6
Enero
En Norteamérica el trofeo de caza es un game. Un gran juego de estrategia que cuenta con infinidad de seguidores. El presidente Theodore Roosevelt lo practicó toda su vida. Dejó constancia de ello en numerosos libros que hoy se custodian en la biblioteca del Congreso. También dejó una frase para la posteridad que preside el vestíbulo del Museo de Historia Natural de Nueva York. «Una nación digna entrega a la generación futura su naturaleza engrandecida, no esquilmada de valor». O algo así. Roosevelt fue el primer hombre de estado en darse cuenta de que a ese juego de la caza debían de imponérsele unas reglas. De no actuar con premura, los únicos animales que iban a quedar circulando por el territorio de la Unión serían los ositos de peluche que, por cierto, habían adoptado su nombre: Teddy bear.
En el transcurso de una cacería en Misisipí, el vigésimo sexto presidente estadounidense se negó a dispararle a un oso indefenso, al que habían amarrado previamente a un árbol para facilitarle el tiro, por considerarlo propio de una conducta indecorosa. El indulto se convirtió en una viñeta del Washington Post en la que el mamífero aparecía dibujado como un alegre cachorro. Mientras la anécdota circulaba de boca en boca, un tendero de Brooklyn reprodujo el osezno en felpa y lo colocó a la venta en su escaparate con un cartel que decía: «El osito de Teddy». Cuatro años más tarde, en 1906, no había una sola mujer o un niño que no acudiesen a todas sus citas con su Teddy bear del brazo. El mismísimo Roosevelt, consciente de la enorme popularidad del peluche, para la campaña de reelección se fotografió con un ejemplar en el despacho oval de la Casa Blanca.
No sería el último presidente en prestarle su apodo a un objeto. En España vivimos una experiencia similar tras la visita oficial de Ike Eisenhower en 1959. La camisa de tergal que vestía el general, de un blanco reluciente, sin una arruga y con un cuello impecable, causó en la población un tremendo impacto. Una fábrica gijonesa decidió copiarla y la comercializó en la década de 1960 con el apodo del norteamericano que dirigió las operaciones militares durante la Segunda Guerra Mundial: camisas Ike. Y qué camisas.
Lamentablemente la conciencia ecológica que inició Roosevelt durante su mandato, llegaba demasiado tarde para algunos animales. Era el caso de los búfalos norteamericanos, primos hermanos de los legendarios bisontes de Altamira, que habían quedado oficialmente extinguidos de las grandes praderas. Un tal Hornaday, que fuera jefe de taxidermistas en otro gran museo, el Smithsonian de Washington, describió con gran detalle en sus memorias de 1889 la incapacidad de los políticos para proteger a este animal del exterminio. Andaba yo enfrascado en la lectura de este documento, con el fin de buscar conexiones entre la cultura de los indios y las teorías de atletismo de John Raucci, cuando tocaron a la puerta de mi oficina. ¿Huck? No es aquí, es en la puerta de al lado. En el despacho grande. No lo veo, ¿puedes dejarle un recado? Me levanté y fui a saludarlo. Guillermo, su cuñado, ¿cómo estás? Me encontré a un individuo sonriente aguantando una caja grande en sus brazos. Sony, le entendí. ¿Qué traes, un vídeo? Me llamo Sunny, me dijo, y traigo carne de búfalo. Casi me trago el chicle. ¿Carne de qué? De búfalo, como en las películas del Oeste. Pero ¿de dónde la has sacado? De mi rancho en Tejas. Vamos a cocinarla esta noche en casa de Huck. ¿Te quieres apuntar? Sí, se lo diré a Sarah pero, pero, pero... ¿Pasa algo? No, nada, que..., con este tipo de carne, a ver qué vino llevamos.
Recuerdo que en una ocasión un amigo gay me confesó el amor que sentía hacia su novio en unos términos que me cautivaron: Estamos deseando casarnos y tener un perro. Aquella declaración de intenciones cobraba en ese momento para mí más sentido que nunca, sentado a la mesa con Sarah, Huck, Sunny y otro par de comensales.
Una pareja muy simpática con la que habíamos coincidido ya en alguna otra cena. Uno de ellos trabajaba como decorador de apartamentos de lujo en Manhattan. Por lo visto tenía un gusto exquisito y se lo rifaban los tops y las celebrities. Sólo existe una manera de tratar con ellos. Una vez que aceptan mis servicios tienen que entregarme las llaves y largarse. Salir de casa y no volver a pisarla hasta que yo haya terminado. Dure lo que dure; si no, no hay forma. El otro, de origen cubano, era un apasionado de los libros. Defendía que las bibliotecas constituían el mejor patrimonio para mantener la libertad de un pueblo y era un benefactor entusiasta de la de Nueva York. Habló con pasión de los manuscritos de García Lorca que se conservan en sus archivos y me animó a que me acercase a echarles un ojo. Seguro que a ti te dejan verlos. Seguro, le dije.
Al final nos decidimos por llevar un Ribera del Duero, que tiene buen cuerpo y nos pareció que pegaría para acompañar a un filete de los Picapiedra. El interiorista bebió un trago y dejó caer un suspiro. Tenía en su regazo a un chiguagua al que observaba con ternura. Lo habían bautizado Francisco José, por Pancho Villa, y se referían a él como lo que era: su hijito del alma. Pobrecillo, tiene que pasar por el quirófano. ¿Qué le pasa? De todo. Le falla una rodilla y van a operarle. Le van a quitar dos molares y ya aprovechan para subirle un poco la piel de los carrillos. ¿No ves qué feo está el pobre, que se le cae la cara? Y el cubano, acariciándolo: es un glotón. Un caso. Ya lo hemos pillado varias veces comiéndose la fuente del caviar o de los patés. Sonó el timbre del avisador de la cocina. ¡La carne está lista! Habemus búfalo. Adiós a los perros y demás razas inferiores del mundo animal. Entrábamos en el territorio del rey de la selva, del tótem sagrado en el imaginario de los indios.
Sunny, el tejano que había sido compañero de Huck en la Universidad de Georgetown, contó que había venido a Rhinebeck a hacer un curso de chamanismo. A convertirse en chamán, del idioma tungu de Siberia, schaman, o persona con capacidad de modificar la realidad o la percepción colectiva de ésta. Gente que desarrolla la facultad de curar, de comunicarse con los espíritus y de presentar habilidades visionarias y adivinatorias. Guiñé un ojo a Pancho José y le susurré a mi mujer: ¿No te da la impresión de que aquí están pasando demasiadas cosas en poco tiempo? ¿Necesitas tú también algo más de vino?
Instituto Omega, campus de Rhinebeck, treinta años dedicado a los estudios holísticos. A cursos de espiritualidad, yoga, meditación y análisis de la relación entre el todo y las partes. Tirando hacia el sur por la carretera 9G, hay que girar a la izquierda en la calle Slate Quarry, donde estaban las antiguas canteras de pizarra, avanzar cuatro millas y trescientas yardas y girar a la derecha en Centre Road. Te lo encuentras. Setenta y nueve hectáreas de colinas y bosques en torno a un lago. Huertas, jardines, herbolarios, pistas de baloncesto, tenis y voleibol. Senderismo, cafeterías y tiendas. Música, libros y ropa de importación que, algún malintencionado, podría interpretar como venta de disfraces. Masajes, tratamientos faciales, consultas y terapias sobre salud y nutrición. Cabañas para retiros. Natación, barcas y canoas en el lago. Especialidad en comidas vegetarianas.
Ahora acaba de finalizar un curso sobre cómo perder el miedo, impartido por personalidades que tratan de inspirar con su coraje a los asistentes. Mia Farrow, la de Hannah y sus hermanas, la embajadora de Unicef, ha sido una de los ponentes. Pero entonces, cuando celebrábamos la cena en casa de Huck, las lecciones discurrían por los tres niveles que la concepción Andina le otorgaba al hombre: el Hanan Pacha o espiritual, el Cay Pacha o mundanal y el Ucu Pacha, o nivel del Ego. Y Sunny, en silencio, tomaba notas.
El Gran Espíritu es como una botella de agua que un día dejó escapar unas gotas. Las gotas somos nosotros y debemos de regresar al gran océano de la vida para refundirnos de nuevo en él. Somos antenas cósmicas y el ego nos impide recibir la información espiritual y difundirla. Jesucristo y Buda fueron capaces de entender que nuestro espíritu es una chispa ígnea del Fuego Mayor y regresaron a él. Entendieron que el mundo se mueve por energías: las que sanan y las que enferman. Que percibir el aura es una cuestión ordinaria. Y Hugh A. Fitzimons tercero, Sunny, venga a coger apuntes. Lo movían razones poderosas que yo tardaría en entender.
La carne resultó tierna y deliciosa. Consistió en un lomo horneado a temperatura baja con un chorro de aceite y un par de dientes de ajo. Huck preparó una guarnición de zanahorias enanas cocinadas en ron añejo y luego salteadas con sirope de arce para que quedasen caramelizadas. Pero ¿esto es un bisonte de verdad? Auténtico búfalo alimentado solamente a base de la hierba que crece en el rancho. O sea, que tienes un rancho. Heredé un trozo de tierra de mi abuelo y me decidí a sacar las vacas y a probar con los bisontes. Lo dijo tan normal, tan inocente. Ale, como el que va a la pajarería a por unos hámsteres. Por favor, póngame un cucurucho de bisontes. Lo miré confuso. ¿Y qué tal va la cosa? Ahí vamos, de momento hemos conseguido que el gobierno de Tejas le devuelva el estatus de animal salvaje. Era un asunto de honor. Permaneció largos años catalogado como especie en extinción y, una vez que empezó a recuperarse, la administración lo metió en el saco indefinido de los animales exóticos. No era justo. El bisonte es oriundo de esta tierra y se merece la clasificación de especie salvaje en libertad.
