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Septiembre

Estoy en Nueva York; pero no en la ciudad, sino en el estado, que también existe. Resulta que cuando Sinatra cantaba el estribillo de New York, New York, no es que repitiese letra para rellenar la ausencia de imaginación del compositor, qué va, es que el tipo estaba dándonos la dirección postal. New York, New York. Como Murcia, Murcia. Como Oviedo, Asturias. Así que yo me encuentro en la segunda parte de la canción. La gran urbe de los rascacielos representa tan sólo el vértice geográfico de un triángulo isósceles de ciento cuarenta mil kilómetros cuadrados, lo que equivaldría a combinar los territorios de Andalucía, Cataluña y la Comunidad Valenciana, que se abre a la izquierda hasta la región de los grandes lagos y hacia arriba hasta chocar con el Canadá.

Estoy en el paraíso de las ardillas. Intentando adoptar el estilo de vida campestre que llevan más de la mitad de los diecinueve millones de neoyorquinos que figuran en el censo de Albany, la capital del estado. Porque ésa es otra. En España te aprendes los nombres de las grandes ciudades y ya te sabes las capitales; en Estados Unidos, salvando cuatro excepciones, no te coincide ni una. Ni Miami es la capital de Florida, ni Los Ángeles la de California. Eso ocurre porque en Europa la gente tradicionalmente emigró a las capitales y en Norteamérica lo hicieron a donde les vino en gana. Por eso en Tejas creció Houston, aunque la capital fuera Austin y en Pensilvania las calles más interesantes son las de Filadelfia a pesar de que la administración se encuentre en Harrisburg.

Estoy en Rhinebeck, Nueva York. A cien millas de Manhattan. En una casa construida con madera y pintada de gris pálido. En un pueblecito que se parece a los de la maqueta del tren eléctrico que nos traían en Navidad los Reyes Magos. En la América de naturaleza sobrecogedora que Nino Bravo identificara con el edén. Estoy en un valle de suaves colinas tupidas de verde. Praderas con vallas blancas para el ganado que fueron robadas a base de hacha a un bosque de acacias, castaños, arces y robles centenarios que se extienden hacia el infinito y más allá. Y, en medio, un río caudaloso por el que navegan tranquilamente los petroleros rumbo al Norte. Aguas que, corriente abajo, bañan en su desembocadura la orilla oeste de la conocida isla de Manhattan. Vivo, señoras y señores, en un bosque tan repleto de vida que podría doctorarme en Biología sólo con observar a los animales que yacen atropellados en las cunetas de las carreteras.

De golpe he cambiado la ciudad, Madrid, Madrid, Madrid (no es dirección postal, sino estribillo de chotis) por una comunidad rural de siete mil almas. Como Cocodrilo Dundee pero a la inversa. Como un Argamboy al que le hubiese tocado hacer de figurita en el belén. Por ponernos en un plano más romántico, digamos que he aprovechado la ruta que abriera Henry Hudson en nombre de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. El inglés buscaba en 1609 un pasaje que conectara el Atlántico con el Pacífico y se topó de bruces con uno de los escenarios más frondosos de la tierra. Yo cruzaba el majestuoso puente de Kingston en dirección al pueblo de Sarah, mi mujer, y, al observar los múltiples tonos de un verde que se me antojó infinito, se reavivó en mí la excitación por los meses que el futuro nos traía por delante.

Me sorprendí tocando intermitentemente el claxon, tú, tututútu, tutú, como cuando te enteras por la radio de que tu equipo ha quedado campeón de liga. Un enorme camión azul de dieciocho ruedas, que se aproximaba en dirección contraria, me devolvió el saludo con su sirena de barco. Toooooooo... Cuando pasó a mi lado me sentí tan minúsculo que temí que la fuerza centrípeta nos lanzase y planeásemos sobre el cauce del río. Encogí los hombros. Pasó el peligro. Al alcanzar la otra orilla, mis labios, que habían procesado la amenaza, comenzaron a silbar la melodía de Chitty Chitty Bang Bang.

