1
Agosto
John Raucci vio la luz en Brooklyn, año del Señor de 1950, en el seno de una familia católica, apostólica y francamente italiana. De su infancia y juventud conserva gratos recuerdos; algunos de ellos, por no decir los mejores, relacionados con su época de corredor de fondo en el instituto. Se le daban bien los deportes y enseguida entendió, como el resto de los adolescentes que crecen en Norteamérica, que no encontraría mejor trampolín para subir posiciones en la escala social que el de intentar practicarlos con gracia[1]. Eran los tiempos de gloria del béisbol y lo más parecido a Dios que se había visto en la ciudad de los rascacielos se llamaba Joe DiMaggio; luego vendría el encuentro de este ídolo con su particular María Magdalena, encarnada en Marilyn Monroe, y se armaría la marimorena. El resto es historia y se puede buscar en Wikipedia. En aquel tiempo, mientras Paul Simon le preparaba ya en su guitarra las líneas de homenaje que plasmaría en una canción memorable, Mrs. Robinson, los muchachos como Raucci se planteaban como único objetivo en la vida el emular sus hazañas.
Raucci sabía que el deporte rey se jugaba con una gorra calada, una pastilla de chicle en la boca y un palo en las manos. Los estadios se abarrotaban hasta la bandera y no por la simple satisfacción de disfrutar con la victoria del equipo. El éxito clamoroso del béisbol, un juego demasiado largo y tedioso para observarlo desde la banda, se debía a que las complicadas reglas que marcaban su práctica abrían infinitas posibilidades de apostar dinero. Dos dólares a que falla la bola. Cinco a que consigue batearla. Diez dólares a que llega a la segunda base. Veinte a que le pillan. Y a la clase trabajadora de América, deprimida tras el descalabro económico que trajo el final de la segunda gran guerra y atemorizada por la constante amenaza de una inminente invasión soviética que nunca llegó a producirse, se le brindaba la oportunidad de regresar a casa con un fajo de billetes para afrontar su triste panorama.
Raucci sabía dónde se hallaba la gloria. De sobra. Y, a pesar de la evidencia, se decidió por la proeza más discreta de intentar arañarle unos segundos al cronómetro tras recorrer 1.500 metros sobre una pista ovalada.
Durante los largos entrenamientos al aire libre a John lo inundaba la sensación de estar encontrando su sitio en la naturaleza; de formar parte de la cadena de armonía del cosmos. Corrió contra los elementos y contra sí mismo. Consiguió buenas marcas y jamás tuvo una lesión de importancia que lo obligase a apartarse de aquella satisfacción que le producía el correr; de aquella ritmicidad que se ajustaba perfectamente a su tranquilidad de ánimo, a la espiritualidad que lo acompañó desde el principio de su existencia y que lo llevó a ingresar en el seminario al cumplir los 15 años.
Era apenas un chiquillo y quería parecerse a sus maestros católicos y apostólicos del instituto. Lo atrajo la serenidad de sus profesores y se propuso emularla. Con la mayoría de edad, y en medio de un tumulto intelectual que cuestionaba el orden establecido y volvía la religión patas arriba, tomó los hábitos de hermano franciscano. La sonrisa le duró un año. Doce meses no suenan a mucho para la felicidad, pero representan mucho más de lo que disfrutó de veras el rey Boabdil en todos los años que habitó la Alhambra durante su reinado en Granada. John se conformó con ellos y, pasados doce meses desde su feliz ingreso en la orden de los frailes menores, se sintió profundamente confuso. Desorientado. Había tratado de mantener un pulso difícil entre lo que le dictaba su conocimiento de la psicología y el camino que le abría la espiritualidad y, llegado el último asalto, la necesidad de seguir sus propios instintos pudo más que la figura represora de sentimientos en que se había transformado para él la religión. Como tantos otros compañeros, triste, desprevenido, se vio obligado a colgar la querida capucha de color castaño.
Sin salir de Brooklyn ingresó en la facultad de Psicología del Saint Francis College, «la pequeña universidad de los grandes sueños a cinco minutos de Manhattan», y con el título bajo el brazo se marchó a recorrer Europa. Seguía la tradición anglosajona de tomarse un año sabático para viajar después de graduarse. Y, como David Carradine en la serie televisiva Kunfú, se financió la aventura con los empleos temporales que le salían al paso. Su objetivo era practicar en la calle el idioma que tanto le había fascinado en las aulas y pudo hacerlo a plena satisfacción en Francia, donde, como exclamara asombrado un portugués, «desde su más tierna infancia saben los niños hablar francés». Pasó también por Suiza y, para cuando le hubo entrado el veneno que conlleva manejarse con soltura en una lengua que no es la propia, se le agotó el dinero y no le quedó más remedio que decir adieu, au revoir, y tocar retirada.
De vuelta en Nueva York, mientras andaba embarcado en el despiste temporal que le supone a uno el tener que elucubrarse de golpe un futuro, se le acercó un seguidor de la Iglesia de la Unificación a hablarle del reverendo Moon. Para entonces Raucci ya no sabía cómo creer en Dios y así se lo explicó a su interlocutor de la forma más sincera que pudo. Pero este amigo lo trataba con especial delicadeza y, sobre todo, hablaba un francés envidiablemente fluido. Aceptó su compañía como una forma de mejorar el subjuntivo, que je lise, que nous lisions, y de memorizar algún que otro trabalenguas, un soupir souvient souvent d’un souvenir[2], y de este modo, se fue enterando de que la nueva fe nacida en Corea se basaba en la creencia de que Jesucristo se apareció a un chiquillo de 15 años llamado Mun Yong-Myong y le encomendó que terminase la misión que él dejó interrumpida por culpa de la Cruz. El reverendo contaba 15 años el día del milagro y la demanda divina lo sumió en un largo periodo de dudas que consiguió superar a fuerza de oración, para enseguida proclamar al mundo que aceptaba el reto y optaba por proclamarse como el nuevo Mesías.
