11
Junio
Hoy se celebran elecciones en el colegio de los niños para renovar a tres miembros del consejo y aprobar el presupuesto anual. A última hora se ha sumado un candidato inesperado que, según comentan preocupados algunos padres, ha irrumpido en campaña de forma un tanto agresiva. Aparentemente ha pinchado publicidad de su candidatura en algunos jardines sin autorización de sus propietarios y, en plena jornada electoral, acaba de colocar un cartelón en el cruce donde arranca la calle que conduce a la escuela. Es un tablero que indica con una flecha la dirección a tomar para ejercer el derecho al voto. El texto agradece la participación en el sufragio y, curiosamente, aprovecha para firmarlo con su nombre en letras bien grandes. He escuchado de todo; hasta quien me sugiere que el tipo ha movilizado a un grupo de discapacitados mentales para que introduzcan en la urna la papeleta que apoya su causa. Esto es un pueblo pequeño y se corren las voces. A favor y en contra. En el capítulo de logros de los anteriores consejeros pesa el haber consensuado un presupuesto ambicioso que contempla la ampliación de las instalaciones escolares. Precisamente el resorte que ha hecho saltar al nuevo contendiente. Se presenta como el perro guardián de los dineros que van a ser sometidos esta mañana a referéndum. En labios de sus detractores no es más que una mosca cojonera que, si sale, va a ponerle pegas a todo en un intento de torpedear el proyecto de mejora. Y si fuera así, me pregunto, ¿qué le puede importar a nadie que los niños tengan acceso a un colegio más sofisticado? Pues le afecta y mucho. En Estados Unidos la enseñanza es pública y se financia, directamente, con la recaudación del impuesto municipal de bienes inmuebles.
Cualquier persona con un título de propiedad en Rhinebeck (parcela, vivienda o negocio) ha de pagar un canon anual para mantener la escuela[37]. Tenga o no tenga hijos que la utilicen. El sistema educativo se sufraga con este impuesto porque su recaudación se puede ajustar con exactitud al gasto presupuestado. A tanto asciende la propuesta del consejo escolar aprobada por la comunidad en votación popular, a tanto tocan a pagar los vecinos por tener casa en el pueblo. Proporcionalmente y dependiendo del terreno y la superficie construida. No falla. Los padres de la patria desestimaron basar la financiación de los colegios en otras imposiciones, como la renta o el IVA, porque las cantidades recaudadas dependen de las fluctuaciones puntuales del mercado y, de no cumplirse las previsiones, dejarían a las escuelas con un déficit presupuestario inasumible[38].
Obviamente, al tratarse de un sistema de contribución universal, siempre aparece algún Ebenezer Scrooge que no se muestra partidario de subvencionar con su dinero las atenciones dispensadas a los hijos de otro. Pero el saco, desgraciadamente, no sólo lo rompe la avaricia. Oponerse a la aprobación de un presupuesto escolar no tiene necesariamente que estar relacionado con el protagonista del cuento navideño de Dickens. En algunas ocasiones ocurre, sencillamente, que el votante no se lo puede permitir. Cimentar la educación sobre el valor catastral de los inmuebles es lo que tiene. Oculta un peligro para las poblaciones rurales, como Rhinebeck, que debido a sus encantos atraen personas de elevado poder adquisitivo. El ritmo de vida de los nuevos pobladores, que demandan recursos más complejos para la escuela, puede incrementar el impuesto hasta el punto de que algunos residentes de toda la vida se vean forzados a abandonar sus viviendas[39].
La belleza del valle del Hudson ha dado la bienvenida a un nuevo movimiento. Pasados los hippies de Woodstock, superados los yuppies de Manhattan, ambas filosofías han encontrado en esta orilla del río un matrimonio de conveniencias: los oppies. The organic people. La gente orgánica. Se meten a granjeros, pero mantienen un pie en sus oficinas de Wall Street para no tener que renunciar al último modelo de cuatro por cuatro. Gracias a los móviles, cuidan el maíz de sus huertas mientras manejan a distancia la cartera de acciones de algún cliente. Sueñan, como Labordeta, en que habrá un día en que todos, al levantar la vista, no tendrán que regresar a la ciudad. Sus vacas les van a liberar de la atadura urbana pero, hasta entonces y por si las moscas, no renuncian al maná que les proporciona Nueva York y trabajan el doble que antes. Al contrario que los hippies, que abandonaron lo material para integrarse en la naturaleza, los oppies se traen al campo sus equipos estereofónicos, sus ordenadores y su Internet. Tienen hijos que hablan de McDonald’s con entusiasmo, pero no porque sueñen con el menú infantil, sino para poner muecas de asco al referirse a las hamburguesas. Sólo comen alimentos sin fertilizantes. Nada procesado. Ni sal, ni azúcar. Lo orgánico ocupa el centro de su existencia y se ha convertido en una opción de vida amable con la naturaleza y de respeto al entorno.
Compran terreno para preservarlo de los especuladores y, por supuesto, para disfrutar de la vista. Reparan los graneros con Durisol, un conglomerado de madera reciclada, y reciben la electricidad desde paneles solares. Si tienen un lago en su propiedad, en verano no combaten las algas con química, sino utilizando insectos de la zona. Están contra las multinacionales. No verás su coche nunca estacionado delante de CVS, la cadena de perfumería y farmacia que ocupa el local del antiguo supermercado de Rhinebeck. Ellos van a ir a buscar sus medicamentos a la Nothern Dutchess Pharmacy. La de toda la vida. La de George Verven, porque defienden a muerte la necesidad de comprar productos locales para favorecer la economía del pueblo.
Forman parte de un movimiento de reflexión en el que el mundo del bienestar ha incorporado el punto espiritual que ya estaba echando en falta. Actúan por altruismo, porque les enorgullece colaborar a la conservación del planeta, y por puro egoísmo: porque les sienta mejor vivir al aire libre y tomar alimentos naturales. Gente que está dispuesta a pagar un plus a cambio de la pureza. Son los que pueden permitirse el lujo de ir al mercadillo semanal de los granjeros, los Farmer Market neoyorquinos, y pagar tres dólares por un tomate. Las mujeres huyen de los tintes del pelo y lucen con elegancia sus canas. Melenas grises y blancas sobre rostros que también evitan el maquillaje. Están abonados al canal de televisión de Sun Dance y suscritos a la revista Organic Style, que cuenta con setecientos cincuenta mil lectores. Y siempre, siempre, votan al partido demócrata.
Este año, dicen, el presupuesto escolar ha subido, en gran parte, debido a la política restrictiva de la Casa Blanca. La administración airea su iniciativa de Ningún chico detrás pero, por lo visto, tampoco quieren ninguno por delante, y obliga a los estados a reducir enormemente los programas relacionados con la educación y la concesión de becas. El recorte de impuestos ha limitado la cobertura sanitaria de los profesores y, como éstos se empeñan en enfermarse de igual modo, el colegio tiene que suscribir pólizas médicas con entidades privadas que les incrementan la prima entre un 10 y un 20 por ciento cada año. Los gobernadores se quejan de que en Washington D. C. ni recaudan ni los dejan recaudar y de que, el 80 por ciento de lo poco que se ingresa, va destinado al ejército. Que nadie se quede atrás.
No Child left Behind es una controvertida ley aprobada el 8 de enero de 2002. Supuestamente concebida para elevar el control de calidad de la enseñanza, ha encontrado la oposición de muchos maestros, quienes argumentan que los chavales aprenden técnicas para pasar los exámenes oficiales en lugar de profundizar en las materias. El decreto flexibiliza la elección de colegio por parte de los padres, pero también requiere a los centros que faciliten el nombre, la dirección y el teléfono de los estudiantes a la oficina de reclutamiento militar. Ya se sabe que la zanahoria de la formación universitaria constituye un buen cebo de captación para el ejército en las clases menos favorecidas. También lo es la promesa del pasaporte.