Desde el aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey, con tres niños dando patadas a los respaldos de nuestros asientos, tardamos dos horas y media en aparcar el coche frente a la puerta de un garaje con una canasta de baloncesto atornillada a la fachada. Hogar dulce hogar. La única señal de habitabilidad que quedaba de los anteriores inquilinos era el cable de la antena de televisión que asomaba por debajo de la moqueta. Olía a madera, a pintura fresca y a final de verano cuando deshicimos las maletas.

Ahora estoy sentado en el porche, frente a la calle Parsonage y ya se dónde está el Norte. Me ha costado, no te creas, porque soy bastante disléxico para el tema de las direcciones. Cuando me saqué el carné de conducir el policía municipal que me acompañaba se volvía loco. Me pedía que girase a la izquierda y yo viraba a la derecha. ¡Cuidado, que es prohibida! Pero, agente, ¿no me había dicho usted que me metiera por ésta? A ver, manos arriba. Digo, ¿me va usted a detener? No, te voy a enseñar dónde te queda la izquierda. El permiso me llegó a los pocos días por correo. Ya podía hacer vida de ciudadano normal. Aquí, al no estilarse el carné de identidad, ese documento es el que se usa para todo. Para contratar la luz o el servicio de televisión por cable, para abrir una cuenta corriente o para que te vendan cerveza en la gasolinera. Es tan necesario que, de hecho, te lo puedes sacar aunque no conduzcas. Parecerá absurdo pero en Estados Unidos existe el carné de conducir para no conductores; te lo entregan en Tráfico[11] y lo único que varía es que en lugar de poner Driving Licence dice Identification Card. El resto es igual: por delante viene la foto, el nombre, la dirección, el sexo, el color de los ojos y la altura en pies; la fecha de expedición, la de caducidad, la firma del interesado y, en caso de ser donante, las palabras Organ Donor resaltadas en rojo. Por detrás lleva un código de barras que resume todos tus datos y, en caso de ser conductor, si te para un motorista, se entera en un momento con su bacaladera de cómo vas de puntos.

Se han producido varios intentos de crear un DNI pero los norteamericanos, empezando por presidentes tan dispares como Jimmy Carter o Ronald Reagan, siempre se han opuesto frontalmente a la idea de estar fichados. Lo más parecido que tienen es el número de registro de la Seguridad Social que les otorgan al nacer. No está relacionado con el sistema de salud universal, que no existe en Estados Unidos, sino con el de las pensiones de jubilación y el subsidio de desempleo. Fue establecido en 1935 por el presidente Roosevelt, seguía el patrón ideado por el canciller Bismark en Alemania, y el primer estadounidense que lo disfrutó recibió cinco céntimos[12]. Reformas posteriores incluyeron un seguro médico, Medicare, limitado a mayores de 65 años y personas discapacitadas.

Volviendo a lo del Norte. En Rhinebeck, si no te manejas con la brújula estás perdido. Cuando te dan indicaciones para acudir a una cita no se estila eso de toda la calle para abajo y al fondo a la derecha. En las indicaciones de navegación no hay ni derecha, ni izquierda, ni todo liso, ni sube hasta el final de la cuesta, ni pasa un edificio amarillo. Aquí te dicen: desde tu casa vas doscientos metros en dirección sur, giras al oeste otros doscientos y en el cruce coges dirección norte. Es el quinto callejón que te queda al este. Pues nada, para allá voy. Da igual que sea el campo que la ciudad, porque en Manhattan tampoco quedas en la salida del metro que está al lado del quiosco de periódicos. No, te citan en la esquina suroeste de Broadway con la Novena. Hombre, la verdad es que resulta práctico y no da lugar a las equivocaciones. Como cuando quedas en Madrid con un sevillano en la «Puerta der zo’». Y él se va a la del Sol y tú lo esperas en la del zoológico.

Me encuentro en el porche viendo pasar coches antiguos. Una delicia. La segunda semana de septiembre las calles de Rhinebeck se llenan de vehículos de época. Cientos de trastos en perfecto estado de conservación que, al circular junto a las casitas de estilo victoriano, te transportan al mundo de los documentales. Pasan por delante en fila, encaminándose hacia las explanadas del recinto ferial que está a tres manzanas... al... Norte. Al final me voy apañando. He seleccionado dos edificios emblemáticos a las afueras del pueblo. Uno que apunta para arriba y otro que apunta para abajo. La meca del bricolaje, Williams Lumber, al Norte. La casa del presidente Franklin Delano Roosevelt, en Hyde Park, al Sur. Y el Este y el Oeste los saco por deducción. Un flecha.

