13
Agosto

DeFile tiene ese nombre tan habitual en inglés, John, al que yo nunca había sabido muy bien dónde colocarle la h. ¿Jhon?, ¿Jonh? Hasta que un día de rebote me enteré de que derivaba de la voz hebrea Johan y, al imaginar el nombre con todas las vocales en su sitio, se hizo en mi cerebro la luz. Felicidad casi completa, ya que el aprendizaje de idiomas se asemeja bastante al examen de conducir y, de nada te sirve haber aprobado el teórico de la gramática, si luego no revalidas tus conocimientos en el práctico de la pronunciación. La j anglosajona se nos suele atragantar a los españoles y yo creía haber salido del apuro al cambiarla por el sonido de la y griega: Yohn. Craso error ya que, sin advertirlo, estaba cambiando al Juan inglés por un bostezo: yawn. Varios equívocos más tarde, hola, bosteza, ¿qué dices?, sí, he dormido perfectamente, Sarah, que había sido mi profesora de inglés en España, me ayudó a buscar un sonido similar en nuestro idioma. Lo encontramos en la letra ch recientemente descatalogada del alfabeto. Prepara la lengua y los dientes para decir Chon, me animó. Ya estoy. Vale, ahora, justo antes de expulsar el aire, cambia la ch por la j. Chon. No, haz como si te equivocaras; como si quisieras decir Chon pero en el último momento te saliese con j. Chon. Ya sé que resulta extraño, insistió, pero aprieta los dientes. Tienes que sacar la consonante del mismo lugar donde juntas normalmente la c y la h. Ch...John. Toma castañas: me salía. Pasé la tarde practicando con todas las jotas del diccionario de inglés, judge, joke, Jack the Knife, mientras preparaba la maleta para marcharme a pescar a Alaska con mi amigo DeFile.

John creció en el apartamento construido encima de la cantina para veteranos de guerra de Rhinebeck. Uno de los múltiples locales que la legión americana tiene dispersados por la geografía estadounidense. Sus raíces se remontan al sur de Italia por el tronco paterno y a la cristiana Polonia por ascendencia de madre pero, su historia familiar más reciente, habría que buscarla en la cercana ciudad de Hudson. Allí había encontrado su bisabuelo emigrante un puesto de trabajo en las vías del ferrocarril. Pronto los ahorros le permitieron abandonar la pesada herramienta y abrir unos salones de billar, entre cuyas mesas se conocieron los padres de John. Se casaron y en 1961 optaron por alejarse de la única oportunidad de trabajo que entonces brindaba la antigua capital ballenera de América: un puesto en una fábrica. El padre aceptó en Rhinebeck el cargo de gerente en la casa de la Legión. La familia residía en el piso de arriba y los DeFile atendían la cocina y el bar de la planta baja. Para un mocoso crecer en ese intrigante edificio constituyó toda una experiencia. Siempre rodeado de hombres rudos que venían a echar un trago y a pasar un rato con los amigos. Se organizaban timbas de cartas un par de veces a la semana y la mesa de billar se encontraba siempre activa. A John se le permitía bajar a saludar un rato a los asiduos. Le marcó de forma especial la presencia de un tipo grandote llamado Clint que tendía a sopesar mal la cantidad de alcohol que podía soportar su organismo. Su desmedida pasión por el fútbol americano se acrecentaba cuando bebía de más y, entonces, para ilustrar algunas jugadas míticas, se tiraba a placar sillas o a embestir con el hombro a la máquina de discos. De vez en cuando se organizaba en el local alguna pelea. Nada serio que no pudiese disiparse en la comida del domingo siguiente a la que acudían los contertulios con sus familias.

Yo había visto a algunos de ellos pasear por las calles del pueblo los viejos uniformes de campaña en el desfile del Día de los Veteranos. Tradicionalmente se conmemoraba el 11 de noviembre el armisticio de la Gran Guerra, la primera de las mundiales, que llegó en 1918 con el cese de hostilidades entre los aliados y Alemania a las once horas del día 11 del undécimo mes del año. Una celebración nacional que el presidente Eisenhower, a requerimiento de los excombatientes de la segunda contienda internacional, abrió a todos los que hubieran peleado bajo la bandera de las barras y estrellas. Nosotros nos colocamos en la calle Chestnut, en el jardín de los Tigges, que aprovechaban la fiesta para organizar una barbacoa con los amigos. Desde los porches cubiertos de las casas, de pie en las aceras de piedra azul o sentados al borde de los jardines en las sillitas plegables que utilizamos todos para seguir las competiciones deportivas de nuestros hijos desde las bandas, Rhinebeck aplaudía con algazara el paso de los cadillac descapotables con las siluetas de viejecitos que saludaban marcialmente. Recuerdos emotivos de la generación de combatientes de la década de 1940 que, según las estadísticas, iban desapareciendo en aquellos instantes a razón de mil doscientas bajas por día.

El momento más emotivo llegó al paso de las Golden Stars, las madres de los soldados caídos en el campo de batalla. La emoción se apoderó de todos los asistentes y hasta los arces azucareros parecieron inclinar sus ramas ante el dolor de aquellas mujeres a las que el respeto de la concurrencia conseguía arrancar una sonrisa sincera. Una dignidad suprema ante la angustia que Steven Spielberg supo retratar como nadie en una memorable secuencia de Salvad al soldado Ryan. Detrás venía la orquesta de chiquillos de la escuela secundaria. Los instrumentos de viento que aportaron los militares españoles acuartelados en Nueva Orleans a la creación del jazz sonaban, en las manos de aquellos adolescentes, a mardi grass, a celebración callejera, a regocijo general que aliviaba las penas de quienes les precedían. Hizo aparición el cuerpo voluntario de bomberos y los niños les jalearon para que hiciesen sonar las sirenas. Papíiiii...papíiiii... Un parón para que los más pequeños pudiesen retratarse con ellos mientras el primo de Sarah, Paul Kane, les regalaba unas cervezas desde un puesto improvisado en el cruce. Desfilaron los equipos de béisbol infantiles y los padres trataban de identificar a sus criaturas bajo las gorras de fieltro azul marino. Los llamaban con el modo cariñoso que tienen en Estados Unidos los padres de dirigirse a sus hijos: colocando una palabra que rime detrás del nombre ¡Eh, Maxi taxi!, ¡Julia pulia!, ¡Ian wian!..

Detrás marchaba la profesora de violín, Mrs. Schaad, que no faltaba a ninguna celebración en compañía de sus alumnos de método Suzuky. Lo de Carol Schaad me parecía un milagro. Nico asistía a sus clases después del cole y, en pocos meses, había empezado a interpretar melodías reconocibles. Ese día estaba, ¡eh, Nico pico!, entre el grupo de mocosos que seguían a la profesora como si fuese el flautista de Hammelin mientras interpretaban Green Grows The Laurel. Verde crece el laurel, el canto con el que acudían a la batalla los ejércitos de La Unión durante la contienda con México. Los chilangos se quedaron con las dos primeras palabras, que a ellos les sonaban a grin gos, y así nació el apodo despectivo para sus vecinos del Norte. Cerraban los caballistas y, al final del todo, un poni con un cartel amarrado a la cola en el que podía leerse «The End».

Viejas historias de la misma Legión que aún sigue abierta a escasos metros del majestuoso Beekman Arms, el hostal que presume de ser el establecimiento que lleva más años atendiendo al público en Norteamérica. John se acuerda con nostalgia de aquellos tiempos cada vez que pasa por delante y piensa que con ellos voló el encanto de una época en la que los mayores podían relatar sus batallas sin prisas y en la que siempre podían encontrar a alguien dispuesto a escucharlos con devoción. Hoy la clientela sigue acudiendo, porque las guerras se empeñan en producir más veteranos, pero lo hacen en solitario y su tiempo de permanencia en la barra suele ser más bien escaso. Desde Vietnam, ya nadie parece tener demasiado claro cuáles son los parámetros necesarios para definir a un héroe.

La primera enseñanza que a John le transmitió su padre ocurrió mientras sostenía una caña de pescar entre los dedos. Llevaba algunos años instaurada la competición en el arroyo de Landsman y le propuso practicar unos lances. Como todos los meses de abril, los comerciantes locales y algunas personas a título privado habían donado dinero para comprar mil truchas y arrojarlas a las aguas del kill, que es como llaman en Nueva York a los riachuelos, para que las pudiesen atrapar los niños. La suelta se produjo un sábado y el levantamiento de la veda, iniciado el domingo tras un desayuno comunal en la Legión, vino a durar tres largas semanas que solamente aguantaron con persistencia los más duchos. Las capturas se limitaban a cinco piezas por jornada y el galardón de ganador se reservaba a quien consiguiese la captura más grande.

Nombre: John. Apellido: DeFile. Edad: 2 años. Su padre lo despertó a las cinco de la mañana blandiendo aquella licencia en la mano y el pequeño pegó un brinco de la cama. Compartieron tortitas con sirope de arce con el resto de los competidores en la cafetería del piso de abajo y a las ocho, una vez recogida la cocina, se aproximaron al Landsman. John sacó dos truchas ese día y se aficionó al deporte del sedal ya de por vida. La naturaleza de la zona, todo sea dicho, ayudó a ponérselo fácil. Vivir al lado del Hudson, rodeado de lagunas, torrentes y pozas, le permitía lanzar el anzuelo sin moverse del jardín trasero de su casa. En primavera las truchas; en verano los bagres y los percasoles.

Su primera gran captura la obtuvo con 9 años. Como tantos estadounidenses, su familia aprovechó las vacaciones de Semana Santa para huir del frío tremendo que asolaba el norte del continente cada invierno. En la isla de San Martín, su padre alquiló un barco para adentrarse en el azul esmeralda del Caribe. El oleaje alcanzaba una altura de tres metros y tanto él como su hermana sufrieron los efectos del mareo, pero mereció la pena. Al otro lado del sedal le esperaba una barracuda que superaba la longitud de un metro. A partir de ahí vino el resto.