Para matricular a un niño en el colegio no es necesario que los padres presenten sus papeles en regla. Basta con un documento que acredite la residencia de uno de los progenitores en el distrito escolar. Ni siquiera hace falta el certificado de empadronamiento; con un contrato de alquiler es suficiente. Si el niño vive en el área, la admisión es obligatoria, inmediata y gratuita. Circunstancia de la que, hasta hace bien poco, se beneficiaban muchos estudiantes extranjeros. Cualquiera que desde Europa, por ejemplo, mandase a su retoño a pasar una temporada con una familia norteamericana, se aseguraba el acceso a la escuela pública sin cargo alguno. Bill Clinton terminó en seco con lo que consideraba una política de abuso y, desde su mandato, a los chavales que vengan de fuera con programas de intercambio les cuesta la bromita de la inscripción unos seis mil dólares al año.
Al cumplir los 16, sacarse el carné de conducir tampoco reviste mayores problemas. Sólo hay que presentar un documento que atestigüe la veracidad del nombre, la edad y el lugar de nacimiento del solicitante. Amén de la prueba. Bueno, de los dos exámenes: el práctico y el práctico. Lo digo porque el que se supone que es teórico, el que se hace por escrito, consiste, en inglés o en español, según prefieras, en aplicar el sentido común a situaciones que ocurren habitualmente en la carretera. Por ejemplo: ¿Puede usted dar por hecho que un conductor que se aproxima a una señal de Stop se va a detener? A: Sí, hay que presumir que se detendrá. B: No, hay que anticiparse a los errores de los demás y contar con la posibilidad de que no se detenga. C: No lo sé, es su problema. Otra: ¿Cómo debe reaccionar en caso de que sufra el acoso de un conductor agresivo? A: Evitando mirarle a los ojos a través del espejo, pues lo podría interpretar como un reto, e intentando salir de la situación de la manera más segura posible. B: Parando en medio de la carretera, saliendo del vehículo y encarando al agresor. C: Apretando los dientes, agarrando con rabia el volante y acelerando.
El problema de la ilegalidad se destapa a los 18, cuando uno quiere dar el salto del bachillerato a la universidad. Se calcula que cincuenta y cinco mil estudiantes sin papeles terminan al año la secundaria. Sus padres entraron al país con una visa temporal, abrieron un negocio y optaron por quedarse. Ahora los hijos carecen del mágico número de la seguridad social que los cualifica para solicitar una beca o un préstamo bancario que financie los estudios superiores. Se les niega el trampolín a la universidad en esta América en la que nadie espera que sus padres le solucionen el problema a golpe de talonario. Correr con los inmensos gastos de la carrera de un hijo es algo que la mayoría de las familias no se pueden permitir y, por ello, los estudiantes han de buscarse la vida con un préstamo. Algunas empresas, si el expediente académico es brillante, dejan el dinero a los alumnos a cambio de que se comprometan a trabajar para ellos una serie de años después de graduarse. Para las instituciones bancarias, el hecho de haber sido admitido por una universidad prestigiosa (de los treinta mil que solicitaron su admisión en Harvard, solamente mil seiscientos cincuenta consiguieron plaza en 2007), constituye una garantía suficiente de que el alumno al terminar los estudios encontrará un buen empleo y podrá devolverles el crédito. Las universidades, a su vez, ofrecen diversos programas de ayudas; desde becas hasta puestos remunerados de asistente en el campus que resultan compatibles con los estudios.
Este intento de romper las barreras clasistas de la discriminación económica tiene su origen, ya lo hemos visto, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. El gobierno se preguntaba entonces cómo reabsorber en el mundo laboral a los millones de mujeres y hombres que iban a reintegrarse de golpe a la vida civil. Dieron con una solución que dilataba su entrada en el mercado y mejoraba sus posibilidades de encontrar un trabajo: mandarles a la universidad. Cientos de miles de personas mejoraron su preparación y sus conocimientos gracias a la Ley GI[40]. El Congreso colocaba así en 1944 la piedra angular del actual sistema de acceso a la educación superior, poniéndolo al alcance de las personas sin recursos económicos.
Solventado el asunto de los sin dinero pero con papeles; queda pendiente el tema de los sin papeles, tengan o no solvencia. El Congreso ha pasado recientemente dos propuestas para regular su situación, una de ellas conocida como la Ley del Sueño Americano, pero el Senado se las ha tumbado argumentando en ambas ocasiones que recompensaban a quienes habían optado por violar las reglas del juego[41]. Un limbo jurídico absurdo para miles de jóvenes por el que tratan de colarse los de la oficina de reclutamiento. ¿Qué tal, cómo estás? ¿Podemos hablar contigo unos minutos?
Cualquier menor que emigre a Estados Unidos solamente puede obtener el estatus legal a través de sus progenitores. Una vez que haya entrado de forma ilegal, ya no existe posibilidad humana ni divina de regularizar su situación. El retorno al país de origen, para iniciar desde allí los trámites, tampoco garantiza el éxito de un proceso que, en muchas ocasiones, comienza por la prohibición de volver a pisar suelo norteamericano en un periodo de diez años. Al mismo tiempo, las fuerzas armadas sufren una grave crisis de alistamiento. El Pentágono ha cruzado ambas informaciones e intenta persuadir a los legisladores para que le permitan ofrecer el pasaporte azul a cambio de vestir por dos años el uniforme[42]. El otro campo de cultivo, el de los emigrantes con tarjeta de residencia, ya les está proporcionando resultados espectaculares.
Mira, sabemos que algunas cosas no marchan bien y pensamos que podríamos ayudarte. Si te alistas, puedes obtener hasta setenta y tres mil dólares para financiar la universidad. Solamente te descontaríamos cien dólares mensuales de tu salario durante el primer año de servicio. También podemos hablar de la ciudadanía. Con un día de combate ya tienes derecho a solicitarla. Solían necesitarse tres años, ¿sabes?, pero el presidente Bush mejoró las cosas tras el ataque a las Torres Gemelas.
En el año 2005 cuatro mil soldados consiguieron la nacionalidad estadounidense por esta vía. Un salto cualitativo con respecto a los setecientos cincuenta de 2001. ¿Alguien se ha fijado en la cantidad de apellidos hispanos que engrosan la lista de militares caídos en la guerra de Irak?
El candidato se ha sentado en una silla plegable al borde de la carretera y va saludando al personal que se dirige hacia las urnas. Morning. Good morning. Pasamos a su lado haciendo a pie el mismo trayecto que recorro en coche por las mañanas, a las siete y diez, para llevar a Max a la Middle School. La enseñanza está dividida en tres tramos: elemental, medio y alto[43] y, desgraciadamente para mí, los de once años entran así de temprano. Desde casa tenemos que atravesar la calle Market y en el cruce siempre se forma un atasco. Sin embargo discurre ligero. Por cada tres o cuatro coches que bajan por la calle principal, siempre hay un conductor amable que se detiene, aunque no haya señal ni obligación de hacerlo, e invita a cruzar a un par de los nuestros. Son detalles que te hacen el madrugón mucho más llevadero. Nos adentramos entonces en el sector sur del pueblo, que también existe, y atravesamos un parquecito municipal con un arroyo. En la cuneta destaca una señal de tráfico que no dejará de llamarme la atención por más veces que la vea. Es blanca, tiene dibujada la silueta de un pato grande seguido de cuatro patitos y dice watch out for ducks[44].
