8
Marzo
Me despierta la voz agitada de Sarah. ¡Está ahí! ¡Guillermo, el tipo de las fotos está otra vez delante de casa! Tardo un poco en reaccionar. No soy de despertar fácil y encima anoche nos acostamos tarde hincándole el diente a un costillar de búfalo americano. En vista de la generosidad de Sunny, decidimos reservar parte de la carne para España y darle salida al resto con los amigos del pueblo. La preparación exquisita del lomo le correspondió a un alto cargo de la CIA. No los del espionaje, sino los del Instituto Culinario Americano que se encuentra a algunos kilómetros al sur de Rhinebeck, en el pueblo del presidente Roosevelt. Es un centro universitario impresionante en el que cualquier visitante que disfrute con la comida va a alcanzar un estado de felicidad próximo al orgasmo. Situado en un bello acantilado a la orilla del río, en el majestuoso edificio que antaño albergara un seminario de los jesuitas, CIA ofrece diplomaturas en Arte Culinario y en el Arte de Panadería y Pastelería. Cerca de tres mil nuevos estudiantes se ponen cada año a las órdenes de ciento treinta chefs. Los cocineros, que representan a un total de dieciséis países con gastronomías interesantes, imparten las clases y dirigen los cinco restaurantes abiertos al público en el campus. Las aulas se asemejan bastante al set televisivo de Arguiñano y las clases se pueden observar desde las cristaleras del pasillo. Cuando lo visitamos nosotros, impartían un seminario sobre vinos de Jerez y, en las cocinas, los alumnos preparaban pasteles de ruibarbo. Charlie Rascoll, el que asó en nuestra casa el bisonte, imparte cursos de cocina mediterránea. Ha estado en España en numerosas ocasiones y no se le escapa un ingrediente, ni la denominación de origen de un vino. ¿Has traído mi termómetro?, le preguntó inquieto a su mujer mientras le pegaba una ojeada al horno. Sí, claro. Cómo no. Debbie sabe que su marido no es el mismo sin un termómetro de medir la temperatura interna de la carne y lo lleva en el bolso, por si acaso, siempre que salen. Ser un buen chef es lo que tiene: nunca te libras de echar una mano en la cocina cuando vas a cenar a casa de algún amigo. Peor lo tienen los médicos, que también se ven obligados a trabajar gratis y a deshoras con el inconveniente de que luego no pueden comerse al paciente.
Mantequilla, me dijo, ése es el secreto. Charlie interpretaba la carne del bisonte como una pieza de caza, en lugar de darle al costillar el tratamiento de un lomo vacuno. La mantequilla hacía las veces de las tradicionales albardillas de panceta con las que se forran las piezas cobradas en el campo. Introdujo el pincho largo del termómetro metálico en el asado y la aguja roja se clavó en ciento treinta y cinco Fahrenheit. Perfecto, hay que procurar que la temperatura interna no pase de los cincuenta y siete grados centígrados. Olía de maravilla. La salsa la preparó a base de mezclar mantequilla con el jugo que había soltado el bisonte en la bandeja. Le añadió unas cebollas y la fue reduciendo a fuego lento en el quemador de la cocina. Charlie, ¿y si te olvidas el termómetro? El dedo, ¿no conoces el truco? Me pidió que le alargase la mano derecha y me cogió con la suya el índice. Deja el brazo suelto, hombre. Me llevó el dedo hasta la mejilla y apretó con él intermitentemente la carne de mi carrillo. Como si estuviese tocando con insistencia un timbre. ¿Lo notas?, éste es el tacto de la carne poco hecha. Luego repitió la operación en mi barbilla: un poco más dura, ¿verdad? Así es como la quieren quienes la piden al punto. Por último, presionó mi apéndice contra la punta de la nariz: definitivamente, muy hecha. En aquel momento no supe si me estaba tomando el pelo. Al escribir estas líneas puedo corroborar que el método resulta infalible; al menos lo fue con las hamburguesas y los chuletones que preparaba yo para la cena en la barbacoa del jardín.
¡El tipo de las fotos ha vuelto y está sacando otra vez la cámara! Corro escaleras abajo con el pijama de camuflaje que me han dejado los Reyes Magos en mi ausencia. Veo el coche aparcado en la acera de enfrente y la silueta del individuo asomándose a la ventanilla. Me hierve la sangre. Abro la puerta de la calle y salgo como un león herido hacia el vehículo. Mientras corro, agradezco al cielo protector que mi cultura no me haya acostumbrado a almacenar armamento en casa porque, en mi desesperada situación, quién sabe si hubiese sido capaz de protagonizar alguna tontería. Han pasado seis meses desde su primera misteriosa aparición y, desde entonces, he soñado con encararle y poderle conducir ante las autoridades. La primera voz de alarma la dieron nuestros hijos cuando Sarah y yo regresamos de dar un paseo a la perra. Nos dijeron que un señor había estado merodeando por el garaje en nuestra ausencia y sacando fotos desde la calle. ¿Quién era? No sabemos. ¿No le habéis preguntado qué quería? No nos ha dado tiempo, respondió Max. En cuanto me ha visto salir se ha metido a toda prisa en el coche y se ha marchado escopetado. Bueno, mi hijo mayor no utilizó exactamente la expresión salir escopetado para referirse a la huida apresurada del personaje. Lo que ocurre es que, como tuve que reprenderle y hacerle saber que ese tipo de expresiones no son propias de un muchacho que tiene un privilegiado acceso a la educación, he desistido de transcribir la frase literal aquí para no quebrar el ejemplo que un padre ha de mantener si quiere que la reprimenda filial sirva para algo. Y tampoco me ha parecido oportuno recurrir al eufemismo porque estaría falseando la realidad, ya que, aunque no suene mal, en la vida real nadie se marcha de ningún sitio echando hojas redondas y delgadas de pan ácimo.
A las pocas semanas del primer susto el espía fue avistado de nuevo. En esta ocasión fue localizado en el interior de un coche aparcado junto a la cuneta. Se trataba de un varón y estaba tomando fotografías con una cámara Polaroid. La información facilitada por Adriana, la amiga que estuvo cuidando unas horas a los niños, nos incitó a buscar explicaciones a un interrogante que empezaba a intrigarnos seriamente. A lo mejor no saca fotos de nuestra casa sino de la calle para acometer una obra de infraestructura. Tal vez se trate de un empleado del Ayuntamiento que quiere documentar los árboles centenarios que ha ido señalando con una cruz roja; ejemplares maravillosos que han de sufrir el cadalso de la sierra mecánica, ya que existe el peligro de que caigan encima de alguna casa y la unten contra el asfalto como un cuchillo que esparce mantequilla. Nada de eso. Cuando se produjo el tercer avistamiento quedó claro que el objetivo de la cámara iba dirigido a nuestro jardín, a nuestra casa y a sus habitantes. Se me pasó por la cabeza que podría tratarse de un periodista del corazón; algún freelance despistado que equivocadamente pensara que mi vida privada podría interesar en los círculos del cotilleo. No me cuadraba en absoluto pero, como la prensa rosa vivía en España una época dorada, pensé que ante la desproporcionada demanda de famosos, los SMC, el grupo de semiconocidos, podríamos haber pasado a engrosar el retén de complemento. Hasta que se produjo un nuevo encuentro en la tercera fase, ¿Dígame?, Papá ven a casa que ha vuelto a aparecer el tío raro, y descartamos esa posibilidad por razones obvias. Los paparazzi podrán resultar pesados, pero no suelen ser tan imbéciles como para perder su valioso tiempo sacando fotos digitales de la puerta de un garaje con una canasta de baloncesto desierta.