Algunos de los conductores se han disfrazado para la ocasión y lucen chaleco, guantes sin dedos y gafas antiventisca. En el cruce se juntan los que van y vienen de las distintas direcciones, pero no se forman atascos. El sistema de las cuatro señales de stop, que viene a ser la rotonda pero sin fuente en el medio, funciona de maravilla. Todos tienen obligación de parar y la preferencia le corresponde a quien llega primero. Hay vehículos pequeños de la década de 1940, negros, rojos, con sus motores al aire; hay larguísimos Cadillacs de color vainilla y azul turquesa, Pontiacs amarillo limón y Oldsmobiles verde esmeralda. También pasan viejas camionetas de reparto que parecen de juguete y camiones de Coca-Cola, de los de antes, que servirían perfectamente para decorar un jardín con sus cajitas de madera roja transformadas en macetas.

Durante el fin de semana se van a reunir en la concentración de Nationals, joyas de la automoción nacidas antes de 1972, que se celebra anualmente en el condado de Dutchess. Progresivamente las sesenta y ocho hectáreas de hierba de la feria van quedando moteadas por la colorista presencia de más de mil quinientos autos, que comparten espacio escénico con mercadillos de piezas y carpas en las que se realizan exhibiciones. Tanto los que están en venta como los que permanecen sólo en exposición atraen a gente de todos los rincones de la costa este. La mayoría de estos visitantes entusiastas se quedará a dormir en sus caravanas al precio de treinta dólares la noche con derecho a enchufe de luz y agua.

Julia, nuestra hija pequeña de 4 años, está vendiendo limonada en la acera con Mckenzie, la nieta de los vecinos. Han sacado una mesa y una heladera de plástico y por cincuenta céntimos ofrecen un vaso a los conductores sedientos. Sarah estuvo preparando varios litros por la mañana y yo les he dibujado un letrero en una cartulina. Las dos llevan horas coreando la misma cantinela: Lemonade, ice cold lemonade, only fifty cents![13] Cada vez que se aproxima un cliente y consiguen hacer caja, ambas se vuelven hacia mí con una sonrisa de oreja a oreja. Seguro que ya están soñando con dilapidar su fortuna en Stickles, una tiendecita del pueblo que conserva el espíritu de antaño cuando los grandes almacenes tenían solo una planta y un par de dependientes.

Nico y Max, sus hermanos mayores, que han aterrizado en América con 7 y 9 años, respectivamente, están atareados pintando de blanco las paredes del garaje. Se empeñaron ellos: Papá, esto no podemos dejarlo así. Lo encontramos forrado con placas de escayola clavadas en las riostras de madera y cubiertas con vendas de papel marrón; nada especial; exactamente el aspecto que esperas que presente cualquier garaje. Al fin y al cabo se trataba de un cuarto que íbamos a utilizar, en principio, para colgar las herramientas, para guardar los cubos de basura y para que durmiera el Subaru de segunda mano que, como todo el mundo, compramos en Ruge’s. Pero mis hijos se dieron cuenta enseguida de que aquel habitáculo iba a formar parte de nuestra vida en un grado superior a lo sospechado y que, de alguna manera, había que integrarlo en la vivienda. Sucede que en los pueblos de Norteamérica se encuentra todo muy desperdigado. No existe buen transporte público y la gente vive a dos kilómetros, a tres, o a siete del supermercado, de la oficina de correos o de las iglesias que aquí, por cierto, las hay para elegir sin prisas: episcopal, luterana, baptista, católica y reformada. En el centro, lo que se llama el village, residen los menos. El terreno es más escaso y mucho menos asequible. Lo normal es inclinarse por un trozo de tierra más amplio y construir el sueño americano en el bosque, al borde de un lago, en la cima de una colina o mirando a la inmensidad del río. Sitios formidables en los que sin coche no eres nadie. Como resultado, un estudio reciente refleja que la quinta parte de los residentes tardan una media de cuarenta y cinco minutos en llegar a su lugar de trabajo. Por eso, entre otras consideraciones, se acelera el acceso a la conducción y a partir de los 15 ya ves a chavales al volante. A ver cómo, si no, iban los adolescentes a poder presentarse en clase, sacarse unos dólares echando una mano en algún trabajillo, llevar a la abuela de compras o acudir al cine con su pareja. Aquí el coche resulta tan necesario como las propias piernas. Imprescindible. De la casa se va y se viene normalmente en cuatro ruedas. A la casa se entra y se sale, la mayoría de las veces, por el garaje.

