12
Julio

Cuando en 1999 Mohamed Al Fayed recibió en su despacho de los almacenes Harrods la negativa del secretario de Estado Jack Straw a concederle la nacionalidad británica, el egipcio sintió que la rabia le subía desde lo más profundo de sus entrañas y se le agolpaba en el corazón en forma de pálpitos desbocados. Era la segunda vez que el gobierno de su graciosa majestad lo dejaba con la miel en los labios. La noche anterior, el multimillonario había estrechado la mano a Tony Blair en un acto público y nada le había dejado entrever el portazo en las narices que ahora le pegaba la diplomacia. Cogido por sorpresa, de su agitada mente nublada por la frustración solamente acertó a despegar una idea: la de reunir toda su fortuna y abandonar cuanto antes el territorio que le negaba la adopción. Inundaba su alma un espíritu de revancha parecido al que, un siglo y medio antes, sintiera en aquella misma city un acaudalado científico de origen francés.

Al Fayed terminó optando por mantener sus inversiones; James Smithson, por el contrario, legaría todos los bienes al gobierno de Washington, y cambiaría para siempre el destino de la entonces floreciente capital de Estados Unidos. Ejercía de este modo su personal venganza contra la rigidez del sistema británico que, por el hecho de haber sido un hijo bastardo del duque de Northumberland, le había negado el derecho a utilizar el apellido de su padre.

Nació en Francia en 1765 con el nombre de Jacques Louis Macie, de la unión ilegítima entre sir Hugh Smithson y su amante Elizabeth Hungerford Macie, viuda de un hombre emparentado con la familia real, de quien heredó una considerable fortuna. Tras estudiar en la Universidad de Oxford, condujo diversos estudios en química, mineralogía y geología, fue elegido miembro de la Royal Society de Londres y viajó por Europa intercambiando conocimientos con los científicos más notables de la época. Al final de sus días, James Lewis Smithson, que jamás cruzó el Atlántico ni tuvo relación con el universo que se abría al oeste del viejo continente, dejó escrito en el testamento que su patrimonio había de abandonar el Reino Unido y ponerse a disposición del Congreso de Estados Unidos.

El documento explicaba que, para disponer del dinero, sus señorías deberían de respetar escrupulosamente la voluntad del donante y destinar hasta el último céntimo[47] recibido a la creación de un organismo que sirviese para incrementar y difundir el saber entre los hombres. Los diputados de la casa de representantes aceptaron y, en la actualidad, el Instituto Smithsonian de la ciudad de Washington es el complejo museístico más grande del mundo; cuenta con un total de diecinueve museos y nueve centros de investigación y maneja un presupuesto anual cercano a los setecientos millones de dólares.

Situado en la orilla este del río Potomac, sus edificios rodean la inmensa explanada que albergó en 1969 las manifestaciones multitudinarias contra la guerra, en 2004 la marcha de mujeres en favor del derecho al aborto y, recientemente, las protestas contra la política de Bush en Irak. Está en medio del National Mall, una zona declarada Parque Nacional que acoge, entre otros, los pabellones de los presidentes Washington, Lincoln y Jefferson y donde se inició en 2006 la construcción de un monumento a la memoria de Martin Luther King. Será el último que se levante porque en los terrenos no queda espacio para nadie más; el resto de personalidades que pasen a la historia tendrán que ser recordadas en otras zonas.

Llegar al Smithsonian constituye un agradable paseo, especialmente si es abril y están florecidos los cerezos que el alcalde de Tokio regaló en 1912 a la ciudad para realzar la amistad de entonces entre Japón y Estados Unidos. Caminar le permite a uno contemplar las fachadas de edificios tan emblemáticos como la Casa Blanca o el Capitolio y acercarse al conmovedor muro soterrado que conmemora a los caídos en la guerra de Vietnam.