* * *

Domingo 5 de agosto. A las cuatro de la mañana se inicia la aventura que me llevaría hasta Alaska. Mi cuñado Peter Hill, gran aficionado a la pesca, de esos que llevan siempre la caña en el maletero por si en carretera divisan una poza en la cuneta, me había convencido para que le acompañase en un descenso de ocho días por las aguas remotas del Kisaralik. ¿Alaska? Me apunté sin pensármelo dos veces. En total íbamos seis en la expedición. A Peter le convenció Bob, su primo, que todavía está más pirado que él por el arte de sacar peces. Robert Kowal va más allá: no solamente se desplaza con los aparejos en el maletero, sino que guarda en el bolsillo unos metros de nailon enrollado y un anzuelo por si al caminar le sorprende una charca. Peter corrió la voz y se apuntaron un amigo de Atlanta, Don, y dos de Rhinebeck, Jeff Decker y John DeFile. El último mono que cerraba la lista era yo: apasionado por la pesca pero con las serias limitaciones de quien irrumpe en una disciplina a una edad tardía. No te preocupes, me consoló Peter, tienes que ser profundamente inútil para no pescar nada en Alaska. No me subestimes, le respondí para zanjar el asunto sin entrar en detalles.

Son las cuatro en punto y se presenta Jeff Decker en la puerta a buscarme. Me despierta Sarah y salgo como un zombi. Estuvimos hasta tarde en casa de Adolfo y Vicky, la extraordinaria mujer que echa un cable en las tareas domésticas a mi suegra. Victoria Farias encarna la personificación del sueño americano. Llegó sola, sin saber el idioma y con dos niñas pequeñas debajo del brazo. Limpiaba casas por el día, que aquí se paga a quince dólares, nueve euros con setenta céntimos la hora, y por la noche asistía en una iglesia a los cursos gratuitos de escolaridad para emigrantes. Hoy es propietaria de una casita blanca de dos pisos que se levanta en una pradera verde por la que atraviesa un riachuelo. Tiene su huerta, su jardín de flores, sus gallinas, su cerdo, sus perros y una manada de gatos. Ha conseguido los papeles, se ha casado con Adolfo, un pastelero mexicano de trato afable con el que ha tenido otros dos retoños, y mantiene un trabajo estable en el Hogar Astor, una residencia para niños con problemas emocionales. Anoche celebraban el cumpleaños de la segunda, Claudia, que se marcha a la universidad dentro de unas semanas. Bajo una carpa adornada con motivos vaqueros, sirvieron tortillas con carne de falda, frijoles con tocino, cebolla, tomate y cilantro. Un cuenco enorme de arroz y latas de cerveza. De regreso a casa coincidimos con los iraníes que volvían de asistir a una ópera en Bard College. Amigos de mis cuñados que pasan unos días con nosotros. Total que estuvimos de charla y, entre pitos y flautas mágicas, me dieron las tantas. Hola Ch...Jeff. Hola Guiermo.

Lo de mi nombre aquí resulta imposible. Me consuela pensar que el apellido siempre lo clavan. Digo Fesser y, por arte de magia, lo escriben como es y sin dudar en las dos ss. Al revés que en España, donde Guillermo no tiene problemas pero las letras del apellido se empeñan en bailar. Freser, Ferrer, Flecher... La primera vez que hice algo digno de mención me entrevistaron en el programa puntero de la Cadena SER como Ufaser. La última, veinticinco años más tarde, con motivo de la nominación a un premio Goya, la anfitriona anunció a la concurrencia la presencia de un tal Freixer. ¿Qué tal, Jeff? I am good, buddy. Para Jeff lo de amanecer a las cuatro forma parte de la rutina cotidiana. Opera una mina de grava en Old White Stone y a las cinco ya está activo en la oficina todos los días. Ayer, me cuenta, se quedó dormido a las seis de la tarde frente al televisor mientras veía un partido de golf. Lideraba Tiger, como siempre, y a las ocho y media su mujer lo invitó a trasladarse a la cama.

Llegamos en un santiamén a la casa de John y cambiamos los macutos del coche a una de las furgonetas de su negocio de transportes. Resulta difícil conducir por esta sección del valle sin cruzarse con algún vehículo con el logotipo de DeFile Transportation. Trabaja para la escuela de Rhinebeck, que no tiene autobuses propios y subcontrata el servicio a particulares. En 1968 su padre supo que necesitaban un vehículo con conductor para poder llevar a un niño con problemas a un centro especial de Poughkeepsie. La ley federal obliga a los distritos escolares a proporcionar a los niños con necesidades especiales la mejor educación específica de sus carencias que pueda encontrarse en la zona. Las escuelas públicas han de correr con todos los gastos, incluido el del transporte. DeFile puso su oferta sobre la mesa y la aceptaron. Se inició así una pequeña empresa que se mantuvo con dos camionetas hasta 1982. Luego tomó las riendas John y ganó en subasta otras nuevas rutas. Quienes deciden presentarse al concurso entregan al colegio un sobre cerrado en el que incluyen el precio por persona y día. Se queda con la concesión la oferta más barata. En la actualidad su flota asciende a dieciocho vehículos y transporta niños de Rhinebeck a un total de quince escuelas especiales.

La plantilla de conductores la componen en su mayoría personas jubiladas que sacan un dinero extra que añadir a sus pensiones y trabajan una media de veinte horas semanales. Todos llegan recomendados por algún conocido. John no es partidario de anunciar el trabajo en el periódico para evitarse lidiar con tipos raros. En un país que publica fotos de niños desaparecidos en los cartones de leche, nadie puede permitirse el lujo de dejarlos en manos de desconocidos. Y eso que cada trabajador ha de pasar un test de detección de consumo de drogas, plasmar sus huellas dactilares en un documento y someter su biografía al chequeo de los inspectores del FBI. Un procedimiento que ha pasado a ser habitual en los últimos diez años. Frente al 21 por ciento de las empresas que lo exigían en el año 1987, hoy más del 80 por ciento de los empleadores requieren un análisis de orina. Especialmente en el sur. Un procedimiento que, en realidad, sirve para poco más que detectar si has fumado marihuana. El rastro de los porros permanece en el cuerpo humano varias semanas, mientras que la heroína o la cocaína borran sus huellas al cabo de tres días. El alcoholismo también se escapa, ya que, pasadas unas horas de la ingesta, el cuerpo queda limpio y la única manera en que podría comprobarse la adicción de un candidato sería mirando a ver si tiene cascos vacíos debajo de su cama.

Una vez admitidos en DeFile, los empleados han de asistir a un curso específico para conductores de transporte escolar de treinta horas de duración. A partir de ahí, la rutina diaria. A primera hora de la mañana les esperan los niños en la puerta de sus casas. Entre las dos y las tres y media de la tarde los padres aguardan en el mismo sitio y confían en que se los van a devolver sanos y salvos.

John tiene también un autobús amarillo, pero la mayoría de sus vehículos son de tipo furgoneta. Todos están obligados a pasar la inspección técnica cada seis meses y, en las tres gasolineras locales, cuando lo ven llegar, le hacen la ola porque consume la friolera de ocho mil quinientos litros de gasolina todos los meses. Hola Ch...John. Hi, Gui.

Después de atravesar en solitario varias carreteras comarcales cogemos la autopista de Nueva Jersey. Atravesamos territorio Soprano. Satriale’s, la carnicería del protagonista de la serie de HBO que van a derribar para construir adosados, nos queda en la margen derecha. En estos barrios residenciales, a un tiro de piedra de Manhattan, es donde dicen que se esconde la mafia. Vida acomodada, pero sin ostentación. Camufladitos entre la clase media alta, para no llamar la atención de los agentes fiscales. No hay nada de tráfico. Aeropuerto de Newark. Nos plantamos dos horas y media antes de la salida del vuelo. Vamos sobrados. John aparca. Jeff y yo guardamos cola en el mostrador de Alaska Airlines. Cuando nos toca, nos enteramos de que el primer tramo que nos conducirá a Seattle, estado de Washington, se encuentra operado por Continental. Vale, ¿y? Pues, que si quieren ustedes aterrizar esa tarde en la costa Oeste tienen que mover el trasero y cambiar de terminal a toda prisa. Tras arrastrar los pesados petates que con tanta previsión habíamos descargado junto al mostrador, salimos a la carrera. El agobio inunda nuestros corazones.

El monorraíl que une el edificio A, donde nos encontramos, con la terminal C, donde deberíamos hallarnos, se encuentra temporalmente fuera de servicio. Magnífico. No me acuerdo cómo, pero llegamos. La cola se nos antoja interminable; sin embargo va ligera. Nos toca el turno y facturamos. Sí, nos confirman, si se dan mucha prisa, todavía pueden coger el vuelo. Ni siquiera me entregan el comprobante de facturación de mi maleta. Si yo fuera usted, señor, ahora no me preocuparía por ese pequeño detalle. ¡Corra! Corremos hasta llegar al punto de seguridad. Con la Homeland Security hemos topado. Otra fila interminable. Por favor, que perdemos el avión. Se siente. Haber llegado antes. Toca esperar como a todo hijo de vecino. Oiga, mire... Que no. Zapatos y cinturón fuera. Líquidos en bolsita de plástico. Solventamos el obstáculo con éxito y reiniciamos la galopada. Coincidencias de la vida, nuestra puerta de embarque es la C 83; o sea, la última de todas. Recorremos tres pasillos infinitos cuyo final parece alejarse cada vez que doblamos una esquina para enfilar el siguiente. C 83, ahí está y todavía hay gente embarcando. Lo hemos conseguido. Alto ahí. No pueden pasar. Ni de coña. ¿Cómo? El vuelo está cerrado. Pero si hay gente embarcando... Ya, pero sus asientos han sido asignados a pasajeros en lista de espera. Son las reglas de la aviación civil. Diez minutos antes del despegue, el que no se encuentre en la puerta, puede perder su asiento. Ah, se siente.