En el lado oeste se abre el Lago de Cristal rodeado por algunas casas que se aproximan a la orilla entre los árboles. Hubo un tiempo en el cual, durante los largos inviernos, se cosechaba hielo de estas aguas y se almacenaba en hangares para poder consumirlo en verano. Hacia finales del siglo XIX, cuando Estados Unidos llegó a recortar de su territorio helado veinticinco millones de toneladas anuales que exportaban en barco, desde Boston hasta Japón, China, las islas del sudeste asiático, América del Sur, el Caribe y, muy de vez en cuando, hasta algún puerto del Mediterráneo. Entonces los ríos y los lagos helados de las regiones del norte proporcionaban trabajo a miles de personas que, de otro modo, se hubieran visto abocadas al desempleo durante los fríos meses invernales. Una industria mucho más poderosa de lo que cabría imaginar: en 1886 los beneficios de la exportación de hielo se equiparaban a los obtenidos por la venta de algodón o cereales.
Al alcanzarse una temperatura media de doce grados bajo cero, la superficie del lago se cerraba en pocos días. Una semana más tarde, cuando la placa había engordado hasta los ocho o diez centímetros necesarios para aguantar el peso de un humano, se ponía en práctica la técnica del hundimiento. Se esperaba a la primera nevada que, normalmente, dejaba un manto blanco de dos o tres dedos sobre la capa helada. Entonces los hombres practicaban pequeños agujeros en el hielo. De un par de centímetros y separados un metro entre sí. Por las cavidades se filtraba el agua de abajo y se sumergía en ella la nieve. Esta sopa fría se congelaba sumándose al bloque inicial que, tras repetir el proceso varias veces, llegaba a medir un ancho ideal de cuarenta centímetros. Las barras de hielo requerían un mínimo de treinta si se destinaban al consumo interno y de medio metro si su objetivo era la exportación, ya que la mitad de su volumen se derretía en el transporte.
Una vez conseguida la solidez deseada, se traían los caballos. Percherones gigantes encargados de arrastrar las cuchillas que afeitaban los montículos de nieve amalgamados al hielo. Luego con pesadas planchas de acero alisaban las rugosidades y limpiaban las impurezas de la superficie. Montados en una especie de arado, los hombres iban marcando los surcos. Líneas paralelas separadas por un metro de distancia. Se repetía la operación en horizontal y quedaba trazado en el lago un enorme tablero de ajedrez. Se sustituía el punzón por una pala de seis cuchillas y, repasando las líneas señaladas en el terreno, comenzaban a cortarse las columnas hasta una profundidad cercana al agua. Adiós a la fuerza animal. Turno de las herramientas manuales: los serruchos, los tridentes y las palas. Al irlos separando, los primeros bloques quedaban flotando en un canal de agua que serviría para conducirlos hasta el almacén.
La casa de hielo se situaba junto a la orilla. Estaba construida con un doble muro de madera que se rellenaba de serrín. Los bloques llegaban empujados por los arpones de los trabajadores, algunos de ellos sumergidos en el agua helada hasta la cadera, a una cinta transportadora movida por vapor que los elevaba al hangar. Allí se iban apilando unos encima de otros, rellenando las ranuras intermedias con serrín o cortezas de árbol hasta formar un inmenso bloque del tamaño de una iglesia.
En el verano de 1900 el hielero visitaba las casas de Rhinebeck dos veces por semana. Corrían los tiempos en que todavía colgaban de los techos de las cocinas las repisas para impedir el acceso de los roedores a la comida. Las neveras, pequeños armarios con una cámara interior recubierta de zinc y un cajón inferior en el que caía el agua derretida, se habían encargado de revolucionar la economía doméstica ofreciendo la increíble posibilidad de preservar los alimentos. La leche se podía consumir fresca en agosto, la mantequilla salía dura a la mesa, las hojas de la lechuga se mantenían crujientes y el filete de carne no olía a podrido.
Boys go to college to get more knowledge, girls go to Jupiter to get stupider. Los chicos van a la universidad para aprender más, las chicas van a Júpiter para volverse más idiotas. Este versito me lo soltaba Max adormilado en el asiento trasero del coche. Se conoce que la frase estaba de moda entre los de sexto grado. Por supuesto, las niñas de la clase invertían el orden de factores y mandaban a los chicos al planeta gaseoso a idiotizarse. A mí me hacían bastante gracia las ocurrencias con las que volvían mis tres hijos del cole porque, curiosamente, se parecían bastante a las que compartía yo con mis compañeros de escuela en mi infancia. Supongo que, en eso de las reacciones que uno experimenta al empezar a descubrir la vida, venimos a coincidir todas las civilizaciones. Julia andaba últimamente fascinada con las preguntas trampa. Guess what. What? A chicken butt. Adivina el qué. ¿El qué? Un culo de pollo. Guess where. Where? In your underware. Adivina en dónde. ¿En dónde? En tus calzones. Y Nico vivía su momento de gloria científica embelesado con los experimentos caseros. Acababa de demostrarnos, después de aceptar algunas apuestas, que un cubito de hielo envuelto en papel de aluminio se derrite antes que otro envuelto en un paño de cocina.
A Bulkeley Middle School llegábamos subiendo una cuesta de dirección única que atravesaba el aparcamiento donde los mayores de secundaria dejaban sus coches. Te encontrabas con el catálogo completo: desde el mayorzote que conducía un vehículo de quinta mano que se caía a pedazos, hasta el que parecía ridículamente infantil al volante del cochazo que había usurpado a sus padres. En la puerta te dejaban parar el tiempo justo para que se bajase el niño y tenías que salir echando chispas para dejar sitio al que venía detrás a hacer lo mismo. Un par de voluntarios con un silbato dirigían el tráfico y se encargaban de que no se detuviese la fila. La primera vez que visitamos el colegio fue en la jornada de puertas abiertas de septiembre. Nos encontramos con un edificio amplio, de piedra, con unas instalaciones de alucinar; entre ellas, un campo de hockey hierba y un pabellón de baloncesto. A Sarah y a mí nos dieron una hoja de ruta con el listado de asignaturas de Max y un itinerario a seguir. Eran los profesores los que tenían asignada un aula, la de ciencias, la de ordenadores, la de lengua, y les tocaba rotar a los niños según lo que marcase su horario. El grupo de padres íbamos de clase en clase con paradas de quince minutos. Cada cuarto de hora salía una voz por los altavoces que solicitaba: por favor, pasen a la siguiente aula. Te despedías del maestro de turno y marchabas en busca del siguiente. Gracias, encantado. La seño de matemáticas nos explicó que para ella resultaba crucial relacionar los estudios teóricos con su aplicación a la vida real. Los alumnos me preguntan todo el tiempo, decía, ¿para qué queremos aprender quebrados? Pues para cocinar, les digo, porque si no ponéis la cantidad de harina exacta no os va a salir el pastel. O para ir de compras. O para tantas otras cosas, pensé yo, porque con las unidades de medida tan raras que utilizan aquí, difícilmente te sale un número sin decimales. En Dells, la heladería del pueblo, sin ir más lejos, cuando pagabas un cucurucho de vainilla al precio anunciado en el tablón le tenías que añadir un 8 y un cuarto por ciento de impuestos. Como para mandar a tu hijo a por unos sorbetes con el dinero justo.
La profesora de ciencias nos explicó que una de las materias que iban a tratar consistía en repasar el círculo vital de los objetos. Ellos, por ejemplo, pensaban centrarse en la vida de un lápiz. Nos contó que esta idea formaba parte de la nueva política de las empresas. A la hora de diseñar un producto, ya no solamente se pensaba en su utilidad; también se estudiaba de dónde provenían los materiales necesarios para construirlo y cómo afectaba esa utilización al ecosistema y a la sociedad. Analizaban el desgaste del objeto y las posibilidades de reciclar sus componentes.
El profe de música confesó que había animado a todos los chavales a participar en las clases de banda. Eran optativas y en ellas aprendían a tocar el saxo, la tuba, la trompeta o instrumentos de cuerda. Luego daban conciertos en los festivales locales o en los desfiles callejeros. Este año habían creado además un ensamble de jazz donde cabía la posibilidad de experimentar. Max empezó con el saxo, se cambió a la trompeta y ya se defiende con el Oh when the saints go marching in. No me lo puedo ni creer.