Bisontes de nuevo en el legendario Oeste. Habían pasado ciento veinticinco años desde que la última manada recorriera las grandes praderas y me asombraba que estos herbívoros de novecientos kilos hubieran podido reinsertarse dentro del mito de la vieja frontera. Antes de que el explorador francés LaSalle los confundiera con los bovinos africanos y les colgara el sambenito de búfalos, se calcula que en Norteamérica vivían entre sesenta y setenta y cinco millones de bisontes. Constituyeron la base del alimento físico y espiritual de los hombres de Cochís, Caballo Loco, Jerónimo, Nube Roja o Toro Sentado. Los indígenas les daban caza en emboscadas o haciéndoles correr hasta barrancos por los que el empuje de la propia manada les hacía caer despeñados. Hasta que en 1866, finalizada la guerra civil, las masas avanzaron hacia el interior siguiendo al ferrocarril. En tan sólo un año y medio, el famoso Búfalo Bill mató cuatro mil cabezas para alimentar a los trabajadores de la línea Kansas-Pacífico. Disparar bisontes desde las ventanillas del tren se convirtió en el pasatiempo nacional. Caían como chinches pero nadie sabía cómo sacar provecho de tan fácil presa. Se aprovechaban las lenguas, que encurtidas en vinagre se consideraban una exquisitez gastronómica, y las escasas pieles que se exportaban a Europa y compraban los aristócratas de Inglaterra y Rusia para usarlas de cobijas en sus coches de caballos. Las praderas quedaron sembradas de cadáveres reclamados únicamente por las aves carroñeras. La revolución industrial cambió las tornas. Las máquinas necesitaban cada vez más correas para sus motores y la producción de cuero en Argentina no daba abasto. Alguien certificó que la piel de bisonte resultaba más elástica que la de vaca y los miles de desheredados de la contienda, con fusil y sin trabajo, se pusieron a tumbar una media de quince animales al día para obtener tres dólares por pellejo. En el año 1884 ya no quedaban bisontes.
Se salvaron apenas un puñado de vaquillas. El señor Goodnight, reunió trece animales en su finca de Tejas, un tal Dupree salvó a cincuenta en su rancho de Dakota del Sur y Samuel Coyote Caminante, de la tribu Pend D’óreille, rescató del territorio de los pies negros a los ocho animales que dieron origen a las manadas que hoy pueblan el parque de Yellowstone. Sí, donde vive el oso Yogui. Resulta que el guerrero se enamoró locamente de una pies negros y decidió llevársela a su poblado. Pero, como estaba casado e intuyó que el recibimiento no le iba a ser propicio, tomó prestados unos bisontes y los llevó como obsequio para apaciguar las iras de su esposa y de los jesuitas que controlaban su reserva. Los bisontes rescatados, que hasta la fecha habían permanecido recluidos en zoológicos o en espacios protegidos, se empezaban a trasvasar ahora a los ranchos, al ceder la vieja generación de vaqueros las riendas a unos hijos educados en la universidad y con miras diferentes.
Cuando en 1998 Sunny heredó las seis mil hectáreas del Shape Ranch, no albergó ninguna duda: abriría el espacio a sus antiguos pobladores. La existencia de la vaca en Tejas es un hecho accidental de tres siglos de duración si se compara con el millón de años que ha poblado el bisonte el mismo territorio. El búfalo americano forma parte del paisaje y ha evolucionado al mismo tiempo que su vegetación, a la que respeta, puesto que de ella depende. La vaca es ajena a esta información y utiliza el campo como un niño caprichoso ante una caja de galletas surtidas Cuétara. Engulle los brotes más exquisitos y deja intactas las malas hierbas. Degrada la pradera, se amodorra en una zona y no para hasta esquilmarla. El bisonte se mueve con la rapidez del antílope y realiza una poda equilibrada. Cuando se reinserta esta especie, los pájaros, que necesitan hierbas altas para anidar a escondidas de los predadores, pueden retornar también. Y, cuando regresan las aves, vuelven a merodear los zorros. Se restablece el círculo de la vida. ¿Parece fácil de entender, verdad?, pregunta Sunny consciente de la fascinación que su historia despertaba entre los comensales. Pues resulta complicado que les entre a los tejanos. A ver quién es el listo que se atreve a mantener que la conquista del Oeste, con tanta sangre, sudor y lágrimas se basó en un planteamiento erróneo. Que la tierra prometida, sin indígenas y sin bisontes, perdió su gracia, su sentido y su infinita bonanza. Te miran como si fueses marciano. Ni siquiera ven el negocio. Una hamburguesa de bisonte a mi vecino le suena peor que a mí un bocadillo de carne de perro.
Francisco José pareció entender la referencia culinaria y un escalofrío le recorrió el espinazo. Pobrecito, está cansado. Se nos había hecho tarde a todos y llegó la hora de tocar retirada. Sunny nos cursó una invitación para visitar el rancho. Veniros, el 6 de enero celebramos la Fiesta de la Cosecha. ¿El 6 de enero? Imposible. A un español decente jamás se le hubiese pasado por la cabeza ausentarse de casa el día en que vienen los Reyes Magos. Puedo enseñaros San Antonio y la misión de El Álamo y luego bajamos al rancho. Claro que, bien pensado, no estábamos en España y en Nueva York ya nos había visitado Santa Claus. Si te interesa el tema del chamanismo, tienes que conocer a mi socio Ted, el indio coahuilteco que va a oficiar las ceremonias del sacrificio. Al fin y al cabo, sus majestades de Oriente siempre podían enrollarse y dejar un vale para alguna actividad familiar de la que pudiésemos disfrutar a mi regreso. ¿Os animáis o qué?
Es 5 de enero y nieva abundantemente. La tormenta nos ha sorprendido a Huck y a mí camino del aeropuerto de Albany y las pésimas condiciones de visibilidad nos obligan a aminorar la marcha. Atravesamos el río a la altura de la ciudad de Hudson y apenas podemos distinguir las barandillas del puente. NPR, la radio pública, anuncia las leyes que con motivo del nuevo año entran hoy en vigor. Maine se convierte en el quinto estado de la Unión totalmente libre de humos: ya no se permite fumar en ninguna de sus calles. En New Hampshire queda terminantemente prohibido imitar por teléfono la voz de cualquier candidato que se presente a unas elecciones. En... bzzzz, el nombre del estado lo borra una interferencia temporal, resulta ilegal colocarse un piercing en la lengua en un local de tatuajes; el que quiera lucir uno deberá acudir a partir de ahora a la consulta de un dentista. En California conducir al tiempo que se mira la televisión pasa a engrosar la lista de delitos graves. La medida ha sido promovida por las cadenas televisivas que no quieren arriesgarse a demandas de responsabilidad civil por accidentes de tráfico. El hecho absurdo de que un conductor intente conseguir una indemnización millonaria de los productores del programa que aparecía en su pantalla en el momento de la colisión por haberle entretenido e impedirle maniobrar con destreza entra en Estados Unidos en el campo de lo previsible. Interponer demandas judiciales se ha convertido en un deporte nacional. Una lotería con grandes posibilidades de ganar el premio gordo. Existen muchos ejemplos que lo testifican. En la ciudad de Nueva York, una pareja que practicaba sexo en un túnel del metro no pudo apartarse a tiempo al paso de un convoy. Uno de ellos sufrió la amputación de un dedo. Recibió una indemnización millonaria porque un juez consideró que la compañía de transporte no advertía con suficiente claridad de los peligros que pueden entrañar las relaciones sexuales encima de las vías. Un joven quedó paralítico tras sufrir un accidente mientras conducía su bicicleta por una autopista de noche, sin luces y en dirección contraria. Los fabricantes debieron de pagarle una gran suma porque en la caja de la bici no figuraba que no se pudiese pedalear sin faro. Sentencias que han convertido en tomos enciclopédicos los manuales de instrucciones de una goma de borrar. Todo se reglamenta. Todo se especifica por si las moscas. En el fondo del maletero del Lincoln Continental hay una anilla roja que cuelga de un cordel. Un cartelito dice: Tire de aquí para abrir el portamaletas en caso de quedar encerrado en su interior.
Las reclamaciones se multiplican porque algunos abogados de este país hace tiempo que perdieron los escrúpulos. Letrados que pertenecen a grandes firmas corporativas y carroñeros que patrullan las calles. A estos últimos se les puede encontrar en las emergencias de los hospitales. Cada vez que llega un herido se lanzan a por él. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Sabe que puede obtener dinero de su desgracia? Allí están, en nombre de la justicia, convenciéndote de que demandes a tu padre, si fuera necesario, porque seguramente en tu infancia no te procuró la educación imprescindible para haber evitado la calamidad en la que ahora te ves sumido.
Desde hace más de treinta años, una prestigiosa organización no gubernamental localizada en Washington D. C., La Fundación Legal, lucha por reinstaurar el sentido común en este sistema de indemnizaciones frívolas. Su consejero delegado, Daniel J. Popeo, señala que, curiosamente, los beneficiarios de esta sin razón resultan ser los abogados litigantes. En el condado de Madison, estado de Illinois, un bufete se alzó contra el gigante telefónico AT & T en nombre de los consumidores. Argumentaba que la compañía no anunciaba que se podían comprar los aparatos en lugar de tener que alquilárselos obligatoriamente a ella. Ganaron. Los afectados recibieron un cheque de entre quince y cuarenta dólares; ellos se embolsaron ochenta millones. Dinero que hubo de amortizar el resto de la clientela con un incremento de tarifas. Al final los consumidores pagan el pato. Las pólizas de seguros que tienen que suscribir los médicos han elevado a cifras astronómicas el precio de la medicina. En un prestigioso hospital de Florida mantuve una conversación con un cirujano cardiovascular. Antes en el quirófano atendíamos a un paciente, me dijo, ahora tenemos que estar pendientes también de su abogado. Hay veces en que la intuición y la experiencia me indican que, si intentase algo que no contempla el protocolo, quizás podría salvar una vida. Imposible: no puedo arriesgarme a perder mi licencia.