En el Ayuntamiento de Rhinebeck le confirmaron a Sarah que no se estaba realizando en la zona ninguna operación en la que pudiese encajar la actividad de documentación fotográfica del individuo descrito. Algunas veces, le explicaron, tomamos fotos de las propiedades para incluir las nuevas construcciones y recalcular los impuestos, pero en estos momentos no toca. Mi cabeza pasó entonces a contemplar el razonamiento siguiente en la lista de probabilidades y la preocupación se agudizó un par de vueltas más de tuerca. ¿Se trataría de un violento? En la empresa que acababa de dejar en Madrid, la Cadena SER, como en tantos otros medios de comunicación españoles, trabajaban un puñado de periodistas amenazados por los terroristas de ETA. Iñaki Gabilondo llegaba cada mañana al estudio de Hoy por hoy acompañado de un simpático guardaespaldas con el que nosotros bromeábamos en la redacción jugando a quitarle la pistola. Carlos Herrera recibió una caja de puros con explosivos dentro y tuvo que abandonar su puesto en Radio Nacional por unos meses. Y Jiménez Losantos nos había relatado en la sede de la desaparecida Antena 3 de Radio el susto de muerte que se llevó en su chalé de la sierra madrileña cuando se cayó accidentalmente la barra de una cortina y, debido al estruendo, se metió debajo de una mesa pensando que venían definitivamente a por él. En mi mundo profesional vivíamos rodeados de compañeros que habían tenido que acostumbrar sus vidas a la incómoda rutina de aguantar permanentemente la presencia de un agente policial. Por ello, cuando en los últimos meses de programa las críticas severas que vertimos en los micrófonos contra los intolerantes del entorno criminal coincidieron en el tiempo con un episodio extraño en las cercanías de mi vivienda, no pude evitar el cruce de ambas informaciones. Una mañana, al salir de madrugada camino de Gran Vía, 32, un coche se aproximó hacia mi portal y dio marcha atrás a gran velocidad. La intuición me llevó a pegar un brinco, volver a entrar y a cerrar tras de mí la puerta. Escuché un crujido de neumáticos y, al asomar de nuevo la cabeza, lo vi practicar un trompo al final de la calle y cruzar la avenida, saltándose un carril de dirección contraria, por encima de la mediana. Me dio tiempo a memorizar la matrícula. Comenté el incidente con el jefe de seguridad de la radio y su rostro me devolvió un gesto nada halagüeño. Durante varios días se presentó él personalmente a recogerme y practicamos toda esa parafernalia de cambiar de itinerarios y de esquivar los semáforos en rojo. Al cabo de una semana de incertidumbre se acercó a verme a mi mesa y me pegó un manotazo en la espalda. Se acabó. ¿De verdad? No tienes por qué preocuparte. Hemos localizado el coche. ¿Qué era? Nada, es otra historia. No tiene que ver con lo que sospechábamos. Posiblemente nunca había respirado más aliviado en mi vida. Sin embargo, ahora, considerando la irracionalidad del terrorismo, me cabía nuevamente la duda de si el misterioso fotógrafo planeaba una desagradable sorpresa para mi familia. Necesitaba con urgencia escuchar la voz de alguien sensato que me confirmase que yo estaba alucinando en colores, que me bajase a la realidad y me tranquilizase restándole importancia a la presencia del tercer hombre.
La ocasión se presentó en el transcurso de una cena con mis cuñados Joan y Bruce Howe. Tenemos un amigo que es del FBI y podéis comentárselo. Ah, estupendo, muchas gracias. Hablamos con él. ¿Tenéis hijos pequeños? Tres. Ajá. Se produjo un silencio destinado a la meditación en su lado de la mesa y a la desesperación creciente en el nuestro. Perdone, ¿por qué pregunta lo de los hijos? Pudiera ser el motivo. Quizás se trate de un pervertido que esté planeando un secuestro. ¡Aaaaaaah!
Por eso hoy, día 20 de marzo, fecha elegida por el presidente Bush para lanzar su coalición multilateral a una invasión de Irak que dejaría cientos de miles de víctimas y un caos político y económico sin precedentes en la zona del Golfo Pérsico, corro desesperadamente hacia el coche misterioso donde un hombre acaba de disparar el flash de su cámara Polaroid. Mi primera reacción, empotrado en mi pijama navideño de camuflaje, consiste en fijarme en la matrícula y el tipo de vehículo por si el sospechoso vuelve a emprender la huida. Llego jadeante hasta la ventanilla. El tipo está tomando notas en un cuaderno que le arranco de las manos. ¡Traiga eso! ¿Qué demonios está usted haciendo? ¡Ahora mismo voy a avisar a la Policía! Llámela, estoy en propiedad pública y puedo hacer las fotos que me venga en gana. Es la sexta vez que se presenta en mi casa y quiero saber ahora mismo qué es lo que se propone. Vale, pero no se ponga usted así, hombre, que lo veo muy alterado. Me fijo en el señor. Es un abuelito de ojos azules que me mira con cara de pánico, casi a punto de echarse a llorar. Me da la impresión de que estoy metiendo la pata hasta el fondo. Esto... Bueno, perdone los nervios pero... ¿me podría explicar qué es lo que está haciendo? Soy actuario. ¿Actuario? Sí, me gano unas perrillas trabajando para el banco. ¿Y eso? Su casa ha sido vendida en el último año y el banco me ha encargado un estudio para saber si los precios de venta de las viviendas en Rhinebeck coinciden con los precios reales del mercado. Tengo que sacar fotos, calcular metros cuadrados y establecer comparaciones. Ya... Me siento como Javier Krahe cuando fue a rondar a Marieta. Y yo en medio de la calle, con mi pijama bélico y mis pies descalzos introducidos en un charco de agua helada, como un gilipollas, madre, como un gilipo-o-llas.
Le pido disculpas y le pregunto si me puede dar su tarjeta de visita como comprobante del engorro. Se abre la chaqueta y, amablemente, extrae una de la cartera. Tenga, hombre y, una última cosa: ¿no le parece que a treinta y cuatro grados Fahrenheit (que son apenas dos en el termómetro que manejamos en España) debería usted utilizar calzado para evitar pillarse una pulmonía? ¿Eh?, sí, claro, gracias por el consejo. Burrum, burumm... Absurdo, como un pato en el Manzanares, observo cómo se aleja Kenneth, la terrible amenaza que ha planeado durante meses sobre la pacífica familia española con residencia temporal en la calle Parsonage, camino de una oficina bancaria.
Sarah y yo nos reímos aliviados por la inocencia del suceso. Ni paparazzi, ni mafiosos, ni pedófilos con mente retorcida. Adiós a los agobios. Hola al sentimiento de culpabilidad de haber estado a punto de causarle un derrame a un pobre señor que perfectamente podría actuar de Papá Noel en los almacenes Macy’s. Mientras me ducho pienso en cómo podría resarcirle del desagradable episodio. Me visto y, antes de pasar por la oficina a seguir escribiendo el guión de la película Cándida, me acerco a Samuel’s Café y compro una caja de bombones. Escribo una larga nota en la que le resumo la historia completa. Querido Kenneth, no sabe usted cómo lo siento. Termino invitándole a compartir un vinito con nosotros en casa cuando quiera y le mando el paquete desde la oficina de correos. Doce dólares de chocolate y tres de sellos. Ignoro si Kenneth le hincará el diente a los de almendra o tirará la caja a la basura pensando que quizás los bombones han sido envenenados con ántrax por un loco que va pisando charcos descalzo embutido en un disfraz de cazador.
Enciendo el ordenador. Tengo un montón de ideas desperdigadas en papeles sobre mi mesa de despacho de caoba maciza, con triple cajonera con llave. Me costó veinticinco euros en una nave de venta de muebles de segunda mano en Kingston y un crujido a la altura de la tercera vértebra lumbar al subirlo con Manoocher al segundo piso de la oficina inmobiliaria de Huck. Sigo pensando en Kenneth y no consigo concentrarme. Me lo imagino, a la inversa, incapaz de completar los cálculos de su labor de actuario por culpa del asalto sufrido a plena luz del día. Algo que el sistema tributario no se puede permitir. Los impuestos se cargan en proporción a un valor patrimonial que varía dependiendo de quién sea el propietario, de la utilización que éste haga del inmueble y del año en que el título cambió por última vez de manos. Los Kenneth del mundo deben permanecer alerta, mientras patrullan las calles Polaroid en mano. Ojo avizor. Ellos saben adónde tienen que mirar. Echa la ley, echa la trampa. Tan sólo con dejar crecer la hierba en una esquina del jardín y cosechar después un par de balas de heno, algún vecino avispado podría intentar convertir su terreno edificable en zona agrícola de especial protección para quedar exento de impuestos en la declaración de la renta. Riiiing. Kenneth, ¿es usted? No, es Sarah. Nos han invitado los Kufner a navegar sobre hielo, me dice. Date prisa. Stephanie te espera en el despacho de abogados que hay al lado de la tienda de bagels. Cógete la cámara, te van a dar un permiso para sacar fotos desde el puente. Okay, salgo volando.