Nos explicaron lo de la Oportunidad de oro, anteriormente conocida como Regla de oro por el color amarillo de la madera con la que te golpeaban la palma de la mano. Gracias a Dios han cambiado los tiempos y el castigo se ha tornado en oportunidad. Sus hijos pueden quedarse después de clase, nos dijeron, para recuperar con profesores si necesitaban ayuda. Estuve en un tris de preguntar: ¿podría venir yo? Resulta difícil imaginarse lo perdido que se encuentra un padre cuando sus hijos le piden ayuda con los deberes en el extranjero. No lo digo por la carencia de referencias históricas y geográficas, que siempre se pueden consultar. ¡Es que hasta la división la hacen de otro modo! Nosotros ponemos el dividendo a la izquierda, ellos a la derecha. Nosotros el cociente debajo del divisor, ellos encima del dividendo. Y de las restas ni te cuento. Papá, ¿cuánto es veintisiete menos nueve? Eso de calcular de nueve a siete, ocho, y me llevo una, olvídate. En inglés no se lleva nadie nada. Al revés, se coge prestado. O sea, no restas y te llevas una; te coges una y luego restas. Qué cruz.
También hablaron de otras oportunidades, en esta ocasión de color verde, que te quiero verde, verde viento, verde dólar. Para que los niños fueran ganándose un dinerillo y sus caprichos no tuvieran que depender siempre de los padres. Lecciones sobre el valor del dinero y la responsabilidad de administrarlo. Los miércoles, que el equipo de fútbol de High School juega en casa, Max hace de recogepelotas. Corre como una liebre cada vez que el balón es lanzado fuera del campo y se gana diez dólares semanales. Para un moco de 11 años la jugada no le ha salido nada mal.
Hola, ¿cómo estáis? Es Susanne Callahan, la amiga de la infancia de Sarah. La que hizo de traductora en nuestra boda. Madre alemana, padre norteamericano, nacida en Rhinebeck. Habla un castellano impecable. Cinco años en el colegio con el profesor de español de secundaria hicieron que lo dominara casi a la perfección. Igual que Fred Woods, o John Marvin, o Richard Steers, o tantos otros. Todos los años sale de la High School una nueva camada con un conocimiento sorprendentemente amplio, tanto del idioma como del país donde cobró vida y encontró sentido. El culpable de tan excelente resultado se llama Tony Orza, nacido en el El Bronx, en un barrio de dialectos (napolitano, calabrés y siciliano), que poco a poco iba cediendo terreno a los puertorriqueños. Era cuando los italianos miraban a los hispanos con malos ojos y les asociaban directamente con el deterioro de la ciudad. Cuando donde había crecido antes un jardín o una huerta, florecía ahora un basurero.
Tony creció estudiando en latín, primero en el colegio y luego con los jesuitas en la Universidad de Fordham. En el segundo año de la secundaria se apuntó a estudiar español. Su profesor era un italoamericano lleno de vida que consiguió que la asignatura se convirtiera en algo fascinante. Después le tocó un profesor de Zaragoza, Julián Lamas, que durante muchos años había dado clase en la Universidad Marista de Hyde Park. Orza descubrió un nuevo español, con zeta, muy diferente al que acostumbraba a escuchar en el metro de boca de los latinos que regresaban quejosos: mucho trabajo, poca plata. Sus padres comenzaron a preocuparse por el entusiasmo del bambino. Definitivamente no veían con buenos ojos el acercamiento de su hijo hacia ese mundo. Él trataba de convencerlos: pero este español, babbo, se asemeja a nuestra cultura. Mamma, la Spagna é come l’Italia. El profesor se parece a nosotros. Es distinto de lo que vemos aquí.
Cuando decidió licenciarse en Filología española, a su padre, un conductor de camiones, casi le da un soponcio. Che fai con questa gente? Má tu scherzi? Tu sei italiano. I-ta-lia-no! ¡Me cago en la miseria!
En 1967 gracias a los ahorros que su madre había ido almacenando sigilosamente durante años, pudo marcharse a estudiar a España. Estuvo seis meses en Santander, otros seis en Madrid y tres en Salamanca. Allí besó a su primera novia debajo del puente romano y desde entonces la idea de Castilla quedó asociada en su mente a la felicidad.
Al terminar, su primer empleo lo llevó a la ciudad de Búfalo como profesor auxiliar de la Universidad del Estado de Nueva York, la SUNY[45]. Parte de su trabajo consistió en tirarse un año investigando en Salamanca y conoció a quien sería su mentor y maestro: el dramaturgo Alfonso Sastre.
Al regresar a casa se reincorporó a su departamento para enseñar español. Y llegó la década de 1970. Estados Unidos andaba metido de lleno en la guerra de Vietnam. Acababa de cumplirse un año desde la decisión de intervenir en Camboya y Nixon estaba recibiendo presiones porque sólo los negros y los más pobres eran enviados al frente. Tuvo que inventarse un sistema de lotería para reclutar a los jóvenes. En un bombo se introdujeron las fechas de nacimiento, día y mes, y en otro, los destinos. Una mañana, mientras estaba dando clase, uno de sus alumnos le preguntó inocentemente: ¿en qué fecha nació usted, Mr. Orza? Tony respondió: el 22 de noviembre. Ah, replicó el estudiante, entonces ya no tendrá que corregir más exámenes. Le ha tocado el número nueve. Le mostró el periódico: tenía que marcharse al frente.
Aquel domingo Tony acudió a la iglesia. No solía frecuentar las misas, pero el obispo católico intentaba conseguir para su congregación el derecho a solicitar la objeción de conciencia y no iba a perder la oportunidad de intentarlo. Padre, mi aiuti. Vediamo cosa possiamo fare. En aquellos tiempos la supremacía del derecho natural sobre los mandatos de la autoridad quedaba restringida a los testigos de Jehová y los cuáqueros. Se concedía exclusivamente por creencias religiosas, sin entrar a considerar motivaciones éticas o personales de ningún otro tipo.
Entre tanto, le llegó la carta del Ministerio de Defensa para que se presentase a las pruebas de aptitud física. Aprobó la gimnasia y el abanico de posibilidades para su futuro se vio reducido a tres: abrazar el ejército, huir a Canadá, o solicitar un puesto de traductor dentro de la armada con lo cual, al menos, evitaría la primera línea de fuego. Fue a Canadá pero aguantó de fugitivo tan sólo un día. Lo que allí vio no era para él. Vivir en el exilio, como un apestado, lejos de su gente y sin saber cuándo podría regresar. Así que optó por la tercera vía y rellenó el formulario de ingreso en la escuela de idiomas del ejército. Entre las múltiples opciones que se ofertaban escogió como idioma preferido el portugués y a Brasil como país de destino. El examen no podría haber sido más básico. Le dieron una hoja con vocabulario de un idioma africano desconocido para él. Cada palabra venía con su traducción en inglés a un lado y le pidieron que armase una frase con todas ellas. Tan simple como comprobar que podía distinguir un verbo de un pronombre o de un adjetivo. Superada la prueba, le llegó a casa el certificado de admisión, aunque con algunos pequeños retoques. En el formulario original rellenado por Orza, alguien había tachado las casillas correspondientes a portugués y a Brasil y, en su lugar, había colocado una equis en las de laosiano y Monterrey, California.
Fue a hablar con los militares y les espetó: ustedes quieren que aprenda laosiano para mandarme por delante de las ciudades que van a bombardear prometiéndoles que vamos a traerles prosperidad y alimentos. En otras palabras: que voy a ser el primero en caer abatido por el fuego enemigo. Bueno, le respondió el encargado, todos tenemos que sacrificarnos de alguna manera por la patria. Pues, de ese modo, que se sacrifique tu padre. Y abandonó el edificio.