Da comienzo una epopeya cuyo final no se adivina. Las listas de espera de los vuelos están a rebosar de peticiones y no parece existir la más remota posibilidad de que nos toque el turno. A media mañana tenemos la impresión de que la expedición al río Kisaralik va a partir hacia los glaciares sin nosotros y de que el sueño de pescar en Alaska va a seguir conjugándose en futuro imperfecto por un tiempo. Parten tres vuelos sin nosotros. Pasamos del no me lo puedo creer al cómo hemos podido ser tan imbéciles. Se acabó. Un momento. ¿Qué? ¿Por qué no intentamos cambiar los billetes? Si no quedan. No lo sabemos. Con tal cantidad de gente apuntada por delante de nosotros no hay esperanza de que nos toque un puesto en la lista de espera, pero nadie nos ha dicho que no exista la oportunidad de comprar esos sitios antes de que salgan a reparto. Me miran como si fuese marciano. Lo intentamos. Desde casa y delante del ordenador la mujer de John, Chantal, se pone a rastrear todas las posibilidades. Se suceden las llamadas. Por fin llega la confirmación: ha conseguido pasajes nuevos hasta Seattle. Perfecto. No del todo. Hay un problema: yo no puedo ir. ¿Perdón? Alaska Airlines ha admitido el cambio de vuelo de mis compañeros pero, mi billete, oh campos de soledad, mustios collados, fue abonado a Continental y esta compañía tiene todo vendido. Pero ¡si es el mismo avión! Pues así están las cosas. Lo sabía. En un desesperado último intento llamo a Alaska Airlines por si les queda un billete. Lo tienen. Alucino. Es el último y vale un pastón. La alternativa es quedarme en tierra así que, emocionado, pago. No me admiten la visa. Necesitan una dirección postal de Estados Unidos y mi tarjeta está domiciliada en Madrid. John me presta la suya. Su cargo ha sido... admitido. ¡Yahoo!.. Pego en el aeropuerto de Nueva Jersey el mismo grito de entusiasmo que David Filo y Jerry Yang lanzaran al viento en la Universidad de Stanford cuando concibieron uno de los buscadores de Internet más utilizados de la Tierra.

Es tal la felicidad que me embarga que, tras conseguir la tarjeta de embarque, le pregunto a la azafata si puedo darle un abrazo de agradecimiento. Me dice que sí y nos damos un apretón de oso. Veintisiete horas, seis cervezas y un sándwich de pollo en Wendy’s después de salir de Rhinebeck tomamos tierra en Anchorage. Hemos abandonado los cuarenta y ocho de abajo, la masa continental que agrupa a la mayoría de los Estados de la Unión, y puesto el pie por vez primera en Alaska. Aquí son cuatro horas menos así que el reloj marca las tres de la madrugada. A las seis sale el avión con destino a la ciudad de Bethel. El aeropuerto no es ni grande ni pequeño; ni feo, ni impresionante. Parece lo que es, un aeropuerto; con la ventaja añadida de que las filas de asientos no tienen reposabrazos y se puede uno estirar durante la espera. En el pasillo central han instalado un Centro de Reposo, de esos que se están poniendo de moda a toda velocidad en los aeropuertos de América del Norte. Está cerrado. Se conoce que funciona solamente para los que necesiten descansar durante el día. Consiste en un módulo con tres o cuatro cuartitos que se alquilan por tramos de media hora a cinco dólares. Dentro, el viajero encuentra un asiento que se reclina hasta alcanzar la posición de gravedad cero, ideado por la NASA para reducir la presión que se les concentra a los astronautas en la columna vertebral debido a la extrema velocidad a la que viajan. El invento, no vaya nadie a emocionarse en demasía, consiste en tumbarse con las espinillas elevadas por encima del corazón. La publicidad asegura que el efecto descomprime la columna, reduce la tensión muscular, expande la capacidad pulmonar, favorece la circulación e incrementa los niveles de oxígeno en sangre. Porque lo dice la NASA que, si no, para mí que se trata de una silla de dentista con un punto de diseño. Se ofrecen masajes a treinta y cinco dólares. Hay salitas individuales o colectivas y, además, la cuarta hora sale gratis. No me digas más, ahora entiendo por qué chapan por la noche.

Nuestro avión es un Boeing 737-400 con el fuselaje blanco como la nieve y la cara de un esquimal dibujada en azul marino sobre la cola. Su interior está dividido en dos por un panel de color negro. Desde la cabina y hasta la fila catorce se reservan para carga. Entre la quince y la veintisiete acomodan al pasaje, que va sentado en dos filas de tres butacas separadas por el pasillo. Una azafata joven, con rasgos indígenas, coge el micrófono. ¿Será esquimal? Se lo pregunto. No, es mexicana: de Monterrey. El 6 por ciento de los habitantes de Alaska son latinos y nuestro idioma ha dejado por aquí alguna impronta desde que se paseó por estos confines Salvador Fidalgo en 1790. La Cordova con uve la bautizó el mencionado catalán y el puerto de Valdez recibió el apellido de un ministro español de Marina. Mientras despega el aparato la azafata entretiene a los viajeros. A ver, pregunta, el primero que me diga qué tipo de bebidas servimos a bordo se lleva una insignia de la compañía. Una señora levanta la mano: Pepsi Cola. No, lo sentimos. Una chica: Coca-Cola Classic, Diet Coke y Sprite. Correcto, un pin para la señorita.

Desde el aire, los seiscientos kilómetros que separan Anchorage de Bethel se despliegan en un paisaje sobrecogedor. El de Colmillo Blanco. Su inmensidad me transporta de golpe a mi juventud, cuando echaban por la tele la serie de Jack London sobre los buscadores de oro del Yukon. Una lengua de glaciar inmensa. Montañas enormes, las más altas de Estados Unidos, y luego la tundra; un tapete infinito recortado por los fiordos, surcado por numerosos ríos y adornado por gigantescos abetos árticos. Hoy el sol va a durar en el firmamento dieciséis horas y treinta y nueve minutos. Su presencia ha comenzado a acortarse a razón de cinco minutos diarios, siete veces más rápido que en el paralelo del que procedemos. Pronto el círculo polar se sumirá en la oscuridad completa de un invierno que dura nueve meses. Esto es Alaska. Un millón y medio de kilómetros cuadrados para una población de seiscientos veinte mil habitantes. Una superficie que iguala a la de toda la Europa mediterránea: Portugal, España, Francia e Italia. Un territorio tan vasto que los alumnos del instituto de Seldovia, un pueblecito de ahí abajo, tienen que realizar una travesía que dura una hora y media en barco, cinco en autobús y setenta minutos en avioneta cada vez que tienen que atender el partido de baloncesto de liga escolar que les enfrenta a los escolares de Bethel. Y no son los que lo tienen más crudo: la distancia en kilómetros que separa a los rivales de los colegios de Unalaska y Barrow supera a la que media entre las ciudades de Madrid y Berlín. En Alaska las dimensiones se entienden de otra manera. También las temperaturas. Aquí para suspender un encuentro deportivo el termómetro tiene que registrar menos de veintiséis grados bajo cero.

Sobrevolamos el valle de Matanuska donde una lechuga, desde que se trasplanta el brote hasta que se cosecha, tarda una media de cincuenta días en desarrollarse; bastante menos que las ochenta jornadas que necesitaría en las fértiles huertas de California. Paradójicamente, este trozo de tierra congelada ostenta récords del mundo en agricultura por haber producido zanahorias de ocho kilos y medio y melones de casi treinta. La mayoría de las verduras, como el 90 por ciento de la comida, han de ser importadas, pero existen pequeños invernaderos en el norte donde las largas horas de luz del verano consiguen resultados extraordinarios. Es la misma tierra de la que se extraen diariamente un millón doscientos mil barriles de petróleo. Oro negro que viaja desde la bahía de Prudhoe hasta Valdez por un oleoducto de mil trescientos kilómetros, que se eleva sobre el terreno para no interferir en las migraciones de los caribús de altas cuernas.

Por fin avistamos Bethel, un asentamiento humano en el delta del Yukon, el espacio natural protegido más grande de Estados Unidos. Siete mil almas habitan en lo que tradicionalmente fue un poblado invernal de los yupik con dos grandes casas comunales. Una residencia para hombres y chicos, que se utilizaba también para ceremonias como la narración pública de cuentos; y otra, conectada por túneles con la primera, para las mujeres, las niñas y los niños menores de cinco. Los hombres enseñaban a sus hijos a construir kayaks y a cazar para procurar alimento. La mujer, responsable de confeccionar todos los utensilios de la casa con plumas, cuero y pieles, daba clase a las chiquillas de costura y de cocina. Una vez al año, por espacio de seis semanas, hombres y mujeres intercambiaban su vivienda. En este tiempo los varones enseñaban a las niñas técnicas de supervivencia, caza y fabricación de herramientas y las mujeres a los muchachos a curtir pieles con su propia saliva o a coser una parka con aguja de hueso e hilo de nervios de caribú.

Los yupik tienen los ojos rasgados, la piel amarilla, la nariz achatada, la cara ancha sin barba, el pelo liso y negro como el azabache y el cuerpo menudo de los chinos. Su idioma suena repleto de kas. Dicen que en estas tierras hace tanto frío que hablan sin abrir los dientes. Los rusos establecieron un intercambio comercial poco después de que la expedición de Bering, en 1741, quedase fascinada por la calidad de las pieles de nutria. Aprendieron yupik, desarrollaron un alfabeto al que tradujeron la Biblia ortodoxa y los enseñaron a leerla. Ni les impusieron su idioma, ni los trataron como a un pueblo bárbaro. Con el traspaso de propiedad a Estados Unidos en 1867, los nuevos pobladores les exigieron cristianizarse. Por ello hoy la mayoría se llaman Bob.

