinta americana, todo aquello queda ya bastante lejos. Difuminado en el tiempo. De las cien compañías estadounidenses más importantes en la década de 1950, solamente dieciocho lograron alcanzar el siglo XXI en ese ranking. Durante los años dorados, las grandes empresas se habían acostumbrado a dictarles a sus clientes lo que necesitaban, lo que deberían comprarles. En la planta de Kingston había naves industriales de miles de metros cuadrados donde se personalizaban los ordenadores 364. Áreas inmensas acotadas con carteles del Bank of America, del departamento del Tesoro, o del Buró de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego. Los ingenieros se afanaban en programar las miles de cajas grises de computadoras que se alimentaban por largos cables que colgaban desde el techo. El panorama cambió drásticamente en la década de 1980. Cayeron grandes gigantes. Muchos. En IBM se encontraron de golpe con la necesidad de preguntarles a sus clientes habituales si, por favor, les podrían ayudar en algo. La adaptación al nuevo mercado, el de los ordenadores clónicos, les pilló con el paso cambiado. Fue la época en la que un jovencísimo Bill Gates se presentó a ofrecerles un sistema operativo, Microsoft DOS, y uno de los miembros del consejo de administración, confundiéndole con un camarero, le pidió que le trajese un café y un donuts.
Después del Proyecto Mercury, Bud perdió a su esposa tras una penosa enfermedad. Casi al tiempo, el padre de Sarah, Harry Hill, un prestigioso abogado de Rhinebeck que había participado en los juicios de Núremberg, moría de un infarto en Florida. Su madre, Peggy, quedaba viuda y con cinco hijos. Bud tenía tres. Se conocieron y decidieron volver a casarse. Como en la serie de televisión Con ocho basta. Sarah y la hija pequeña de Bud, Pam, eran compañeras de colegio y amigas inseparables. No pudieron dar crédito cuando les notificaron que pasaban a ser hermanas. De aquella época Peggy recuerda que Bud y su amigo Scott Locken, entonces vicepresidente de la compañía, le hablaban de proyectos que sonaban a ciencia ficción. Dentro de poco, Peggy, no vas a ver más los precios de los productos que compres en el supermercado. Irás a por dinero al banco y te atenderá una máquina. Eso es ridículo, les respondía ella. Pero en la factoría de Kingston el futuro ya estaba en marcha y comenzaron a entregarse los primeros cajeros automáticos de la historia bajo el número 3614. Corría el año 1973 y a los supermercados les sobrevino una revolución monumental con la instalación de las cajas registradoras con prismas de cristal, lentes ópticas y láseres para lectura de precios. El mundo le daba la bienvenida a un código infinitamente más popular que el de Da Vinci: el código de barras. Cuando Bud entró en IBM el presupuesto anual de la compañía se cifraba en setecientos millones de dólares. Cuando se marchó en 1983, acogiéndose a una prejubilación que le recomendó Peggy, porque el exceso brutal de trabajo llevaba camino de minarle definitivamente la salud, había subido a cuarenta mil millones. Nada hacía sospechar que, tan sólo dos años más tarde, la planta de Kingston tuviera que echar el cierre, dejar a miles de familias en la calle y crear unos niveles de desempleo desconocidos hasta entonces en todo el valle. El negocio se dio la vuelta y les pilló a los altos ejecutivos mirándose el ombligo. Hubo que pasar de fabricar aparatos grandes a la producción de pequeños componentes. Sobraba espacio y se deshicieron de las grandes naves. Desde que te has ido no es lo mismo, Bud, le decían los empleados que se encontraban con él por las calles de Rhinebeck. Hola, Bud, sin ti no es igual, le confesaban apesadumbrados quienes se topaban con él por las casetas de la feria anual del condado. Howe agradecía las muestras de cariño pero no podía ocultar su pesar y su sorpresa. ¿Cómo era posible que aquel gigante al que había dedicado los mejores años de su vida se tambalease de pronto de una manera tan brusca? De verdad que no le entraba en la cabeza. No terminaba de explicarse cómo a algunos tipos que habían obtenido sus doctorados en las universidades más prestigiosas del país les resultaba imposible conducir bajo la tormenta sin tragarse todos los charcos del camino. Sin ti ya no es lo mismo, Bud. Ya nunca va a ser lo mismo.