La joya arquitectónica de todo este complejo se encuentra ya pegando al barrio chino. Es un edificio de estilo griego clásico que alberga el Museo Nacional de Arte Americano[48]. A mí me llevó a visitarlo Sarah cuando éramos novios, a finales de la década de 1980 porque ella había realizado unas prácticas en el taller de enmarcado y guardaba un recuerdo excelente del sitio. Nos detuvimos primero en la National Gallery atraídos por una curiosa exposición titulada Las pinturas de Helga. Consistía en un sinfín de retratos de una mujer con aspecto de europea del Este y mirada lánguida, que posaba en diferentes paisajes de ensueño. Por lo visto su autor, Andrew Wyeth, se había pasado media vida dibujando a su vecina a escondidas (de su esposa, de su marchante y del resto de la humanidad) hasta que el secreto salió a flote. Digo yo que lo descubrirían porque siendo el hombre tan prolífico debía de tener en el estudio más cuadros que armarios donde ocultarlos. Compramos el cartel, que duró con nosotros muchos años enmarcado en la pared y ahora lleva algunos castigado contra ella en el cuarto de la plancha, y nos metimos en el Museo Nacional de Arte Americano.

De aquel partenón creo que lo recorrimos todo. Sin prisa, pero sin demasiada pausa, porque ninguno de los dos somos de aguantar excesivamente delante del mismo paisaje. Sin embargo aquellos tabiques rezumaban una atracción especial: era como si los artistas se hubiesen propuesto resumirnos la compleja historia de Estados Unidos en algunos fotogramas magistrales que no precisaban la ayuda de ningún diálogo. De allí colgaba la Gente tomando el sol de Edward Hopper, el Hombre en chaleco de William Johnson, o los Campos nevados de Rockwell Kent. Y también, quién lo podría haber imaginado, la fascinante galería India de un explorador desconocido llamado George Catlin.

Catlin fue un abogado que se propuso registrar para la posteridad las costumbres y modos de vida de los nativos que poblaban América, antes de que desapareciesen para siempre. Metido a aventurero, antropólogo y dibujante viajó incansablemente por todo el continente. La colección del Smithsonian cubría los miles de kilómetros que recorrió entre 1830 y 1836, con el fin de seguir la ruta abierta por la expedición de Lewis y Clark[49] y sus contactos con cincuenta de las tribus que habitaban en lo que hoy son los estados de Dakota del Norte y Oklahoma. Intentó vender sus retratos al Congreso, pero los diputados declinaron la oferta. En Europa exhibió su obra acompañado por algunos miembros de las tribus iowa y ojibwa, creando así el primer espectáculo del Lejano Oeste. El último rey francés, Luis Felipe, quedó tan prendado de estas actuaciones que invitó a los indios a actuar en palacio y le ofreció a Catlin para sus pinturas el Museo del Louvre. Baudelaire escribió tras asistir a una de estas funciones que «estos salvajes nos hacen comprensible la escultura antigua y consiguen que soñemos con la grandeza homérica».

Con la maestría propia de los grandes genios, Catlin había conseguido atrapar en estampas sublimes los momentos cotidianos de la vida en las praderas. En aquella galería se mostraban retratos de jefes, de guerreros, de mujeres y de sabios de la medicina que te observaban impasibles desde el lienzo, como aguardando a que les dirigieses la palabra para arrancar a contarte su verdadera historia. Destacaba un jefe de la tribu de los pies negros cuya mirada melancólica intuía ya todo lo que habría de acontecerle después a su pueblo. Había decenas de personajes rodeados de ese tipo de grandeza que se ajusta al espíritu de la leyenda y, sorprendentemente, otros tantos que se alejaban a velocidad de vértigo de los estereotipos. Así, junto al grandilocuente perfil de Nube Blanca, aparecía un pobre sioux con pinta de pringado que respondía al triste nombre de Cabeza de Huevo.

Aquella exhibición me impactó tanto que su recuerdo permaneció conmigo durante largo tiempo. Sin embargo, cuando John Raucci me pasó un ejemplar de Cierra la boca y salva tu vida, cuarta edición considerablemente aumentada, con veintinueve ilustraciones del autor e impresa en Londres en 1870, no se me ocurrió enlazar el libro que tenía en mis manos con aquella página anterior de mi vida.