El objetivo de esta Iglesia consistía en volver a aunar bajo un mismo liderazgo a las diversas tendencias del cristianismo que la historia se había encargado de ir apartando. La fórmula secreta propuesta consistía en dotar a la religión de Cristo de la espiritualidad inherente a las religiones asiáticas y por ello, al parecer, Jesús optó por irse a Seúl a buscar su candidato. A John Raucci lo de intentar la unidad del mundo le pareció una propuesta seductora y, ya fuera por el aliciente de poder expresarse con alguien en el idioma de Alex de Tocqueville, ya fuera porque salió a relucir el franciscano que llevaba dentro, abrazó el movimiento y se marchó a vivir con ellos a la casa madre que fundara el reverendo a escasos kilómetros de Rhinebeck, junto al embarcadero del Hudson que hay en la villa de Barrytown. Allí el antiguo internado católico de San José se había convertido en sede del Seminario de Unificación Teológica. La institución impartía títulos en Religiones del Mundo y cursos de posgrado en Homilías, Divinidad o Educación Religiosa.
Desde que puso el pie en la institución se supo diferente al resto. En las discusiones teológicas tenía acceso privilegiado a la información acumulada durante sus años de convivencia con las ideas de humildad y pobreza legadas por san Francisco de Asís y este conocimiento práctico lo colocaba en ventaja frente a los argumentos puramente teóricos de sus compañeros. Gente, por otra parte, proveniente en su mayoría de familias acomodadas, con una educación sólida y unos resultados académicos brillantes, lo cual facilitaba el respeto a la diferencia, aunque no fuera posible alcanzar siempre el consenso.
En el Seminario de Unificación Teológica empezó a atender algunos talleres en los que se instaba a los alumnos a plantear abiertamente sus ideas. Se fomentaba la discusión en respuesta a la cerrazón tradicional de la Iglesia que, según aquellos preceptores, había limitado al mínimo las oportunidades de que los creyentes meditasen en profundidad sobre problemas serios y, sobre todo, había puesto mucho empeño en impedirles descubrir en qué medida tan elevada las enseñanzas que difundían como propias coincidían con las impartidas por el resto de las grandes religiones. El verdadero camino hacia la unidad se alcanzaba al separar con sabiduría el acto de fe de las dudas razonables que aportaban los retos intelectuales. La dirección contraria, la de la negación sistemática, conducía a la peligrosa gruta del fundamentalismo religioso.
Teorías que a John Raucci le sentaban bien, como una brisa apacible en medio del desierto vital que atravesaba; que lo entonaban, como una taza de caldo caliente tras el descenso de una ladera nevada; y en las que ponía un especial empeño de atención. Vana tarea, pues, indefectiblemente, sus esfuerzos de concentración se veían traicionados y aquellos juicios chocaban uno detrás del otro contra el muro de su ateísmo. En aquellos talleres de Barrytown, a menudo el de Brooklyn se sorprendía abandonando las palabras del instructor y perdiéndose en el eco de sus propios pensamientos. Hubiera tirado la toalla de no haber retumbado en su interior, saltándose los principios básicos de la lógica, la voz grave de su abuelo Dominick Granato: Hijo, quédate aquí, que éste es tu sitio. El timbre ronco del más veterano de la rama materna, fallecido apenas un año antes, no dejaba lugar a las dudas: Quédate aquí, hijo, que tu lugar es éste. Ocurrió una mañana luminosa en el seminario. Sintió un estremecimiento inusitado y luego escuchó la voz clara del anciano que le susurraba el mensaje al oído: Quédate. Nada remotamente parecido le había sucedido con anterioridad y nada semejante volvería a ocurrirle en el futuro. Fue un impulso sobrecogedor que lo conminó a tratar de entender lo que acontecía entre aquellos muros.
Lo que más le atrajo de la filosofía Moon era el matiz novedoso que incorporaba al viejo concepto de Mesías. Para la cristiandad, el enviado del cielo vino a salvar al mundo. Para los seguidores de Sun Myung Moon, el suyo simplemente intentaba comportarse como un buen padre. Esto obedecía a un sencillo silogismo que el fundador de la Unificación expresaba en tres proposiciones. A: si Adán y Eva no hubieran sucumbido a la tentación del diablo, hubieran resultado ser unos buenos padres. B: si Adán y Eva hubieran sido buenos padres, el resto de nosotros habríamos heredado su bondad de forma natural y el mal no existiría en nuestro mundo. Y C: al comportarse Moon como el Padre Verdadero, conseguiría transmitir de modo natural la bondad a sus seguidores, e interrumpiría para siempre la cadena del mal heredada desde los tiempos de Adán y Eva. De esta forma, al transformarse la sociedad en un mundo formado por buenos padres, ya no sería necesaria la venida de un salvador del cielo porque, entre otras cosas, ya no haría falta salvar a este mundo de ningún maleficio.
El coreano preconizaba una sociedad ideal en la que sobrarían los doctores, los ejércitos o el sistema financiero[3]. Un universo en el que todos seríamos hermanos y hermanas de la misma sangre, herederos del Padre Moon, y donde esa consanguinidad imposibilitaría los enfrentamientos. El ser humano, pregonaba, tiene una inclinación natural a querer cuidar de su familia. A defender a los suyos. Establezcamos una gran familia humana y terminaremos cuidándonos los unos a los otros. Amén.
Envuelto en estas elucubraciones místicas, transcurrieron para John Raucci tres años placenteros a la sombra de los robles, los arces y las acacias que asoman a las aguas caudalosas del río que separa el valle del Hudson del fin de la cadena montañosa más antigua del planeta: las Catskills, prolongación natural de los montes Apalaches. Prestaba atención al estudio y dedicaba el tiempo libre a realizar pequeños trabajos que generaban algún ingreso para ayudar a mantener el seminario. Una vida íntima rodeada de chicos y de chicas, algunas de ellas, déjame confesarte, pura dinamita, con las que tuvo que aprender a convivir como si de miembros de su familia se tratase. Hasta que llegó 1982: el año del gran escándalo. El verano de la boda multitudinaria en el Madison Square Garden.