No va a ser lo mismo sin vosotros. No. Despedirse resulta siempre difícil. Hacerlo dos veces, sin embargo, simplifica la ceremonia del adiós a la mitad. El esfuerzo más duro, el de encontrar las palabras que describan de la forma más adecuada los sentimientos ya había sido afrontado el día anterior y ahora quedaba más tiempo para los abrazos. Segundo intento, esta vez con Raucci al volante. Bruno no puede. Los niños con las manos extendidas fuera de las ventanillas. Goooood byeee. Giramos por la 9 hacia el norte para dirigirnos hacia el puente y pasamos por delante del hospital. Me acuerdo de que a nuestro buen amigo David Hoffman lo acaban de operar de la cadera y lo llamo a ver qué tal se encuentra. Bien, está bien y en casa. Ha pasado en observación tres días y ya le han dado el alta. Le ha operado el doctor Russell Tigges, una eminencia de la cirugía que ha diseñado su propio instrumental para reducir al mínimo el daño de los tejidos. Russ coloca una media de cuatrocientas prótesis de rodilla y cadera al año. Que se dice pronto. Quizás por ello, para alejar el fantasma de una intervención en carne propia, procura mantener sus articulaciones en buena forma. Por las mañanas, antes de dejarse caer por el quirófano del Northern Dutchess Hospital de Rhinebeck, Russ pedalea en su bicicleta de carreras una veintena de kilómetros. En compañía de su vecino Steve y de algún otro loco dispuesto a colocarse el casco a las seis de la mañana. Suben por la 308 hasta el cruce con Rock City. Tiran al norte por la 199 hasta el semáforo de Red Hook y se dejan caer de regreso por la 9 o entre las granjas que bordean la 9G. Según los días. Dependiendo de las prisas.
Cuando no le toca operar, Tigges tiene que soltar una charla en algún hospital de Estados Unidos sobre el novedoso método de colocación de implantes. Actualmente lo practican unos cien cirujanos en todo el país. La operación de cadera dura una hora. Los pacientes llegan al quirófano desde sus casas el mismo día de la intervención y al día siguiente ya comienzan la rehabilitación en el propio hospital. Tradicionalmente la recuperación duraba entre dos y tres meses. A David Hoffman le ha confirmado que podrá volver a jugar al tenis en seis semanas. No te habrá asegurado encima que te va a mejorar el saque, le inquiero. No, eso no. Frente a un corte de veintidós centímetros que aún siguen practicando muchos de sus colegas, a Tigges le basta con una incisión de once. Justo la mitad. El tamaño viene determinado por las dimensiones de la prótesis que haya que introducir. De no ser por ello, Russ podría trabajar con su instrumental todavía en un espacio más reducido. Calcula que corta entre un treinta y un cincuenta menos de tejido de lo habitual, puesto que para abrir hueco aprovecha la flexibilidad propia de los músculos. Sus pacientes tampoco necesitan transfusiones de sangre. Una técnica mínimamente invasiva que no vale para personas muy obesas, puesto que su exceso de grasa produce en la abertura un efecto de túnel que reduce las posibilidades de llegar al hueso. David cree que su prótesis le va a durar unos veinte años. ¿Tanto? Eso me ha dicho. Resulta que las hay de varios tipos y el seguro escoge cuál financia en función de la edad del solicitante. Si se trata de alguien muy mayor, la más barata. Si es una persona con mucha vida por delante, una buena para que le dure lo máximo y evitarse así el tener que financiar una nueva intervención en el futuro.