La pista del aeropuerto de Bethel está plagada de baches. Toc, toc, toc. Es la primera vez que experimento turbulencias en un avión con el tren de aterrizaje en tierra. La carretera que lo conecta con el pueblo consiste en un barrizal del que sobresale el morro de un coche encallado en la cuneta. Me imagino este paraje de noche y recuerdo que en algún lugar leí que estamos en la ciudad de Estados Unidos con mayor porcentaje de delitos sexuales. Aquí no se puede comprar alcohol o, por precisarlo con más detalle, no lo venden en ningún sitio. La ley que impera no es estrictamente seca. Tiene un matiz que la califica de pantanosa y que consiste en que está permitido encargar bebidas en otro estado y pagar para que te las manden. Justo lo que ha hecho Peter Hill. Ha comprado vino en Georgia, lo ha decantado en unas bolsas plásticas, parecidas a las que se utilizan para las transfusiones de sangre, para facilitar el transporte en lancha y las ha traído para alegrar las comidas del viaje. John lleva una botella de vodka, y yo, una de ron añejo.

Bajo la delgada superficie de la tundra de Bethel el subsuelo está permanentemente congelado. Las cañerías van por encima de las calles. El paisaje urbano presenta un aspecto sucio. Chatarra y muebles rotos se arrinconan en los jardines. Resulta imposible enterrar la basura y sacarla de Alaska cuesta demasiado dinero. Además, en un lugar donde el suministro escasea, se guarda todo por si hubiera que reutilizar alguna pieza. Tomamos otra pista que nos deja a orillas de un lago. Hemos llegado al refugio de Papá Oso. Sesenta dólares la noche con derecho a ducha caliente y toalla gustosa el día que regresemos de la aventura. Un lujo teniendo en cuenta que el agua la reparten en camiones cisterna y está sometida a racionamiento. Papa Bear sirve de campamento base para dejar a buen recaudo la ropa de hombre urbano, la documentación y el dinero. Desde esta orilla va a partir nuestro hidroavión. Alaska es un país tan vasto y tan remoto que se necesita transporte aéreo para acceder de una población a otra. Aquí no hay carreteras. Mejor dicho: aquí las carreteras son los ríos. Un total de tres mil seiscientos, de los cuales mil quinientos son navegables.

Los nueve excursionistas nos presentamos con la ayuda de una taza de café en la mano. Seis pescadores y tres guías. Saludo a Marty Decker, jefe de expedición, con quien he estado intercambiando correos electrónicos en los últimos meses. Querido Guillermo: No me has mandado firmado el documento en el que me eximes de responsabilidad en caso de que te coma un oso. Querido Marty: Sí que te lo he mandado. Querido Guillermo: Pues yo no lo he recibido. Querido Marty: Pues te lo mando otra vez. El que suscribe confirma encontrarse al tanto de los riesgos inherentes a una travesía por un río remoto en potenciales condiciones de peligrosidad, remolinos, rápidos y cascadas, con posibles encuentros con animales salvajes y riesgos de fracturas, quemaduras, cortes, hipotermia y caídas de rayos con resultado de daño o pérdida de la vida y, por tanto, exime de toda responsabilidad a Frontier River Guides. Amén. Querido Guillermo: Acabo de recibir la primera copia. Querido Marty: Estupendo, como te va a llegar la segunda, ya la guardas y así tienes dos por si el oso tuviese a bien propinarme un doble mordisco. El Marty de los correos cobra imagen mientras la lluvia golpeaba con desgana los cristales. Un tipo curtido, con aspecto duro, al que acompañaba una voz profunda y parsimoniosa que infunde calma. Nos entrega a cada uno una bolsa hermética y flotante en la que tenemos que meter nuestras pertenencias. Lo que no quepa ahí, no viaja. También nos da un saquito para guardar los aparejos de pesca y una cantimplora. Estos dos últimos llevan un mosquetón para engancharlos a un cabo de la balsa. Avisa que hay que irse poniendo ya el disfraz de pescador porque partimos de inmediato.

El uniforme de pesca es muy sencillo. Camiseta y calzones largos de tejido térmico. Como para ir a esquiar. Calcetines calentitos y camisa de algodón. Jersey de lana. Y, por supuesto, el vadeador, que es el pantalón con peto que ha de ponerse cualquiera que desee sentirse como los hermanos Maclean en El río de la vida. Antiguamente eran de neopreno y traían pegadas las botas de goma. Entrar y salir de ellos constituía todo un engorro. En la actualidad los hacen de tejido transpirable y terminan en unos calcetines de neopreno. Las botas son parecidas a unas de montaña, aunque bastante más ligeras y con las suelas forradas de fieltro para evitar resbalones. El vadeador se sujeta con tirantes pero, por seguridad, es necesario abrocharse el cinturón. Si tropiezas en el río sin correa y te sumerges la prenda se llena de agua, se infla como un globo y te arrastra al fondo impidiendo que puedas incorporarte. O sea, que rodeo la cintura y clic. Por si llueve una parka. Y encima, al fin, el chaleco con toda la parafernalia que vas a necesitar a mano. Si hace sol, una gorra. Si mucho frío, unos guantes. Y si vas de chulito, tus gafas polarizadas.

Marty dice que debido a la carga el hidroavión nos va a transportar de dos en dos. El orden de partida debemos decidirlo nosotros. Jeff saca una baraja y propone que nos lo juguemos a la carta más alta. Vale. Un tres de picas. Un siete de corazones. Un cinco de diamantes. Mi turno. No me lo puedo creer: saco un jockey, el caballo de tréboles. Gano. El segundo es John DeFile. Eso ya me extraña menos. A John le entusiasma el juego. Visita Las Vegas una vez al año, Atlantic City dos o tres y no falla nunca en Rhinebeck a la timba de los jueves por la noche. Texas Holdem Poker, por supuesto. Cinco cartas en el centro de la mesa y dos en las manos. Una modalidad que ha eclipsado al resto en Estados Unidos debido a las recientes retransmisiones del campeonato del mundo. Un espectáculo televisivo que admite comentaristas especializados en estrategia, en cálculos matemáticos y en psicología. Las reglas resultan sencillas; las combinaciones, amplísimas, y las apuestas, ilimitadas.

Lo de los casinos son palabras mayores. A John le llevó su padre a Las Vegas al cumplir los 21 años. Se quedaron cuatro noches en el hotel Alladin. El señor DeFile, un ávido jugador de blackjack, apostaba en las mesas de cien dólares. La primera noche terminaron con una ganancia de nueve mil y John pensó que aquello se asemejaba con bastante precisión al paraíso. Su padre le bajó los humos y lo enseñó a no dejarse embaucar por un sistema montado para sacarles a los clientes todo lo que llevaran encima. Aquí no tienes amigos, le dijo, estos que te sonríen lo único que quieren es tu dinero. Antes de sentarte tienes que tener muy claro la cantidad que puedes permitirte el lujo de perder. John la ha fijado en mil dólares. Los cambia en fichas. Si va ganando, los aparta y juega con los beneficios. Si los pierde, se retira. Si los dobla, también se marcha. Cada uno ha de desarrollar su propia estrategia. A John le gusta fijarse en el resto de jugadores antes de incorporarse a una mesa. Observar en qué estado de ánimo se encuentran y el número de fichas que tienen. Si son muchas, eso significa que el crupier no lo está haciendo demasiado bien. Ideal. No conviene olvidar que en un casino los jugadores no se enfrentan entre ellos; van todos contra la banca. No hay peor mesa que la asistida por un experto crupier.

Inauguramos el vuelo. Un viaje de una hora. Sesenta kilómetros en dirección sureste en una avioneta militar de 1957. Una Beaver De Havilland. Promedio de consumo: veinte galones de fuel a la hora. El piloto ruso, Boris, no parece demasiado amigable. Quizás se acuerde con amargura de cuando todo esto le perteneció a su país. Vete a saber. Nos indica que nos pongamos unos auriculares con micrófono incluido y a través de ellos nos suelta las instrucciones básicas a seguir en caso de accidente. El ruido del motor impide que nos comuniquemos de otra forma. Boris, por lo visto, deja bien claro que intentemos no hablar con él durante el vuelo para no distraerle. No sé si por el acento ruso al hablar inglés o por la emoción del instante, yo le entendí que por favor le hablásemos durante la travesía para entretenerle un poco. Como cuando te coge un camionero en autostop por la noche y te pide que le des palique para evitar que se duerma al volante. Me tomo en serio la errónea misión de mantenerle alerta y, como no se me ocurre nada que decir, no paro de preguntarle idioteces. Boris, ¿estamos volando muy alto? Boris, ¿vamos muy deprisa? Y él no responde; seguramente pensando mira por la ventanilla, tonto del haba, y lo compruebas tú mismo. En la radio del aparato suena el Concierto de Aranjuez. No me puedo imaginar una sintonía más maravillosa para ponerle música a la infinita explanada de tundra en la que motean, como granos de pimienta sobre un plato de arroz, las manadas de caribús. Los primos hermanos de los renos de Papá Noel, enfocan con curiosidad su olfato hacia el ruido de las hélices que sobrevuelan a seiscientos pies por encima de sus cuernas. Entre los colores de la tierra, las florecillas malva y rosa de la hierba del fuego actúan como un termómetro natural que advierte de la llegada del brutal invierno. El tallo verde se llena de brotes en primavera y va floreciendo desde el suelo hacia arriba. Observando cuántos capullos quedan se puede deducir hasta cuándo durará el buen tiempo porque la hierba del fuego, indefectiblemente, termina su ciclo justo antes de las primeras nieves. Normalmente a principios de septiembre pero, a veces, se adelantan al mes de agosto. Le cuento a Boris que el compositor del concierto, Joaquín Rodrigo, era mi vecino en Madrid y que en verano solía salir a tomar el sol al jardín común que compartimos todos los de la comunidad. Que el concierto fue compuesto para guitarra y orquesta en París durante la Guerra Civil española. Y Boris sigue con cara de acelga. John me mira asombrado. ¿Qué pasa?