Buscó auxilio en una organización, CYF, la hermandad de la juventud católica, que había abierto su sede en la calle Lafayette para conseguir la objeción de conciencia a los católicos neoyorquinos que la solicitasen. Con un montón de cartas de recomendación de curas y profesores y respondiendo a todas las preguntas del formulario sobre su creencia religiosa, desde cuándo la cultivaba y por qué, echó la solicitud. Pasó un año, que dedicó a enseñar español en el campus que la SUNY tenía en Stone Ridge, a la sombra de los montes Catskills, y en enero llegó la carta. Se le concedía la exención del servicio militar a condición de que pudiera acreditar un puesto de trabajo en una institución de interés público. Pensó que su dedicación a la enseñanza se ajustaría a ese baremo, pero recibió una respuesta negativa. No: la educación no la consideramos de interés público. Debería trabajar en un hospital, en una prisión o una institución para enfermos mentales. No querían ponerle las cosas fáciles. A través de la directora del departamento de Lenguas del Ulster Community College, una suiza alemana que estaba casada con un doctor judío norteamericano, encontró un puesto de celador en el Hospital de Kingston. En horario de tres a doce, se encargaba de lavar los cadáveres y de afeitar a los pacientes que pasaban por quirófano.
Con una paga de setenta y cinco dólares a la semana, el cuerpo de celadores de la antigua capital de Nueva York ostentaba en 1971 uno de los niveles de formación más altos de todo el país, al integrarlo, prácticamente en su totalidad, profesionales liberales que escapaban de ese modo a la guerra de Vietnam. Orza pudo alternar la bata verde en Kingston con un puesto de profesor de español en la escuela de Boceville, un pueblecito al oeste de Woodstock. Cogiendo la 209 y luego la comarcal 28, bordeando por su cara norte la enorme presa de Ashokan, principal suministro de agua para los habitantes de Manhattan, se presentó en el distrito escolar de Onteora. Dirigía la secundaria Domingo Lagos, un ex jesuita que no dudó en contratarle tras comprobar su dominio y pasión por el idioma. Cada mañana impartía tres clases antes de partir hacia la morgue. La objeción de conciencia debería haber prolongado su estancia por dos años pero, transcurridos los primeros doce meses, recibió una comunicación del ejército: no es necesario que continúe prestando servicios sociales. Dicho y hecho. Se despidió con premura de los cadáveres y regresó a El Bronx. No tardaría demasiado en regresar al valle.
Paseando por la Calle 42, bajo el edificio del que desciende cada Nochevieja la bola de metal que anuncia la llegada del nuevo año, el Allied Chemical Building, había un quiosco que vendía prensa de todos los confines de Estados Unidos. Allí encontró un periódico de Kingston, The Daily Freeman, y la curiosidad le llevó a comprarlo. En la sección de anuncios un cuadradito pequeño solicitaba profesor de español para un colegio en el condado de Dutchess y ofrecía un puesto fijo. No decía en qué localidad, puesto que los solicitantes deberían pasar el filtro a través de una agencia. Agarró el teléfono y empezó a llamar a todas las escuelas del condado. ¿Red Hook?: No. ¿Wappingers Falls?: Tampoco. ¿Millbrook?: Lo sentimos. Después de decenas de negativas, se puso al aparato el director de la escuela de Rhinebeck: ¿Eh?, sí, se trata de nosotros. Ajá. Pues si de verdad está tan interesado, más vale que se presente de inmediato. Cuando se personó para la entrevista la profesora de francés lo reconoció, es el profesor de español que ha dado clase a mi hijo en el Community College, y lo recomendó de modo entusiasta. El director le ofreció el contrato. Tiene que enseñar español a cuatro cursos y francés a otro. ¿Francés? Oui. Pero si yo no parle pas. ¿Ah, no? No, solamente lo estudié un año en la universidad. Es igual, estoy convencido de que usted puede hacerlo. Firme aquí.
Para entonces Rhinebeck ya había adoptado una hoja de ruta diferente al resto de las escuelas norteamericanas con referencia a los idiomas. En aquellos años en Estados Unidos se consideraba el francés o el alemán lenguas complejas cuyo estudio prestigiaba a quienes decidiesen aprenderlas, mientras que el español tenía el sambenito de tratarse de una lengua fácil cuyas aulas se rellenaban con los estudiantes menos brillantes. Corría el año 1972 y Anthony Orza aterrizó en su puesto movido por una tremenda vocación, algo parecido a una llamada religiosa, de enseñar el español a los chicos del pueblo. Mientras deshacía sus maletas se propuso como objetivo que todos sus alumnos saldrían de clase hablando el idioma con fluidez.
Utilizó dos reglas de oro. La primera: todos los días media hora de deberes en casa. Los chicos necesitaban una estructura, unas reglas y una disciplina. Desde el primer minuto no les permitió pronunciar ni una sola palabra en inglés. Cada vez que había un examen, al día siguiente, nada más entrar en clase, los papeles corregidos les esperaban sobre los pupitres. Para no robarle tiempo a la enseñanza repartiendo los ejercicios y para evitar que los chavales aprovechasen ese lapsus para iniciar conversaciones ajenas a la lección. Si yo puedo corregir todos vuestros exámenes en una noche, les dijo, vosotros podéis hacer media hora de trabajo en casa. No se admiten disculpas.
La segunda regla: los estudiantes de octavo grado son niños y quieren divertirse. Nada de copiar una lista aburrida e interminable de subjuntivos en la pizarra como hiciera en El Bronx el zaragozano Lamas. Incorporó a la docencia sus discos de Camilo Sexto, su película de Marcelino Pan y Vino y los textos que le regalara Alfonso Sastre. Después vinieron las casetes de Iñaki Gabilondo entrevistando a Espartaco o a la Pantoja y las historias que él mismo ideó sobre un tal Benito Pecho de Granito, que se desayunaba todas las mañanas levantando pesas para conseguir la admiración de las chicas de su barrio.
La hora de clase la dedicaban a conversar. Giraba en torno a un concepto, por ejemplo el verbo ir, que se repetía machaconamente a lo largo de veinticinco o treinta preguntas. ¿Te gusta ir de viaje? ¿Vas a ir al baile de la escuela? Y, para cuando el alumno salía del aula, el verbo irregular de la tercera conjugación se le había marcado en su mente sin necesidad de repasarlo en casa. La tarea doméstica se basaba en traducir. Nunca del español al inglés. Siempre de un inglés, al principio muy básico y luego algo más sofisticado, a la lengua de Delibes.
Enseguida comenzaron los viajes de estudios a España. Durante el mes de julio y cada dos años. Al principio juntando alumnos de tres escuelas, la de Kingston, la de Red Hook y la de Rhinebeck para poder completar las plazas y, enseguida, sin poder ni siquiera atender la ingente cantidad de solicitudes que se generaban en su propia escuela. En el primer viaje conoció a su mujer, que iba como profesora auxiliar de la escuela de Kingston. Esto ocurrió en 1974. Desde entonces decidió acompañarlos a todos. Tan es así que su hija Nina un día les preguntó: mamá, papá, ¿nosotros somos españoles? No, ¿por qué lo dices? No, por nada, como venimos todos los veranos a España... Tenía la criatura 7 añitos y, como el matrimonio atendía a los movimientos de veinticuatro adolescentes, les atormentaba la posibilidad de perderla de vista en un descuido. Decidieron sentarla en un cochecito de bebé. La gente se acercaba a acariciarla pensando que era paralítica. Pobrecita, tan guapa...
El viaje a España significaba para los estudiantes la comprobación in situ de los conceptos que habían ido intuyendo en la escuela. No se trataba de aprender un idioma, sino de entender las posibilidades que te abría el hecho de hablarlo. Lo que ha sido capaz de conseguir este hombre con sus alumnos roza el capítulo reservado a los milagros. Un día en el consulado de España en Nueva York se lo sugerí a Cassinello, el cónsul general: al señor Orza debería concedérsele una medalla al mérito. Ha hecho por nuestro país desde su aula tanto o más que algunos de los que han pasado por estas oficinas. Pero Cassinello ya se marchaba, dejaba el relevo al siguiente y mi propuesta se esfumó en el eco de aquel despacho oficial de la planta treinta.