Russell Tigges coloca las prótesis con la asistencia de un ordenador que lo ayuda a posicionarlas en el ángulo de rotación idóneo. La máquina se llama CI. La primera letra en honor a la velocidad de la luz, la segunda por Intelligent Orthopedics. La broma cuesta, con la cámara, la pantalla y el software cerca de los cien mil euros. Primero, con una taladradora como las del bricolaje casero, Russ provoca en la pierna un par de perforaciones de unos dos centímetros y medio. Una en el fémur, la otra en la tibia. Allí ajusta, bien enroscados al hueso, dos tornillos que terminan en un trípode con emisores infrarrojos. Luego, con un puntero que lleva incorporada una antena de similares características, pincha la pierna en ciento veinte puntos decisivos para que el ordenador conozca dónde está el centro de la tibia, cuál es el arco de rotación del hueso y la situación exacta del fémur. Recogidos los datos, la pantalla reproduce en 3D los huesos del paciente e indica el lugar exacto y la inclinación con que ha de practicarse el corte. Tigges ajusta también antenas a su instrumental y sigue una técnica parecida a la de un video juego. Observa la pantalla, que reproduce un círculo azul sobre el hueso con una raya marcada en el punto óptimo, mientras maneja con sus manos sobre el fémur del paciente una plantilla con una ranura en el centro. La plantilla se refleja en el monitor con un círculo amarillo. Cuando éste se superpone al azul y ambas rayas coinciden, la fija con tornillos. Introduce la sierra eléctrica por la abertura, corta, levanta la placa y extrae el trozo de hueso. Pura marquetería. Ya sólo queda fijar el implante. Lo hace sin quitar la vista del monitor. Un error de algunas micras, fácil de cometer cuando el cirujano se guía sólo por la vista, podría desplazar de forma leve el ángulo natural de rotación y provocar rozamientos que acortarían sensiblemente la duración de la prótesis. O sea que veinte años, ¿eh? Yes, sir. Cuídate Hoffman y espero poder jugarte un par de sets antes de que transcurra tanto tiempo. Okay-dokey.
Rhinebeck puede sentirse afortunada por contar en un pueblo tan pequeño con profesionales de primera línea. Claro que le cuesta un esfuerzo enorme. La culpa es del complejo entramado de financiación de la sanidad en Estados Unidos donde, básicamente, sólo existen dos colectivos protegidos, y con limitaciones, bajo el paraguas de la atención estatal. Los jubilados y los pobres. Los primeros tienen Medicare, el seguro médico sufragado con las contribuciones de los trabajadores a la Seguridad Social. Y los segundos Medicaid, el fondo de ayuda destinado a las personas cuyos ingresos se encuentren por debajo de la línea de pobreza que, en el estado de Nueva York, se calcula en catorce mil dólares anuales para una familia de cuatro miembros. El resto de los ciudadanos, es decir, la mayoría, o bien contratan una póliza privada; o bien, si tienen suerte, se acogen a la que les facilite su empresa. Una opción que, lamentablemente, se vuelve cada vez más escasa. En 1993 el 43 por ciento de las compañías incluían un seguro en el contrato de sus empleados; en 2008 son ya menos del 30 por ciento. Entre la miseria y la edad necesaria para la jubilación, existe una franja inmensa de cuarenta y tres millones de seres humanos con unos ingresos tan ajustados que no pueden afrontar los ocho mil dólares anuales que cuesta una sociedad médica para un matrimonio con dos hijos. ¿Alguien se ha preguntado alguna vez por qué los norteamericanos distinguen perfectamente una bacteria de un virus, un analgésico de un antibiótico o el ibuprofeno de la aspirina? Un colectivo de población similar al de la totalidad de los españoles tiene que pensárselo tres veces antes de acudir a un servicio de urgencias donde, sólo por poner el pie en la puerta, ya te levantan cien dólares.
Bienvenidos a la gran incongruencia de la sanidad estadounidense. Locura a la que quiso poner coto Hillary Clinton desde la Casa Blanca y se le echó encima el Congreso en pleno. Anatema. En esta América de emigrantes acostumbrados a echarle una mano al vecino, si la aportación social no se realiza de manera voluntaria, no gusta en absoluto. Suena a imposición y se rechaza. Un absurdo problema de forma ya que, en el fondo, se trata simplemente de racionalizar las cifras. Vamos a verlo. Estados Unidos gasta mucho más en salud pública que cualquier otro país del globo terráqueo; incluidos todos los que cuentan con un sistema de seguridad social establecido. En gasto per cápita, invierte un 30 por ciento más que el segundo país del ranking: Suiza. La salud de los norteamericanos le supone al estado un 15 por ciento del producto interior bruto. Los presupuestos destinan anualmente tres mil euros por ciudadano, que viene a ser el triple de lo que se invierte en España, y los cálculos apuntan a que alcanzará el 18,4 en el año 2013. Y, sin embargo, a parte de la brutal desprotección sanitaria mencionada anteriormente, los 77 años de expectativa de vida de los estadounidenses tan sólo consiguen el puesto número 27. A años luz de Japón. Alejada del puesto 13 de España. Superando por los pelos a Cuba, que invierte en cada ciudadano la irrisoria cifra de ciento diecisiete euros.