La avioneta posa sus patines en el lago Kisaralik, a quinientos metros sobre el nivel del mar, en la falda de las montañas Kuskokwim. Una cordillera de cuatrocientos kilómetros de longitud y ochenta de anchura con manchas de nieve en las cumbres. A la derecha se levanta el monte Grava. A la izquierda están haciendo prospecciones para minas de oro. Algunos hombres montan un pequeño campamento en el lugar donde sospechan que las actividades volcánicas de hace cien millones de años depositaron sedimentos del preciado metal. Se proponen trepanar el suelo desde helicópteros con brocas de doscientos cuarenta metros. La comunidad nativa de los Akiak está que trina. Durante muchos años a ellos no se les ha permitido ni levantar una choza de caza en el parque y ahora a los mineros se les abren las puertas para destrozar el paisaje. El estado se justifica diciendo que reparte la riqueza entre sus habitantes. La afirmación necesita ser cogida con pinzas pero algo de cierto hay en ello. Los que están censados en Alaska reciben todos los años un cheque de dividendos por valor de unos mil seiscientos euros.

Chispea y sopla algo de viento. Vemos un zorro de color rojo. Marty y Zhak preparan las lanchas neumáticas en la orilla del lago. Son de la marca Aire, con fondo tubular sin costuras, y fabricadas con el peuvecé de Ferrari Precontraint. Cuatro metros por dos. Mientras vienen los demás lanzamos la caña. El anzuelo va camuflado en una perlita color melocotón que simula un huevo de salmón. Pica mi primer Grayling. Menuda aleta dorsal. Parece un pez espada en miniatura y sin sable. Esto promete.

Vamos a partir. Doscientos diez kilómetros de travesía por el Kisaralik, un río cuya difícil accesibilidad ha preservado intacto su entorno. Tres balsas. Un guía y dos pescadores en cada una. Antes de montarnos toca charla. Marty nos recuerda que en las tiendas no se puede meter comida ni nada que contenga perfume. Ni pasta de dientes, ni desodorante. ¿Entendido? Todas las pertenencias han de dormir en una bolsa hermética a veinte metros de distancia del campamento. No queremos atraer al oso. ¿Y si se presenta sin cita previa? A eso vamos. Lo primero: permaneced siempre unidos. Raramente atacan a un grupo de tres personas. Así que quitaros de la cabeza la idea de dar un paseo en solitario. Si aparece, los tres juntos debemos clavarle la mirada. Como una criatura gigantesca de seis ojos. Levantad los macutos por encima de vuestras cabezas para ganar en altura y desplegad los jerséis para ensancharos. Es preciso crear un gran bulto para que se espante. Si a pesar de eso, el animal empieza a gruñir y a golpear el suelo con sus zarpas, entonces la situación cobra un matiz penoso tirando a lamentablemente grave. La única solución es arrojarse al suelo, protegerse la cabeza con las manos y hacerse el muerto. A partir de ahí, como decía el reportero de la CBS Edward R. Murrow en la frase de despedida que le copió el presidente Zapatero, buenas noches y buena suerte.

Hubiera sido el momento de darse la vuelta, Boris, chato, ¿tienen mucho mantenimiento estos aparatos?, de no ser por el armamento pesado que nos acompaña. De la espalda de Marty cuelga una carabina de palanca fabricada por Marlin que dispara pepinos del 45-70. El cuarenta y cinco se refiere al calibre; es decir, al diámetro de la bala que en Estados Unidos se mide en centésimas de pulgada y que en Europa se traduciría en una munición de once con cuarenta y tres milímetros. Para entendernos: una barbaridad. El mismo calibre del rifle Winchester 458 mágnum que se utiliza en las cacerías de elefantes. Un punto por debajo en prestaciones pero también más ligera para el transporte y con la punta del cañón agujereada para permitir el escape de los gases y aminorar el retroceso. El número setenta hace referencia a 1870, el año en el que ese casquillo fue aceptado oficialmente por las fuerzas armadas. La versión moderna ha superado en mucho las prestaciones del cartucho inicial. Si se le ocurriese a alguien cargarlo en una carabina del siglo XIX volaría el cañón del arma como en los dibujos animados. La Marlin no es un arma deportiva. Te machaca el hombro. La bala no tiene precisión más allá de los cien metros pero, en distancias cortas, unos diez o quince metros, el tiro resulta letal. Penetra cualquier cuerpo y destruye cualquier hueso o músculo que encuentre a su paso. Puede partir el cuello o atravesar sin problemas el cráneo. Un disparo en la pata basta para tumbar a un oso.

En Alaska, cumplidos los 18 años, cualquiera puede adquirir un arma. Se puede llevar encima prácticamente a todas partes con excepción de algunos lugares públicos como la estación de autobuses. Pero puedes ir al bar, por ejemplo, y dejarla encima de la barra. Yo espero que nosotros no tengamos que utilizarla. Si ocurriese, explica Marty, conviene agacharse para disparar. Existen dos buenas razones. En esta posición se controla mejor el rifle, especialmente si estás nervioso y, además, si fallas y te ataca la fiera, siempre puedes rodar para intentar esquivar el mortal zarpazo. Yo ya me quedo más tranquilo.

Pat y Zhak acompañan a Marty como guías de pesca en verano. En invierno trabajan en la montaña. Dicen que Alaska tiene la mejor nieve en polvo del planeta. El único inconveniente es que se esquía de noche. Aquí el deporte nacional es el esquí de fondo y todos los colegios tienen su propio equipo. Anchorage cuenta con cuatrocientos kilómetros de pistas donde se celebra anualmente el Tour: la competición internacional más prestigiosa. Ellos nos indican lo que debemos hacer en caso de caer al agua: intentar agarrar la balsa por el cabo que la bordea. En caso de no conseguirlo, hay que dejarse flotar. Boca arriba y con los pies por delante para poder apartar las rocas. Ya nos lanzarán un cabo.

A las cinco de la tarde nos ponemos en marcha. Peter y yo compartimos el primer tramo con Zach Johnson. O sea, Zacarías Juánez, porque los apellidos en inglés funcionan como los nuestros. Del mismo modo que Pérez viene de añadirle al nombre de Pedro el sufijo -ez, que significa descendiente de, Johnson se deriva de añadirle a John la palabra son, que quiere decir hijo. Zach es un pelirrojo entusiasta que vive en una tienda india con su novia Chrissi. En invierno imparte clases de escalada. Ya ha ascendido en cuatro ocasiones a la cima del McKinley que, con seis mil ciento noventa y tres metros, es la cumbre más alta de Estados Unidos. Un pato nos adelanta pedaleando a toda velocidad. Es un Merganzer. Pasa de largo al lado de tres visones que han decidido pegarse un baño. Por encima vuelan los gaviotines árticos, un ave que tiene la migración más larga del reino animal. Viven en el polo y veranean en Chile, en la Tierra del Fuego.

Preparamos los aparejos. La técnica de pesca que usamos se llama cola de rata. ¿Hay otra? Los que han tenido la oportunidad de probarla ya no regresan nunca a la caña convencional. Dicen que todo empezó porque la mosca de mayo no se sujetaba bien al anzuelo y, como al tocar el agua parecía estar muerta, el pez la rechazaba. Entonces alguien tuvo la idea de colocar una falsa que se posase bien sobre el río y sobreviviese a numerosos lances. Que se sepa, los macedonios ya enganchaban la trucha con insectos artificiales en el siglo II. Las primeras cañas medían seis metros, más del doble de las actuales. Trataban de llegar con el palo hasta donde se encontraba la captura y desde arriba hacer descender el cebo en un hilo fijado a la punta. No se habían inventado todavía los carretes. Hoy la tecnología ha evolucionado, pero el fundamento sigue siendo el mismo: colocar un cebo ligero en la boca del pez. Se utilizan cañas flexibles y líneas pesadas que sirven para dirigir el anzuelo, con movimientos de látigo, a nuestro objetivo. Como el choque de un hilo tan grueso contra el agua asustaría a las presas, al final de la línea se suelda un hilo fino para crear una conexión invisible entre el látigo y la mosca.

Al darle impulso a la caña, la línea se tensa hacia delante y cae en paralelo encima del río. Detrás le siguen los seis metros de nailon con una mosca atada en la punta que se posa con total suavidad sobre el agua, tic, como si se tratase de un verdadero insecto. El pez la detecta y se lanza a por ella. Tienes que estar muy atento porque va a abrir la boca, atrapar el señuelo y cerrarla. En décimas de segundo detectará que aquello no es un organismo vivo y volverá a abrir la boca para escupirla. Antes de que eso último ocurra tú tienes que dar un tironcito para fijar el anzuelo a sus labios. Si tardas mucho, ya la habrá escupido. Si te adelantas, se la quitas de la boca antes de que el pez la cierre.