John sabía que el momento tendría que producirse, pues la bendición de nuevos matrimonios resultaba crucial en la estrategia de Moon. Si basas el principio de tu religión en la creación de padres verdaderos; si decides distribuir la fe de dos en dos, como las magdalenas en los bares, tarde o temprano no tendrás más remedio que emparejar a los miembros de tu Iglesia. Para cuando esta ocasión se presentase, el corredor de fondo se había ido forjando sus propias ilusiones: quería una mujer japonesa, que fuera bella, delicada y servicial. De alguna manera albergaba la convicción de que el porcentaje de liderazgo que se había ganado a pulso en Barrytown bastaría para que el Padre Verdadero se aviniese a sus deseos: De acuerdo, Raucci, aquí tienes a tu japonesa.
Madison Square Garden, el pabellón que toma el nombre del desaparecido jardín de la antigua plaza de la Avenida Madison. Para los neoyorquinos, The Garden, a secas, 1 de julio de 1982. Mil parejas listas para recibir la bendición de Sun Myung Moon y su esposa, Hak-ja Han, quienes, con una sonrisa complaciente, presiden la ceremonia envueltos en túnicas de satén blanco y una corona ornamental ceñida a sus cabezas.
El traje azul marino de los hombres contrasta con el blanco impoluto de sus camisas, guantes y zapatos. Las mujeres van de novias convencionales, con unos modelos sencillos y recatados que incluyen unos cuellos altos y unos velos vaporosos. Ellas sujetan unos ramos de flores en las manos. Ellos lucen orgullosos unas corbatas burdeos con una inscripción en el reverso que reza: «La Paz del Mundo a través de la Familia Ideal». Una frase que resume la filosofía del que se proclama sucesor de Jesús de Nazaret y que simboliza el sueño de unificar la Tierra a base de multiplicar los matrimonios interraciales[4].
Los futuros esposos custodian en sus bolsillos los anillos nupciales que han sido grabados con el símbolo unitario de las doce puertas. Muchos de ellos van a intercambiarlos con mujeres a las que han conocido tan sólo hace una semana en un emblemático hotel donde el Padre Verdadero ha ido emparejando a capricho a cientos de jóvenes. Raucci estuvo en los salones del New Yorker. Concienciado para cuando llegase su gran momento. Seguro de sí mismo. Convencido de que iba a ser el único dueño y señor de la elección de su destino. Reverendo Moon, acuérdese, por favor, de que yo quiero una japonesa. El mesías paseaba su presencia entre las dos filas que había ordenado formar en el salón de baile para la revista. Los hombres a la derecha, las mujeres a la izquierda y él, en medio, atrayendo las miradas de cientos de rostros ansiosos que aguardaban un gesto del profeta para abandonar la formación, como partículas de hierro pendientes de un imán para orientarse, como un partido de tenis a cámara lenta. Hacia un lado, media vuelta, hacia el otro. A veces se detenía ante alguno pero, antes de avanzarle una señal, dejaba caer un suspiro y retomaba el paso. Trataba de concentrarse. Necesitaba encontrar la inspiración para acertar en las decisiones. Por fin sacaba a un chico al centro. Lo observaba despacio, de abajo arriba, como si hubiese colocado su mirada en modo configurar y estuviese realizando un escáner a su tarjeta de memoria cuyos resultados pasaba a contrastar inmediatamente con las candidatas de la fila opuesta. Terminado el proceso, escogía a una muchacha y la colocaba a su lado. Analizaba sus reacciones. No, definitivamente no le convencía la química de aquella pareja. Solicitaba al muchacho que se reincorporase a su puesto y llamaba a otro candidato. Ahora, sí. Esta vez había acertado. Perfecto. Mostraba su satisfacción a los afortunados y los enviaba al cuarto asignado para el rápido protocolo de la aceptación. Se trataba de una habitación sencilla en la que las parejas disponían de unos minutos a solas para decidir si consideraban atinada la elección de su media naranja. Aunque el emparejamiento se consideraba un acto de fe y al fundador de la Iglesia de la Unificación no le hacía demasiada gracia enfrentarse a un desacuerdo, se sabía que si alguien se atrevía a planteárselo, Moon aceptaría reagrupar a los candidatos.
El reverendo se acercó y se detuvo frente a John, que esbozó una sonrisa amplia esperando una recíproca respuesta. Sin embargo, los labios de Moon dibujaron una extraña mueca y su mirada se le antojó lejana. Perdida. Yo, yo, reverendo Padre, quiero una japonesa. El Padre Verdadero al fin devolvió una sonrisa cómplice. Menos mal. John, aliviado, relajó los músculos de su rostro. Ya estaba tranquilo. Pasó el peligro. El coreano giró hacia la fila de las chicas. La recorrió con parsimonia. Interrumpió su marcha ante una elegante mujer de rasgos asiáticos que bajó la cabeza tímida al percibir su presencia. Observó a Raucci de reojo y reanudó el paso. Siguió andando. Cuando nuevamente se detuvo, como por impulso, señaló a una mujer de pelo oscuro y lacio, bajita y con aspecto de aldeana. La llamó al medio y le hizo un gesto a él para que se acercase. ¿A mí? ¿Me está pidiendo a mí que me acerque? Pero si yo quiero una japonesa. Ven, le instó mientras alargaba la mano para invitarlo a conocer a su designada.
En ese preciso instante, John Raucci Granato quiso morirse. Le pidió al dios en que había creído durante tantos años que abriese el suelo de Manhattan y lo tragase para siempre. Mas, como sus plegarias no fueron atendidas con la premura necesaria, concentró todas sus energías en un plan B de pensamiento único: Tengo que escaparme de aquí como sea. Llegaron los dos al cuarto. John cerró la puerta tras de sí y se dispuso a escupir la verdad: Lo siento, pero eres la última persona con la que quiero compartir mis sueños. El rostro que sonreía delante de él no era nuevo. Se trataba de Madeline. La conocía de verla pasear por el seminario y sabía que era excesivamente metódica, de respuestas lentas y que no alcanzaba su nivel de educación. Iba a contárselo, mira, yo quiero una japonesa, pero antes de que pudiera abrir la boca, ella sacudió la cabeza en señal de asombro y exclamó feliz: ¡No me lo puedo creer! ¿Qué era lo que no se podía creer? Asustado, Raucci empezó a intuir que iba a resultar mucho más complicado de lo previsto salir de aquel embrollo.