Ante el vacío de cobertura médica, la población coloca parches como puede allí donde el sistema hace aguas. El hospital de Rhinebeck, por poner un ejemplo, es en realidad una organización sin ánimo de lucro. Si dependiese de la aportación económica de los seguros y de los ingresos por consultas privadas, ni en sueños podría mantener el nivel tan alto de facultativos y de infraestructuras que ofrece. La gente del valle lo sabe y colabora en consecuencia porque quiere tener acceso a esos servicios. Y lo hacen, para empezar, con el trabajo no remunerado de muchos voluntarios. Hombres y mujeres que cubren un total de treinta mil horas laborales todos los años. Quienes empujan las sillas de ruedas por los pasillos, llevan la comida a las habitaciones, distribuyen el instrumental a las enfermeras o conducen los partes de la sala de urgencias a las diferentes plantas son estudiantes que se apuntan con intención de mejorar su currículum, explorar posibles vocaciones en el ámbito de la medicina o, sencillamente, conseguir los créditos por trabajo social que les requiere el programa académico de su escuela. Los que reciben a los visitantes en la entrada, toman notas de las dolencias en urgencias, muestran el camino a las consultas a los pacientes, atienden el mostrador de la tienda de segunda mano, contestan los teléfonos o repasan en administración las nóminas son jubilados que deciden compartir con la comunidad los conocimientos adquiridos en sus carreras profesionales o que echan una mano por el simple placer de sentirse útiles y mantener activa su vida social. Los trabajos desempeñados por mayores y estudiantes le suponen a la institución un ahorro inconmensurable; el capítulo de generar ingresos queda en manos de la población activa.
Algunos empresarios y profesionales liberales dedican parte de su tiempo libre en ayudar a encontrar vías de financiación alternativas al desempeño de la medicina, que posibiliten el mantenimiento del Northern Dutchess Hospital. Entre otras cosas, se idean programas sujetos a interesantes incentivos fiscales que atraigan donaciones de compañías privadas. En este sentido, Lewis Ruge, el dueño del concesionario local de automóviles Subaru que dirige la fundación del hospital, anunció públicamente en el baile benéfico de 2005 que se habían recaudado diez millones de dólares para modernizar del edificio y construir una nueva ala hospitalaria. Para el convento todo es bueno y, como los donativos de particulares son siempre motivo de alegría, en la página web se proponen hasta veintiuna ideas diferentes para realizar una contribución. Si es con tiempo: voluntariado. Si con dinero: desde cambiar el previsible envío de una corona de flores al entierro de un paciente por un certificado para sus familiares, donde conste la cifra que se ha donado en su memoria a la institución sanitaria, hasta nombrar al hospital como último beneficiario de una póliza de vida. Si con bienes: tanto se aprecia al que dona ropa usada o libros para vender en la tienda del hall como al que deja en herencia una propiedad con derecho a usufructo del donante hasta la muerte e interesantes exenciones de impuestos mientras le dure la vida.
Los propios médicos, conscientes de ser beneficiarios directos del buen funcionamiento del hospital, abren sus casas a cenas benéficas y organizan competiciones deportivas destinadas a recaudar fondos para la compra de aparatos y material quirúrgico. Dólar a dólar. Hora libre a hora libre. La gente de los pueblos hace un esfuerzo enorme por tener cerca un centro de maternidad en el que sus hijas puedan dar a luz en una cama convencional, una sala de urgencias a la que acudir rápidamente con un trauma o un cirujano de primera talla. El fichaje de estrellas como Tigges entra también en un estudiado plan de viabilidad del proyecto. Va a atraer a una poderosa clientela de otras localidades e, incluso de la ciudad de Nueva York, que se va a dejar un pastón en las consultas privadas.