Quienes dictan las sentencias son jueces locales. Funcionarios públicos que alcanzan el puesto tras ganar unas elecciones en las que varios candidatos se someten al sufragio de los ciudadanos. Necesitan financiar las campañas y dependen para ello de las donaciones de particulares. En marzo de 2003 un togado condenó a Philip Morris a pagar una indemnización de diez mil millones de dólares por considerar que la inscripción «bajo en alquitrán» de sus paquetes inducía a los fumadores a pensar que los efectos de esos cigarrillos no eran tan perjudiciales. Del total de la suma, el magistrado destinó mil setecientos cincuenta millones a sufragar los honorarios de los letrados del caso. Casualmente, acababa de recibir un cheque para sufragar su campaña electoral del mismo bufete que demandó a la tabacalera. Gracias a la Washington Legal Foundation, el Tribunal Supremo revocó dos años más tarde la sentencia, puesto que el Ministerio de Consumo autoriza la inscripción «light» y «bajo en alquitrán» en los paquetes.
Así las cosas, no me resulta extraño que Danny Shanahan, un vecino de Rhinebeck que publica regularmente sus viñetas en la revista literaria The New Yorker, lleve un tiempo enfrascado en su estudio en la elaboración de un libro con chistes de juristas. Me temo que van a salirle dos tomos. Seguramente observa la nevada desde la ventana y se pregunta dónde andarán escondidos los picapleitos que surgirán de la niebla en cuanto el primer transeúnte se dé un resbalón. Hace poco estuvimos en una retrospectiva de su obra gráfica en la cercana Universidad de Bard, donde Frank Gehry ha construido una especie de Guggenheim de Bilbao en pequeñito para conciertos. De sus agudas viñetas, me quedé con una que reflejaba de modo preciso la imagen autoritaria que proyectó Giuliani cuando regía los designios de la capital de los negocios. A la entrada de Manhattan un letrero advertía: Entra usted en Nueva York. Cuidado con el alcalde.
En casa de los Shanahan, de Danny y de Janet, estuvimos tomando una copa después de la fallida cabalgata de Halloween con los niños. Ahí vi por vez primera la chimenea de exterior que se ha puesto tan de moda en el valle. Consiste en un brasero grande que permite encender una hoguera en el porche y controla las chispas con una rejilla. A varios grados bajo cero puedes tomarte un coñac con los amigos mientras disfrutas la noche estrellada. Aquella velada reunió a un grupo de personas indignadas con la invasión de Irak y se mencionaron supuestos intentos de la administración por acallar las voces discordantes de la Radio Nacional Pública. Me interesé por el tema y caí en la cuenta de que NPR no tenía ninguna relación con el Estado. Yo había asociado la radio que escuchaba normalmente en el coche con el concepto de radio pública en España y pensaba que estaría sufragada por impuestos. Todo lo contrario, lo de pública hacía referencia a que se mantenía gracias a los donativos del público, o sea, de los oyentes, que pagaban voluntariamente a cambio de tener un medio de información que consideraban más objetivo que los habituales. La Radio Nacional Pública es en realidad una organización sin ánimo de lucro que se dedica a producir ciento treinta horas semanales de programación radiofónica. La mitad del presupuesto anual, que ronda los sesenta y cinco millones de euros, se consigue con la tasa que, en función del número de oyentes, pagan las ochocientas sesenta emisoras independientes que retransmiten sus programas. La otra mitad proviene de donativos de organizaciones, entidades y personas privadas. La media diaria de su audiencia está en tres millones setecientos mil seguidores y su programa estrella es el informativo de la mañana Considerando Todas Las Cosas.
La cobertura de NPR sobre Afganistán e Irak no había gustado en la Casa Blanca y algunos contertulios estaban convencidos de que Washington presionaba para que varias organizaciones le cortasen el grifo. Cierto o no, la realidad era que las arcas de la radio atravesaban un bache. En 2001 había cerrado el ejercicio con pérdidas de cuatro millones de dólares y en 2003 se vio obligada a suspender algunos programas por falta de presupuesto. La salvación económica apareció con forma de hamburguesa. Joan Beverly Mansfield, la viuda de Ray Kroc, el fundador de McDonald’s, donó en su testamento doscientos millones para asegurar la continuidad de la radio que le encantaba escuchar. En el mismo documento, la conocida filantropista cedía otros cien millones más a dos universidades para potenciar estudios sobre la paz internacional.
Yo me había acostumbrado a escuchar NPR, entre otras cosas, porque en los boletines de noticias pinchaban los informativos de la BBC británica. Pero el programa que me tenía en verdad cautivado se encontraba abismalmente alejado del entorno de la política. Car Talk, conversación de coches, me fascina. Lo presentan dos hermanos, Tom y Ray Magliozzi, que lo saben absolutamente todo del mundo del motor. Conocen la mecánica al dedillo porque se han pasado la vida desguazando motores y montando sus propios vehículos. Muy graciosos. Reciben llamadas de todo el país con preguntas a las que intentan dar soluciones. Recuerdo la voz de una chica desesperada porque le asomaban unos pelos por el tubo de escape. Había acudido a dos talleres. En el primero le dijeron que no tenían ni idea de lo que podía ser; en el segundo, que alguien le había metido una muñeca para hacerle una gracia. Uno de los hermanos dijo que si le salía melena lo mejor era que le hiciese una trenza, el otro simuló enfadarse y replicó que de eso nada. Lo que tienes que hacer, sentenció, es agarrar las tijeras y dejarle el flequillo corto. Ambos reventaron a carcajadas. Lo pasan de miedo. Por fin Ray saltó: ¡Claro que tienes pelos en el escape! Dentro de esos tubos hay toneladas de pelo enrollado para que no suene como una metralla. Esto pasa, se quejó Tom, porque los mecánicos de hoy día sólo saben reemplazar piezas. Quitan el escape viejo y colocan otro, quitan el carburador y lo sustituyen por uno nuevo. Nunca han jugado, desguazado, destripado un motor y no tienen ni idea de cómo funciona nada. La chica respira aliviada. Entonces ¿no es nada grave? No. ¿No tengo que hacer nada? Nada.
Huck apaga la radio. Dejamos el coche en el aparcamiento del aeropuerto de Albany, la capital de Nueva York, y desde allí un autobús nos conduce a la terminal. Facturamos sin problemas. No hay demasiada gente. Aquí las Navidades terminan el día de Año Nuevo y la Epifanía del Señor entra en la temporada baja del calendario. Vamos a viajar hacia el oeste soleado en compañía de un grupo de jubilados que escapan por unas semanas a las posibles roturas de cadera en los resbaladizos escalones helados de sus hogares de cuento. Adiós nieve, hola arena. Hasta luego montañas, bienvenida raya infinita del horizonte.
Al aterrizar en San Antonio, estado de Tejas, el profesor de Historia metido a ranchero nos espera bajo un anuncio de la compañía aérea Litoral. No puedo reprimir una sonrisa e imaginar unos aviones alimentados por fabada en conserva. Cualquiera que haya ido de camping alguna vez conoce el poder turborreactor de esas judías.
Bienvenidos al pueblo más grande del mundo, forasteros, nos saluda. Hucky lo ha localizado enseguida. Menos mal, a mí me hubiese costado trabajo distinguirlo entre tanta gente ataviada con el mismo equipamiento: botos de Valverde del Camino, pantalones azules de Vergara y sombrero cordobés. Por un momento parece que estemos llegando a Huelva para incorporarnos al camino del Rocío. Por algo el disfraz de vaquero lo exportaron nuestros antepasados hace más de quinientos años. Sunny me tiende la mano, yo lo abrazo y él aprovecha la distancia corta para arrancarme la bolsa, voltearla en el aire como lazo de rodeo y aterrizarla en la trasera de su caballo. Jamelgo metálico con tracción a las cuatro ruedas y chapa deformable para absorber el impacto en caso de accidente. O sea, una camioneta Ford, ¿o es que en el Oeste existen otras marcas? Ya estamos dentro. Cinturón. Clic, clic. Dos acelerones y el motor ruge. Un nuevo relincho y enfilamos al galope la carretera que el pueblo de Tejas ha bautizado como la Nafta. Para los amigos de los mapas se trata de la I-35, autopista que al unir Chicago con Laredo se ha ganado el apodo de Tratado de Libre Comercio. Nos dirigimos al sur, hacia Atmahau’ Pakma’t, el río sagrado de los indios al que los estadounidenses llaman Grande y los mexicanos Bravo. Rumbo al rancho que en 1806 el rey de España otorgara al leal Juan Francisco Lombrano. Vamos a ser testigos del paulatino e imparable retorno de los bisontes a las grandes praderas norteamericanas.
El paisaje del campo termina de golpe. Como si a la película que se observa desde la cabina le faltasen fotogramas para hacer un fundido entre las imágenes de los árboles y la secuencia de los edificios y, súbitamente, entramos en San Antonio de Padua. Sunny vive en una zona residencial y entre las casas sobresalen las típicas torretas de madera con los depósitos de agua en alto. En el coche, Huck va formulando preguntas sobre el equipo local de baloncesto. La ciudad alberga en estos momentos al campeón de la NBA, los Espuelas de San Antonio. La Conferencia Atlántica, los equipos del oeste, atraviesan una racha magnífica. Ahora mismo cualquiera de ellos podría competir en igualdad de oportunidades con los mejores de la Conferencia Este; cuando tradicionalmente han sido siempre muy inferiores. Los Spurs tienen un repóquer de ases formado por figuras internacionales. La estrella es Parker, de padres norteamericanos pero criado en Francia. También tienen a García, que creen que es Argentino, pero no se ponen de acuerdo sobre su nacionalidad. Aparcamos. Dejamos las maletas y saludamos a su familia. Todos muy simpáticos. El viaje al rancho lo haremos mañana.
Nos queda tiempo para dar un paseo y echar un vistazo al histórico fortín de El Álamo. Caminamos por calles que se construyeron siguiendo un trazado de retorcidas acequias y donde resulta sencillo perderse. Aquí las estaciones de servicio venden la gasolina más barata de Estados Unidos. Todo es vaquero, hasta los jardines, donde los columpios que cuelgan de los árboles están hechos con neumáticos y tienen forma de caballo. Hace tanto calor como en los westerns. El horizonte es borroso y se le podría dar un mordisco al aire y yo, pobre de mí, vengo con el cuello de cisne protocolario de los fríos polares de Nueva York. ¿No conoces el refrán? Si no te gusta el tiempo de Tejas, espera quince minutos. Pasan cuarenta y cinco, entramos en el bello patio que antecede a la misión donde se convirtió en héroe David Crockett y empiezo a echar de menos un jersey. Amenaza lluvia.