Todos los cebos reciben el nombre de moscas, porque inicialmente imitaban a estos insectos, pero pueden parecerse a cualquier cosa que a un pez le guste tragarse: ranas, huevos, renacuajos, ratones, polillas, cangrejos, sanguijuelas. Esta técnica lo mismo vale para pescar truchas de ración en el coto del Najerilla en La Rioja que salmones reales del tamaño de una bañera en Alaska. Yo aprendí a lanzar con Tomás Gil, el del Curueño. Tomás tiene la caña de pescar con los dientes marcados porque en su comarca leonesa el agua baja por cañones y forma pozas que hay que atravesar a nado con la vara sujeta en la boca. Lo habitual es lanzar la mosca varios metros por delante del sitio donde sospechas que se oculta el pez, corriente arriba, en un ángulo de cuarenta y cinco grados. La línea pesada queda a la izquierda del animal y el sedal fino se abre en comba y va bajando hacia su boca a una velocidad uniforme arrastrado por la corriente.

El tramo de río en que el engaño será efectivo depende de la cantidad de línea que soltemos. Si la distancia entre la mosca y la caña es pequeña, la veremos pasar por delante de nosotros y, en cuanto se acabe el hilo, se frenará en seco y comenzará a rayar el agua. Movimiento antinatural que va aponer en alerta a los peces. Para prolongar las posibilidades de captura, porque detrás de una trucha que no pica puede haber otra que sí, se va soltando más línea después del lance y así se retrasa el efecto rayado. Pero no se puede soltar a lo loco, porque entonces se perdería la tensión y si enganchara un pez el tirón no serviría de nada.

Lo bueno de la pesca es que te brinda una oportunidad magnífica de interpretar la naturaleza. Los huevos de las moscas se pasan un año en el río, creciendo debajo de las piedras. Cuando se produce la eclosión, un proceso que dura entre uno y dos días, las ninfas van emergiendo hasta aflorar a la superficie. Allí, tras secar las alas con el aire, los machos fecundan a las hembras y vuelan a tierra firme. Las hembras permanecen en el agua poniendo huevos. Viven dos o tres días y, una vez ahogadas, se las lleva la corriente. El pez, dependiendo de los días, de las horas y de los instintos, puede comerse a las que emergen desde el fondo, a las que depositan sus huevos, o a las muertas que viajan arrastradas río abajo. El pescador tiene que adivinar lo que está ocurriendo para elegir bien el señuelo. Cuando se ceban en la superficie la pesca alcanza el máximo grado de excitación porque se establece un duelo de inteligencia, cara a cara, con el animal.

Lo primero de todo es localizar al pez. Yo me tiré años yendo al río sin ser capaz de descubrir las truchas. Me decía Tomás, ahí, ¿la ves? Y yo, a la tercera y por corte, ah, sí, pero no distinguía una rana de una roca. Luego caí en la cuenta de que para encontrarlas hay que saber adónde mirar. Los peces cuando tienen hambre se voltean contra corriente y fijan su posición con el movimiento de las aletas en espera de que la corriente les arrastre el menú del día. Los lugares privilegiados son los sitios por los que va a llegar más alimento: la entrada de una poza, la convergencia de un arroyo. Cuando descansan, como carecen de gafas de sol, buscan cobijo junto a las orillas bajo la sombra de un árbol o de los matojos. Y, por último, cuando te encuentres una gran roca en medio del agua, es casi seguro que detrás se protege un animal de la corriente.

Nuestra pesca en el Kisaralik es sin muerte. El anzuelo no tiene arpón y el pez se suelta una vez que lo tienes al alcance de la mano. Marty pide que ni lo toquemos. Que sujetemos el anzuelo y lo liberemos con un giro rápido de muñeca. Si no tenéis más remedio que agarrarlo, nos dice, mojaros antes las manos para no remover la mucosa que lo recubre. Si la pierde, se infectará con facilidad y morirá pronto con toda certeza.

El chaleco que llevo parece un muestrario, con todo tipo de artilugios que cuelgan. Algunos fundamentales, otros puro capricho. El mundo de la pesca ofrece millones de puñetitas opcionales. El paraíso del pescador en Estados Unidos se llama Cabela’s. Está en Nebraska y recibe diariamente autobuses con visitas organizadas de forofos que acuden como si se tratase del Camp Nou o el Bernabéu. Todo para caza, pesca, taxidermia, camping y cocina al aire libre. Zach y Pat nos dicen: se sabe que eres un verdadero nativo de Alaska cuando llamas con más frecuencia a Cabela’s que a tus padres.

El primer tramo del río transcurre por un desfiladero. La corriente va creciendo notablemente a medida que se incorporan al cauce principal multitud de arroyos que descienden de las montañas. La vegetación se corresponde con la tundra alpina. Cerca de la orilla despunta algún sauce. El agua cristalina va cogiendo tonos azulados. A las dos horas de travesía buscamos un sitio para acampar y Marty elige una de las playas de grava que se abren entre los arbustos. Llueve levemente. Los tres guías descargan las balsas y montan el campamento. Tiendas Moss ultraligeras para dos personas. Los demás seguimos pescando sin saber muy bien cómo echar una mano. No tardaríamos en aprenderlo.

Pat Ganje purifica el agua del río con un aparatito que convierte la sal, cloruro de sodio, en dióxido de cloro. Así evitamos la fiebre del castor, que la provoca un parásito que te destroza los intestinos. La maquinita parece una linterna de bolsillo. La llena de agua, introduce una pizca de sal, la agita diez veces y aprieta un botón que inicia la reacción química. Al ratito ya tenemos el cloro casero para echarlo en las cantimploras. Zach, mientras, excava una letrina y deja la pala cerca para que el que tenga que usarla tape el resultado con arena. El papel higiénico se quema con el mechero. Peter y Bob que, believe it or not, se han traído el kit de montador de bolsillo, se ponen a confeccionar sus propias moscas. Sacan lana naranja, hilo rojo y plumas de marabú. Por cada pluma ha de salir una mosca; el truco reside en saber cómo aprovecharlas. Enrollan hilo de seda en el anzuelo para formar el cuerpo y luego enredan la pluma para simular las alas. No hace falta que queden perfectas. Cuanto más se deshilachen en el agua, más naturales les parecerán a los peces. Zach comenta que la piel del oso polar y la del castor resultan fantásticas para hacer moscas porque flotan de maravilla. A las nueve Marty, que ya se ha aprendido los nombres, nos llama para la cena: ¡Don, Bob, Jeff, Pete, John... Gioremo!

Nos levantamos a las seis y media. El día amanece nublado y con brisa. Desayunamos. Café, gachas de avena y beicon. La comida viaja en un gran contenedor en la balsa de Marty. Hay que racionarla y siento que todos me miran cuando levanto la botella de leche. Escudriñan a ver cuánta me pongo. ¿A que me la echo toda? Las mesas son plegables y los tableros se enrollan. Son listones de madera enfundados en plástico que al desenrollarse encajan como la tarima y forman una superficie tensa. Las patas de aluminio se enroscan. La conversación gira en torno a los ronquidos de Peter, mi cuñado, mi compañero de tienda. Todo el mundo se queja de haberlos soportado. A mí no me importa porque tengo el sueño profundo, pero fui testigo del concierto cuando me levanté a hacer pis. Por un momento creí que el oso en persona se había metido en un saco. A Bob le parece que va a llover. ¿Y eso? Cuando se ve el reverso de las hojas de los árboles, sentencia, es que amenaza lluvia. El cambio térmico hace que el aire ascienda en vertical y las hojas se dan la vuelta. Qué cosas. Recogemos los bártulos. A las once y media estamos en los botes.

Vamos cuesta abajo. Descendemos una media de seis metros cada kilómetro y el caudal del agua es generoso, así que viajamos con rapidez. Los peces ya no son graylings. Aquí se atrapa el dolly varden, al que todo el mundo llama Dolly Parton. En la balsa de Jeff y John se están poniendo las botas. Cada vez que les entra uno se les escucha cantar la letra de Louis Armstrong: Hello dolly, I said hello, dolly, It’s so nice to have you back where you belong... Yo no pillo ni uno. ¿Qué plomo estás poniendo? Le enseño a Pat el que uso. Con ése no vas a coger un dolly en tu vida. Necesitas más peso. Los dolly están en el fondo. ¿Tú sabes para qué vale el plomo? Para que tu mosca baje a la altura en la que nadan los peces que tú quieres capturar. Mira por la borda, calcula cuánta profundidad tiene aquí el cauce y ponle a esa distancia esta bola de aluminio a tu sedal. Toma. Gracias. Para coger un dolly tienes que notar en tu caña el toc, toc, toc, del plomo cuando golpea el suelo. Eh, Pat, ¡ha picado! ¿Lo ves? Es precioso. Comienza a llover. Da igual: Hello dolly, I said hello, dolly...

Vemos un lobo negro en la cima de una colina. Y, oye, ¿eso no es un oso? Sí que lo es. Una osa subiendo con su cría por la ladera. Paramos y miramos por los prismáticos. Está bastante lejos. Mejor, las hembras son las más peligrosas. El 70 por ciento de los humanos muertos a manos de un grizzly sucumbieron en las garras de una madre que protegía a sus crías. Normalmente los oseznos vienen a pares, como los calcetines, y pesan en el parto quinientos gramos cada uno. Peluches encantadores que se convierten en predadores de seiscientos ochenta kilos y casi dos metros y medio de altura. Corren como los ciclomotores antiguos, a cincuenta y cinco kilómetros por hora. Se distinguen de los osos pardos en la gran giba que llevan sobre los hombros. Puro músculo que les sirve para cavar con sus zarpas en el suelo. Su pelo es claro con abundantes mechas blancas, lo que les da un aspecto canoso. Vamos, gris, que en inglés arcaico se decía grisly.

Paramos a comer. Sándwich de rosbif y cerezas. Están deliciosas, dulces, en su punto. Voy a escupir el hueso al agua, materia orgánica devuelta a la tierra, pero el gesto de Marty, que me adivina la intención, provoca que me lo trague disimuladamente. Glup. No se pueden tirar los huesos de cereza al río porque los peces los confunden con huevos de salmón y se atragantan. Claro, le digo, justo lo que yo pensaba; ¿dónde está la bolsa de basura?