Dejamos atrás el hospital y pasamos por delante de Williams Lumber. Ahora están en la oferta de Vuelta al Cole y hay una sección enorme dedicada a la venta de uniformes de Boy Scout. Me acuerdo del hielo. Raucci, el hielo. ¿Qué hielo? El industrial. Entre los bultos que transportamos a mi querida España, esa España mía, esa España nuestra, viaja la nevera portátil con la carne de bisonte que me dio Sunny. No sé si lo tendrán en Williams. Me dijeron en San Antonio que resultaba fácil encontrarlo. Mira a ver. Miro. No lo tienen. No saben ni de qué les estoy hablando. Me dicen que el hielo lo venden en la gasolinera o en el supermercado. ¿El industrial? El hielo, la parte de industrial no la han escuchado en su vida. Gracias. Sure, buddy. Ni en Stop and Shop, ni en Convenience Corner Gas, ni en ningún sitio. ¿Nos acercamos a Kingston? No hay tiempo, déjalo. Me lo llevo como está, con los cubitos de toda la vida y punto.
Enfilamos la autopista. Oye, Johh. ¿Sí? No había una tercera cosa. ¿Otra gasolinera? No, en lo de tus carreras. Además de correr descalzo y respirar por la nariz, ¿no mencionaste un tercer elemento del que nunca hemos hablado? ¿Te interesa? Hombre, a estas alturas de la película, si no me interesa a mí ya me contarás tú a quién le va a interesar. De acuerdo. El tercer punto fundamental de los indios es la nutrición. Si usas los músculos y los desgastas los tienes que reparar con una alimentación adecuada en los momentos de descanso. Los indios creían en la armonía entre la mente y el cuerpo. Teorías que coinciden con el trabajo de un endocrinólogo, Henry Beiler, que se hizo famoso por curar a enfermos de cáncer que la medicina había descartado como terminales. El californiano dejó sus experiencias, basadas simplemente en una alimentación equilibrada, en su libro Food Is Your Best Medicine. En él sostenía que si el hombre lograba mantener sanos el hígado y los riñones podría vivir infinitamente. Para ello habría que evitar conservantes, colorantes y comida precocinada, pues su ingesta suponía un nivel de envenenamiento superior a la capacidad natural de filtrado de estos órganos. El ser humano, me dice, es el resultado de la unión de mente y de espíritu. Cuando el pensamiento se porta bien con el cuerpo, a través de una respiración sana, una alimentación natural y la ausencia de estrés nocturno, el organismo obedece a la mente. Si lo envenenamos, se convierte en dictador del destino y es capaz de decidir la muerte a través de una enfermedad. Algo que va en contra de la naturaleza. En un ser humano equilibrado ha de ser su mente la que decida cuándo debe morir el cuerpo; porque decide que ya ha vivido una existencia plena, porque se encuentra cansado o porque quiere cerrar el ciclo de la vida. Jodé, le dije, vaya con lo de la tercera entrega. Es como lo de Losang Rampa, pero sin ojo.
Pregúntale a mi hijo. ¿El qué? ¿Sabes lo que dice? No. Dice que ahora, cuando otro atleta en carrera le supera en potencia, le pide por favor a su cuerpo que le proporcione un poco más de velocidad y que, sin llegar a experimentar por ello un mayor cansancio, enseguida siente que comienza a correr más deprisa, hasta alcanzar y sobrepasar al otro participante. ¿De verdad? Como lo oyes. Los indios ingerían los alimentos crudos, sin productos químicos extraños que envenenasen su sistema digestivo. Además, tomaban solamente un tipo de comida en cada ingesta. Así, cuando masticaban carne, por ejemplo, el estómago detectaba su composición y activaba las enzimas necesarias para digerirla. Nosotros mezclamos al mismo tiempo muchos productos. Como el órgano digestivo no tiene capacidad de mandar enzimas específicas para cada uno, digiere el alimento predominante y los otros se convierten en veneno extra a eliminar por un hígado y unos riñones sobrepasados en su capacidad de purificación. Si a esto le sumamos un tipo de vida que no se corresponde, ni ergonómicamente ni socialmente, con las capacidades para las que fuimos creados, surgen la enfermedad y las lesiones. El ejemplo más clarificante y el que más nos separa de la sociedad indígena es el sentido de la propiedad. El indio vivía en comunidad y no concebía la necesidad de parcelar los terrenos. El concepto de propiedad privada, clave en la sociedad capitalista, ha abierto una brecha con el modo natural de vida, que estamos pagando muy caro. ¿Eso no es una gasolinera? Sí, ¿quieres parar? Un momento, si no te importa, por ver si tienen el hielo. Vale, ya vengo. Papá, pilla una bolsa de patatas.