En los primeros días de marzo el cauce del río Hudson amaneció congelado. Fundido en un sólido bloque de color blanco. Un disfraz de glaciar que ofrecía las mejores condiciones que se habían dado en los últimos veinte años para la práctica de la navegación sobre agua sólida. Éxito atribuible a un frío constante y sin precipitaciones que arruguen la superficie. Resultado: el llamado hielo negro, liso y transparente, al que la ausencia de viento ha privado de burbujas y borrones. Como el fondo de cristal de un barco que lleva a los turistas a admirar los arrecifes de coral en el Caribe, en algunas áreas del río y, sobre todo en los lagos y estanques de Rhinebeck, los patinadores pueden observar por debajo de sus pies a las aletargadas tortugas y a los peces que se desplazan con la lentitud propia de la hibernación. Los aficionados al deporte de la vela solicitaron a las autoridades que controlan la navegación fluvial que, por favor, no metiesen el rompehielos por la bahía de Rhinecliff. Se respetó la petición, se dejó inmaculada una pista amplísima de más de un kilómetro de ancho y abrieron un canal, pegado a la orilla de Kingston, para permitir el paso de los petroleros que suben hasta Albany. Una rayita ínfima en un horizonte macizo por el que hoy parece que nunca hubiera fluido el agua. Esto se asemeja al Polo Norte. Empezamos el año batiendo récords de temperaturas bajas. La friolera de cuarenta y cinco grados bajo cero. En Fahrenheit que, al cambio, suenan un poquito más escandalosos que los nuestros. De acuerdo pero, en casos tan extremos, al convertirlos a centígrados tampoco mejora ostensiblemente la cosa: ¡menos cuarenta y dos! ¿Qué decía? Fue portada en todos los periódicos. Se congelaron los cambios de agujas de las vías del tren y se paralizaron las conexiones con las ciudades de Nueva York y Jersey. Los fontaneros no daban abasto con el número de cañerías que saltaban, crack, como la piel de las castañas asadas, reventadas a causa de las heladas. Gravísimo problema porque, de ocurrir en un tramo de la vivienda que normalmente no se utilice (que es precisamente donde suele pasar porque el agua estancada es la primera en congelarse), el deshielo sorprende con unas goteras impresionantes que pueden arruinar el suelo o una pared de madera en cuestión de horas. Especialmente a los que no residen aquí permanentemente y van a reaccionar cuando sea demasiado tarde. Los de las casas de fin de semana o de verano, que haberlos, háylos, y los jubilados que se escapan seis meses al adosado de Florida. Recuerdo que en mi infancia en Madrid, cuando salíamos de casa los sábados por la mañana camino de la sierra de Guadarrama, la obsesión de mis padres residía en que el último en salir apagase el gas. ¿Habéis cerrado la espita, niños? En Nueva York ese mismo celo se transporta a las conducciones del agua. ¿Habéis vaciado las cañerías? Se cierra la llave de paso y se abre el grifo de la cota más baja hasta que en las tripas de hierro, de cobre, o de peuvecé no quede más que aire. Entonces se acaba el peligro porque el gas que respiramos, al contrario que el agua, se comprime con el frío inmenso. Lo digo sin base científica pero con conocimiento de causa porque me ha deshinchado el balón de baloncesto y ahora, cuando tiro a canasta en el garaje, se queda clavado en el suelo en lugar de regresar feliz dando botes en busca de su amo. Sufrimos unas temperaturas tan bajas que se han multiplicado los incendios. Los provocan las chimeneas secundarias cuyo tiro no había sido revisado en años y las sobrecargas en enchufes que no dan abasto con tanta estufa eléctrica enganchada a sus agujeros de patilla plana.
Llego al despacho de abogados que hay justo al lado de la tienda de bagels. El estómago suelta un rugido ante el olor a pan tostado que sale del local contiguo. Caigo en la cuenta de que, con la emoción de haber resuelto el caso del fotógrafo misterioso, se me ha pasado por alto desayunar. Bagels. Son panes inventados en el centro de Europa que se pasan por el agua hirviendo antes de introducirlos al horno. Tienen forma de rosquilla y son parte habitual de la dieta en ciudades con grandes núcleos de población judía, como Nueva York o Los Ángeles. Se encuentran de muchos tipos, con ajo, con semillas de sésamo, con pasas, y aquí los preparan como bocatas, rellenos de buenísimos embutidos italianos. Sin tostar a mí me resultan gomosos pero hay bastante gente que los prefiere así. ¿Existirá algo más neoyorquino que un domingo por la mañana sentado a la mesa de la cocina de casa, ojeando las infinitas secciones del New York Times con una taza de café con leche en la mano y, sobre el plato, un bagel bien tostado untado de queso Philadelphia? Lo dudo, salvo, en todo caso, que a esa misma descripción se le añada un plato de salmón ahumado con su limón, su cebollita, sus alcaparras y su huevo duro y un Bloody Mary bien cargadito con un troncho de apio que asoma por el vaso.
Stephanie Kufner me reconoce a través del escaparate y me hace un gesto para que pase dentro. Adiós a mi bagel de sopressatta de campo. No hay tiempo para degustaciones. Guten morgen. Tienes que firmar aquí, que nos vamos. Vale, genial, pero ¿adónde? Éste es mi abogado. Hola. Acaba de hacerte un papel en el que afirma que te conoce y que eres una persona de bien. Y muy limpia, añadí. Lo necesitas para que las autoridades del puente te autoricen como reportero a sacar fotos desde arriba. Yo voy contigo porque quiero sacar a algunos de mis chicos navegando. Gracias. Nos vamos. Pues vámonos.
Puente de Kingston-Rhinecliff, que en realidad enlaza la antigua capital de Nueva York con Rhinebeck, pero se quedó con el nombre del primitivo trayecto de ferri que unía ambas orillas algo más al sur. Dos kilómetros y medio de vigas de acero con doble carril de tráfico y arcenes que ocupan en total su anchura de doce metros. En el centro, donde la obra de ingeniería alcanza su altitud máxima, una bandera estadounidense preside los cuarenta y seis metros de caída libre que lo separan hasta tocar el Hudson. La bandera sirve para orientar a los conductores de arriba y a los navegantes de abajo de la velocidad y dirección del viento. La caída libre, tristemente, ha sido utilizada por un número significativo de personas para ponerle fin a su vida. Hans Boehm, uno de los seres más entusiastas que jamás he conocido, estuvo a punto de desaparecer entre las aguas al intentar evitar el salto de un amigo. Regresaba de su trabajo en el hospital de Kingston, donde atiende a pacientes de psiquiatría y, en medio de la noche, reconoció la silueta de quien comenzaba a escalar la barandilla. Paró su vehículo y le habló. Se aproximó a él. Trató de convencerlo para que se bajase. Nada. Le tendió la mano y su amigo aceptó el enganche. Pero ya se marchaba. Estaba decidido a arrojarse y no iba a permitir que un hombrecillo risueño, vestido con batín azul y zuecos blancos, le impidiese realizar el viaje. Él pegó un último impulso hacia arriba que Hans trató de contrarrestar hacia abajo sin éxito ninguno. Lo arrastraba, se lo llevaba con él. Nadie ni nada podía hacerle ya desistir de su empeño. Saltó al vacío y el enfermero Boehm lo dejó partir. La única alternativa posible hubiera consistido en realizar el vuelo juntos. Lloró sobre la barandilla del puente. Lloró en el coche. Y lloró Hans cuando tuvo que declamar en la oficina del sheriff un relato detallado de lo ocurrido.
Esta historia la escuché, emocionado, de sus propios labios en una fiesta que organizaron los Boehm en septiembre. Invitaron a un montón de gente a degustar las ostras que Hans había arrancado a las rocas de Cape Cod durante sus dos semanas de vacaciones. Procedían todas de la bahía de Wellfleet, un remanso pacífico dentro de las ya de por sí calmadas aguas del célebre cabo de Massachusetts. Lo habitual por aquellos pagos es entretenerse al amanecer y peinar la arena con grandes rastrillos en busca de las almejas gigantes. Sirven para elaborar la típica sopa clam chowder o para pasarlas al vapor y zampárselas con una socorrida salsa de mantequilla derretida, ajo y perejil. Pero a Hans, qué le vamos a hacer, lo que le fascinan son las ostras.