El habitáculo de los trastos funciona de salita de entrada y, por ello, Max y Nico convirtieron el nuestro en el único, posiblemente, con dos manos de pintura de todo el valle. Ignorábamos aún que en esta parte del planeta a todo el mundo le importaba un pito atravesar por el desorden de la leña, las bicicletas y la pala de la nieve. Enseguida aprenderíamos que a nuestros nuevos amigos les interesaba más el continente que el contenido; más el hecho de pasarlo bien con nosotros que el de quedar impresionados con el lugar.

Lo del pragmatismo norteamericano lo llevaba yo experimentando bastantes años con Sarah. Lo aprendí de golpe cuando nos mudamos juntos a un ático de la madrileña calle Jorge Juan. Nos encontrábamos con alguien que nos caía en gracia y yo estaba a punto de soltar la socorrida frase de a ver si terminamos de amueblar la casa y os invitamos un día, cuando ella me sorprendía diciéndoles: ¿por qué no os venís a cenar mañana? ¿Llevamos algo? Sí, tazas de café, que sólo tenemos dos. Y una silla. Al principio me resultaba raro, pero terminé por pillarle el punto y hacerme también adicto.

Ahora, en este valle del Hudson, he tardado poco en darme cuenta de que la visión práctica de la vida no es solamente una característica aislada de esa personalidad de mi mujer que tanto me fascina. El movimiento filosófico iniciado por Peirce y James a finales del siglo XIX, que buscaba las consecuencias prácticas del pensamiento y situaba el criterio de verdad en su eficacia para contribuir a la felicidad cotidiana, se encuentra ampliamente extendido en muchas manifestaciones de sus habitantes. Desde que llegamos llevábamos un ritmo casi diario de fiestas y cenas. Amigos de Sarah. Amigos de su hermano. Amigas de amigos de una amiga de Sarah. Amigos de un amigo que conocimos en casa de un amigo de una amiga de su hermano. Todos queriéndonos dar la bienvenida. Todos intentando suavizarnos el alunizaje. Ofrecían sus casas y su buena voluntad y, si el sueldo o el tiempo no les permitían el lujo de cocinar para doce, te pedían que aportases el postre, o que llevases tus salchichas o tus alitas de pollo para echarlas junto a las de los demás en la barbacoa, o que te presentases un poco antes para encargarte de aliñar las ensaladas. Y a disfrutar.