Hace cuatro meses tuve un sueño. Era Madeline la que hablaba. Soñé contigo en Barrytown. Tú me decías que eras mi marido y yo, contenta, te respondía que era tu esposa. ¿Cómo diceeeees? Final del sueño para uno e inicio de la pesadilla para el otro. ¡Dios! A la mañana siguiente de haber tenido el sueño, continuó Madeline, recuerdo que nos encontramos y yo te saludé. De una manera exageradamente cordial, recordó él de pronto. John salía de clase y se cruzaron. Sin venir a cuento, ella lo abordó súbitamente con un saludo apasionado, ¡Holaaaa!, como el que se reencuentra con un amigo de la infancia después de lustros sin verlo. Se quedó perplejo y pensó para sus adentros: ¿Se habrá vuelto loca ésta? Salió al paso con un escueto: ¿Qué tal? Como tu reacción resultó tan fría, retomó ella la conversación, pensé que aquel sueño tan bonito jamás llegaría a cumplirse. Hasta que, como ves, hoy estamos aquí juntos y todo vuelve a cobrar sentido. ¡Me haces la mujer más feliz del mundo! John sintió que las neuronas de su cerebro se desconectaban y el mundo se agrietaba a sus pies. Quizás Dios había decidido venir en su ayuda. El horizonte se desvanecía en pedazos borrosos de papel pintado y el leve crujido de los tablones centenarios de pino melis que alineaban el suelo de la habitación del hotel se transformó en chasquidos agudos que resonaban como los latigazos que daba el hielo en la expedición al Polo que llevó a la muerte a Robert Scott en 1911.
¿Estás bien, John? Sí, perdona Madeline, no es nada. ¿Seguro? Sí, vamos. ¿Cómo atreverse a romper en mil pedazos el corazón de una mujer en el cuartucho aséptico de un hotel? Regresaron ante el maestro. Aceptamos de buena gana tu decisión, Aboji[5].Por fuera, los rostros de ambos sonrientes. Por dentro, el corazón de él destrozado; con un peso tan tremendo que, cuando se inclinó ante el líder para recibir la bendición, sintió que se le iba a escapar rodando por la boca.
La dimensión de la tragedia que acababa de representarse obedecía, sobre todo, a que John la había juzgado desde el prisma de los sentimientos. Desde el punto de vista práctico de la realidad, aquel compromiso matrimonial no iba a alterar en demasía el ritmo de los meses venideros. Como al resto de las parejas que, el 1 de julio de 1982, aguardaban a las once en punto de la mañana a que se abrieran las puertas del Madison Square Garden, se les iba a requerir que continuasen viviendo por separado y sin mantener relaciones sexuales, por un periodo de tres años. El tiempo necesario para forjar el conocimiento mutuo y hacer brotar el amor. Un tiempo, antes de consumar el rito, en el que cada uno de ellos debería concentrarse en reclutar un mínimo de tres nuevos miembros para la Iglesia de la Unificación.
Las once y veintisiete minutos de la mañana en el huso horario de la zona este. El calor del mes de julio está empezando a hacer mella cuando el pabellón más célebre del mundo se decide a abrir sus puertas. Las parejas, que forman colas en la calle frente a las diferentes entradas, se van fusionando en el interior del recinto hasta formar una impresionante columna de a ocho. Al acceder a la cancha irrumpe la música. Una banda interpreta con solemnidad la marcha nupcial que el romántico Mendelssohn compuso para la suite de El sueño de una noche de verano. Sobre un escenario, como resplandecientes colosos embutidos en sus túnicas imperiales, el señor Moon y su esposa, la señora Hak-ja Han, aguardan a que la procesión vaya aproximándose. Sujetan en sus manos un cuenco con agua perfumada y una varita terminada en pequeños hilos de cuerda. Cuando los primeros afortunados desfilan bajo sus palios, agitan los hisopos y centenares de milimétricas gotas imbuidas de gracia divina vuelan, como mágico confeti, sobre las cabezas de la alegre comitiva. Los novios comienzan el descenso hacia la pista que tantas veladas de gloria le diera al boxeo hasta que el promotor Don King se lo llevara a Las Vegas. La tarima ha sido tapizada para la ocasión por una inmensa alfombra de color crema. Los pretendientes comienzan a distribuirse entre la arena y las gradas.
La función ha comenzado. Moon pronuncia una plegaria en su idioma natal: [6]. Han de transcurrir unos minutos para que se decida a cambiar al inglés y es entonces cuando sus palabras empiezan a cobrar sentido para los presentes. El discurso gira entorno al compromiso cósmico que están a punto de contraer y la descripción detallada del terrible castigo eterno que conllevaría el romperlo. Cada alocución termina con una estudiada pausa, con un silencio medido que precede a la formulación al auditorio de un interrogante cuya respuesta coincide siempre con el mismo monosílabo: Yes! Sí, claro que sí, Padre. Un sí coreado, como un sobrecogedor rugido, por las mil gargantas que abarrotan el Madison Square Garden y cuyo eco retumba orgulloso en el pecho del hombre que guía sus designios. ¡Sí!
La ceremonia dura una hora. Podéis ir en paz. Es la señal esperada: al unísono, los recién casados inclinan el tronco hacia delante hasta tocar las rodillas con las palmas de sus manos y, como impulsados por un muelle, se incorporan enérgicamente provocando un tsunami de brazos que se mece en El Jardín neoyorquino al grito de ¡Mansei! Es la fórmula pactada, mansei, la victoria será eterna, para dar rienda suelta a la natural explosión de alegría que produce el casamiento en las parejas. Un ansia inmensa de proclamar el entusiasmo mutuo que no conoce fuerza, física o psicológica, capaz de detenerla. Como Moon lo sabe y no ha querido permitir besos apasionados, busca ayuda en la gimnasia para que los contrayentes puedan descargar su adrenalina. ¡Mansei!, y, con la ola que pondría de moda el Mundial de Fútbol de México, se acabó la fiesta.