Las mañanas templadas, las tardes calurosas y las noches frescas y con brisa. Así son las cosas en la segunda ciudad de Norteamérica con más gordos por metro cuadrado. Solamente Detroit le quita el premio. La obesidad infantil es una epidemia nacional. En el avión venía ojeando la revista The New Yorker, por los chistes, que tampoco quiero yo aquí dármelas de intelectual. En una viñeta conversaban dos brujas junto a una jaula repleta de niños gorditos. Una de ellas, muerta de risa, le comentaba a la otra: ¿Te acuerdas de aquellos tiempos en que teníamos que engordarlos? Durante el rodaje de la película épica sobre El Álamo en la que Jordi Mollá hace de capitán Juan Seguín, los productores sudaron tinta china para encontrar extras que encajaran en los antiguos uniformes del ejército mexicano. El lugar impone. La antigua misión se ha convertido en un templo sagrado de la historia. Pero ¿de qué historia? Como siempre, hay versiones para todos los gustos.
San Antonio, como el resto de México, había terminado de ser colonia española en 1821. Gobernado por una Constitución que dejaba grandes márgenes de autogobierno a los estados, los fronterizos Coahuila y Tejas empezaron a recibir centenares de norteamericanos (entonces la emigración iba en sentido contrario) que se asentaron en las orillas del río Brazos. Entre ellos llegó Stephen Austin, cuyo nombre quedaría ligado a la actual capital del estado. En 1835 un general con ambiciones dictatoriales, Antonio López de Santa Anna, abolió la Constitución mexicana en favor de un régimen presidencialista. Santa Anna percibió las ambiciones expansionistas de su vecino del norte y proclamó la necesidad de rehacerse con el control de las fronteras. En febrero de 1836 el general marchó al norte con sus tropas. Un puñado de valientes decidió hacerle frente y defender la autonomía con su vida en la ya secularizada misión de San Antonio de Valero. Miles de soldados mexicanos cercaron el lugar que pasaría a la historia como El Álamo, nombre que procedía del pueblo de origen de los soldados españoles que lo custodiaban en tiempos de la colonia: Álamo de Parras. El general Santa Anna, al más puro estilo napoleónico, sometió a los moradores a un cruel asedio de trece días. Junto al grito de ni rendición ni retirada, la respuesta que obtuvo fue una bala de cañón enviada por el teniente coronel Travis. Mil seiscientos soldados contra doscientos. Una carnicería que dio paso a una leyenda.
En Estados Unidos se vendió el episodio como un conflicto internacional entre el decimonónico ejército mexicano y los ideales de libertad norteamericanos. Mentira que convenía a los intereses de Washington, que ya le había echado el ojo al terrenito, pero fácilmente refutable si tenemos en cuenta que muchos de los tejanos que apoyaron la rebelión eran mexicanos y contaban con seguir siéndolo después de la batalla. En la colonia liderada por Austin, por su parte, se apresuraron a forjar la creencia de que los héroes habían derramado su sangre por la república independiente de Tejas y caído sujetando la bandera con la estrella solitaria. Teoría que roza los límites de la ciencia ficción si consideramos que la independencia fue proclamada el 2 de marzo, cuando la misión llevaba varios días cercada y cualquier contacto con el mundo exterior resultaba impensable.
Es difícil hacerse una idea de lo que en realidad ocurrió, pero basta fijarse en el respeto con el que recorren el edificio los visitantes para cerciorarse de que estamos ante un símbolo sacrosanto para muchos. La gente lee los letreros en silencio como si se tratase de la tumba de un profeta sufí en Nueva Delhi. Contra la solemnidad de esta leyenda, los más críticos apuntan a que los supuestos héroes pelearon por defender unas tierras que habían conseguido a bajísimo costo, lejos de intenciones políticas o humanitarias. De hecho es poco probable que los ensalzados, hombres procedentes de veintiocho estados y naciones diferentes, tuvieran en común el sentimiento patriótico que en este museo se les presupone. Ni se te ocurra sugerirle esas conclusiones a un tejano, me recomienda mi guía y yo pienso hacerle caso. No me interesa nada polemizar sobre una batalla que me queda tan lejana en el tiempo y la distancia. Sólo le hago ver, puesto que nuestra conversación transcurre en inglés, el doble sentido que puede adquirir la palabra historia, history, en su lengua. Se puede plasmar con mayúscula, History, y entonces lo de El Álamo cobra visos de hazaña de libro con tapas de cuero y letras de oro; o se podría dejar en minúscula y dividirla en dos vocablos: his story, su relato. De ser así, estaríamos ante la interpretación interesada de los hechos que siempre hacen los del bando ganador. ¿Ganador? Sí, porque días más tarde llegó Sam Houston, que en la mencionada película es Dennis Quaid, y destrozó al ejército de Santa Anna en la batalla de San Jacinto. Tejas se hizo momentáneamente República para luego convertirse en estado de la Unión. San Jacinto se convirtió en una fiesta en la que todos los 25 de abril las mujeres, vestidas de amarillo, se arrojan flores para mofarse de las guerras y colorín, colorado, la independencia había terminado.
Volvemos brevemente a casa de los Fitzimons para adecentarnos un poco. Al abrir mi maleta encuentro la notita del Bagagge Inspection. Me notifican que para protegerme a mí y a los demás pasajeros la ley exige que la Administración de Seguridad de Transportación inspeccione físicamente algunas maletas. Que agradecen mi comprensión y que si tengo alguna pregunta que los llame. Tengo una pregunta, ¿por qué siempre abren la mía?, pero no voy a molestarme en llamarlos. Me pego una ducha. Esta noche toca fiesta.
La mujer de Sunny, Sarah, tiene una amiga que cumple 50 años y nos ha incluido en la lista de invitados. Ginger vive en una casa nueva, reluciente, en un barrio de reciente construcción. Tan nuevo que parece de mentira. Si vendases los ojos a un europeo y lo dejases caer aquí sin decirle que ha cambiado de continente, al quitarle la venda te diría que se encuentra en el parque temático de la Warner. El chalé es de típico estilo colonial español, amplio y comodísimo por dentro, con esa distribución que tanto admiro de los arquitectos españoles del siglo XVI. Las paredes están cubiertas por los tapices y alfombras que colecciona el matrimonio. Destacan un kilim persa con diseños geométricos y una alfombra de los indios navajos con colores rojo tierra y azul cielo. A Ginger le gusta tejer y a ello dedica sus ratos libres. Sunny y Sarah le regalan una bolsa con lana de búfalo, una pequeña joya recolectada en el rancho. Me da la impresión de que ella la acepta con un poco de repeluco y sin saber muy bien cómo le va a dar salida. Recuerdo la frase de Sunny en la cena de Rhinebeck, la de la hamburguesa de perro, y comprendo que todavía a los bisontes les falta mucho para formar parte de la vida cotidiana de Tejas. Y de la mía. Yo, de hecho, estoy cayendo en la cuenta en tiempo real de que los bisontes tienen lana.
Felicitamos a Ginger y saludamos a su marido, que es oftalmólogo. Han sido muy amables en acogernos en el día en que están rodeados de los más íntimos. Los amigos admiran la tarta de varios pisos que, siguiendo la moda pastelera del momento, reproduce en azúcar de colores tres fotografías de la agasajada. Qué pena que haya sido una fiesta sorpresa, se lamenta Ginger, porque, chico, han elegido justo las peores fotos que tengo en el álbum. Con la cantidad de ellas que hay en las que salgo favorecida... Se sienta junto a la mesa en la que se han ido acumulando los regalos y comienza a abrirlos. Como en el Un, dos, tres, va anunciando con sorpresa el contenido de los paquetes y los va pasando para que podamos observarlos y admirar lo originales que son las tarjetas de felicitación. Una de ellas tiene gracia y hace referencia a que va a tener que irse acostumbrando a pronunciar la palabra malsonante f... Parece que va a referirse a ese taco que en la tele censuran con un pitido y en los periódicos escriben con una f seguida de cuatro puntos. Pero no. Esa f era la inical de... fifty! La palabra maldita es cincuenta.
El marido nos pide a los presentes que nos cojamos de las manos en un corro y, tras cerrar los ojos, da gracias por su vida, por su esposa y por sus amistades en una pequeña oración que termina con un Dios bendiga a América. Nos invita a cenar. Rompemos filas. Él ha hecho de cocinero para la ocasión y el buffet que ha preparado me parece excepcional. Quesadillas de cangrejo, ensalada de espinacas frescas con pomelo local, el red rubby del valle del Golfo. Tejas tuvo una industria cítrica muy potente, pero terminó después de una helada tremebunda en 1984 que se cargó casi todos los árboles. El desastre dejó sin hogar a las bandadas de palomas blancas que habitaban sus ramas y tuvieron que emigrar a San Antonio. Se pueden cazar, pero sólo fuera de los límites urbanos. Al amanecer, cuando vuelan a los campos en busca de grano, o al atardecer, cuando regresan a casa. Te permiten un máximo de doce piezas al día y, según mi suegro Bud, que las cazaba en su Kansas natal, resultan uno de los trofeos más difíciles de cobrar porque cambian de rumbo en el aire inesperadamente. Arroz salvaje con arándanos y nueces. Realmente no es un arroz, sino un cereal que absorbe hasta cuatro veces su propio volumen en líquido. Crece en los pantanos y tiene un sabor a avellanas y una textura crujiente. Salmón que él mismo ha ahumado en la terraza de su casa. ¡Qué tío! Lomo de vaca marinado en chile petín, asado a fuego lento y servido con salsa de champiñones. Se cocina mucho en Tejas con ese pimiento rojo, pequeñito y matón, originario de la costa. Exceptuando una variedad tailandesa, se supone que es la guindilla más picante del planeta. Peor aún que la pimienta de cayena, que es la que se utiliza en los espráis de autodefensa o la que llevan los montañeros para ahuyentar a los osos. Los nativos coahuiltecos, acostumbrados a merendar chiles picantes, se los zampaban igual que nosotros comemos manzanas.