Nico me dice que si podemos comprar un futbolín. ¿Y eso? Los de la casa de enfrente acaban de sacar uno al jardín con un letrero de se vende. No son los únicos. Varios vecinos de la calle Parsonage han aprovechado el aluvión de gente que se dirige a ver los coches en la feria para montar sus rastrillos. Son las ventas de garaje. Yo creo que si se fletaran varios cargueros con destino al Caribe para llevar todo lo que la gente de Rhinebeck nunca utiliza y acumula en sus trasteros, Cuba se pondría al día de la noche a la mañana. La venta callejera se debe básicamente a dos fenómenos. Por un lado, me temo, de vez en cuando al personal le dan arrebatos de limpieza y deciden deshacerse de los mochos. A todo le ponen precio, aunque, por el viejo procedimiento del regateo, te lo regalan prácticamente con tal de que te lo lleves. De hecho, en algunas ocasiones les colocan directamente el cartelito de FREE, gratuito, para que desaparezca rápidamente. Lo cual no quiere decir que de vez en cuando algún listo intente aprovecharse del sistema. Dos calles más arriba, subiendo desde mi casa; o sea, a la izquierda según entras, o a la derecha si te pones en la puerta y miras hacia el centro del pueblo; quiero decir no al centro, centro, donde está el cruce, que queda más a la izquierda, sino apuntando hacia donde está el cine, más o menos; bueno, pues exactamente allí, lleva un televisor con el FREE puesto por lo menos dos semanas. Se conoce que los viandantes son amables, pero no gilipollas y que, dado el lamentable aspecto que presenta el aparato, nadie está dispuesto a ahorrarle al dueño por el morro el gasto del trapero. La segunda motivación tiene que ver con la gran movilidad que vertebra la vida social de los norteamericanos. La flexibilidad laboral hace que muchos cambien con frecuencia de trabajo y, por tanto, de ciudad o de estado. Cargan consigo lo imprescindible y al resto procuran darle salida. Lo venden y, con ese dinero, se lo vuelven a comprar en otro garage sale, probablemente a miles de kilómetros de distancia, en su próximo destino. Las madres limpian los cuartos cuando sus hijos se van a la universidad. Los universitarios venden sus pertenencias cuando abandonan el campus. Y las iglesias aceptan la donación de todo tipo de bienes para incorporarlos a los rastrillos que organizan para recaudar fondos. El mercado de segunda mano corre por Norteamérica como los litros de alcohol por las venas de Ramoncín. Me lo dejan en veinte dólares. ¿Tan barato? Me han pedido cincuenta pero les he dicho que sólo tengo veinte y me han dicho que vale. Pero, Nico... Ya tenemos futbolín.

Entro en casa. Sarah ha preparado una salsa mexicana y ha frito tortillas de maíz cortadas en piquitos. El aperitivo sienta de maravilla en compañía de una Heineken. Nos instalamos fuera. El jardín huele a hierba recién segada y me devuelve el recuerdo de cuando jugaba al rugby en los campos de la Universidad Complutense. Junto al patio de piedra azul, una roca natural de esta zona que parece pizarra pero es infinitamente más gruesa, hay una buddeia en flor. La llaman el arbusto de las mariposas debido a que sus flores de intenso color malva atraen con facilidad a los lepidópteros. Dos ejemplares tremendos (en América parece que todo está condenado a ser grande) revolotean con sus alas amarillas y anaranjadas. También hay un abejorro tan descomunal que parece más bien una larva de pingüino. Eso no es un abejorro. ¿Cómo que no? Como que no, fíjate bien. Es un abejorro de libro. Es un hummingbird[14]. ¿Un pájaro? Sí. ¡Me cago en la mar, pero si es un colibrí!

Nuestro jardín está en la parte de atrás. Normalmente las casas se construyen cerca de la acera, con poco terreno por delante y una zona asfaltada en el lateral que sirve para aparcar los coches o hace de camino para acceder al garaje. Es el lugar donde todos instalan la canasta de baloncesto. A la calle suele dar un porche cubierto, con unas mecedoras en las que sentarse cuando apetece ser sociable con los viandantes. Ahí es donde muchos cuelgan la bandera. Cuando pasa por delante alguien conocido se le saluda con un hola, hola que tal. Al revés que en la Calle Mayor de Bardem que, cada vez que se cruzaban los vecinos, aprovechaban para despedirse. Hasta luego. Vaya usted con Dios. Cosas que pasan. En España solemos entrar en silencio en un ascensor y abrir la boca al salir. Adiós. En los Estados Unidos dices algo al entrar, hi, y te bajas en silencio. Curiosidades sutiles sin mayor importancia, salvo que por culpa de ellas te sorprendas besando a tu suegro en los labios. Ocurrió la primera vez que nos conocimos. Para entenderlo en su contexto debo extenderme un poco en la teoría del espacio. No el cósmico de las estrellas, sino el espacio personal que aquí denominan room.