Esa misma tarde, en la que John tenía una esposa a la que no deseaba, los acontecimientos empezaron a precipitarse a velocidad de vértigo; como una gran bola de nieve que insistía en colocarlo continuamente contra las cuerdas. Primero le tocó el turno a la prensa. Un periodista se coló de incógnito en una de sus charlas y el Daily News publicó una caricatura de Raucci luciendo cuernos de diablo, junto a un texto demoledor contra «la secta de los moonies». En Brooklyn se dispararon las alarmas. Sus padres se asustaron: tenían un hijo abducido. Sus amigos juntaron ahorros para contratar a un reprogramador, un especialista en cultos esotéricos que lo sacase urgentemente de lo que ellos consideraban un clan peligroso. Hubo de defenderse ante propios y extraños, familiares y seres queridos, como un gato panza arriba. Y ganó la batalla. Sus padres visitaron Barrytown y vieron que las enseñanzas que allí se impartían no variaban en mucho de las tesis que ellos compartían todos los domingos durante la celebración de la Eucaristía. Fue una lucha encarnizada contra las acusaciones que le llovían desde todos los ángulos y que lo dejó extenuado. Una pelea que lo llevó a enamorarse profundamente de la idea original de Sun Myung Moon y a creer sinceramente que la unificación del mundo estaba al alcance de la mano. Todo para que, al final, precisamente por apoyar los principios fundacionales de su Iglesia, lo excomulgaran del movimiento en 1991.
A John y a algunos otros se les ocurrió plantear que, tal vez, la cúpula de la congregación no vivía de acuerdo con la conducta que ella misma predicaba a sus seguidores. Como la mayoría de las iglesias, el Movimiento de Unificación empezó con un celo extremado y un poder basado en la espiritualidad. A medida que se fue aceptando socialmente, se transformó en una organización securalizada. Intentaron luchar contra ello y dijeron hacerlo en nombre de la filosofía de Heung Jin Moon, el hijo más querido del reverendo, que falleció en un accidente de tráfico cuando intentaba salvar las vidas de algunos heridos. Enviaron un mensaje al profeta, hecho con cariño, pero fundamentado en la crítica: la energía que mana de Dios resulta sólo útil cuando se utiliza para devolverla a nuestros prójimos en forma de amor. Se los vio como una amenaza y se les expulsó bajo la grave acusación de haber creado una secta fuera de la Iglesia o de haber recibido un lavado de cerebro. Exactamente las mismas imputaciones que el movimiento oficial estaba harto de recibir desde la prensa y desde múltiples sectores de la sociedad civil.
John Raucci se encontró de sopetón, como la guitarra de Paco de Lucía, entre dos aguas torrenciales. A un lado su pasado, su entorno de siempre, que no terminaba de entender por qué un tipo despierto, con buenos resultados en los estudios y grandes posibilidades en la vida deportiva, abandonaba el mundanal ruido y abrazaba aquella fe tan extraña; al otro su presente, su seminario en la orilla del Hudson, su querida fe, que le negaba el pan y la sal, la entrada al recinto como a un hijo pródigo, como a un traidor de guerra, como una figura non grata.
Se quedó sin nada y decidió buscar refugio en el futuro, en sus hijos: Joseph Christopher, David y Gideon. Los vio crecer, echar a andar, salir de casa y relacionarse y, al escuchar cómo la gente empezaba a contar excelencias de todos ellos, recobró el orgullo perdido. Supo que esa bondad que los demás admiraban en su prole no podía proceder solamente de él y volvió los ojos hacia Madeline, su compañera, y se propuso cambiar la perspectiva de su mirada. Con sorpresa, aprendió de pronto lo que significaba enamorarse. Le entró entonces la convicción profunda de que en el mundo espiritual alguien había plantado la semilla de aquel sueño que una joven de pelo lacio le contó en un cuarto del hotel New Yorker para que él aceptase un casamiento que, con el tiempo, habría de tornarse en afortunado. Y dio gracias.
Joe, Dave y Gideon se aficionaron al deporte. El pequeño, al baloncesto; los otros dos, como el padre, a las carreras de fondo. Para intentar ser coherente con el tipo de oficios que en un mundo ideal tuvieran cabida, John dividió su tiempo entre acompañar a gente al aeropuerto, arreglar instrumentos musicales de viento y encargarse del entrenamiento de los chicos. Y fue así como volvió a reencontrarse con el muchacho de Brooklyn que recorría las dos millas y media que lo separaban de la meta sintiendo en cada zancada que se adentraba en los misterios insondables del cosmos.
Dave y Joe se entregaron a los consejos de su padre con entusiasmo hasta que empezaron a presentar problemas de salud. Les diagnosticaron brotes de asma y, además, tras recorrer largas distancias, sentían un agudo dolor localizado en las espinillas que les impedía entrenar de forma continuada un deporte cuyo progreso solamente se alcanza con la constancia. Lesiones serias que cogieron desprevenido a un entrenador que no recordaba haberlas sufrido cuando competía representando a su instituto. ¿Cómo era posible que corriendo sin más ayuda que la de unas zapatillas Keds, de suela plana, él hubiese afrontado airoso los mismos retos ante los que ahora sucumbían sus hijos y, encima, cuando éstos contaban con la ayuda de un calzado ergonómico de diseño casi extraterrestre? No tenía ningún sentido. ¿Habrían nacido sus pobres chicos con unas condiciones físicas limitadas? Mordido por la curiosidad, indagó a su alrededor para terminar descubriendo, con gran asombro, que sus vástagos no eran, ni mucho menos, los únicos afectados por las bajas. El testimonio de corredores y entrenadores con los que aún seguía en contacto y, más tarde, las estadísticas, le demostraron que los atletas norteamericanos del siglo XXI sufrían bastantes más lesiones que sus colegas de anteriores generaciones. Hasta la década de 1970 Estados Unidos había producido medallistas en larga distancia pero, una vez entrados en la década de 1980, los atletas de las barras y las estrellas comenzaron a quedarse rezagados y las mieles del podio quedaron reservadas casi en exclusiva a los africanos.