Hola, ¿tienen hielo industrial? ¿Quiere decir en bolsas grandes? No, me refiero al hielo seco, a la nieve carbónica. Dióxido de carbono en estado sólido, vamos. Ni idea. Sí, hombre, ese que cuando abres la nevera sale humito. Nada, que no. Gracias. Have a good one.
Nos acercamos al punto del desastre acuático de ayer. Lo reconozco porque acabamos de pasar un árbol falso que camufla antenas de telefonía móvil. El tronco es de metal y las ramas de plástico. Está justo antes de un puente de piedra en Mount Vernon, un pueblo dormitorio. Lo que aquí se llama suburbia. La mitad de la gente trabaja en la ciudad de Nueva York y la otra mitad en las espléndidas mansiones de Connecticut de los banqueros y agentes de Bolsa. Sandra, que cuida los perros de una de estas familias, nos trajo un día tres bolsas negras de plástico repletas de ropa sin usar que la señora había tirado a la basura. El señor, por lo visto, dirige una firma en Wall Street. Se marcha de casa todas las mañanas a las seis y regresa a las diez de la noche. Es muy exigente con el orden y le gusta que todo esté inmaculado. Si los niños hacen una marca en la pared con la pelota, la mujer avisa a toda prisa a los pintores para vengan y lo retoquen antes de que su marido se dé cuenta. Tienen dos perros grandes que Sandra atiende. Va cuatro veces al día y cobra veinte dólares por cada visita. Ochenta pavos diarios por pasear a dos perros unas horas. Cuatrocientos a la semana. Mil seiscientos al mes. También los atiende durante los quince días de agosto en que se van a la playa. Entonces, por hacerles compañía, le piden que mejor se pase seis veces. Va a jugar con ellos, a peinarlos, a darles de comer. Mil ochocientos dólares. La mujer es una compradora compulsiva y el marido, de vez en cuando, la obliga a deshacerse de tantos mochos. Las bolsas de basura que Sandra nos trajo contenían ropa de las mejores marcas europeas y americanas. Al menos quince vestidos sin estrenar. Varias cajas de calcetines de lana merina con el tique de compra, un abrigo, un plumífero, peluches, pantalones, camisetas, un lote de catorce cedés con el precinto, una muñeca que llora por no haber salido todavía de la caja, un conejo de Pascua que canta y baila... todo se iba a la basura. Nos quedamos algunas cosas y repartimos otras.