A partir del kilómetro veinticuatro el río se interna por los montes de Kilbuck a través de un profundo cañón. Hay que prepararse para mojarse un poquito: comienzan los rápidos. Alisos, abedules y abetos hacen su aparición en el paisaje. Llegamos a una zona revuelta que termina en cascadas. Zach nos pide que nos agarremos con fuerza al bote y afrontamos con dignidad el primer salto de un metro y medio. Aaaaay. Peligrosidad de clase tres superada. Lo que se divisa más adelante es un poquito más serio. Un cortado con una caída de cinco metros. Este pásalo ya tú solo, Zach, si eso. Descendemos para bordear el peligro por tierra. Al otro lado de las rocas descubrimos una poza que tiene más salmones que agua. Saltan como delfines, con insistencia, para intentar salvar los dos metros y medio que los separa del tramo alto del río. Imposible. Marty dice que es la primera vez que se los encuentra tan arriba. Seguramente otro efecto del cambio climático. Hay sockey rojo y coho plateado. Los más pequeños miden medio metro y pesan cuatro kilos y medio de puro músculo.

Saco el polly wug que me ha regalado Bob. Es una mosca que simula un ratoncillo. Lo ha fabricado él mismo con los tapones de los oídos de goma roja que le dieron en el vuelo de Alaska Airlines. Los ha abierto por la mitad con una cuchilla y les ha colocado un anzuelo del cuatro. Después de pegarlos, le ha cosido un poco de pluma roja de marabú al ojo del anzuelo, imitando la cola del roedor, y listo. Los de verdad están fabricados con pelo de ciervo teñido de rosa o de algún otro color llamativo. Se lanzan un poco por delante del salmón y se van acercando a tironcitos. Los salmones salen disparados como flechas a destrozarlos. Lanzo. Pum. Tiro hacia mí. Wug, wug, wug. Yes! Atrapo el primer salmón de mi vida. Pega un tirón impresionante. Salta y sale disparado en dirección contraria. El rozamiento de la línea a tal velocidad me quema el dedo que trata de sujetarla a la caña. He soltado por lo menos cincuenta metros. Recojo lentamente. Vuelve a marcharse. Peleamos un buen rato. Lo traigo hasta la orilla. Sabes lo que te digo, John, que yo necesito una foto de este momento. Le paso la cámara. Cojo al salmón con mis manos. Ya sé que se supone que no debo de hacerlo pero es un segundo. Corre que se me escurre. Clic. ¿Ves? Ya está. La miro. Ha salido movida. No había casi luz y no ha saltado el flash. Parece que tengo en las manos una mortadela de Bolonia. Magnífico.

A las siete de la mañana el cielo se abre y aparece un sol espléndido. Salgo de la tienda. La nuestra la han montado a veinte metros del resto del campamento debido a los ronquidos de Peter. Parecemos los dos un gobierno en el exilio. Viajo con John en la lancha de Pat. Vemos un gran caribú cerca de la orilla, una ardilla parka y águila calva. Caen siete u ocho graylings y, por fin, una trucha arco iris. Revolotea en el aire, salta, sacude la cabeza. Lucha como una campeona, pero me la traigo a la barca. Mide cuarenta centímetros. Se me saltan las lágrimas de emoción. Esta vez sí que tengo que sacar una buena foto. A punto de subir la trucha al bote escucho la voz de Marty desde la barca de al lado: ¿Gulermo? Sonrío y con un golpecito suave dejo partir a mi captura. Tampoco es para tanto, me consuela Pat. El año pasado en el río Kina sacamos una de setenta y tres centímetros. Pesaba tanto que no pude ni levantarla.

De vez en cuando vemos a los enormes salmones rey, con motas blancas en el dorso, que aguardan a la deriva la llegada de la muerte. Torpedos rojos de veinte kilos que han regresado a desovar en su lugar de nacimiento después de haber vivido en el océano entre dos y tres años. Los osos comen pescado fresco pero, cuando se hacen viejos y empiezan a flaquearles las fuerzas, toman aire, sumergen la cabeza en el agua y se zampan a estos moribundos. Se les pesca más pronto y más abajo, cuando entran con fuerza del mar. Y no es fácil. La única manera de cogerlos es molestándolos. O sea, que en lugar de que piquen ellos les tienes que picar tú. Tremendamente agresivos, su instinto los incitará a defenderse de quien les da la lata. La trucha, los dollys y los graylings se colocan detrás y confían en que el roce con alguna roca o el choque con otro salmón les hará perder algún huevo. Bolitas transparentes que, una vez sueltas en el agua se vuelven amarillas, rosas o de color melocotón.

Los salmones rey han terminado su ciclo y ahora está prohibido pescarlos. Buscamos al rojo y al plateado que han llegado más tarde y avanzan río arriba a una media de cuarenta o sesenta kilómetros diarios. Algo menos en distancia terrestre, debido a que la carretera en el agua se alarga por las curvas. Al inicio, en las montañas, el cauce discurre en línea recta pero en el llano encuentra más facilidad para moverse a sus anchas. Los meandros constituyen el freno natural que tienen los ríos para que la corriente no alcance una velocidad incompatible con la vida. Son además los puntos naturales que tienen los cauces para desbordarse en caso de necesidad.

Durante la travesía hay que permanecer atento a los peligros. El peor lo originan los barredores, abetos inclinados sobre la corriente que, si no te agachas, te pueden proyectar fuera del bote. Mojarse es lo de menos porque, con la ayuda del chaleco salvavidas, más tarde o más temprano regresarás a bordo. Lo malo es si te partes un brazo o una pierna en medio de la nada, donde no hay mucho que se pueda hacer para intentar socorrerte. La segunda amenaza se presenta en forma de remolino, que aquí los llaman trenzas, causados por árboles caídos que bloquean la corriente. Cerca de uno de ellos, Kazzam, acampamos esta tarde.

En lo que llevamos de viaje me da la impresión de que en nuestra expedición se ha producido una curiosa involución hacia el mono. Nos hemos dejado de afeitar, de ducharnos, se sueltan con alegría eructos, se escupe... ¿Qué está pasando aquí? Desde luego ésta es una very macho experience. Pues yo me pienso lavar. Le pido el champú a John, porque el suyo es biodegradable, y se apunta también a meterse al río. Los demás pasan. Dicen que está muy fría. Bah. Nos aproximamos al agua. Metemos los pies: está gélida. Encima, como nos hemos desplazado bastante hacia el sur, las piedras empiezan a tener musgo y a hacerse resbaladizas. Splashhh. Me sumerjo y la corriente me arrastra con fuerza. Aparezco veinte metros más adelante. Veo la cara de pánico de John que aliviado confiesa: machote, creí que ya no volvería a verte. El champú en el pelo después de cinco días sienta como una bendición.

Al caer la luz de repente hay más mosquitos que aire. Son unos insectos diminutos llamados noseeums, porque no se los ve salvo que acudan en bandada. Dice Marty que si puedes respirar en Alaska sin que los insectos inunden tus pulmones tu situación es privilegiada. Nos protegemos en la mosquitera para la cena. Probamos uno de los salmones pescados durante el día. Más fresco imposible. Lo hace a la sartén, vuelta y vuelta, con mantequilla, pimienta negra y canela. Está increíble. El vino blanco de Peter combina como la gloria.

Nos acostamos. A la una y cuarto Pat nos despierta y anuncia que las luces del norte han aparecido en el firmamento. Salgo y me encuentro de frente con la Aurora Boreal. Allá arriba, a ochenta kilómetros por encima de nuestras cabezas, las partículas eléctricas que forman el viento solar, atraídas por el campo magnético del Polo Norte, chocan con los gases tenues de la ionosfera. Hay algo de luz, como en las noches de luna, porque el sol no termina de ponerse del todo. Los contrastes de color son mayores cuando el fondo se oscurece completamente, pero a mí me da igual. A pesar de la penumbra asistimos a un grandioso espectáculo. Alucino con las formas fantasmagóricas que dibujan los reflejos de luz en el cielo que se tiñe de un verde pálido.

Nos adentramos en el bosque boreal. Hay muchas presas de castor, infinidad de huellas y excrementos de osos y restos de salmones devorados a dentelladas. El cauce principal se divide ahora en multitud de pequeños canales y hay que saber elegir el bueno. Los guías van sudando la gota gorda para evitar los remolinos. Nos detenemos en una playa para hacer un pequeño recorrido a pie. Seguimos la senda abierta por un oso en la maleza. Marty abre la caravana con su rifle, Pat la cierra con su escopeta. Hay que ir agachados por el túnel abierto por un grizzly entre las matas. Toca vadear un canal con corriente rápida. El agua no sube mucho más arriba de las rodillas pero baja con mucha fuerza. Nos cogemos de dos en dos para ofrecer más resistencia. Yo voy con Jeff que es un tipo sólido que viste con orgullo la sudadera de su negocio en Rhinebeck: Decker e Hijo, Excavaciones. Avanzamos despacio enganchados como en los bailes regionales. Para evitar que el agua me arrastre bajo un poco el punto de gravedad agachando el trasero. Yo no necesito hacer el ridículo, me confiesa Decker, mi culo ya viene bajo de serie. Pasamos un par de segundos de inquietud pero, después de arrastrar los pies sobre la grava, logramos cruzar.