John pasó mucho tiempo meditando sobre un dato que se le antojó cuanto menos curioso. Quizás no estuviera llamado a misiones más vistosas, pero la práctica del deporte la entendía con una facilidad envidiable y la meditación le había absorbido durante décadas todos sus esfuerzos intelectuales. Le dio muchas vueltas a la cabeza. Perdió el sueño. Buscó ayuda en los libros y una mañana de primavera de 2000 se incorporó en la cama y pensó que acababa de intuir la resolución del enigma. Llamó a sus hijos y se ofreció a volver a entrenarlos. A cambio, les imponía dos reglas innegociables: debían correr descalzos y tomar aire solamente por la nariz. Algo perplejos, los chiquillos aceptaron.
Tras siete temporadas consecutivas sin sufrir lesiones, Dave Raucci, de 21 años, ganaba en el International World Sports de Seúl la medalla de oro en 1.500 metros con un tiempo de 3 minutos y 57 segundos. En el podio recibía el abrazo y los elogios de las dos bestias sagradas del atletismo mundial: el etíope Haile Gebrselassie, el corredor de larga distancia más grande de todos los tiempos, y el entrenador que consiguiera lanzarle a la gloria, Abebe Gessesse. John y Abebe tuvieron oportunidad de discutir aspectos de la carrera y Gessesse le espetó: Mándame al chico y te lo devolveré convertido en un campeón del mundo. Un cálculo que el viejo zorro de las pistas no aventuraba a la ligera. Sabía que podía ir rebajando su marca en una media de cinco segundos anuales. Si continuaba sin lesionarse, al alcanzar los 27, la edad de esplendor para muchos fondistas, lo pondría al nivel del plusmarquista mundial Hicham El Guerrouj, el marroquí que dejó en Roma 98 el reloj congelado en 3,26.
Dave, sin embargo, decidió seguir en la Universidad Marista de Poughkeepsie, Nueva York, donde estudia gracias a una beca de atletismo. Allí, los progresos continuos de su pupilo han centrado el esfuerzo de su entrenador en que Dave consiga pasar la selección para representar a su país en los Juegos Olímpicos de Londres 2012.
Un momento. Antes de nada. ¿He contado ya cómo empecé a indagar en todo este lío? Pues va siendo hora. Por centrarnos. Digamos que conocí a los tres hijos de John cuando trotaban descalzos junto a un puñado de chavales por la hierba del parque que rodea el instituto público de una localidad vecina a Rhinebeck. Fue a primeras horas de la mañana del mes de junio de 2003 y el rocío que humedecía la pradera les teñía de verde la planta de los pies.
Había llegado hasta Red Hook atraído por las ideas que su padre me había dejado caer en una conversación que mantuvimos, algunas semanas antes, camino del aeropuerto J. F. Kennedy. Volaba yo a España por unos días y John se ofreció a acompañarme y conducir después el coche de vuelta a mi casa en Rhinebeck para que lo pudiera utilizar mi familia durante mi ausencia. Dos horas y media de charla pueden dar para mucho si uno permanece atento a las palabras de su interlocutor; sobre todo si la conversación salta de la filosofía de Hipócrates a la de los indios de las grandes praderas; de las multinacionales del calzado a la curación de un cáncer a base de sopa de calabacín.
Me contó que en el último año de instituto el mayor de sus hijos decidió afrontar las carreras de un modo profesional pero que, en cuanto pasó de entrenar cuarenta y cinco millas a la semana a recorrer una media de setenta, le comenzaron las molestias. Dolores que los expertos consideraban el precio habitual que hay que pagar por el choque excesivo del pie contra el terreno y que a él, sin embargo, no le cuadraban con las conclusiones de su propia experiencia.
Mientras echaba un vistazo a los datos históricos del atletismo, cayó en la cuenta de que los corredores de África apenas sufrían lesiones, mientras que a los norteamericanos les ocurrían con excesiva frecuencia. Se preguntó qué haría tan diferentes a los atletas de ambos continentes y en la cuadrícula se le cruzaron dos claves interesantes: los africanos entrenaban descalzos y el comienzo del declive deportivo para los fondistas de Estados Unidos coincidía sospechosamente con la aparición en el mercado de zapatillas de diseño futurista. Hasta la década de 1980 todo el mundo usaba unas Keds; a partir de esa década la suela se agrandaba y se acolchaba, los tobillos se sujetaban con mayor firmeza y ¡se multiplicaban las lesiones!
Excitado por el hallazgo, John saltó de la bibliografía de los pueblos de África a la de los indígenas de América. Observó que los miembros de las distintas tribus solían recorrer grandes distancias a la carrera. Una media semanal de trescientas millas, casi quinientos kilómetros, y, sin embargo, no aparecían evidencias de lesiones en las extremidades inferiores en las transcripciones de sus tratados de sanación. Panorama muy distinto al de hoy en día, en que la especialización médica que más crece en Estados Unidos es la medicina deportiva y donde, a partir de los ochenta kilómetros semanales comienzan las lesiones de importancia. Coincidentemente los nativos americanos corrían descalzos como los africanos o con la ayuda de finos mocasines que permitían la flexión adecuada de sus músculos. Entendían que los pies, al igual que las manos, podían cubrirse en ocasiones especiales para evitarles cortes en un terreno agreste o protegerlos de los excesos de temperatura, pero nunca como un hecho cotidiano, puesto que no habían sido concebidos para soportar la rigidez del calzado.
Cuando al pie se le coloca un zapato se muestra incapaz de percibir la formación del terreno que pisa, su dureza o su rugosidad y, por tanto, incapaz de enviar al cerebro la información que éste precisa para determinar la fuerza con la que debe impactar. Esto deriva sistemáticamente en una tendencia instintiva a golpear el firme con más energía de la necesaria (posiblemente en un intento desesperado por sentir el contacto que le impide la suela) y nuestro esqueleto termina por absorber un topetazo más grande del que le correspondería.
