Prólogo
En julio de 2002 dije adiós a veinte años de radio y me trasladé con mi familia al pueblo de mi mujer buscando la apacible vida de un lugar pequeño. Durante las horas de emisión había ido aprendiendo que en los programas, supuestamente construidos a base de palabras, los silencios ocupaban un espacio igualmente importante. Un titular causaba más impacto si uno aguantaba el aliento durante tres segundos antes de lanzarlo al mundo. En las entrevistas, los pequeños momentos de difusión en blanco sustituían a los suspiros, a las sonrisas y a los guiños que dotan de vitalidad a nuestra existencia. En un mundo bipolar donde conviven el blanco y el negro, el yin y el yang, el vacío y el infinito, me había ido forjando la teoría de andar por casa de que el pensamiento humano evoluciona cuando se consigue el balance entre sus dos mitades complementarias: la de hablar y la de escuchar. Había pasado veinte años relatando mis propias crónicas y algo en mi interior me avisaba de que había llegado el momento de prestar atención a las historias de otros.
Con esa intención, la de escuchar, caí una tarde de verano en un pequeño pueblo neoyorquino a la orilla del río Hudson. Iba con la idea de que mis hijos y yo mismo conociéramos con mayor profundidad las raíces de donde provenía su madre. Mi mujer. Para rellenar mi tiempo me llevé la tarea de escribir un guion cinematográfico. Prácticamente no pude atenderla. Antes de que lograse darme cuenta, me vi envuelto en una maraña de historias fascinantes. Insospechadas. En una América que yo ni siquiera presagiaba que pudiese existir.