Hay huellas de osos por todos lados. Atravesamos una pequeña isla y seguimos de nuevo la estrecha senda y, al final del camino, protegido entre los árboles, se nos presenta delante de los ojos el paraíso terrenal. Un arroyo de seis metros de ancho y medio metro de profundidad, transparente como el cristal y plagado de peces. Un trozo de naturaleza en estado virgen donde con anterioridad posiblemente nunca jamás haya proyectado su sombra el ser humano. Asistimos con la boca abierta a una lección magistral de ciencias naturales. Los salmones perros, llamados así por su fiera dentadura, abren con sus potentes colas cráteres en el suelo de grava. Las hembras, que han desarrollado un fuerte color verde oliva en sus dorsos y han teñido sus costados de castaño con rayas irregulares rojas, desovan en el fondo del hoyo. Entonces los machos se acercan para fecundar los huevos que luego entierran removiendo de nuevo la arena y la gravilla. Una vez escondidos se dejan arrastrar medio metro por la corriente y se clavan a esa distancia vigilando el nido de posibles predadores, mientras esperan la llegada de la muerte. De vez en cuando se voltean para asestarle una dentellada a una trucha o a un dolly que aprovechan cualquier despiste para intentar merendarse a su futura prole.

En este arroyo se describe la cadena de la vida. Las distintas especies se sitúan en una línea siguiendo los principios del survival of the fittest, la ley del más fuerte. El primer puesto en la pole corresponde a los salmones reyes y a los perros. Cuando ellos desaparezcan, les relevarán los salmones plateados y rojos que vienen remontando el río. Un par de metros por detrás se sitúan las truchas. A continuación los graylings. Detrás de ellos los dollys. En los lomos de algunas arco iris se notan los zarpazos de los perros que, cuando las ven acercarse, se vuelven a pegarles una dentellada. Los varden tienen la barbilla lijada a base de intentar desenterrar los huevos en la grava.

Pat me señala un arco iris que se camufla bajo la sombra de un árbol. Coloco un huevo de color naranja. Lo lanzo a un metro por encima del salmón que la precede. La mosca se posa sobre el agua con naturalidad. Tic. Draga y viaja a la velocidad del arroyo sin ninguna tensión extraña que pueda asustar a mi objetivo. La trucha piensa que mi huevo se le acaba de escapar al salmón y salta a por él como un resorte. Ya es mía. Tras algunas piruetas y varios intentos de fuga la traigo a la orilla. Es verde con brillos azulados y una banda rosa le cruza el costado. Tiene pintas negras y, me parece, alguna mancha amarillenta. Tuc. Un golpecito del anzuelo y está libre. Recupera el aliento por unos segundos y desaparece. Caen ocho seguidas. Lanzo, pica. Lanzo, engancha. Pat no puede dar crédito a lo que está viendo. Su misión de hoy consiste en acarrear su escopeta Mossberg por si se producen encuentros con el orsus horribilis y se ha dejado la caña en el campamento. Para alguien a quien le apasiona la pesca esta circunstancia le corroe el espíritu. Le cedo la Orvis del 9 y la agarra como si fuese una cantimplora en medio del desierto. Lanza unas cuántas veces, con éxito, y me la devuelve. Cuando supero las veinte capturas dejo de contar. Algo que no me había ocurrido en mi vida. Inaudito. Si esto fueran los arroyos de la sierra de Guadarrama en los que había pasado muchas tardes con mi amigo Alfonso del Álamo, otro gallo cantaría. ¿Por qué no las clavo?, le dije una vez frustrado después de que se me escaparan varias. Porque son muy listas, me respondió. Aprenden que la mosca que se posa en el agua y no se mueve suele hacer daño en la boca. Y no se la comen. Le están dando golpecitos con el morro. En los ríos de León, me dijo una vez Tomás Gil, las truchas nadan con una aleta y en la otra llevan el catálogo de moscas para consultar de qué tipo son las que les lanzan e irlas descartando del menú.

La edad de los peces se calcula por el tamaño. Las truchas grandes pueden tener entre quince y veinte años. Un grayling de medio metro lleva medio siglo en el agua. Desde luego, alimento no les falta. En septiembre las arco iris de Alaska parecen balones de rugby después de dos meses seguidos poniéndose hasta arriba de caviar. El ecosistema se recompone cuando termina la época del desove. Las truchas volverán a buscar pozas donde esperar a que llegue la comida. Y tendrán que estar atentas para que no se les pase de largo. El río no regala una segunda oportunidad. Es la ventaja que tiene el pescador para provocar que los peces piquen.

Marty ha decidido seleccionar los cuatro dollys más grandes para la cena de esta noche. Para mí son los peces más bellos. El macho, sobre el lomo grisáceo, lleva dos rayas azules en los costados y motitas rojas. El vientre es rosáceo y las aletas hacen juego con los lunares. Los labios naranjas se alargan en una mandíbula inferior en forma de potente tenaza que engancha con precisión en una hendidura de la nariz. Las hembras tienen un aspecto más refinado. Las rayas son moradas, las pintas de color rosa y el vientre blanco. Peter me pide que saque fotos al ejemplar que acaba de atrapar. Quiere ponerlo en la pared de su despacho de abogado en Atlanta. Antiguamente había que enviárselo a un taxidermista para que lo disecase. Ahora tomas las medidas, sacas fotos para pillar el pantone a los colores y lo devuelves al río. Hay artistas especializados que te sacan una copia idéntica en resina.

Marty mata a los escogidos golpeándoles con una piedra en la cabeza. Pom, pom, pom. Ya está. Rápido, para que no sufran. Zach les abre las agallas y les corta la arteria para desangrarlos. Pat busca un palo con forma de horquilla para ensartarlos. Recae en mi persona la responsabilidad del transporte. De regreso a las balsas neumáticas, no necesito vadear el canal: la felicidad me ayuda a flotar sobre las aguas.

Zach prepara los dollys varden en filetes. Su carne es naranja como la del salmón. Con este pescado ártico hacían los yupik sus tiras de carne seca. Tenían diez veces más valor calórico y nutricional que las barritas energéticas. Mientras todos los demás nos sentamos en torno a la mesa para compartir un vino y galletitas saladas con camembert, el bueno de Bob Kowle sigue pescando. Vive para la pesca. No piensa en otra cosa. ¿Es que hay otra cosa? Estoy convencido de que tiene el alma con forma de sardina. ¡He atrapado una trucha de veinticinco pulgadas! John le grita de vuelta que no se lo cree. Bob replica que es enorme, que se acerque a ver cómo la arrastra a la orilla. John responde que sí, que va, pero que lleva consigo un metro. A medio camino se escucha a Bob que empieza a rebajar un poco el entusiasmo. Parecía más grande en el agua, se justifica, pero mide lo menos veinte. John le aplica la cinta métrica y nos anuncia desde allí el resultado: ¡Dieciséis! Las carcajadas resuenan por todo el valle.

Esa noche en la hoguera nos terminamos el ron y John reparte unos puros que ha traído para fin de fiesta. Suena a despedida. Marty toca blues en la armónica. Se excusa porque no la ha practicado en los dos últimos años pero el tipo es excelente. Recuerda que su padre le llevó en una ocasión a Madrid a escuchar flamenco. Hablamos de música. El flamenco y el jazz fusionan de maravilla y su puente de unión es precisamente el blues. Tener duende o tener feeling viene a significar lo mismo. Ambos improvisan, ambos perciben la música como un diálogo. El gitano y el esclavo, además, coinciden en el reflejo que hacen sus letras de la penuria. Quedo en mandarle el disco de BB King con Raimundo Amador y alguna soulería del Pitingo.

Marty se gana la vida como guía y como profesor de instituto en Anchorage. Llegó a Alaska con 8 años. El nombre de su padre, Rubin Decker, músico de un gran estudio de cine en Hollywood, había sido añadido a la lista negra de comunistas que coleccionaba el senador McCarthy y el único trabajo que pudo conseguir fue el de profesor de música en Fairbanks, la ciudad que experimentaba los cambios climáticos más bruscos del planeta. Mínimas de cincuenta y cuatro bajo cero en invierno y máximas de treinta y siete en verano. Algunos años más tarde, cuando él estudiaba en la universidad, lo avisaron de que su padre había caído muy enfermo en Tarifa, al sur de España. Se lo encontró en muy mal estado y lo llevó a hospitalizar a Sevilla. Le diagnosticaron neumonía y murió a los pocos días. Era verano de 1980 y lo enterraron en el cementerio judío con prisas. Marty recuerda una pequeña sección cerrada por una verja dentro de un cementerio más grande. El cónsul norteamericano le prometió que, como su padre era veterano de la Segunda Guerra Mundial, el ejército se haría cargo de la lápida. Rubin Decker tenía derecho a ello porque luchó a bordo de un bombardero B25 operando la radio y el cañón. Marty, entonces un estudiante sin un duro en el bolsillo, accedió al ofrecimiento oficial, aunque pensó que a su padre le hubiese gustado más un recuerdo de su vida civil dedicada a la música y al humanismo. Le hubiera encantado haber tenido dinero para dedicarle en una pequeña lápida un homenaje a su lucha por los derechos humanos. Recordaba cuando solía llevarlo de chiquillo a las manifestaciones en protesta por el trato discriminatorio a los negros y a las marchas por la paz durante la guerra de Vietnam. Esto último le valdría la expulsión definitiva de la Universidad de Alaska en la década de 1960. Bueno, le dije, todavía estás a tiempo de hacerlo. No lo sé. ¿Qué quieres decir? Ni siquiera estoy seguro de que mi padre siga en el cementerio de Sevilla.

Las circunstancias que rodearon al entierro no habían podido ser más extrañas. De acuerdo con las tradiciones judías debían asistir al sepelio un mínimo de diez personas. Algunos judíos locales tuvieron la amabilidad de presentarse pero sumaban un total de seis o siete personas, así que no pudo realizarse la ceremonia religiosa. Marty se temía que, sin la ceremonia, la comunidad no considerase a su padre apropiadamente inhumado y que ello justificaría el traslado de su cuerpo a una fosa común. Desde entonces le perseguía el fantasma de esa duda. Quizás pueda encargarme yo de averiguarlo a mi regreso a España. ¿Lo harías? Cuenta con ello.