Los chicos que pasan por las clases de Tony salen hablando español. Prueba a perderte por Rhinebeck. Busca a alguien de 16 o 17. Los vas a encontrar en la mayoría de los comercios sacándose un dinerillo después de las clases. En el restaurante italiano, Gigi Trattoria, pueden levantarse ciento veinte dólares en una buena noche sirviendo mesas. En la tienda de deportes del club de golf, cinco dólares con setenta céntimos a la hora más el 10 por ciento en propinas. Diles que eres español y que estás perdido. Si no te entienden no es culpa de Tony, es que has dado justo con el que sigue el programa de hermanamiento con la ciudad de Rheinbach en Alemania. Danke Schön. Bitte. No pasa nada. Ese mismo avisará a otro que sepa. Prepárate a alucinar. Estudian cinco años y el último curso se presentan al Advance Placement, el título de la Universidad de Princeton. Comparecen setenta mil estudiantes y la máxima nota es un cinco. La media obtenida por los de Rhinebeck viene siendo de cuatro y medio, situándoles, consecutivamente, entre los primeros de la tabla.
Tienes que venir a conocerlo, le insistí por segunda vez al cónsul en una recepción que ofrecieron en la residencia oficial. Debió de producirse un error de protocolo y nos invitaron. Recuerdo que sirvieron de entrada huevas de erizo sobre un crêpe con nata agria. O sea, tipo caviar ruso con blinis, pero al gusto asturiano. Magnífico. En valija diplomática llegaban las latas de oricios, el marisco de Gijón, directamente de las repisas de El Corte Inglés. No veas tú lo bien que entra eso con un cava. Y, de paso, haces un poco de patria que, cuando estás lejos de casa, como que te entran las ganas.
Orza es consciente de que su presencia, tan serio, tan exigente, tan grandote, inspira un poco de temor entre sus alumnos los primeros días de clase. Pero, como dice su abuela italiana de 104 años: mejor que lloren ellos, Tony, a que llores tú. Pasada esa primera prueba de fuego, los chicos se suelen relajar y el profesor no recuerda ni una sola ocasión en que haya tenido que alzarles la voz para pedirles que se sienten o que guarden silencio en clase.
Han cambiado las tornas, suspira. Mucho. Antiguamente la administración de la escuela defendía a los profesores y hoy defiende a los alumnos. Recuerda cuando empezó. Estaban terminando una actividad fuera del aula y pidió a los chicos que se diesen prisa en regresar. Uno de ellos, para perder tiempo, se metió en los servicios simulando que iba al lavabo y luego se puso a andar lo más lento que pudo. Orza le pegó un leve empujón rogándole que acelerase el paso. El alumno se volvió y le metió un puñetazo. En el pecho. Delante del resto de la clase. Tony supo que tenía que reaccionar para mantener la autoridad y le devolvió el envite. Apareció el director. ¿Qué ha pasado, qué ha pasado? No me lo puedo creer. Le dio la razón a Orza y le sugirió que se tomase el día libre, cómo lo siento, cómo lo siento, por haber tenido que afrontar un episodio tan desagradable. Tony prefirió quedarse. Hoy día eso resultaría imposible: el profesor se habría metido en un callejón sin salida. Hay varios ejemplos que lo atestiguan.
En 2003 entregó un texto para traducir. Había un alumno que utilizaba un traductor de Internet para ahorrarse el trabajo y, ese día, no se dio cuenta de que su hermano lo había cambiado del español al francés para hacer lo propio con sus deberes. Se lo entregó a Mr. Orza tan campante. Perdona, esto está en francés. El chaval salió al paso diciendo, ay perdone, es la tarea de mi hermano, nos hemos debido de intercambiar los papeles sin darnos cuenta. Pero Orza le dijo que no colaba. Está en francés y no puede ser de tu hermano porque son las frases que te he dado yo en inglés. Total que lo pilló y llamó a la madre para comunicarle que su hijo estaba copiando. La señora se puso como una fiera. ¡Cómo se le ocurre llamar tramposo a mi hijo! Orza argumentó que la evidencia era clara y que no se le ocurría otro adjetivo para calificar aquella acción. La madre se defendió señalándole que al principio del curso no había mandado ninguna circular informando específicamente que no se permitía traducir con la ayuda de Internet. Llamada al director del centro y éste, por no meterse en conflictos, le dio la razón a la madre.
Otro día explicaba el verbo dejar. Pretérito indefinido. En medio de la historia que estaban desarrollando preguntó en voz alta: ¿quién se dejó el pantalón en el coche de María? A la mañana siguiente le esperaba el director en su despacho para llamarle al orden. No resulta apropiado tocar el sexo en sus lecciones. ¿Sexo? Él se defendió diciendo que solamente había logrado provocar sonrisas en sus estudiantes, utilizando un elemento inocente, para conseguir que se interesasen por el estudio del idioma. Lo siento, pero tengo que abrirle un expediente.
¿Qué estaba sucediendo? En sus treinta años de docencia Tony Orza no había alterado su método de enseñanza. Tampoco habían cambiado los adolescentes, que seguían llegando con los mismos problemas e inquietudes que los del curso anterior. ¿Entonces? El cambio lo había efectuado el sistema que, de pronto, se mostraba incapaz de entender qué demonios pintaban unos pantalones abandonados en un coche en medio de un curso de español.
El primer disgusto serio llegaría con un chiste. Él siempre había utilizado bromas. Son chicos de 13, 14... 17 años. No puedo contarles el cuento de Caperucita, se defiende. No se trata de pasarse, ni yo mismo sabría cómo, pero, por el bien del aprendizaje, creo que pueden tolerar algunas gracias que, en cualquier caso, siempre van a estar por debajo del tono del lenguaje que ellos mismos hablan en los recreos. El profesor de latín, que es judío, había contado un chiste durante el almuerzo con el que se pasaron riendo un buen rato. No tenía nada de antisemítico, explica. La prueba es que él fue el primero en no poder reprimir la risa. A mí me pareció bueno para introducirlo en clase y lo conté. Un judío y un chino viajan juntos. El judío dice: A mí no me caen bien los chinos. El chino pregunta: ¿Por qué? Porque bombardearon Pearl Harbor. Oh, no, está usted equivocado, eso lo hicieron los japoneses. Bueno, replica el judío, ¿y qué más da? Chinos, japoneses son todos iguales. Tras unos minutos de silencio el chino se decide a abrir la boca. A mí no me gustan los judíos. No me digas, ¿y eso? Porque hundieron el Titanic. Ah, no. El Titanic no lo hundieron los judíos, por favor. Fue un iceberg. Bueno, se encoge de hombros el chino: Iceberg, Spielberg, para mí son todos iguales.
La carcajada de la clase fue sonada. En todos los rostros se dibujó una sonrisa a excepción de la cara seria del director que, ese día, visitaba el aula. Como él no hablaba español, le pedí a una alumna que se lo tradujese. Creí que se emocionaría al ver que una niña de 13 años tenía la capacidad de entender un chiste en otro idioma y traducirlo al inglés sin problemas. Terminada la traducción su rostro no mudó el gesto y fui llamado a su despacho. No puedo permitir que en esta institución se insulte a los chinos y a los japoneses. Y menos aún que se ría usted de los judíos. Orza desconocía que estaba lloviendo sobre mojado. De hecho, caían chuzos de punta. Apenas unos días antes, una alumna que estaba en la cafetería comiendo matzah, el pan ácimo de los judíos, recibió una amenaza de un macarra, te voy a matar perra, que, naturalmente, le había metido el miedo en el cuerpo. El director, tal vez asustado por las implicaciones de una decisión tan severa, no expulsó al agresor. La madre de la alumna advirtió que pensaba demandar al colegio por no tomar cartas en el asunto y ahora, debido al chistecito de Tony, la dirección temía que la advertencia se transformase en realidad.