De forma natural, cuando el pie humano detecta una determinada superficie, arena, roca, hierba, reacciona y ajusta la presión con la que debe ejercer el aterrizaje. En condiciones normales debería de posarse siempre de un modo suave sobre la punta de los dedos y le correspondería al cerebro, tras descifrar los datos suministrados por estos sensores, encargar al resto del cuerpo que adoptase posturas concretas para compensar correctamente el desequilibrio del terreno: balanceando los brazos, inclinando el tronco, o bien flexionando las piernas. Si presionamos con excesiva fuerza, nos hacemos daño y el cuerpo activa un mecanismo de alarma, el dolor, para que suavicemos el siguiente impacto. John Raucci mantiene que los gimnastas que aterrizan sobre mullidas colchonetas están sometidos a un mayor riesgo de padecer lesiones que los bailarines de ballet clásico que se posan sobre la dura tarima. Estos últimos, dice, desarrollan mucho más la musculatura del pie. Con calzado, nuestro organismo entra en barrena. El encajonamiento de los zapatos nos fuerza a utilizar el talón como tren de aterrizaje y provoca que la colisión repercuta en músculos a los que no les corresponde esa labor y que, por contra, la musculatura preparada para absorber el choque no reciba vibración alguna. Es decir: se produce un desajuste muscular que atrofia a unos y tensa en exceso a los otros.
Para intentar corregir las molestias derivadas de esta situación, las casas comerciales diseñaron zapatillas con un talón cada vez más almohadillado. Decisión que, según iba deduciendo Raucci en sus elucubraciones, llegaba a aliviar algunos de los síntomas pero no atajaba en absoluto el problema. Una suela inflada por un colchón de aire no consigue asimilar una fricción anómala que termina repercutiendo de forma lineal a lo largo de todo el cuerpo y anula, más aún, la capacidad de obtener información del terreno; iba a decir de primera mano, pero me temo que sería más correcto escribir de primer empeine[7].
En el parque de Red Hook, aquella mañana fresca de principios del verano de 2003, me senté en un banco a observar cómo el grupo de jóvenes ascendía la colina, rodeaba algunos árboles y descendía de nuevo ladera abajo esquivando a las avispas. Una y otra vez. Interminables veces. No se cuánto tiempo se tiraron completando el encargo de sumar un total de quince millas, pero el suficiente para que el rocío de la mañana pasase de la madera del banco a mis pantalones y sintiese el frío de la humedad en mis posaderas. Un momento estelar que aproveché para cuestionar mi vocación de periodista con una sencilla pregunta: ¿qué hago yo aquí a las siete menos cuarto de la mañana? Cuando por fin rompieron filas y se acercaron a donde yo los aguardaba, nos saludamos y les pedí que posasen para sacar algunas fotos. Lo primero que noté es que les había cambiado la fisonomía. La diferencia con los dedos de los pies de la mayoría de los humanos, que cualquiera ha podido observar en un día de aburrimiento en la piscina, saltaba a la vista. Nuestros apéndices, atrofiados por la falta de uso, se apelmazan unos contra otros obligados a estrecharse por la horma puntiaguda del zapato. De hecho, con bastante frecuencia terminan por aplanarse en los laterales y, en lugar del volumen cilíndrico que les correspondería, adoptan el de un tetraedro que los asemeja más a unas patatas del McDonald’s con uñas.
Tras dos temporadas de libertad, los pies de estos jóvenes presentaban unas plantas con forma de tronco de pirámide invertida. Empezaba en el talón y se iba ensanchando por el arco para terminar abierta, como las hojas de una palmera, en un ramillete de dedos. Cinco prolongaciones claramente redondeadas, separadas entre sí y con vida propia. Apéndices que se movían de forma independiente, a voluntad de sus dueños, y saludaban con gracia a la cámara. Como aquellos del anuncio de la tele que hacían la ola al caerles una gota de cerveza, pero en tiempo real; sin necesidad de utilizar efectos especiales en la sala de posproducción.
Al entrenar descalzos, los pies de aquellos muchachos habían vuelto a posarse planos sobre el suelo, en un movimiento ligero y constante desde la punta hasta el talón, con el que reforzaban los gemelos y utilizaban su energía para incrementar la distancia de cada zancada, en lugar de gastarla en golpear machaconamente el terreno. Con la tracción delantera ganaron en reprís y se hicieron más rápidos. Obtuvieron mayor facilidad para la arrancada y el salto y conservaron más energía para afrontar el sprint final. Parecía cumplirse la profecía del neozelandés Arthur Lydiard, preparador de muchos campeones olímpicos, padre del entrenamiento moderno e inventor del jogging, que mantuvo que si de algún modo la zapatilla pudiese permitir el desarrollo normal de los músculos del pie, en una competición de diez kilómetros podría llegar a rebajarse la marca en un minuto.
Hubo una época, en vísperas del anunciado desastre electrónico que supuestamente originaría la llegada del año 2K[8], en el que se rumoreaba que la Universidad de Stanford, en Palo Alto, California, iba a imponer la práctica de entrenar descalzo para las competiciones de campo a través. Una medida que hubiera revolucionado el atletismo desde su propio corazón, pues, no en vano, a su departamento Deportivo se le conoce como el Hogar de Campeones. Por poner un ejemplo, si en Barcelona 92 Stanford hubiese concurrido a la competición como una nación independiente, habría ocupado la novena plaza en el ranking mundial por número de oros conseguidos. El rumor anduvo cerca de convertirse en realidad pero, al final, fruto de la estrecha colaboración de los atletas de Stanford con la firma deportiva Nike se adoptó otra alternativa. Se diseñó una revolucionaria zapatilla cuya finísima suela imitaba la libertad de movimiento de un pie sin sujeciones. Se inventó un zapato para andar descalzo. Había nacido la Nike Free.
En su promoción[9], la marca deportiva reconocía que lo más saludable era correr sin calzado. Que se activaban de golpe 1.700 sensores. Pero no lo recomendaba. Mejor gastarse cien euros en una zapatilla tan buena que simulaba no llevar nada puesto.