Aprovechando los bajos de la marea, se calza un guante de malla de acero y parte con su machete a despegar moluscos de los acantilados. Como se apelmazan en grandes manojos, la primera labor consiste en separarlas. Escoge las grandes y devuelve las pequeñas al agua para que sigan creciendo. Una tarea pesada y, sobre todo peligrosa, debido a que la cantidad de estrías que estos moluscos presentan en la concha vaticinan unas probabilidades de cortarse tremendas. Los franceses lo saben de sobra. Durante las Navidades, las urgencias médicas españolas se hartan de recibir individuos que se han sajado un dedo con el cuchillo de cortar jamón serrano; las francesas, en la misma proporción, atienden a los que se clavaron en la palma de la mano el cuchillo de abrir ostras. Un riesgo que en Cape Cod merece la pena cuando se da bien la jornada y se regresa con un centenar de ejemplares en la cesta. A Rhinebeck se trajo un bidón repleto de marisco y otros tantos a rebosar de agua de mar. El líquido salado lo congeló en el arcón que tiene en el garaje. Nada especial. Aquí mucha gente caza, así que necesitan congeladores industriales donde guardar el ciervo troceado, los pavos salvajes desplumados y, ya de paso, los botes de helado de vainilla y chocolate de tres kilos, las bolsas de panes para perritos, las bandejas de carne picada para hamburguesas, las pizzas, las empanadillas chinas, los paquetes de alitas de pollo, las latas de concentrado de limonada... y tantas otras cosas que, si se declarase en el valle el estado de emergencia, podrían todos comer de menú un par de meses.
Desde que dejó The Cape hasta el día de la fiesta, Hans se encargó de que las Wellfleet se sintieran como en casa. Les estuvo cambiando el agua diariamente a base de descongelar porciones de la que se trajo consigo envasada en los contenedores. Y llegó el gran día en que nos ofreció un banquete formidable. Instalado junto a un tronco de árbol que le servía de mostrador, no sé cuántos cientos pudo abrir con el machete afilado en la tienda de utensilios de cocina de su cuñado Richard. Otro loco de los deportes al aire libre. Las tres hermanas Curthoys habían coincidido en compartir sus vidas con hombres más enamorados del campo que las amapolas. Nola, la de la casita del lago de Cristal, había escogido a Tim, que no perdonaba ningún verano la travesía en canoa por los Adirondacks, acampando en montañas plagadas de osos pardos. Su hermana Tricia estaba casada con Richard al que, por poner un ejemplo descriptivo, en invierno le encantaba escalar cascadas congeladas con la única ayuda de un piolet en cada mano. Y Kathy convivía con Hans que, incapaz de parar quieto, se había confeccionado una funda mochila para cargar a la espalda tres palos de golf. Los básicos: una madera, un hierro y un pate. Madrugaba como el que más y se personaba a primera hora en el campo de Red Hook para ser el primero en tomar la salida. Se hacía los dieciocho hoyos, pero a la carrera. Siguiendo la trayectoria de la bola por el aire en tiempo real. Una manera de mantenerse en forma y de terminar el circuito en un tiempo razonable para poder llegar puntual al trabajo en Kingston.
Los amigos iban llegando a la fiesta con cuencos de ensalada y muslos de pollo que añadir a la barbacoa. Alimento justo y necesario pero incapaz de superar el sabor de aquellas ostras. Estaban igual de buenas solas, con el agüilla almacenada en la concha, que rociadas con unas gotas de limón o bañadas en una salsa roja picante. Tiernas, jugosas, cremosas y excelentes. Hans me notó tan entusiasta con la gastronomía que hizo un paréntesis en su tarea de abridor para mostrarme su huerta de tomates. Tienes que verlos, son una maravilla. La noche andaba algo fría y se divisaba con nitidez el planeta Marte en el cielo. Junto al garaje un grupo jugaba con una maza a ver quién introducía antes un clavo en un tarugo de madera. Las carcajadas explotaban de forma contagiosa. Son heirloom, me dijo. Parecen pimientos, le respondí. Pues son tomates. Huele. Sí que lo eran. Ya lo creo. Tomates como lo habían sido toda la vida, pálidos, deformes y olorosos, hasta que los manipuló genéticamente el hombre para convertirlos en redondos, colorados e insípidos. Los restaurantes de Rhinebeck pueden llegar a pagar cinco dólares por uno de éstos. Abrió un ejemplar. De aspecto rosita por fuera, su interior reveló un rojo sangre bien intenso. Para que no se los coman los ciervos, me confesó, compro por Internet pis de coyote y rocío con él la valla. De momento parece que funciona.
Me sentí fascinado por el descubrimiento. Le pregunté cómo conseguir unas semillas y cuándo consideraba él que sería la mejor época para plantarlas. Lo de las simientes no revestía el menor problema. Poniendo heirloom en el buscador, me dijo, te saldrán veinte direcciones donde poder encargarlas por correo. Hay que plantar el Día de los Presidentes. Es una regla del pulgar. ¿Una regla del pulgar? Una costumbre. Cosas que se hacen porque se hacen y punto. Antiguamente, en Inglaterra, el marido estaba autorizado a pegar a su esposa con una barra que no excediera en anchura a la del dedo pulgar. De ahí proviene la expresión. Estás de broma, ¿no? Bueno, yo qué sé, eso es lo que se dice.
Total, que yo me tomé al pie de la letra el consejo agrícola y el tercer lunes del mes de febrero, día en que con la disculpa de festejar los cumpleaños de Washington y Lincoln los estadounidenses se pillan un puente de aquí te espero, me dispuse a iniciarme en el mundo de la horticultura. A punto estuve de perder los dedos en el intento. El suelo estaba congelado hasta el magma y la azada rebotaba como si estuviese intentando penetrar en hormigón armado. Tuve que utilizar, literalmente, un punzón y un martillo para sacar astillas de tierra y abrir agujeritos en los que poder plantar mis tomates. Taparlos fue todo un poema. Aquello se parecía más a la labor de terminar un puzle, buscando trocitos congelados que encajasen en los agujeros creados por el cincel, que a la faena de la siembra que uno siempre imagina al sol y con sombrero de paja. Pero lo conseguí. O, para precisar un poco mejor, creí haberlo conseguido. Tardaría algunos meses en darme cuenta de que mi esfuerzo había resultado estéril. Hans se olvidó de que soy un animal de ciudad y obvió decirme que en el Día de los Presidentes se plantan las semillas, sí, pero en tarritos de plástico de Petit suisse y en la encimera de la cocina de casa. Lo de la tierra, por lo visto, viene después; cuando las matitas empiezan a hacerse hermosas y los primeros calores aconsejan su trasplante al huerto definitivo. Manolete, si no sabes torear, ¿pá qué te metes?
De Boehm conozco varias historias. Todas ellas narradas por él con la pasión de un alma capaz de emocionar a quienes la rodean. La más bella, sin duda, la ya relatada en este libro del abeto navideño. Pero ahora estoy en el puente de Kingston-Rhinecliff, inaugurado en 1959, y el Hans que me viene a la memoria es el de los ojos humedecidos por la frustración de no haber podido impedir que un ser humano se arrojase por la borda. La bandera ondea y mantiene la horizontalidad; señal de buenos presagios para los navegantes del río. Un empleado del peaje, un dólar cada vez que lo cruzas en dirección al este y gratis si lo pasas hacia la puesta del sol, nos ha conducido a Stephanie y a mí en su furgoneta hasta el centro. Ha aparcado en la cuneta y nos ha indicado que espera dentro del vehículo a que terminemos nuestra labor periodística. Por mí, no tengan ustedes prisa. Desde la altura los de allá abajo parecen hormiguitas. La panorámica del Hudson convertido en hielo es impresionante. Casi me apetece girar sobre mis pies con los brazos en alto y cantar The Sound Of Music. Como Julie Andrews en el comienzo de Sonrisas y lágrimas. ¡Eeeeh! Gerald Kufner agita su brazo a lo lejos en señal de saludo. Creo distinguir a Sarah, o más bien su ropa, porque va cubierta hasta las cejas para protegerse de los quince grados bajo cero, junto a una hoguera que alguien ha encendido en medio del cauce. Hace tanto frío que el fuego no consigue hacer ni un charco debajo de los leños.
Clic. Clic. Clic. Posiblemente es la última vez que le doy salida a mi Cannon convencional de carrete Kodak 400 de treinta y seis exposiciones. Clic. Clic. Allí están los catamaranes, desplazándose con la suavidad de un patinador sobre las grandes cuchillas instaladas en sus palas. Verdaderas reliquias históricas que salen de su escondrijo muy de vez en cuando. Stephanie me los señala. El Vixen, que perteneciera a John A. Roosevelt, el tío del presidente. El Rip Van Winkle, propiedad de la familia Livingston. La mayoría tiene más de cien años de antigüedad. Cruces de madera de caoba coronadas por las velas. Clic. Clic. Clic. Bueno, pues ya vale. Nos bajamos.