En la cena conozco a Kenny, un tipo curioso que parece salido de un capítulo de Bonanza. Me suelta: lo que adoro de Tejas es que siempre tienes algo a lo que disparar. Palomas, jabalíes, ciervos... Cuenta que ahora se entretiene pegándoles tiros a los perros de la pradera; unos pequeños roedores que no tienen ningún aprovechamiento. Con su mirilla telescópica, espera a que asomen la cabeza por la madriguera para volarles los sesos. ¡Pum! ¡Pum! No puedo evitar acordarme de una clase de Historia del cine en la Universidad del sur de California, USC, donde nos contaron la primera proyección que se hizo en el estado de Tejas. Se veía un tren que se aproximaba a la pantalla y, cuando estaba en primer término, la gente, asustada, creyendo que se les venía encima comenzó a disparar hasta que sólo quedaron unos agujeros en la pared donde previamente hubo una tela. Nos retiramos. Gracias. Thank you so much. Mañana tenemos un largo viaje por delante. Una aventura.
Nos despertamos pronto y vamos a desayunar a un restaurante de comida fronteriza, un tex-mex. Café con leche y chilaquiles con queso, que vienen a ser huevos estrellados en una tortilla de maíz con salsa y frijoles. Qué onda, buey. Puro sabor. A la bandera, con los colores de la enseña mexicana: chile, tomate y cebolla. Pido otro café. Cómo no, señor. Aquí estamos pendientes. A la orden. Al puro tiro. El 14 por ciento de la fuerza trabajadora en Tejas es mexicana. Los llaman paisanos y se calcula que hay cerca de un millón. La mayoría se concentran en San Antonio. Austin, la capital, a una hora y media hacia el norte, es la sede del gobierno, de la educación universitaria y de los ordenadores Dell. Mucha gente sube desde aquí a trabajar diariamente. Un poco más al noreste se alzan las colinas, el célebre Hilly Texas, donde nacen los ríos y la música.
Ya estamos en marcha. Sunny conduce un camión refrigerador de dieciocho ruedas y yo lo acompaño en la cabina. Su hijo Patrick nos sigue con Huck en la camioneta. De camino paramos a comprar una sierra mecánica para cortar leña en el rancho. Vamos a cocinar el bisonte en las brasas de una hoguera. El pequeño edificio de la ferretería parece un islote perdido en medio del inmenso aparcamiento de asfalto. En Tejas puedes poner cualquier disculpa cuando llegues tarde al trabajo menos la de que no has encontrado un sitio para aparcar. Ésa, ya te digo yo que no cuela. Compramos la que le han dicho a Sunny que es la mejor del mundo. Una STIHL 319, made in the European Union. Alemana para más señas. El empleado se deshace en elogios. Tiene el pistón rayado, lo que garantiza una mayor lubricación y, por tanto, dura más. Detecta automáticamente el clima, la humedad del ambiente, y ajusta a las mediciones su modo de trabajo. Viene con termostato incluido y puede inclinarse más de lo habitual. Vamos, que la compra. Se lleva también un par de guantes Gatorline reforzados con aramid, la fibra que se utiliza para alargar la vida a los neumáticos o para acorazar los chalecos antibalas. Desde que simultanea los libros de historia con el peto, son muchas las veces en que Fitzimons se ha sorprendido a sí mismo haciendo cosas que nunca hubiera imaginado.
Podemos sacrificar al bisonte en el rancho, me cuenta, pero no dejan vender la carne salvo que el animal muerto haya sido inspeccionado por el veterinario. Pasada la prueba, tenemos dos horas para transportarlo en este trasto al carnicero. Tuuuuuu... Tuuuuuu... Los trailers que nos cruzamos nos saludan y hacen sonar sus rimbombantes sirenas. Ahora resulta que pertenezco al club de los camioneros, comenta Sunny divertido. Tuuuu... Tuuuu... Éste es un sonido que a muchos estadounidenses los devuelve a la infancia. Aquí es normal que los abuelos acerquen a los niños a las cunetas y, tirando con un gesto del brazo hacia abajo, pidan a los camioneros que les regalen un bocinazo. Esta vez soy yo quien devuelve el saludo a un transportista de Alabama que agita la mano desde la cabina.
Sunny, el profesor, no puede evitar la vena pedagógica y me señala el paisaje. Antiguamente, dice, el señor de las plantas era el nopal, un cactus de palas ovales en el que habitan las diminutas cochinillas que tanto fascinaron a los conquistadores. Detiene el camión y nos bajamos de un salto. Como en los planos cortos del cine, las botas levantan polvo al golpear la tierra. Nos acercamos a una de estas majestuosas plantas y efectivamente se observan puntos diminutos en sus brazos. Sunny levanta con su navaja a un par de insectos blancuzcos y me los muestra. Luego busca una tarjeta de visita y los unta en ella como si se tratase de un pegote de fuagrás. De inmediato, la cartulina se tiñe de un grana radiante. Rojo puro. El color que le debemos a México. A México lindo y querido, si muero lejos de ti, debería de cantarle Ágata Ruiz de la Prada cada vez que estampa un corazón de tela. Y también los camareros del Museo del Jamón cada vez que cortan un chorizo de Salamanca en rodajas. Gracias a las cochinillas mexicanas, tinte natural que los españoles exportaron a Canarias, se alegró la indumentaria mediterránea. Y gracias a los pimientos pimentoneros, que provienen de la misma zona, los embutidos, negros como la morcilla en tiempos de Quevedo, cobraron un tono mucho más apetecible para hincarles el diente.
Seguimos la marcha. A ambos lados de la carretera se observan nidos de halcón rojo en los arbustos de mezquite. En este tiempo sin hojas resulta más fácil localizar a las rapaces porque, como ven mejor lo que se mueve en el suelo, andan cazando como locas. El mezquite brotaba exclusivamente en la costa del Golfo, pero el ganado europeo se comió las semillas y las fue depositando en sus heces a medida que avanzaba hacia el Pacífico. Hay mezquite para aburrir puesto que en todas partes hay vacas. Las típicas longhorn, de larguísimos cuernos y vivos colores, las hereford inglesas, las charolés traídas de Francia, las chianianas italianas... Mires a donde mires, se ven vacas. Bóvidos de pelo corto que lo inundaron todo a medida que les ganaban el hábitat a los bisontes. En especial, desde que en 1873 un tal Joseph Glidden ideara el alambre de espinos y fulminara el viejo dicho de que no se le podían poner puertas al campo. El invento, por cuatrocientos dólares puedes cercar un kilómetro y medio, otorgó al cowboy el sumo privilegio de poder aislar al toro de las hembras y decidir en cada momento el semental idóneo para los miembros de su rebaño. Una valla de cuatro hilos, el segundo de ellos electrificado, evita hoy, entre otras cosas, las pérdidas originadas por la fogosidad de los enormes toros Brangus que, aprovechando el descuido de los capataces, montaban a las frágiles Heifers hasta romperlas literalmente el espinazo.
Estamos al otro lado del Misisipí. La tierra en la que millones de norteamericanos sueñan con dejarlo todo algún día y convertirse en cowboys. Un lugar en el que no rige la ley, sino el código de honor. Donde los atardeceres se contemplan a caballo; a toda pantalla y en cinemascope. Donde dicen que un hombre experimenta la libertad profunda que se le niega al resto de los mortales. Donde los restaurantes sirven ostras de la montaña, criadillas, como aperitivo. Una zona que ocupa una cuarta parte de todo el territorio de Estados Unidos y que, sin embargo, alberga una población minúscula. Donde muchos claudican y los ganaderos, lejos de enriquecerse, se conforman con no arruinarse al término de cada ejercicio. Donde anualmente se abandonan doce millones de hectáreas a la erosión. Donde, hasta hace bien poco, la palabra de un hombre bastaba para sellar un contrato. En teoría una lección de ética, en la práctica una forma inteligente de salvar la vergüenza de saberse analfabeto. Un rincón del mundo donde, cuando Sunny era un niño, nadie estaba autorizado a mencionar la teoría de la evolución en el colegio. Las vacas evolucionaron pero el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, no tuvo necesidad de hacerlo. El viejo y lejano Oeste que, según narra Jane Kramer en su Último Cowboy, es sinónimo de paraíso para un hombre o una vaca, pero el infierno en vida para una mujer o una mula. Pero donde, como sugiere otro pionero en la cría del bisonte, Dan O’Brien, la llama del mito continúa ardiendo porque los rancheros norteamericanos, la gente más honesta del mundo, incapaces de mentirle a otras personas, se engañan constantemente a sí mismos.
Cruzamos el río Nueces, donde empezó la guerra contra México. Estados Unidos trazaba su frontera en el Río Grande y los mexicanos reclamaban algunas millas más de territorio, hasta la vía fluvial que ahora atravesamos. Una buena excusa del presidente James Polk para declarar hostilidades y hacerse con el oro que acababa de aparecer en California. Le pregunto a Sunny por el movimiento independentista que de vez en cuando sale a relucir en la prensa y me responde que sí; que Tejas se va a independizar y a dividir en dos territorios: el de los Tex y el de los Ass, o sea, los tontos del culo.