En Norteamérica te encuentras gente de todo tipo de raíces, comportamientos y culturas (si bien es cierto que algunas hay que buscarlas más que otras), pero la gran mayoría sigue un patrón exportado del norte de Europa y, en general, de las Islas Británicas. Esto hace que su forma de exteriorizar los sentimientos en público nos parezca a los mediterráneos bastante más estirada que la nuestra. En una conversación normal al estadounidense no le gusta que lo toques ni que le des golpecitos según hablas. La distancia que media entre interlocutores es también más amplia. Digamos que entre dos españoles que mantienen un diálogo de pie se crea un espacio en el que podría meterse otra persona y entre dos norteamericanos entran fácilmente un par de ellas. Necesitan room, su espacio vital, y se sienten incómodos si se lo invades. No es que sean antipáticos, no. Todo lo contrario. Son extremadamente amables y tienen un buen sentido del humor. Baste recordar que vienen de los ingleses y éstos son los únicos seres humanos que conozco que cuando se tropiezan con una mesa le piden perdón. Oh, sorry. Lo que ocurre es que no están muy acostumbrados a pegar abrazos y menos a que su yerno les dé dos besos. Ahora ya puedo.

Cuando conocí a mi suegro, Bud Howe, un hombretón corpulento que había jugado al fútbol americano en su juventud, él me tendió la mano sonriente. Yo, por aquellas fechas, el único inglés que dominaba eran algunas letras de James Taylor, and it don’t look like I’ll ever stop my wandering, y el estribillo de la canción de Gloria Gaynor, I will survive. Así que decidí aventurarme por la recomendación de la última, sobreviviré, y plantarle dos besos cariñosos para romper el hielo. ¿Cómo iba yo a suponer que los estadounidenses besaban de derecha a izquierda? ¿Por qué nadie había dejado escrito en los manuales de viaje que en este rincón del universo se dan los besos al revés? Yo me lancé a besar, como toda la vida se ha hecho, primero la mejilla izquierda y luego la opuesta. Él se dispuso a recibir los besos al contrario y nos encontramos en el punto medio. Menudo corte. Pasados los apuros me preguntó que si me gustaba el fútbol. Yo, como aún no sabía que a lo que jugaba el Real Madrid era al soccer, asentí convencido. Puso la televisión y me tragué los tres primeros cuartos de un partido entre los Dallas Cowboys y los New York Giants. Yo no sabía cuándo me tenía que emocionar ni cuándo ponerme nervioso. Él me iba explicando las reglas del juego y yo le decía que sí a todo.

El jardín, para buscar algo más de privacidad, suele abrirse en la parte de atrás, al amparo de las miradas de quienes transitan por la acera. Ahí es donde se coloca la barbacoa. No hay vallas y, entre las ramas de unos arces que se plantaron hace muchos años en las lindes y ya alcanzan los treinta metros, se transparentan los jardines y las siluetas de otras casas. No existen tapias que separen las parcelas porque cuando llegaron los pioneros se vivía con la amenaza permanente de los indios, de los coyotes, de los osos... No había policía ni ejército y tenían que ayudarse los unos a los otros. Se talaba una zona del bosque y se construían las casas sobre la explanada abierta. Así, mientras uno permanecía en su propiedad podía, de paso, echar un vistazo a la de los demás. En lugar de levantar tapias para protegerse de los enemigos peligrosos, se dejaban al descubierto para que éstos no pudieran acercarse a escondidas y, en caso de que se atreviesen a merodear, poder dar enseguida la voz de alarma.

Apuro la cerveza. Estamos entrando en el otoño. En el horizonte se recortan ya las bandadas de gansos que vuelan hacia el Sur. Sobre la tierra las polillas y los saltamontes comienzan a poner sus huevos. Las serpientes regresan a sus guaridas. Las ardillas acaparan las bellotas en las copas de los robles. El dogwood, primer árbol en cambiar de color, empieza a teñir sus hojas de rojo. Pronto se va a abrir la temporada de caza para los pavos salvajes que habitan en grupos reducidos en las zonas arboladas. Antes de que nos demos cuenta habrá que cambiar las mosquiteras de las ventanas. Son marcos de madera que se ajustan a los dinteles con palomillas: quitas los que llevan una malla metálica y colocas los que tienen un cristal. El aire llega más fresco. El sol no calienta con la misma intensidad. Las pandillas de niños que juegan en la calle entierran el bate de béisbol hasta la próxima temporada y rescatan el balón apepinado de fútbol. El tamaño imponente de los árboles y el hecho de que ningún ladrillo ponga límites a mi visión me sobrecoge y, por un momento, me da la impresión de que estamos viviendo en pleno parque del Retiro.