El acceso al río lo realizamos por la mansión de Rokeby, con permiso de su propietario, que cede el paso sin problemas a todo el que se lo solicita. Ricky es amigo de los Kufners y sigue habitando el gran caserón familiar, en parte, gracias al alquiler de los graneros que ha convertido en apartamentos para los estudiantes de la Universidad de Bard. Hace dos siglos Nueva York era el estado donde vivían casi todos los multimillonarios estadounidenses. Desde sus impresionantes fincas llegaban a la ciudad por el Hudson, a bordo de sus lujosos yates de madera noble, o bien enganchando al ferrocarril sus vagones privados en los apeaderos particulares de sus residencias. Eran otros tiempos y otras fortunas. Luego se tipificaron los impuestos y la mayoría de los propietarios terminaron vendiendo o cediendo las tierras al Estado. Estamos hablando, al margen del valor del inmueble, de cifras astronómicas de mantenimiento. Las casas son auténticos palacios que necesitan restauraciones constantes y los terrenos que ocupan pueden abarcar cientos de hectáreas. Solamente la factura de la máquina quitanieves para abrir paso desde la carretera a través del bosque puede sumar varios miles de euros mensuales. Cortar el césped en verano, otros tantos. Talar y podar cada árbol caído en una tormenta, un pico de dimensiones similares. Asfaltar el camino, deshollinar las numerosas chimeneas, reparar los daños del tejado que causan continuamente las ardillas, recoger en camiones las hojas caídas sobre la pradera en otoño, dragar el lago, rellenar los gigantescos tanques de gasóleo para calentar las estancias en invierno, pintar las fachadas cada dos o tres años, constituyen tan sólo un botón de muestra del desembolso constante que tienen que asumir quienes las habitan. Y eso sin contar que, cada vez que se te estropea un grifo, no puedes ir a Williams Lumber y comprar uno nuevo porque el tuyo es de época. Te lo tienen que hacer a medida. Se te rompe un picaporte: a medida. Tienes que cambiar un enchufe, te tienen que hacer una réplica histórica en porcelana. Así que, vete preparando pasta, si quieres vivir hoy en América un estilo de vida semejante al que llevaba la reina Isabel de Farnesio en el palacio de Riofrío.
Muchas mansiones han pasado ya a manos de las autoridades locales y se han convertido en lugares históricos abiertos al público. Es el caso de la residencia de los Vanderbilt, construida por los herederos del segundo hombre más rico en toda la historia de Estados Unidos, Cornelius el de Bilt, Holanda, cuyo volumen de fortuna únicamente ha conseguido superar hasta la fecha Rockefeller[21]. Lo que hoy se visita como museo, sirvió de casita de fin de semana a quienes disfrutaban de los ingentes beneficios generados por los ferris de vapor y el ferrocarril. Bajaban una semana al año a Hyde Park, a mediados de octubre, para admirar los colores del otoño en los árboles y regresaban de nuevo a su residencia de la Quinta Avenida. Eso era todo. En verano preferían su mansión en la playa de los Hamptons, al final de Long Island.
Algunos herederos actuales, incapaces de mantener económicamente el legado de sus ancestros, pero deseosos de conservar el patrimonio en la medida de lo posible en la familia, han ido soltando lastre. Venden la residencia principal con la mayor parte del terreno y se reservan las cocheras, la casa de servicio o el edificio de la lavandería para convertirlos en vivienda. Obras de arquitectura que, en cualquier caso, superan en belleza y tamaño a la mayoría de las casas modernas que podríamos denominar buenas. Hay también quienes han llegado a un acuerdo de donación con las autoridades, merced al cual se les permite utilizar los edificios en fechas señaladas para celebraciones familiares o, incluso, continuar habitando una zona acotada. Las que se encuentran aún en manos privadas han sido adquiridas por los brokers que se enriquecieron en la Bolsa al final de la década de 1990, los jovencitos que se forraron al inicio de la locura Internet y por estrellas del rock, del cine, de la fotografía o de la literatura. Gore Vidal, que durante muchos años ocupó una llamada Edgewater, Al filo del agua, afirmó en una entrevista a la prensa italiana que la peor decisión de su vida fue la de deshacerse de su precioso hogar en la orilla del Hudson. No me extraña. La mansión, que he tenido la suerte de poder visitar, tiene poco que envidiarle a Tara, la que el viento se llevó. Dentro, e iluminada por un lucernario, preside una biblioteca octagonal con techos de ocho metros de altura donde posiblemente Vidal reescribiera una y otra vez el guión definitivo de la película Ben-Hur. Fuera, un porche de dos pisos con seis enormes columnas dóricas de color blanco, rodeado de sauces llorones, se abre a una pradera que en cincuenta metros toca el río. Vidal la adquirió en 1946 por treinta y cinco mil dólares y la vendió por ciento veinticinco mil en 1969. Hoy Hacienda la tiene valorada en cuatro millones y, si se pusiese a la venta, probablemente las ofertas doblarían esa suma. En este lugar de ensueño, el propietario ofreció una fiesta a Hillary Clinton para recaudar fondos durante su primera campaña al Senado.
En Tívoli hay otra majestuosa que tiene colgado el cartel de se vende con una cifra millonaria. Como para salir de compras. Se venderá, me dice Huck. Seguramente por menos pero terminará vendiéndose. ¿Será por dinero? La belleza de este valle y la proximidad con la capital de los negocios atrae fortunas de medio mundo. Estos bosques esconden apellidos ilustres en otros pagos. Hay un Ferrari, un Soros, un Borbón... En la mencionada mansión estuvimos cenando hace poco, con motivo de la fiesta judía de Purim. A sus inquilinos, Steve y Linda, los conocimos al poco de llegar a América porque su hija pequeña, Grace, coincidía en la guardería con Julia. Steve Levin lleva media vida comprando casas de época deterioradas o con amenaza de ruina. Se instala a vivir en ellas con su familia, mientras se dedica con mimo a devolver a los edificios su aspecto original. Cuando lo consigue, vende y salta a la siguiente. Es el único amigo nómada que tengo. Empezó con propiedades pequeñas y, como lo hace francamente bien, en estos momentos mora como el capitán Haddok en un castillo que sólo en impuestos le debe de comer setenta mil dólares al año. Pronto se lo traspasará a una estrella de cine, buscará otro lugar increíble y nos volverá a invitar a cenar. Gracias a sus continuas mudanzas, como en un tablero real del Monopoly en el que sus amigos fuésemos las fichas, tenemos el privilegio de disfrutar de sitios insospechados. En esta finca se levantan un par de perlas salidas del tablero del mítico Stanford White, el famoso arquitecto que en la novela Ragtime caía asesinado por las balas de un marido celoso. Cocheras de marquetería en una vaguada hasta donde se acercan en manada los ciervos. Muy bonitos, pero no los quiere nadie. Se comen las flores y traen en el pelo la garrapata que contagia una enfermedad reumática maldita. En temporada de caza, la fotógrafa Annie Leibovitz, que es vecina, contrata a un campeón de tiro con arco para que los vaya eliminando discretamente y sin hacer ruido.
En la cena de Purim coincidimos con los Dorin, Jay y Lisa, y con Karen y su marido peruano, Carlos Valle. Conmemoramos el tiempo en que los judíos que habitaban Persia fueron salvados del exterminio. Una historia que recoge la Biblia en el Libro de Esther y que se lee en las sinagogas el decimocuarto día del mes de Adar, que cae un poco antes de la Pascua. Cada vez que la lectura menciona el nombre del malo de la película, Hamán, los fieles responden al rabino con abucheos, pataleos y el sonido desapacible de los dientes de las carracas que chocan contra las lengüetas de madera. Hamán. Buuuuuu. Jay me confiesa que él no se acuerda muy bien de la historia. Los judíos celebramos una fiesta cada quince días y es complicado seguir el cómputo, bromea. Cualquier disculpa para comer es bienvenida. Nos entusiasma comer. Cuando te levantas por la mañana te preguntan: ¿has practicado buen sexo?, pues, entonces, come. El sexo y la comida son las dos claves que sustentan a mi pueblo. Steve pide permiso para practicar su español. Conoce una palabra que aprendió de pequeño y quiere ver si la pronunciación es correcta. ¿A ver qué palabra? Al-bón-di-gas. No puedo creérmelo. Albóndigas, sí. Está muy bien dicho. Carlos, que es psiquiatra y, curiosamente, el jefe de Hans en el hospital de Kingston, ha traído una botella de Pisco y yo comento que me encanta el Sour. Estupendo, suelta Steve, pues te toca prepararlos, machote. ¿A mí? ¿Que prepare yo los Pisco Sour cuando lo más parecido a un cóctel de Chicote que he mezclado en mi vida ha sido un JB con Coca-Cola?