Atravesamos la pequeña ciudad de Carrizo, popularmente conocida como Chorizo Springs, debido al gran número de paisanos que la habitan. Es el núcleo urbano más próximo al rancho. Antes de que naciesen aquí los arbustos de mezquite, el paisaje era el típico de un cañaveral. De esa forma la caza era más sencilla, pues se divisaban los animales. Está documentado por Álvar Núñez Cabeza de Vaca, representado en el celuloide por un insuperable Juan Diego, que se tiró ocho años por estos pagos antes de seguir su andadura hasta California. Venía a pata desde Florida tratando de verificar si el continente era una isla y comprobó que los indígenas cazaban persiguiendo por turnos a su presa hasta reventarle el corazón por agotamiento. A partir de aquí tomamos una carretera comarcal señalada como Farm Road. Son siete millas de camino de arena y, por fin, el hierro con forma de huevo de ganso nos anuncia la entrada al rancho. Shape Ranch. El sol, como un botón, empieza a encajar en el ojal del horizonte. Se nos cruza a toda velocidad un correcaminos. Dicen que verlos trae buena suerte. Tiene el aspecto de la gallina Turuleca, flacucha, de color grisáceo con puntitos blancos, y corre que se las pela. Lleva una lagartija en el pico. Seguramente la va a clavar en la espina del tronco de un mezquite, donde suelen montar su despensa, para que se seque al sol y poder disponer de embutido en el futuro. No es lo más rápido que se atisba por esta zona. Hay una base militar cerca y los cazas surcan el espacio a su antojo. A Sarah y a mí, años antes, conduciendo hacia Los Ángeles por una autopista muy próxima nos pasó por delante del coche un artefacto del tamaño de una cometa. A toda velocidad y a escasos dos metros sobre el capó. Ciencia ficción total. Vete a saber si el experimento estaba relacionado con la guerra secreta que el senador tejano Charlie Wilson, en la pantalla un soberbio Tom Hanks, le tenía entonces declarada a la Unión Soviética en Afganistán. Los correcaminos son muy fieros, comenta Sunny. Normalmente se enfrentan a las serpientes de cascabel. ¿He oído cas... ca... bel? Sí, machote, se cuentan por millares.
Si te muerde hay que hacerse un torniquete flojo, ya que no quieres dejar sin sangre al miembro y perderlo, sino retardar la entrada de veneno; poner hielo junto a la picadura y salir volando hacia el hospital más cercano. El viejo método de abrir la herida con un cuchillo y chuparla sólo puede llevar a una infección grave o una gangrena irreversible. En cualquier caso, en el 50 por ciento de las ocasiones las serpientes ya no tienen veneno en su colmillos cuando te muerden, porque lo han utilizado con anterioridad con otras presas. Nunca atacan a un humano de forma voluntaria. Precisamente usan el cascabel para advertirte de su presencia e invitarte a que te vayas. El sonajero de la cola dice: No quiero nada contigo, vete antes de que sea tarde. Solamente atacan al hombre en defensa propia, cuando alguien las pisa, o por error de cálculo. Esto es posible puesto que las serpientes no distinguen las presas con los ojos. Las de cascabel tienen instalados en la cabeza dos sensores de calor y, cuando las señales captadas por ambos se cruzan, se lanzan al ataque sin saber si se trata de un ratón, de un conejo o de, vaya, qué mala suerte, un ser humano. A veces también identifican sus presas por medio del olfato. Cuando sacan la lengua y te apuntan, hissss, lo único que están haciendo es olerte. Con la llegada del frío se meten en sus agujeros a hibernar. En cuanto el sol calienta un poquito salen, pero están atontadas y hambrientas y resulta más fácil evitarlas.
Mientras se van formando brasas en la hoguera es hora de picar algo. Los aperitivos corren de mi cuenta. En la carretera habíamos parado un instante en un HEB, la undécima compañía privada más grande de Estados Unidos en el ranking de la revista Forbes, para comprobar si necesitaban reponer algún pedido de Sunny. Fundada por un tejano con nombre de trasero, H. E. Butt, es una cadena de supermercados con trescientos establecimientos distribuidos por Tejas y el norte de México. Allí encontré una botella de Marqués de Cáceres, cosecha de 1995. Por veintitrés dólares e importada por una distribuidora de Birmingham, Alabama. Y una torta del Casar. Y un pan de chapata. Todo ello entra ahora alegremente delante del fuego. Esta noche cenaremos hamburguesas de bisonte asadas al carbón del mezquite. También arroz y frijoles con chile. Cocina la mujer de Alfredo Longoria, el capataz.
En el Shape Ranch el bisonte se alimenta sólo de hierba y gana su peso de una forma compensada. Apenas nada durante los meses de invierno, la estación en que la hierba queda adormecida, y un montón en cuanto vuelve a brotar la primavera. Solía ocurrir lo mismo con las vacas pero la alambrada cambió el curso de la historia. Impidió a los rancheros mover su ganado libremente en busca de pastos verdes y, conseguida la posibilidad de almacenar maíz sin que se pudriese, surgieron los comederos de grano. Una vaca embarazada necesita doce hectáreas de hierba para su consumo durante los doscientos ochenta y tres días de gestación. Y cinco más para alimentar a su cría en los meses de verano. Llegar a pesar cuatrocientos cincuenta kilos para proporcionar los despieces de carne que el mercado espera cuesta un par de años más de pasto al aire libre. Las cuentas salen fácilmente. Resulta mucho más barato enviarla a los comederos entre los catorce y dieciocho meses. La ingesta de grano genera las vetas blancas que el consumidor espera ver en su filete y en cuatro semanas está lista para el matadero. Esta apariencia, que asociamos a un síntoma de calidad, obedece realmente a un proceso degenerativo. Los rumiantes carecen de la enzima que metaboliza el almidón y al ingerir cereales enferman. Por ello, en Estados Unidos se les suministran nueve millones de kilos de antibióticos cada año. Se estima que el 95 por ciento del ganado que va a comederos es tratado con hormonas de crecimiento y, además, el grano que come ha crecido con la ayuda de pesticidas.
La madera ha dado paso a los rescoldos y las bolas de carne picada van cayendo sobre la parrilla. El bisonte, como no tiene gordo, hay que hacerlo poco, vuelta y vuelta, como si se tratase de un pescado. Por fin probamos las hamburguesas Thunder Heart, corazón de trueno, que son bajas en colesterol, ricas en proteínas y saben a grama de las praderas. Una delicia. En un país en el que la carne recorre una distancia media de dos mil cuatrocientos kilómetros desde la granja hasta el plato, nos pegamos el lujo de degustar la de un animal que ha llevado una vida salvaje a escasos metros. Ya es hora de acostarse. No hay luces alrededor y las estrellas brillan intensamente en el cielo. Son los mismos astros que observaban en Cristal City, a escasos kilómetros al norte de aquí, los japoneses retenidos en un campo de internamiento durante la Segunda Guerra Mundial.
Al alba me encuentro en la cocina del rancho con Teodosio Herrera, hijo de una mujer de la tribu de los huicholes y de un hombre coahuilteca. Criado cerca del mar, en Corpus Christi, dice que se pasó la vida intentando encajar en el patrón estadounidense. Me fijaba en los zapatos que calzaban mis compañeros de colegio y me los compraba iguales. Yo pertenezco a la primera generación de indígenas que fueron al high school. Allí, jugando al fútbol americano, fue la primera vez que visité a un doctor. Estuve treinta y dos años en el Ejército y me quedaron dos cosas: una buena jubilación y un enorme vacío interior. Me preguntaba: ¿Dónde está el sueño americano que me vendieron? Cuando entró en vigor la Ley de Erradicación del Indio, mi gente tuvo que huir de la aniquilación a México, donde, a pesar de que también nos odiaban, al menos nos perdonaban la vida. ¿Y ahora qué somos? ¿Latinos? ¿Norteamericanos? ¿Indios? Se perdió la identidad de mi pueblo. A mí me pusieron Tedosio, digo Te-o-dosio, un nombre que, ya ves, ni puedo pronunciar. Lo único que pervivió de mi cultura fue la medicina. Mi abuelita y mi mamá utilizaban el peyote para todo. Trabajábamos como burros recogiendo algodón en el golfo de Tejas para los alemanes que poblaban el condado de Nueces. Luego también recolectábamos las semillas porque de ellas se extrae un líquido que impermeabiliza la madera del cedro y le da un color rojizo. Llegábamos a casa derrengados, nos daban un té de peyote y, ándale, uno agarraba de nuevo las fuerzas.
Ted Herrera se jubiló con una hoja de servicio impecable en el departamento de Defensa. Se desinfló en una butaca y empezó a soñar despierto. Veía a su difunta abuela que se le presentaba rogándole que fuera a reencontrarse con su gente a Sierra Madre. Herrera, confuso, se decidió por fin a emprender el viaje a Real de Catorce; la que fuera la ciudad más rica de la América del Norte por sus minas de plata. Oculta en las montañas de San Luis Potosí, el pueblo de Real está a 2.750 metros de altitud en la sierra de Catorce, una de las más elevadas del altiplano mexicano. Se accede a través de un túnel claustrofóbico de dos kilómetros y medio de distancia que descubre a la salida una comunidad tribal de espectacular belleza. Allí se rodó en 2001 una comedia con Brad Pitt y Julia Roberts en la que al final no lucieron mucho los exteriores pero que, al menos, permitió que llegaran al pueblo los primeros postes de teléfono y el jacuzzi que pidió expresamente la actriz. Ted recibió el mensaje de su abuela porque, hacia el oeste del Real de Álamos de la Purísima Concepción de los Catorce, que es como fue llamado el sitio en el momento en que el virrey de la Nueva España expidió la cédula de su fundación en 1639, las tierras bajas constituyen la reserva natural y cultural de Wirikuta, la tierra sagrada del pueblo wixarrica, los huicholes, donde recolectan el híkuri, conocido como peyotl en el idioma náhuatl. Con Castaneda hemos topado.
La mayoría de los huichol viven ahora en la zona de Durango, Jalisco o Zacatecas. Y desde allí recorren cuatrocientos kilómetros para llegar hasta el volcán dormido Leunar, o El Quemado, depositar sus ofrendas y cosechar su medicina. No son los únicos que ascienden a esta cima en busca del peyote. Aparecen muchos europeos mochileros a los que los indígenas llaman pulgosos. Si uno no se prepara espiritualmente, me dice Teodosio Herrera, sólo va a conseguir tener pesadillas. El venado es un regalo de los dioses que es necesario apreciar y agradecer. El peyote es nuestro hermano, como lo son el agua, el sol y la piedra, porque todo tiene alma y lo inerte sólo existe en nuestra ignorancia.
Total, que Ted hizo la peregrinación y se encontró a sí mismo. Me sentí parte de algo mucho más grande. Comprendí que existe un mundo espiritual en el que cabemos todos: los ancestros de cinco dedos, los animales y las plantas. Los indios aprendemos a contactar con ese espacio y por ello cuando un niño cumple 15 años ha de pasar la noche en solitario en un lugar sagrado. Tras una ceremonia de iniciación con el peyote ha de esperar a que aparezca el espíritu de su animal protector y entonces los adultos regresan para recogerlo. Aprende a recibir espíritus y ya no vuelve a tener miedo. Yo siempre les digo a mis nietos: ¿Ustedes se creen que cuando me vaya de esta realidad voy a dejar de quererlos? No, estaré siempre acompañándolos.