El colegio envió un informe al director del distrito. He oído hablar mucho de usted, señor Orza. No se puede ir a ningún rincón de este valle sin escuchar elogios del gran profesor de español, le confesó con cierta ironía. Abrió delante de él su expediente y vio que coleccionaba otros incidentes, como el de los pantalones perdidos. Le felicito. Es usted uno de los mejores maestros del sistema educativo. Cualquiera podría darse cuenta con una simple observación de los logros que figuran en esta hoja de servicios. Excelente. Le condeno a pagar una multa de mil dólares. ¿Mil dólares?, ¿usted sabe cuál es el sueldo de un profesor de idiomas? Durante diez meses le fueron descontando cien dólares de su salario. Le tocó pagar el pato. Por no haber reprendido a tiempo a un estudiante racista, los demás perdían el derecho a tener sentido del humor.
Luego vino lo de Paloma San Basilio. Quería explicar el significado de la palabra desnudo y, como el inglés hay que abandonarlo en el pasillo antes de entrar por la puerta, algunos alumnos no entendían de qué estaba hablando. Entonces se fijó en la portada de uno de sus discos. Aparecía la cantante de Beso a beso sumergida en una piscina y asomando la cabeza por encima del agua. Colocó el álbum en la pizarra. A ver: ¿quién nada desnuda en el agua? Un chico respondió enseguida: Paloma. Hubo risas y no hicieron falta más preguntas. Creyó que se cerraba el caso. Al revés: acababa de abrirse. Una chica perteneciente al movimiento conservador de cristianos renacidos presentó una queja formal. Vuelta al despacho del director. Nuevo expediente y segunda visita a la oficina del director del distrito escolar. Vaya, vaya. Mira a quién tenemos por aquí. ¿Qué tal va todo, señor Orza? Veo que se empeña usted en reincidir. Tengo que mandarle a terapia. Espero que seis sesiones le hagan recapacitar.
El psicólogo le inquiría: pero ¿usted cómo sabe que Paloma está desnuda bajo el agua? ¿Qué es lo que le incita a pensar en cuerpos desnudos? ¿Cómo son las relaciones sexuales con su esposa? Mr. Orza se puso en pie y le dejó las cosas claras. Oiga, no venimos a hablar de mi mujer, venimos a discutir sobre educación. Mucho cuidado, caballero. Está usted frente a la víctima de una caza de brujas, no ante un viejo verde. No se confunda. El psicólogo no sabía cómo reaccionar. Es gente que está acostumbrada a manejarse con escasas palabras. Ah, sí, oh, ya, ¿eh? Monosílabos que en ningún momento pudieron apaciguarle al profesor la vergüenza aberrante de tener que acudir a cursos de reeducación para obsesos sexuales.
* * *
Hoy, día de las votaciones, Tony ha pasado por el colegio porque tiene que retirar los pósteres de España que abarrotan las paredes de su aula. Los bomberos le han escrito una nota explicando que ha de hacerlo por motivos de seguridad; que tanto papel clavado con chinchetas en el yeso ha convertido su guarida en un auténtico polvorín. Lo entiende, como entiendo yo que haya que descalzarse antes de entrar en los aviones, pero eso no implica que para él no vaya a suponer una ceremonia incómoda. Remover memorias no resulta un trago agradable para nadie. Como a quien le toca limpiar el armario de un difunto. Cada paisaje que cae lleva amarrada consigo una anécdota. Está el de la Barcelona olímpica, el de la catedral de Santiago, el del logotipo de Radio Exterior de España, REE, donde contaron la historieta que le valió otra mancha en el expediente. Invitaron al micrófono a un cómico. Esto era una vez un niño muy limitado que contaba siempre con los dedos. Su padre dice: Pues ahora vas a aprender a contar mentalmente. Métete las manos en los bolsillos. Y el chiquillo, que era más parado que un buzón de correos, se las mete muy sumiso. A ver, cuenta. ¿Y qué cuento? Pues venga, cuéntate los dedos, pero sin usarlos. Total, que aquel chico, con la cabeza gacha, mirando siempre para abajo, se pone a contar. Empieza por la derecha. Uno, dos, tres, cuatro, cinco... Pasa por el centro. Seis... Y sigue por la izquierda. Siete, ocho, nueve, diez y once. Once. Me salen once dedos. Le salían once. Cuando Orza lo representó en clase, sin darle demasiada importancia, los alumnos se mondaron de risa. Lo repetían entre ellos, se lo contaban a los compañeros de otras asignaturas en los pasillos. Objetivo cumplido: no se les olvidaría en la vida cómo contar en español hasta once. Pero al sistema no le pareció apropiado. ¿Por qué incluye usted al pene en sus lecciones, Orza?
¿Qué estaba ocurriendo? En sus clases él creía saber dónde debía trazar la delgada línea roja y procuraba no traspasarla. Tampoco permitía que se la saltasen los alumnos. Un día, mientras practicaban las distintas acepciones de buena, adjetivo calificativo, un listillo se le quiso subir a la chepa. Profesor, ¿tú tienes una mujer buena? Se escucharon algunas risitas y luego se hizo el silencio. Orza le respondió: Sí, tan buena como tu madre. Visita a los enfermos y ayuda a la gente. Nuevas risas. A la salida pudo escuchar cómo el resto le tomaba el pelo al gracioso diciéndole que Orza le había ganado por la mano. Bueno (en este caso adverbio), la que le cayó. Señor Orza, bajo ningún concepto un alumno debe sentir en su clase que goza de libertad suficiente como para atreverse a preguntarle sobre los hábitos sexuales de su mujer. ¿Y cómo puedo controlar yo eso, señor director? En el expediente hicieron figurar que su mujer era objeto de discusión sexual en clase. Su pobre mujer, que es lo más modosito de todo el valle.
No es la única. Su hija también figura en la lista negra. Enseñó una foto de Nina, cuando esta cumplió 23 años y exclamó orgulloso que estaba bien guapa. Y el psicólogo: Tony, ¿le parece apropiado utilizar a su hija como símbolo sexual? Mire, yo soy padre y mi hija me parece la más guapa del mundo. No hay nada más, ¿no lo puede comprender? Ah, ya, oh, sí, ¿eh?
Ejercer de profesor en los tiempos que corren no resulta tarea sencilla. El gobernador de Misuri ha pedido que, por cada tres bombillas, desenrosquen una para poder afrontar el recibo de la luz. En Oklahoma algunos maestros conducen voluntariamente los autobuses, friegan los suelos y cocinan en las cafeterías para suplir los recortes presupuestarios que han obligado a despidos de personal. En Oregón han renunciado a quince días de salario. En varios distritos de Colorado las semanas lectivas se han quedado reducidas a cuatro días. A lo largo y ancho de Estados Unidos, los vecinos hornean pasteles y montan mercadillos para recaudar dinero e impedir que les dejen sin profesor de música o sin educador especial; los dos primeros de la plantilla en sufrir la baja. Sin embargo, no es nada de esto lo que asusta a las mujeres y a los hombres que se mantienen en pie, junto a la pizarra, por pura vocación. Lo que de verdad les desanima es comprobar que el sistema ya no les respalda. Muchos profesores están deseando cumplir los 55 y jubilarse. Orza tiene 60 y no puede imaginar el día en que traspasará su misión. ¿Quién va a continuarla?, ¿quién va a poner las cintas del método Puerta del Sol con la entrevista a la reina Sofía el día de su cumpleaños? ¿Quién va a aguantar sin paraguas el chaparrón de las quejas que llegan hasta por mencionar demasiado a menudo en clase la religión católica? Yo les digo: es que para entender Europa hay que conocer el catolicismo. Les explico lo que son los santos inocentes y cuando visitamos la catedral de Ávila y ven la estatua de los romanos pasando por la espada a los recién nacidos saben lo que están viendo. Una alumna me echó en cara que ponía demasiadas canciones sobre la Virgen. Pero, chica, si es cultura. Si cuando te lleve a Sevilla a ver la Macarena, aunque no seas creyente, se te va a poner la carne de gallina... ¿Macarena? Aaaaaaay, Macarena. Aá. Que no, mujer, que no es eso.