En la cocina giro el casco de la botella con disimulo y me percato de que trae las instrucciones en la etiqueta trasera. Pues nada, a seguirlas. Pisco Sour. Tres medidas de aguardiente peruana y dos de sirope de goma. Como no hay sirope lo improviso disolviendo dos cucharadas soperas de azúcar en un vaso lleno de agua. Una clara de huevo. Un puñado de cubitos de hielo y a la Turmix. Chraaaaas. Aparece la espumita blanca. Buena señal. A servir. Una delicia. ¿Steve, quieres probarlo? Al-bón-di-gas.
Con Karen, que tiene un sentido del humor finísimo, hablamos un rato sobre los matrimonios interculturales. Nos cuenta que su madre, una mujer menudita de la ciudad de Nueva York, ha terminado enterrada en un cementerio mormón porque su padre, aunque no era practicante, descendía de una familia de seguidores del profeta Smith. Del hombre que dijo que se le apareció un ángel al norte del estado de Nueva York y le entregó un libro escrito en antiguo egipcio y unas gafas especiales para que pudiera traducirlo. Las escrituras revelaron que el pueblo prometido de Israel había atravesado el Atlántico en piragua. Enfrentados en una lucha fratricida en el Nuevo Continente, los malos exterminaron a los buenos y Jehová, en castigo, convirtió a todos los supervivientes en indios y en negros. A finales de 1800, según relata el protagonista en el Libro del mormón, Dios le pidió personalmente a Smith, a través de su enviado especial el ángel Moroni, que se encargase de redimir al pueblo perdido y de hacerle retornar al redil. Con esas raíces, sumadas a las católicas de su marido y al agnosticismo de ambos, concluye Karen, lo más parecido a religión que hemos sido capaces de inculcarles a nuestros hijos en casa ha sido la historia del Conejo de Pascua.
La noche de Purim brillaba una inmensa luna en el cielo que convertía en tridimensionales las nubes azuladas y grisáceas del firmamento. Hacia él viajaban las columnas de humo de las tres chimeneas que calentaban los salones de la mansión a toda máquina. Lisa Henderling, la mujer de Jay, que es una ilustradora fuera de serie, apunta la idea sacada del periódico de que, gracias a los supertelescopios, los astrónomos habían empezado a viajar al pasado. Que en realidad no observaban los astros, sino la luz proyectada por éstos y que, si consiguieran localizar un haz que hubiese tardado cuatrocientos setenta millones de años en recorrer la distancia que lo separa desde su emisión hasta el telescopio, estarían observando el big bang en tiempo real. Sarah corrobora que lo ha leído y dicen que en Baltimore han conseguido una foto que está a un tiro de piedra de retratar el origen del universo. Qué cosas.
Sobre el mismo río helado que observamos aquella noche en la casa de los Levin, ahora a pleno sol, se vive un ambiente de happening. Varios jóvenes patinan sobre la superficie helada con una toalla que alzan en forma de vela con sus manos. Las rachas de viento los impulsan a unas velocidades que a mí me producen vértigo. Por lo visto llovió algo ayer. El agua se repartió uniforme por la superficie y niveló cada grumo y cada hueco. El frío de la noche ha alisado el suelo dejando unas condiciones idílicas para las cuchillas. En la orilla han aparcado decenas de coches con matrículas de Nueva Jersey. ¿Capital? Hartford. En el estado étnica y religiosamente más diverso de todo el país, en número de judíos solamente lo supera Nueva York, y en cantidad de musulmanes, Michigan; existe una enorme afición por la navegación sobre hielo. Y un pique tremendo con sus rivales eternos de este lado del río. Precisamente han venido a eso: a por la revancha. Los de Nueva Jersey quieren retar a los del Hudson Valley a una regata. A lo largo de la historia no han podido celebrarla más que en una ocasión y la victoria recayó entonces en la tripulación neoyorquina.
Este tipo de competiciones suelen celebrarse recorriendo cinco veces un triángulo equilátero marcado en el agua sólida. Cada lado ha de medir como mínimo una milla y dos de ellos han de encararse a favor del viento. Un barco de hielo de cuarenta pies admite seis o siete navegantes. En un día como el de hoy, la tripulación habría de tumbarse hacia fuera en la pala de barlovento para mantener el balance y tratar de reducir el rozamiento en el patín de sotavento. Aquí en el Hudson se circula bastante rápido. Un circuito de treinta y dos kilómetros trazado con un montón de curvas sobre el cauce del río se ha logrado terminar en menos de cuarenta y ocho minutos. El récord de velocidad, registrado en un tramo de una milla en un barco que ya venía lanzado, se ha fijado en ciento dieciséis kilómetros por hora. Se sabe, sin embargo, que los cacharros grandes pueden alcanzar, cuando sopla de verdad el aire, hasta los ciento setenta por hora.
Hay bastantes más embarcaciones de las que me esperaba. Grandotas de madera, de treinta a cincuenta pies, y pequeños catamaranes monoplaza construidos con fibra de vidrio. Los modernos miden cinco metros, llevan mástiles de diez pies y flotan bien en el agua, con lo cual pueden ser utilizados sin problemas sobre capas delgadas de hielo. Por el diseño se puede deducir la antigüedad del barco. Los más primitivos consistían en un cajón apoyado sobre tres patines. Los laterales clavados al cubo y el central libre para manejarlo como timón desde arriba con una caña. La vela fija. A partir de 1853 surgieron los formatos triangulares con aparejos para la vela mayor. El rey de entonces fue el Témpano que alcanzaba los veintiún metros de eslora y tensaba al viento cien metros cuadrados de lienzo. Quedan aún algunas reliquias navales de aquel tiempo traspasadas de generación en generación y guardadas con mimo en los enormes graneros de las granjas del valle.
Gerald Kufner me hace un gesto para que me acerque. Me invita a dar un paseo. Lo ayudo a empujar la embarcación para coger impulso y luego nos tumbamos completamente en la tabla de madera acolchada que va destinada al pasaje. Cuidado con la botavara, me advierte, no levantes la cabeza. Con la emoción y el agobio me coloco en una postura que no me permite visualizar bien el horizonte. Intento corregirla y, en efecto, la vara me pega un pescozón a la altura de las sienes. Ha sido sólo un roce. Ganamos velocidad. La madera cruje y tiembla como la nave Columbia en el despegue. Al tomar una curva hacemos el caballito y uno de los patines se levanta un metro sobre el hielo. A ver si volcamos. No. Gerald es un experto marino y con él me encuentro a salvo. Alcanzamos al Jack Frost, una preciosidad en madera tropical que perteneció al presidente de Estados Unidos. Media vuelta. Volamos. ¿Cómo de rápido estamos yendo? A unos cincuenta kilómetros por hora. ¿Sólo?, pues yo juraría que vamos a trescientos veinte. Paramos. Una gozada. Gerald se lleva ahora a Stephanie, que ha estado sacando fotos del momento histórico.
Me acerco a la hoguera. A lo lejos distingo a un par de tipos que cavan un agujero para plantar un árbol de Navidad. Se han traído hasta los adornos. Ya lo dijo Rafael el Gallo, hay gente pá tó. Junto al fuego me encuentro a Sarah, que ha montado también en el barco de los Kufner. Alucinante, ¿verdad? Increíble. Alguien nos ofrece tabaco y un chupito de una botella de brandy. ¿Galletas de chocolate? No, muchas gracias. Se va sumando más gente al corro. Tenemos la suerte de conocer a varios locos enamorados de este inusual deporte que practican, con una naturalidad pasmosa, los seres humanos nacidos entre los cuarenta y cinco y los cincuenta grados de latitud norte. Alguien me tapa desde atrás los ojos con las manos. Un día estupendo para dar un paseíto por el río con crampones en las botas, me dice. Oye, tú, ¿quién eres? Al-bón-di-gas.
Marzo representa en Rhinebeck el mes de la transición. Ha llovido sin parar durante varios días y el panorama ha cambiado por completo. Se ha roto el hielo y el Hudson avanza lento pero seguro como la lengua de un glaciar. Da la impresión de que es la tierra la que se mueve. Se dice de este mes que se presenta como un león y se marcha como un cordero. Pero no hay que confiarse. Con la llegada de los primeros deshielos uno siente que por fin deja el largo invierno atrás. Ayuda sobremanera a este convencimiento la aparición de tulipanes y narcisos en los huecos de hierba que se abren en los neveros. Y, de pronto, te pilla desprevenido una nueva tormenta de nieve. ¿Será posible? Sea como fuere, marzo es el mes más dulce del año en el valle porque la savia azucarada regresa al tronco de los arces y es tiempo de preparar el sirope. Los indígenas se percataron del fenómeno al observar que las ardillas lamían la corteza de los árboles. Tuvieron su mérito en adivinarlo porque, probada la savia tal cual sale del tronco, su sabor es asqueroso y de dulce no tiene un pelo.