Nos avisan que están todos fuera listos para el desayuno. Me presentan a los hermanos de Alfredo Longoria, Ataúlfo y Gilberto, que se ufanan en arrancar un tractor. Aunque son bilingües, hablan en inglés entre ellos. Reparten café con marranitos, unos bollos con forma de cerdo, y empanadas rellenas de dulce de batata. Luego la mujer de Alfredo nos sirve tortillas de maíz con salsa y carne deshilacha. Es la giba del bisonte, tierna como el morcillo. La ha preparado envolviéndola en tela de saco humedecida y enterrándola durante toda la noche en un hoyo sobre una manta de brasas. Se hace igual que la cabeza que, para Ted, es la parte más sabrosa. Sobre las brasas del pozo de medio metro se colocan ladrillos. A la cabeza se le echa sal y se envuelve, primero en papel de plata y luego en un saco que se moja y se ata con alambres. Se coloca encima de los ladrillos, se tapa con una plancha de uralita, con más brasas encima y se mete una cañería para que respire. La carne, que se deshace en tiras con el empuje de un tenedor, y los ojos se aprovechan para tacos en el desayuno. Luego se casca la calavera y se comen los sesos. Yo estoy con la joroba. Me sabe a gloria y repito varias veces por temor a no volver a probarla en mucho tiempo. Acompaña el banquete una cerveza. Una Chelita bien fría. Los Longoria prefieren la Netro Light porque es la más barata. A noventa y nueve centavos. Vas al supermarket, dicen, y siempre encuentras grandes pilas de todas las demás marcas, sin embargo, donde debería estar la Netro, queda sólo el hueco. Ni modo. Exprimo un poco de lima encima de la lata. Le añado una pizca de sal, tiro de la anilla y... Ah, formidable, mano. Hay que ponerse en marcha. Comienza la acción.
Lo primero es purificar a los participantes. Nos juntamos en un círculo. Ted prende fuego a un manojo de salvia, se pone a dar vueltas alrededor de nosotros y nos envuelve en el humo, utilizando como abanico una pluma. Es de águila calva. Otros hermanos usan las del cóndor, las del halcón o las del gavilán. Cada tribu luce las plumas del ave que vuele más alto en su territorio o, lo que viene a ser lo mismo, las del animal que consigue acercarse más al creador. Las plumas no son un adorno, sino una antena para comunicarse con los espíritus. O sea, como la parabólica con la que pillo yo el Canal Digital. Herrera levanta sus manos hacia el cielo y pronuncia un rezo en el idioma de sus ancestros:
Kio ye’n panate’l wemu’k pamesai’, ye’ ye’n.
Emna’ ayema ment nawaso’l ko’p
Emna’ ayema ment nawso’l wakate’
Ye-ina’n elia’wa-ite nawi’
Ye-ina’n elia’wa-ite ment mete’l.
Maptama’k emna’ ayema’ nawi’ swahue’l.
Ye’n aneluem apakam nawi hak ye’n kayase’l hak Emna’ mete’l wama’k.
Creador, soy yo, serpiente de cascabel en medio de una tormenta de granizo. Escúchame. Tú diste medicina a mi pueblo. Tú nos diste bisontes y nosotros los perdimos. Perdimos nuestro espíritu. Ahora que tú nos los devuelves, yo los conduciré en mi corazón hasta tu mundo espiritual. El capataz, Alfredo Longoria, Fredy, recibe la misión de partir a localizar los trofeos. Pido permiso para subirme a su ranchera y, en compañía de Blacky, un perro negro ensartado en una camiseta, nos adentramos por los senderos del Shape Ranch.
Los pastos saludables proporcionan alimento, cobijo, escondite y un buen lugar de reproducción para decenas de especies. Vemos un conejo de cola blanca, codornices, un arrendajo azul, un águila kara-kara, un halcón blanco, un ciervo, heces de jabalí... Pero ni rastro de nuestro objetivo. Por lo visto, salvo en la época de apareo, cuando se reúnen todos en una gran manada, los bisontes viven en familias como los elefantes y no resulta fácil dar con ellos. Las pozas de agua constituyen un paraíso para las aves acuáticas. Fredy me explica que el ganado vacuno no sabe buscar bebida. Para una vaca, alejarse a más de media jornada de un bebedero puede significar la muerte. Por ello solían concentrarse en las orillas, defecando en el agua y cerrando la puerta a otras vidas. El bisonte, sin embargo, viaja y abre agujeros golpeando el suelo con su enorme cabezota e hincando la pezuña en busca de manantiales. Tampoco se echa la siesta bajo los árboles. Su piel es un aislante térmico contra solanas, vientos y heladas. No le asustan ni los cincuenta grados en Tejas, ni los cuarenta bajo cero en Dakota. Durante los meses de marzo y abril se desprenden del pelo. Con sus lanas los pájaros hacen nidos y los ratones las guardan en sus agujeros para utilizarlas de calefacción en el invierno. Tampoco lo intimidan las tormentas, al contrario, avanza contra ellas para atravesarlas cuanto antes.
Cada bisonte necesita unas diez hectáreas de pasto. Terreno que cada macho va a defender sin escatimar esfuerzos. Existen dos motivos por los que los machos se llegan a enzarzar en una pelea. El primero es sexual: la lucha por una hembra. Ocurre a finales de junio o en la repesca de primeros de septiembre. Ambos contendientes suelen ir de farol. El que gana, lo hace sin demasiado esfuerzo. La otra razón la marca el dominio sobre un territorio. Aquí el tema es mucho más serio. Las peleas son brutales y terminan en muerte. En el Shape Ranch cuentan con doscientas cincuenta cabezas. Cabrían el triple, pero Sunny quiere evitar que en épocas de sequía haya que recurrir al heno. No comparte la filosofía de Ted Turner, fundador de la CNN, que a pesar de poseer dos millones de hectáreas repartidas en varios estados (Nebraska, Nuevo México, Montana...) y una cabaña de treinta mil bisontes, sigue las leyes de la economía vertical y engorda a sus animales en comederos para conseguir chuletones de aspecto convencional que luego vende en su propia cadena de asadores Ted Montana’s Grill.
¡Ahí los tienes!, exclama Fredy. ¿Ves a la vaquilla? Tardo en visualizarla porque sus lanas rubias se mimetizan con el amarillo de las pajas. Sí, ahí están, a unos cien metros escasos. Encima de la colina. Como en las imágenes estereoscópicas de El ojo mágico, de pronto se recortan del paisaje las siluetas de una treintena de bichos. Enormes cabezas, marrones y negras, con ojitos diminutos. Un macho levanta la cara. Aunque no nos vea, puede olernos. Con el viento a favor te descubren siempre, me susurra Longoria. Paramos junto a uno de los pump jack, las bombas de extracción de petróleo que llevan más de treinta años chupando del subsuelo un barril diario. No es mucho, pero ayuda a pagar impuestos.
En la costa este cuando adquieres una parcela te conviertes en el propietario de todo el terreno. Si aparece un tesoro es tuyo. En el Oeste, sin embargo, los españoles aplicaron el concepto que regía en el Imperio: el derecho de propiedad se extendía hasta un metro por debajo de la superficie y, desde allí hasta el magma, le pertenecía a la Corona. Esto no significa que el gobierno sea dueño de todo el subsuelo de Tejas, Arizona o Colorado; pero implica que en esos estados una misma parcela puede tener dos propietarios. La gente ha ido comprando y vendiendo sin ser consciente de que, a veces, en el contrato no se incluían los derechos minerales. Como a nadie le afectaba, tampoco existía motivo para la preocupación. La sorpresa llega ahora que, con la angustia por desligarse de la dependencia del petróleo, las prospecciones en busca de gas natural se multiplican como hongos. Rancheros que poseen terrenos maravillosos descubren que no pueden impedir que les agujereen el pasto y les coloquen las torres. Les destrozan el paisaje sin nada a cambio. Las compañías petroleras llegan con una orden de explotación firmada por los dueños del subsuelo y, con ella en la mano, la ley los autoriza a actuar siempre y cuando se alejen a una distancia mínima de ciento ochenta metros de la vivienda.
Chup, chap, chup, chap. Aquí para producir un barril de petróleo las bielas metálicas bombean doscientos cincuenta de agua. Ambos líquidos se separan en un filtro y el oro negro va goteando despacio, como el café de la Melita, a un tanque. Huele a asfalto. Fredy me cuenta que el pan nuestro de cada día es la historia de alguien que regresa a su casa y se la encuentra inundada del petróleo que se le ha salido por la grifería. Lo hay por todas partes pero no suele ser rentable su extracción. Para Sunny, que ostenta la propiedad del subsuelo del Shape Ranch, un barril diario en cada pump jack significa un cheque valioso a final de mes. Quizás no para retirarse e irse de por vida a las Bahamas, pero sí para pagar el crédito bancario en un plazo de diez años.
Buscamos ejemplares maduros. El macho adulto pesa novecientos kilos, el doble que una vaca. En los primeros dos años de vida el bisonte aporta todo el alimento a la construcción de una osamenta que impresiona, pues las costillas recubren también la parte de la joroba. La giba del bisonte no es un lugar para almacenar alimento como en los camellos. Se trata de un potente músculo que sujeta la enorme cabeza, tan pesada, que sin ella se iría a tierra. La empiezan a desarrollar, junto al resto de la musculatura a partir de los cuarenta y ocho meses. La hembra es fértil al cumplir los 3 años y lo sigue siendo hasta el final de su vida, que suele rondar los 20. Intentamos atraerlos hacia el camino para facilitar a los hermanos Longoria la tarea de arrastrar con el tractor las piezas cobradas al camión. Alfredo tiene un truco. Agita un cubo metálico en el que ha echado un puñado de caramelos de alfalfa. Los bisontes reconocen el sonido porque el capataz los ha ido enseñando a interpretarlo. Es la única concesión del rancho en su política de no intervención con los animales. Una, dos, tres vibraciones del enorme sonajero y vienen a la carrera. Son rápidos y fuertes. Sus poderosas paletillas les permiten alcanzar una velocidad punta de cuarenta y ocho kilómetros por hora en las dos primeras zancadas. En las distancias cortas ganarían a un caballo sin problemas. Se mueven como una bandada de pájaros. Sus cuartos traseros son ligeros y giran sin perder un ápice de velocidad en la maniobra. El animal situado a la cabeza hace de mando a distancia. Si cambia el rumbo, todos lo siguen. Si el líder decidiera embestirnos, el resto nos pasaría por encima.