Llegamos al aeropuerto. Adiós Raucci. Adiós. Niños, decidle adiós a John. Byeee... Raucci pregunta que si se espera un rato por si acaso tenemos problemas con la nevera de la carne. Le contesto que no, que se marche tranquilo. Max y Nico encuentran unos carros. Vamos cargados como para una mudanza. Bueno, realmente es lo que toca. ¿Qué lleva usted ahí? Carne. No puede facturarla. ¿Cómo que no? Solamente puede entrar en el avión si va protegida con hielo industrial. ¿No será verdad esa mentira? Lo que le cuento. Pues me hace usted polvo. ¿Sabe dónde puedo conseguirlo? No lo sabe. En el aeropuerto, me dice, desde luego no. Y ¿qué puedo hacer? Intente dejarlo en consigna y que lo venga a recoger alguien. Si es que allí se quieren quedar con ese muerto, que lo duda. Y mucho. Pues ya me dirá... Segundo intento. Mire, yo creo que si se puede, ¿le importa preguntar al supervisor a ver? Buenas tardes. Muy buenas. Dígame qué problema tiene. Le cuento mi vida en verso: que estoy preparando un libro sobre América, que llevo carne de bisonte de las legendarias praderas para que la prepare Miguel Ansorena, el asador navarro, ya sabrá usted quien le... No le suena. Sí, hombre, el que tenía el restaurante El Frontón. Ah, sí. Pero que no. Que ni de coña. Gran desesperación. Pues el bisonte tiene que llegar a Madrid a toda costa; aunque sólo sea por poder contarle a Sunny la experiencia. Perdone y ¿cuál es el problema con los cubitos de hielo? El problema es legal: la carne se podría descongelar durante el trayecto, estropearse y convertirse en un peligro para la salud pública. Calculo las horas del viaje. Ocho. Pero bueno, si yo cuando lo descongelé para que lo hiciese Charlie lo tuve que dejar toda la noche fuera... Lo peor que puede ocurrir es que llegue recién descongelada y le tenga que dar salida el mismo día. Sin pensarlo dos veces me doy media vuelta, saco del congelador el paquete envasado al vacío y abro una maleta con disimulo. Hago como que busco el cargador del móvil y lo escondo entre la ropa. Listo. Facturamos. Éstos son sus billetes. Las maletas las tienen que llevar ustedes hasta el escáner. Las arrastramos junto con el congelador repleto de hielo no industrial, agua sólida cristalizada, que no sé todavía muy bien qué demonios voy a hacer con él. Maletas, por favor. Me recorre un sudor frío. ¿Será ilegal lo que acabo de hacer? Me van a preguntar y no voy a poder mentir. La mentira es el peor de los delitos en Estados Unidos. Por mentir le inculparon a Clinton, que el desliz con la Lewinsky entraba en el capítulo de la vida privada y sólo podía juzgarse en casa y ante el Ser Supremo. Me pillan seguro y nos vamos a meter todos en un lío tremendo. Entrego la maleta del bisonte. Me preguntan si está cerrada con llave. No, les digo. Se la llevan. Se llevan todas. Nos piramos antes de que nos reclamen. Ahora a deshacerme del congelador. Pero ¿dónde? No hay papeleras grandes. Se me pasa por la cabeza abandonarlo en un baño. Olvídate. El aeropuerto se encuentra en alerta naranja y un extranjero que abandona un contenedor en un retrete puede terminar con cadena perpetua. ¿Qué hago? Salimos fuera. Hay policía y militares por todos lados. Dejarlo en la acera sería como pedir que me pegasen un tiro en la frente. Respiro profundamente. Por la boca, lo siento, Raucci. Me dirijo a un poli y le cuento mis penas. Agente: no me dejan llevar el congelador en el avión y no hay papeleras. Me pide que lo abra. Ve que está vacío. Le sugiero que sería una pena romperlo cuando alguien podría aprovecharlo. Me mira con cara de pena y me dice que lo deje junto a la pared, pero con la tapa quitada para que se vea que no es peligroso. Así lo hago y me marcho. Escucho mi nombre por megafonía. Se ruega al pasajero Guillermo... Qué vergüenza. Me lo tengo merecido por idiota. Guillermo... Martínez Díaz, se presente por favor en la puerta de embarque. Puffff. Respiro aliviado. Embarcamos. Ya estamos sentados. Se me acerca el sobrecargo: por favor, ¿puede seguirme un momentito? Tierra trágame. Miro a los niños y me despido para siempre de ellos. Fuerzo una sonrisa. Le sigo hasta la parte delantera del avión. Me presenta a una azafata que, con una enorme sonrisa, me confiesa que el comandante era un fiel oyente de Gomaespuma, mi programa de radio, y que le encantaría pasarme a primera. Dios, muchas gracias. Vuelvo a turista. Buenas noticias, Sarah, le digo a mi mujer. Te han conseguido una plaza en business. No te preocupes, yo me quedo con los niños. Me da un beso en el aire de un avión. Un beso que flota como los astronautas en la cápsula del Mercury y se queda a mi lado haciéndome compañía durante todo el viaje.