La bondad de la cosecha de cada año la marcan las condiciones meteorológicas, ya que la combinación de noches gélidas y días templados es la causante de que la savia fluya. Hay que estar atento porque solamente lo hace generosamente unas cinco o seis veces y en un breve periodo de seis semanas. Si se ordeña el tronco demasiado pronto, no se obtendrá nada; si se intenta demasiado tarde, el líquido se habrá vuelto escaso y amargo y no servirá para confeccionar sirope. Los días de gloria empiezan cuando la temperatura nocturna sigue manteniéndose en niveles inferiores a los cuatro bajo cero y, sin embargo, a media mañana el sol consigue remontar el termómetro por encima de los seis grados centígrados. Si esto ocurre, las raíces pueden recoger agua del suelo y la presión que se origina en el tronco, en combinación con la fuerza de la gravedad, arrastra la savia por los agujeros que se hayan practicado en la corteza.
Los árboles no tienen un corazón, como el de los animales, que les bombee la sangre por el cuerpo. Por eso, la llegada de la savia por efecto de la capilaridad desde las raíces hasta las hojas de la copa, a veinte metros del suelo, constituye un milagro para el que todavía la ciencia no ha hallado respuestas convincentes. Se habla de tensión superficial, de la diferencia de presión entre la atmósfera y el suelo, del efecto de la respiración pero, lo cierto, es que nadie sabe cuál es el motor del sistema de vasos capilares que llevan la vida a las células de la planta. Lo que sí se ha identificado es el sistema circulatorio. Igual que en los seres humanos, los árboles tienen venas y arterias. El xilema se corresponde con los vasos encargados de que la savia bruta, cargada con los nutrientes recién absorbidos del suelo, viaje directamente desde los pelos de las raíces hasta las hojas. Y el floema consiste en los conductos que, partiendo de estas hojas, transportan la savia elaborada para ir alimentando, de acuerdo con las necesidades del momento, al resto de la planta. Las encargadas de poner en circulación al árbol son las hormonas del funcionamiento. Las auxinas, con funciones parecidas a nuestra hormona del crecimiento, son verdaderas centrales de acumulación de datos estadísticos que indican a los árboles cuándo ha llegado el momento de florecer. En la naturaleza no existen las cuatro estaciones. La vida se mueve según la temperatura ambiente, con independencia de lo marcado por Vivaldi en sus conciertos para violín y orquesta. Lo que ocurre es que las tablas de temperatura que manejan las auxinas suelen coincidir con las divisiones del calendario humano.
Con la llegada del frío el árbol se ve obligado a aminorar la maquinaria. Tiene que hacer una transición lenta previa al aletargamiento completo. Hibernación obligatoria, ya que el suelo helado impide mecánicamente el flujo de nutrientes al no dejar rendija alguna por donde pueda colarse el alimento. Transcurre el invierno y llegan los primeros signos de la primavera. El arranque se produce con gran precaución. Las auxinas cotejan la subida del termómetro exterior con la reglamentación de su protocolo. Un solo día de calor no les basta. Dos, tres seguidos ya es otra cosa. Si les sale una media de siete grados centígrados o superior le dan al starter. El acelerón es brutal. El árbol no las tiene todas consigo. Ignora si se va a seguir manteniendo una temperatura amable o si volverá de nuevo el frío. Por esa razón tiene que mandar gran cantidad de savia a sus hojas y dejarlas completamente saciadas; no vaya a ser que se produzca un retroceso brusco en el mercurio y la siguiente entrega de alimento hubiera de retrasarse días o incluso semanas.
De estos arranques explosivos, que se van produciendo hasta que el calor se estabiliza, se benefician centenares de familias en la costa este de Estados Unidos para elaborar el mejor sirope del mundo. El árbol lanza cantidad de savia y, además, de primera calidad. Pata negra. Como el aceite de oliva virgen de primera presión. Las noches bajo cero y los días en positivo engañan temporalmente a las auxinas. A mediodía se dicen, ya es hora de brotar, y de madrugada reflexionan y piensan que no deberían hacerlo aún. Los datos son confusos pero, como los consejos de administración de las empresas en momentos de crisis, se ven obligadas a adoptar decisiones. Y tiran por la calle de en medio. Lanzan grandes chorros de savia y aguardan unos días a ver qué pasa.
En este mes del deshielo, las temperaturas moderadas que superan por vez primera en varios meses la frontera de los cero grados consiguen que el terreno que ha permanecido congelado se esponje a gran velocidad. El agua de campo, retenida por el suelo, vuelve a estar a disposición de las plantas. Las raíces comienzan a absorber, disueltos en ella, los cationes, las sales y las sustancias que necesitan para producir vida. Reciben la orden de las auxinas y, en un esfuerzo máximo, iba a decir sobrehumano, mandan todo el alimento que son capaces de recolectar hasta las hojas. Cuando en seis semanas se estabilice el proceso, la savia va a fluir de un modo constante; en mucha menor cantidad y con unos niveles de calidad más bajos. Encima, a los arces el exceso de calor les amarga la sangre y en verano en Rhinebeck, creedme, si no te cobijas a la sombra, te achicharras.
Huck se toma la producción muy en serio. Es una excusa magnífica para pasar un buen rato al aire libre y para recibir las visitas de amigos y curiosos que se acercan a ver la elaboración del preciado oro líquido. La labor primordial a la que se ha encomendado durante los meses anteriores ha sido la de ir acumulando leña. Vamos a tener que quemar bastante durante el proceso de evaporación y, cada vez que algún conocido sufría la pérdida de un árbol en una tormenta, allá se presentaba mi cuñado dispuesto a llevarse los restos del siniestro con la furgoneta. Cada vez que se encontraba un leño o una rama seca en uno de los múltiples terrenos que visitaba por motivos de trabajo en su inmobiliaria, lo cargaba con alegría, o con disimulo, dependiendo de las circunstancias, en la trasera de su Nissan. La montaña de troncos que ahora se apilan frente a la cabaña en que vamos a desarrollar las operaciones bastaría para camuflar debajo un todo terreno con remolque. Este año, entre pitos y flautas, tenemos que perforar un centenar de árboles. La casa de mis suegros, antigua vivienda de una granja que lleva ya seis generaciones en la familia, está rodeada de arces centenarios que temporada tras temporada donan generosamente su sangre para la felicidad completa de los desayunos familiares. ¿Hay algo que pueda compararse a la sonrisa de un niño delante de un plato de tortitas con mantequilla y sirope casero? Lo dudo.
Buscamos arces que tengan un diámetro mínimo de veinticinco centímetros a la altura de nuestro pecho o, lo que viene a ser lo mismo, que hayan cumplido treinta años de vida. El objetivo es horadarles con un berbiquí manual, cargado con una broca del ocho, que se parece al confeccionado por el doctor Frankenstein para trepanar cráneos. Los árboles jóvenes admiten un agujero, los más veteranos dos o tres. Huck me alecciona. Demasiadas perforaciones en un ejemplar débil pueden ocasionarle la muerte. Pocas en uno frondoso constituyen un desperdicio. Nunca, me repite, coloques un caño en un agujero viejo y, tampoco, quiere estar seguro de que me he aprendido bien la lección, hagas una perforación demasiado cerca de otra antigua. Esto, al parecer, es como las inyecciones de los diabéticos, que hay que ir cambiando de lugar para darle vidilla a las venas. A un palmo aproximadamente del nudo que marca la herida del año pasado inicio mi primer taladro. ¡Coñe! Está mucho más duro de lo que me esperaba. Hay que apretar bastante. Me parece a mí que va a terminar la jornada con algún que otro callo en los dedos y varias ampollas en la palma de la mano de tanto empujar la herramienta. Espera. ¿Qué? Entra con la broca un poco inclinada hacia arriba para facilitar la caída de la savia.
Ya está. Unos tres o cuatro centímetros de conducto. Cojo el caño de acero y el martillo. Lo introduzco en el hueco y tac, tac, tac. Ale, estupendo. Del grifo cuelgo el cubo metálico y lo cubro con su tapa para que no le entren ni bichos ni todas esas porquerías que hay que barrer en los porches cuando uno vive en pleno campo. Así hasta agujerear casi toda la finca. No, ése no. ¿Ah, no? Mira para arriba y fíjate en las hojas secas que se han quedado pegadas a las ramas. ¿Y? Compáralas con la hoja de alguno de los que hemos hecho antes. Ah, pues no son iguales. Claro. Es un silver. Un arce, pero no azucarero. Los nuestros tienen las cinco puntas más redondeadas.