Poco a poco va descolgando los pósteres. El de los Sanfermines. El de la feria del Rocío con las carrozas de bueyes recortadas en un fondo de marismas. Yo les intento explicar que soy católico cultural. Tenemos dos mil años de historia, las iglesias son bonitas y las esculturas obras de arte. Hay que saberlo apreciar. Pues nada, que sobra Blanca Paloma. Las paredes se van quedando peladas. Desaparecen los paisajes; permanecen las marcas que delatan los lugares en que antes hubo fotografías. La vida sigue. Cuando te tachan de viejo verde o de sexista es difícil limpiar la calumnia, comenta con resignación. Luego esboza una sonrisa. Pero son anécdotas, motas de polvo, que no conseguirán ensombrecer el manto tejido en una larga trayectoria. Rib. Rib. La Alhambra de Grananda queda atrapada en un rollo por una goma del pelo.
* * *
En el exterior brilla el sol. ¿Sabemos cómo va la votación? Ni idea. Nos cruzamos con Gina Fox, que vuelve de ejercitar su derecho y nos describe fascinada las dos setas de colmenilla que ha encontrado y que han desayunado en casa, vuelta y vuelta, con mantequilla en la sartén. Sale a colación el nuevo candidato. Me llama la atención que se pueda hacer campaña en la cuneta el mismo día de la votación y se lo pregunto. Se puede, pero a una cierta distancia de la mesa electoral. Cree que son doscientas yardas, ciento ochenta y tres metros, pero no está segura. Se lo preguntamos a Deirdre, que pertenece al consejo y dice que cuando ella se presentó, hace un par de años, nadie quería ser miembro. Deirdre, que vive a dos manzanas de nuestra casa, es la prueba irrefutable de que el inglés es un idioma inventado para confundirnos a los de fuera. A ver quién me puede justificar por qué una cosa que se pronuncia /singuel/, se escribe single. Y, por la misma regla de tres, ya me dirás tú por qué un nombre que suena Dierdre hay que escribirlo invertido: Deirdre. Manía de cambiar las letras de sitio y las pronunciaciones de lugar. Más que un idioma, el inglés parece un palíndromo. No me extraña que tengan una competición nacional de deletrear porque no cometer faltas de ortografía en esta lengua tiene más mérito que ser taxista en Tokio sin pantalla de Gps. ¡Cien pies! ¿Cómo?, ¿dónde está el gusano? La distancia que hay que guardar para hacer campaña. Cien pies, o sea, unos treinta metros. Tampoco es tan lejos. Parece ser, comenta Deirdre, que el hombre se presentó a primera hora de la mañana con una cinta métrica para encontrar el punto exacto. ¿Va a salir elegido? No lo sé, yo creo que no. Seguimos caminando con Gina a la que felicito por haber dado con el escondrijo de las setas.
A mí me había llevado a buscar colmenillas la semana anterior. Andaba yo empeñado en localizar alguna y ella se ofreció a acompañarme. Fuimos a la finca de un médico amigo suyo que habitaba en pleno bosque. Dejamos el coche a la entrada y echamos a andar por la parte de atrás. A los pocos pasos me topé con una serpiente autóctona. Las hay de diecisiete especies pero yo no había tenido el gusto de coincidir con ninguna de ellas. Me pareció un neumático abandonado, negro con rayitas longitudinales amarillas, como el de las bicicletas de paseo que te alquilan en las playas. Pero se movió. Se deshizo el lazo y ante mis ojos peregrinó una ribbon que, aunque alcanzaría apenas un metro, se me antojó larguísima. Un banquete para los halcones que me observó con repugnancia y se alejó camino del arroyo. Ale, a poner dos docenitas de huevos, maja, que estamos en época. Puf. Antes de que pudiera recuperarme del sobresalto me sorprendió otro episodio de mayor intensidad. Me tocó protagonizar una escena de Los pájaros de Alfred Hitchcock. Concretamente, yo era Tippi Hedren. Me puse a buscar setas entre unas matas y di con un nido de arrendajo azul. Una maravilla, con todos los huevos colocaditos por riguroso orden de puesta. A buenas horas. Mamá pájaro surgió de la nada y se tiró en picado contra mi cabeza. Me agaché y me pasó rozando con un grito parecido al de una gaviota enloquecida. Me veía con un ojo vaciado por el efecto de un picotazo, así que me alejé a toda pastilla mientras el animal me tiraba un par de tanteos más. Cuando escapé del radio de peligro ella seguía, aún nerviosa, saltando de rama en rama; observando atenta mis movimientos. Le dije, no te pases, que te estrujo y te transformo en una urraca común. Debió de entender mi amenaza y se calló. Sin necesidad de estudiar biología, estas aves saben perfectamente que su coloración azul no deriva de pigmentos, sino del efecto de la refracción de la luz en la estructura interna de sus plumas. Si se las aprieta un poco, se destruye la geometría y adiós al traje de fiesta de la mascota del equipo de béisbol de Toronto.
En Misuri, de donde proviene Gina, aconsejan buscar las colmenillas bajo los matojos en que se esconden los ciervos. Lo malo es que ahí, precisamente por ello, también se encuentran al acecho las garrapatas. Tienen un par de tenazas que accionan sin parar hasta que pasa algún ser vivo al que agarrarse como una pinza. Puede ser un ciervo, un humano, un perro o un mapache. Les da lo mismo. Una garrapata nunca sabe cuál va a ser su medio de transporte; lo mismo cogen un coyote que una licenciada en derecho. Transmiten la fastidiosa enfermedad de Lyme[46], que afecta a las articulaciones y al sistema nervioso, y hay que andar con un cuidado de espanto.
Se supone que estas setas tan sabrosas crecen entre los helechos. Miramos cerca de los olmos secos, junto a los viejos robles o debajo de los hickories, unos árboles barbudos que parecen rescatados de El señor de los anillos. Pero nada. Necesitan unas condiciones perfectas de humedad y temperatura para decidirse a salir y no habían debido de darse las circunstancias. Cuando éstas concurren, se abren de golpe durante la noche como palomitas en una sartén. Si las localizas, más vale que las eches al cesto de inmediato. No van a crecer más porque les regales unos días de vida y corres el riesgo de que te las levanten. Los animales no las tocan, pero los hombres matan por ellas. En Belvedere, una mansión con unas vistas magníficas transformada en hotel, nos las habrían comprado con los ojos vendados, me sopló Gina. Yo lo que sentí fue no poder darme el gusto de prepararlas en casa. Los verdaderos apasionados elaboran un mapa de los lugares donde las han ido encontrando para repetir la búsqueda al año siguiente. Aunque los bosques parezcan similares, sólo crecen en ciertas áreas. Por eso resultan tan difíciles de cultivar: nadie sabe a ciencia cierta cuáles son sus condiciones óptimas. Gina, ¿tú tienes un mapa? Se rio. Dejamos la búsqueda por imposible y me devolvió a mi hogar. Nos revisamos la ropa. Gina se encontró cuatro garrapatas y yo me saqué otras tres. Pinc. Pinc. Pinc. Fueron cayendo una a una en un tarro de cristal. Adiós, gracias. Se las llevó en el coche, atrapadas en el bote, camino de un crematorio improvisado en el porche de su casa.
Morning. Good morning. Haciendo el camino de vuelta nos cruzamos de nuevo con el candidato, que sigue saludando a los viandantes, impasible al ademán.