Avisamos al grupo por el móvil. Llegan los refuerzos en camioneta. Sunny sujeta con firmeza un rifle mágnum del 44. El arma que portaba Clint Eastwood en el papel de Harry el Sucio. Balas de diez con nueve milímetros que consiguen un tremendo impacto y, sin embargo, no atraviesan el cuerpo del animal. Si lo hicieran, comenta, podría malherir a otro bisonte con el mismo disparo. Se baja de la ranchera y se aproxima a la manada. A pocos metros. El cazador parece concentrarse de pronto en los apuntes robados en las mañanas de sus cursos en el Instituto Omega. Sunny afronta el disparo al búfalo como el ritual de un sacramento, más que como una tarea necesaria para llegar a los frigoríficos de HEB. Los indígenas, me había relatado Ted Herrera durante el desayuno pantagruélico, pensaban que no tenían poder para cazar bisontes y que exclusivamente lo conseguirían aquellos guerreros que mantuvieran un corazón puro. Los que fuesen nobles con la naturaleza y aplicaran el principio de que la caza auténtica preserva a las dos especies: la del cazador y la del cazado. Si el indio era capaz de alcanzar este estado, el bisonte vendría a entregarse voluntariamente. ¡Pum! El impacto retumba en todo el valle y cae la primera víctima. Espero en tensión una estampida... que no llega a producirse. Recuerdo un pasaje del altamente recomendable libro de Dan O’Brien, Buffalo For The Broken Heart, en el que afirma que los animales salvajes entienden mejor que los humanos que la muerte forma parte de la cadena de la vida. Para mi asombro, los bisontes más grandes se acercan al difunto. Lo huelen, lo tocan con la pezuña. Permanecen a su lado. Entonces caigo en la cuenta de que el bisonte no muge, sino que gruñe y de que su presencia tan cercana desprende un olor azucarado.
Si el tiro acierta el punto mágico, siete centímetros por debajo de la oreja y otros siete en dirección a la nuca, el bisonte se desploma como una torre. Si fallas, se vuelve peligroso, segrega la adrenalina que intentabas evitar, y más vale que tengas a mano un puñado de balas. En realidad no se trata de una cacería, puesto que no hay que rastrear los trofeos, sino más bien de una cosecha. Al igual que la uva recogida para el vino, la hierba de las praderas varía cada año. Dependiendo de los calores, los fríos, las lluvias o las sequías, la carne coge un gusto especial cada temporada. ¡Pum!, ¡pum!, ¡pum! Caen hasta un total de seis en una maniobra que se antoja mecánica pero que a Sunny no le resulta sencilla. Cuando sientes verdadero respeto por el animal, te ves envuelto emocionalmente. Resulta muy intenso. Se acerca a comprobar que las víctimas no necesitan un tiro de gracia. Los bisontes también parecen respetarlo. Se pasea entre ellos, como un torero, aguantándoles la mirada.
Ted bendice a los animales caídos con agua sagrada que ofrece a los cuatro puntos cardinales en honor al Padre Cielo y a la Madre Tierra. Creador, Abuelo Bisonte, Tú le diste poder a nuestro pueblo. Gracias Abuelo Fuego, Hermano Mayor Ciervo, Espíritu de las Aguas. Gracias. El resto de la manada se va retirando paulatinamente mientras Herrera inicia un cántico para notificar a sus ancestros que seis nuevos espíritus van en camino y han de salir a recibirlos. El agua bendita es de peyote. En Estados Unidos hay que documentar al menos un cuarto de sangre indígena en las venas para que te consideren indio. Superada esa prueba, se puede solicitar el ingreso en la Iglesia de los nativos americanos para que te extiendan un carné de miembro. Es la única manera de manejar peyote sin que el departamento de Salud Pública te denuncie por utilizar estupefacientes. Yo pertenezco a la Iglesia nativa de Río Grande, me confiesa Ted. Es un puro trámite legal. Nosotros no necesitamos iglesias para celebrar nuestros ritos y respetar nuestras tradiciones. Pero así están las cosas. En Carrizo Springs hay muchos que son indios y no lo saben o no quieren saberlo. Se creen que son mexicanos y, si se lo cuentas lo niegan, se enfadan y puedes buscarte pelea.
Ya está. Ahora el que pruebe la carne de bisonte se beneficiará de la vida saludable que llevaban en la pradera. El veterinario coge muestras de sangre, agita el tubito y da el visto bueno. Ataúlfo y Gilberto, Gilbert and Ulfo para el resto de los allí presentes, amarran las patas del primer animal con cadenas que fijan a la pala del tractor. El brazo mecánico alza despacio toneladas de puro músculo que va depositando en el camión nevera. En dos horas estarán en manos del carnicero. Por la tarde el capataz regresará con las pieles y las cabezas.
Si los animales se sacrifican en invierno, la piel vale para hacer mantas y alfombras, ya que la lana está pegada al cuero. En el resto de las estaciones, como pierden el pelo, se confeccionan botas, guantes o chalecos. A los motoristas les encanta la suavidad de las prendas de cuero de cíbolo, que es como llamaban a los bisontes los indígenas. Cada piel viene a pesar unos veinticinco kilos y tiene una pulgada de ancho a la altura de la giba. Las mujeres de las tribus las trabajaban hasta que se podían doblar y coser. Ahora hay que encargarle el trabajo a curtidores civuleros y no es fácil. La mayoría trabajan con metales pesados cuya utilización ya está abolida en casi todo el mundo. Las calaveras son para Ted. Las va a pintar y luego las venderá por unos mil euros en el Pow Wow, la Reunión de las Naciones Indígenas, que se celebra anualmente en Nuevo México. En el campus de la Universidad de Arena, en Albuquerque, se reúnen representantes de más de cincuenta tribus. El reto consiste en conseguir un tambor más grande que el de la anterior convocatoria. Cuanto mayor sea el tambor, más gente se pondrá a bailar. Cuantos más bailen, más personas se acercarán atraídas por el colorido a la muestra. La artesanía indígena se originó como consecuencia de las ofrendas. La tradición marca que se debe ofrendar lo mejor que uno tiene. Consiste en hacer el sacrificio de perder algo valioso. Si no consiguieras lo que has pedido, es porque no realizaste tu ofrenda de un modo sincero y, al Creador, no se le puede engañar. Ted, que se crio comiendo carne de armadillo, según él tan jugosa y tierna como la del cerdo, se gana la vida decorando las calaveras y se muestra satisfecho. En Real de Catorce conoció a un chamán que le dijo: Cortaron nuestras ramas, nos cortaron el tronco, pero no pudieron esquilmar nuestras raíces. Él se dispone a traspasar el orgullo de saberse indio a sus nietos. El respeto a la vida y a la naturaleza. Pero no voy a ir a caballo, eh, aclara. Me parece que mi Ford tiene mejores prestaciones que las monturas de mis ancestros.
La cosecha se ha realizado sin el estrés del matadero que suele oscurecer la carne. La del bisonte es rosada y con la grasa amarilla, que es su color natural. En el matadero la van a despiezar y la envasarán al vacío. En la tienda cuesta el doble que la de vaca y su consumo es aún minoritario, pero un incipiente movimiento social que avanza con firmeza en apoyo del cultivo orgánico, de los proveedores locales y del respeto a la filosofía de los chamanes indígenas empuja al bisonte hacia su nicho natural. De momento, un total de trescientos cincuenta mil ya han retornado a las praderas.
Nosotros retornamos a las nieves de casa. Hacemos noche de nuevo en San Antonio. Toca agradecerle el viaje a los Fitzimons. Cenamos en un restaurante francés que, como todos los restaurantes franceses de Estados Unidos se llama Le Petit Bistro. En la mesa de al lado, Parker, el de los Spurs, disfruta en compañía de amigos. Esa noche me toca dormir en el cuarto de Patrick. El techo está forrado de corcho y repleto de pósteres. Qué mejor sitio para las estrellas que el propio firmamento. Sobre la almohada vigilan mis sueños Jimi Hendrix, los Blues Brothers, Steve McQueen que escapa en moto de la cárcel, Bruce Lee, la cerveza negra Guinness extra stout, un cartel de «Se busca Francisco (Pancho) Villa, 5.000 dólares de recompensa» y Natalie Merchant que vigila desde la portada de Tigerlily. Se me cierran los ojos. Un momento. La chica morena del techo ¿no es la misma que me paró hace un par de semanas en la puerta del cine de Rhinebeck?
Por la mañana, Sunny nos conduce al aeropuerto y, junto a las maletas, deposita una nevera portátil para transporte de congelados. ¿Y eso? Medio en serio, medio en broma, le había mencionado en el viaje el talento de Miguel Ansorena, el asador navarro que maneja como nadie las carnes a la parrilla y ofrece el mejor chuletón del mundo en el restaurante Imanol de Madrid. Es un regalo de la casa para que lo prepare tu amigo el cocinero, me deja caer con una sonrisa. Adviértele que no la castigue con fuego demasiado fuerte, o le quedará muy seca. Agradecido abrí el contenedor de corcho blanco y encontré varias piezas envasadas al vacío y congeladas como rocas. Gracias, pero ¿cómo las llevo a Madrid? Igual que van a viajar a Nueva York. Cuando vayas, las sacas del congelador y las vuelves a meter en esta caja con hielo industrial. ¿Hielo qué? No te preocupes, lo venden en cualquier sitio. Nos dimos un abrazo. Gracias. De corazón.