Cuando practicamos más de una perforación en algún tronco colgamos un único cubo en el caño más bajo. El resto de los agujeros se conectan a tubos de plástico transparente que caen hasta el interior del mismo recipiente. Con estos árboles hay que andar muy pendientes. Cuando fluye la savia hay que vaciarlos antes de que rebosen y se desparrame gran parte de la cosecha por el suelo. A un arce sano se le pueden sacar cuarenta litros por cada perforación. O sea, que todas las mañanas antes de pasar por la oficina, a la hora de la comida y por las tardes antes de regresar a casa nos damos un garbeo para ver cómo marcha la recolecta. Cubo que encontramos lleno, cubo que vaciamos en unos bidones de plástico cargados en la furgoneta y que luego transportamos hasta el depósito de la cabaña. No conviene dejar savia en los cubos de los troncos por la noche porque la parte que se congela pierde sus propiedades y hay que desecharla.
Recogidos varios cientos de litros empieza el proceso de producción. A él se suma John Corcoran, amigo de la familia desde hace muchos años, que ha ayudado a montar el quemador y se encarga de las tareas de cocción. ¿No te has traído el gorro con orejeras para cazar zorros de tu abuelo? No, muy gracioso. Pues te sentaba bastante bien. John tiene que vigilar constantemente la temperatura del líquido porque visualmente no hay manera de saber cuándo se ha convertido en sirope. El característico tono ámbar lo coge al enfriarse pero, mientras permanece en el hervidor, conserva el color paliducho de un agua turbia. La física dicta que estará listo para embotellarse cuando alcance siete grados Fahrenheit por encima del punto de ebullición. Si John lo deja más tiempo terminará convirtiéndose en azúcar. Si lo saca demasiado pronto obtendremos un líquido bastante insípido. A medio camino sale la crema de arce: una melaza con la consistencia de la mantequilla de cacahuete.
El hecho de realizar la operación al aire libre, en la cabaña, obedece a que se necesita una llama muy generosa para alcanzar altas temperaturas. La savia viaja por una cañería desde el depósito exterior hasta una enorme sartén metálica que se calienta por debajo con fuego de leña. El recipiente se halla dividido, como un laberinto, por paredes que canalizan el líquido en un recorrido concéntrico que termina en un grifo. En el tramo final es donde John mide escrupulosamente la temperatura y va liberando el sirope a medida que el mercurio alcanza la raya deseada. Fuera, por turnos, vamos reduciendo los troncos a un tamaño razonable que quepa en la boca del horno. Aquí el manejo del hacha se le da bien a todo el mundo. El más tonto ha tenido que cortar leña sesenta veces. Yo tengo que aprender a coger el mango por su sitio, a calcular la distancia y a rentabilizar el impacto para no perder las fuerzas a la tercera embestida. Al segundo día ya le tengo pillado el punto y me lo tomo como un ejercicio divertido y saludable. Resulta evidente que el gimnasio es una invención del hombre urbano. En el mundo rural, que no se para quieto, debieron de inventarse los sofás seguramente. La madera del fresno se abre como un libro. La acacia cuesta algo más y el olmo, como te pille un nudo de por medio, no hay ser humano que consiga astillarlo. Teniendo en cuenta que para obtener un litro de sirope necesitamos hervir cuarenta de savia y evaporar treinta y nueve, la frase más pronunciada coincide con la célebre de Groucho Marx: ¡Más madera!
A ver ese olmo. John lo estudia. Lo coloca en el suelo. Le vuelve a dedicar una miradita. ¡Zas! Un golpe limpio de hacha y le abre en dos las tripas. Ni nudos ni leches. John Corcoran está acostumbrado a trabajar con herramientas pesadas y a manipular, cortar, serrar, machacar grandes piezas de hierro. Es escultor. Creador de esculturas prácticas. Le gusta que su obra se use y por eso hace sillas, mesas, relojes, percheros. El arte conceptual me viene grande, me dijo una mañana de diciembre que viajábamos a Nueva York en su Volvo destartalado. ¿Y eso? Prefiero que mis cosas tengan una conexión directa con la gente. Que te puedas sentar en ellas. Que puedas discutir con tu marido encima de ellas. Pero siguen siendo esculturas. ¿Paramos a por un café? Paramos. Salí y me fijé en las ruedas traseras. Instintivamente le di una patadita a los neumáticos. ¿Tú crees que va a aguantar este bicho? Sí, hombre.
El motivo por el que la ranchera alcanzó el World Financial Center jadeante fueron las tres placas macizas de acero de ciento veinticinco kilos cada una que tuvimos que cargar en medio de una nevada en el maletero. A las seis de la mañana recogimos el material en un taller de Kingston que parecía un decorado del musical Oliver Twist. Luego buscamos a Jonah, su ayudante, y nos pusimos en camino. El Wall Street Journal había elegido un diseño de John para erigir el monumento a la memoria de Daniel Pearl, el corresponsal de su redacción secuestrado y asesinado en Pakistán. Y John se lo tomó en serio. Colgó en la pared de su estudio de Tívoli la foto de Danny para que lo inspirase. Y, mientras dibujaba con el lápiz, levantaba la vista hacia ese virtuoso del violín que hablaba cinco idiomas, entre ellos el farsi, el hindi y el español, e irradiaba vitalidad. Luego John se decidió por colgar también el retrato de su padre. Del Corcoran original al que nunca conoció. El fotógrafo de la revista Science Illustrated que perdió la vida en un accidente de tráfico cuando él todavía permanecía en el vientre de su madre. Y, fruto de la nostalgia, le salieron aquellas tres sólidas placas que proyectan luz con fibra óptica sobre inscripciones en la pared. John decía que el acero, al tocarlo, tócalo, ya verás, transmitía fuerza y tristeza. Y que la luz servía para aliviar la pena.
Subimos el material hasta la novena del edificio de Liberty Street, donde está la redacción del Wall Street Journal, y nos pusimos a colocarlas. No encajaban en su sitio porque el suelo estaba desigual y las medidas no coincidían. Pues coincidieron a base de mazo. Con dificultad, pero terminaron encajando. Al final de una jornada intensa bajamos a la calle a echar un cigarrito. Nueve pisos, dos controles de seguridad, un frío de perros. No compensó en absoluto. No me extraña que nadie fume en Nueva York. Ha quedado muy chula. ¿De verdad te gusta? Claro. A Robert Frank, compañero de Pearl en el periódico, le pregunté por Daniel. Nunca se olvidaba de que detrás de las noticias había seres humanos, me dijo. Espero que su memoria nos sirva de aliciente para venir a trabajar aquí cada mañana.
Ciento cuatro grados centígrados. Listo. Al final del serpentín de la sartén la savia ha alcanzado la temperatura que indica una concentración de azúcar del 66 por ciento. Lo óptimo. Lo soñado. John abre el grifo y deja caer un chorro sobre el filtro de papel que va a eliminar los elementos minerales antes de pasar a los bidones. Enseguida baja el mercurio del termómetro, el líquido que viene empujando detrás está menos caliente, así que vuelve a cerrar el paso. De vez en cuando el hervor produce una gran espumareda que amenaza con rebosar la sartén e inundar la cabaña. John utiliza un viejo truco. Una gotita de leche y la savia revoltosa vuelve a la calma.
Los niños vienen a visitarnos después del cole. Recogemos nieve con un cazo y vertemos sobre ella un chorrito de sirope. Se convierte en granizado. A todos les encanta. Julia y Phoebe, la hija de John, exigen otra ronda. Unos amigos se personan con una botella de vodka. Para que el trabajo se os haga más llevadero, chicos. Estupendo. También lo probamos con sirope. Mmmmm.
Pasadas las semanas de cosecha y los cuatro o cinco días intermitentes en el calendario dedicados a la cocción, llega el momento del embotellamiento. Hemos recogido siete mil litros de savia que, divididos por cuarenta, arrojan una producción de ciento setenta y seis litros de sirope. Cosecha que ahora hay que ir metiendo en botellitas de cristal de trescientos cincuenta centímetros cúbicos. Menos mal que me he traído los guantes. Lo primero es calentarlo, con ayuda de un tanque de propano, para matar las bacterias. El calor va a conseguir que el cartoncito que hay debajo del tapón de rosca metálico se adhiera a la boca de cristal y la deje herméticamente sellada. En la despensa dura un año. Encima de la mesa del desayuno, si te descuidas, apenas unos minutos. Pero, chico, que te has puesto una piscina en el plato... Es que me encanta, papá.