Aquella mañana fresquita en la que yo aún ignoraba que para poder escribir este libro pasaría horas analizando el funcionamiento de los músculos del pie, me harté de sacar fotos a los pinreles de los hijos de Raucci. Una instantánea saludando con los cinco dedos abiertos en abanico. Otra con el gordo apuntando para arriba y el resto hacia abajo. Una más con el gordo hacia abajo y los demás mirando al frente. Aquellos dedos prensiles parecían los de un bebé recién salido de la placenta. Las pruebas que iba recogiendo fascinado en mi cámara aquel verano coincidían plenamente con la disertación entusiasta con la que John me había deleitado camino del aeropuerto. Habíamos bajado por el Taconic Parkway, la 84 oeste, la 648 norte y cruzado por el puente Whitestone. Como resultaba previsible, encontramos atasco en Queens, así que utilizamos el viejo truco de salirnos de la autopista y avanzar en paralelo por el Bulevar Linden hasta la Avenida91. Allí retornamos al Van Wyck Expressway y, en pocos minutos, estábamos en el aeropuerto internacional de la ciudad de Nueva York. Para un corredor ponerse zapatos, me explicaba, es lo mismo que para un bateador de béisbol llevar un abrigo. Los pies no están diseñados para levantar peso sino para soportarlo y pasar por alto ese pequeño detalle puede ser el inicio de muchas lesiones. Algunos profesionales llegaron a esa misma conclusión. Las famosas zapatillas doradas con las que corrió Michael Johnson en Atlanta 96 eran poco más que unas láminas de ante envueltas alrededor de sus pies.
Para funcionar correctamente, nuestros pies necesitan entrar en contacto físico con el suelo. En la planta se sitúan infinidad de terminaciones nerviosas colocadas estratégicamente para que se masajeen durante el roce con el terreno y vayan produciendo efectos que resultan determinantes en el mantenimiento de algunos órganos de nuestro cuerpo. Sin embargo, al interponer un material inerte de por medio, prescindimos de nuestra toma de tierra y renunciamos a la acupuntura natural que traemos incorporada de serie. Justo lo contrario que las civilizaciones orientales, que aprovechan cualquier oportunidad para reanimar el cuerpo a través de sus puntos neurálgicos.
Conviene recordar que cada músculo humano tiene su complementario. Si la máquina se fuerza solamente de un lado, creamos un desequilibrio en la musculatura y eso es precisamente lo que produce el calzado al cambiar el apoyo frontal por el posterior. Por un lado, destensa los ligamentos de la parte delantera del pie, cuya misión primordial es el apoyo y, al no realizarla, vamos perdiendo la habilidad de extender los dedos; por el otro, tensa en exceso los músculos frontales de las espinillas, y atrofia progresivamente los gemelos. Al correr sobre los talones la sacudida pasa rebotada de los tobillos a la pierna, lo que deriva en presiones inadecuadas sobre el metatarso que al diagnosticarse reciben nombres tan comúnmente escuchados como tendinitis o fractura de ligamentos.
Si no pasas el mayor tiempo que puedas descalzo, insistía mi compañero de viaje, tarde o temprano la cadena de desatinos se va a ir expandiendo hacia arriba peligrosamente hasta descompensar por completo la musculatura de la espalda. Una atrofia que, en el caso de mujeres que utilizan habitualmente zapatos de vestir con tacones altos, puede llegar a alterarles la posición de la cavidad torácica y, en consecuencia, la colocación interna de los órganos.
La dolencia más extendida en el siglo XXI son los dolores de espalda. Quizás su origen radique, como afirma el traumatólogo Jose Ricardo Ebri, director del Instituto Valenciano de Ortopedia Infantil, en que nunca debimos descender del árbol y erguirnos en dos patas. Pero, aparte del hecho evolutivo, y de lo que pueda afectar el calzado, hay un factor a tener en cuenta: el abandono total de la postura de cuclillas. La invención de la silla y del retrete han trastocado las tensiones y relajaciones naturales de la musculatura de piernas y tronco. En Pekín el célebre doctor de medicina tradicional Yi Fang tiene una prescripción muy sencilla para los problemas de lumbalgia: cinco minutos en cuclillas durante dos veces al día. Agacharse sobre las piernas, con las rodillas juntas y el trasero sobre los talones resulta idóneo para reequilibrar y fortalecer los músculos que hemos machacado en la actividad diaria. Es también la mejor posición para hacer de vientre, pues las heces caen por su propio peso, y para afrontar un parto, ya que las mujeres controlan los abdominales para empujar en las contracciones.
Lo suyo en un viaje de trámite en carretera hubiera sido hablar del tiempo atmosférico y, si acaso, del tiempo que se tarda en recorrer los 5.779 kilómetros de paralelo 40 que separan a la ciudad de los rascacielos de la capital de España. Pero el destino lo quiso de diferente manera y, Raucci, consciente del impacto que sus descubrimientos estaban causando en mi humilde persona, bajó el tono de voz. Intentaba, al menos eso sospechaba yo en aquel instante, dotar de cierta solemnidad al momento para resaltar la importancia de la conclusión que estaba por venir. Muchos de los dolores que se presentan en el tronco, dijo, y que intentamos paliar inútilmente al aplicar tratamientos en el lugar específico en que se manifiestan, podrían combatirse si se nos ocurriese mirar un poco más abajo, que es donde se originan: al final de nuestras extremidades. Escúchame: cuanto más sofisticado sea el zapato, cuanto más acolchada la suela y cuánto más sujete el tobillo: muchísimo peor.
En aquel momento le agradecí al creador del universo que la suela de mis Camper mallorquines fuera tan plana como la meseta de Castilla (the rain in Spain stays mainly in the plain)[10], y me recosté en el asiento aliviado. Nada me hacía intuir que aquella revelación habría de significar tan sólo el vaticinio de otras más sorprendentes que estaban aún por llegar ni que, en los próximos meses de mi estancia americana y, precisamente por culpa de aquella conversación, pasaría largas horas leyendo un libro sobre respiración escrito en Río Grande, Brasil, en 1860 y publicado en Londres diez años más tarde.