Después de nuestro encuentro en el parque de Red Hook, aquella mañana en que me quedé fascinado con la movilidad en los dedos de los pies de sus hijos, que me aseguraron que habían recobrado en tan sólo dos temporadas de ignorar el calzado, los encuentros con John se hicieron más frecuentes. En uno de ellos, mientras apurábamos una taza de té y observábamos cómo los gansos del Canadá se posaban sobre el estanque Shook, le recordé su conversación inicial camino del aeropuerto Kennedy. Me dijiste que tu regla de oro se basaba en dos premisas. En tres. Bueno, antes de complicarlo todo aún más, yo recuerdo que mencionaste el correr descalzo y la respiración por la nariz. Sí. ¿Entonces? Entonces, ¿qué? Entonces qué narices de importancia tiene la segunda. Ah.

Raucci comenzó a relatarme de nuevo los orígenes de su interesante teoría. Me contó que su hijo David, el segundo, comenzó a los catorce años a entrenar con el equipo Varsity[50] de atletismo del instituto de Red Hook y que, a solamente un mes del inicio de las competiciones, contrajo una neumonía que lo sacó de las pistas. Le diagnosticaron asma y hubo de aprender a vivir conectándose a menudo a un inhalador. Preocupado por el estado de su hijo, John se puso a pensar qué podría haber afectado de aquella manera el sistema respiratorio de un joven con una aparente salud de hierro. Repasó los métodos de entrenamiento y no pudo hallar ninguna anomalía. David afrontaba las carreras con la misma técnica que el resto de los corredores del universo: cuarenta y cinco aspiraciones por minuto tomando el aire por la boca.

Volvió de nuevo la mirada hacia los nativos del continente y encontró una fórmula sagrada que aplicaban a rajatabla a lo largo de sus vidas: la respiración nasal. Intentó preguntarse el porqué; cotejó aquellos datos con la experiencia profesional de algunos gurús mundiales del deporte y se le encendió la luz. Por ello, cuando en el International World Sports de Seúl el mediano de los Raucci cruzó la meta en primer lugar, iba respirando por la nariz a un ritmo de quince inhalaciones por minuto.

La semilla de ese cambio milagroso se había iniciado con la lectura del libro que en aquel momento examinaba yo con un mimo extraordinario. Pasaba las hojas con el respeto que uno le debe a los escritos antiguos y, al toparme con la ilustración de un bebé en la página 18, el dibujo me transportó de golpe al olor dulce de las cerezas, al calor apacible del sol de verano en Washington y al retrato de un personaje de nombre Che, no Guevara sino Ahkatchée, esposa del jefe iroqui Serpiente de Cascabel, en las paredes del Museo Nacional de Arte Americano.

La mujer de la galería India mecía en su regazo un capacho rudimentario idéntico al que aparecía insertado en el texto de Cierra la boca y salva tu vida. Una tela decorada con figuras geométricas enrollaba al bebé con firmeza a un pequeño tablero sobre el que reposaba su espalda. Con la cabeza recostada en un cojín, el infante permanecía atento a los sonidos y a los destellos de las campanitas y los objetos brillantes que colgaban de un asa circular que, partiendo de ambos lados de la almohada, cruzaba por encima de su ángulo de visión. Algo así como la hamaca de oso amoroso que venden en el Toys R Us, pero en versión Edad de Hierro. Desde luego, de no ser por el intrépido aventurero de Pensilvania que dedicó su vida a retratar a los indios, jamás hubiera sospechado un paralelismo entre el modo de criar a los recién nacidos en La liga de las seis naciones[51] y la Rainforest Bouncing de Fisher-Price.

Así que aquel tratado lo había escrito el mismo George Catlin que me había cautivado a mí con sus óleos. Cierra la boca y salva tu vida, ilustraciones del autor. Fechado en Río Grande, Brasil, en 1860. Publicado en Londres diez años más tarde. Aderezado con una moraleja milenaria: H’doo-a, h’doo-a, won-cha-doo-ats. Endereza el arbusto y conseguirás un árbol recto. Respiré hondo, por la nariz, y me sumergí en su lectura.

«... He dedicado la mayor parte de mi vida a visitar las razas nativas del sur y el norte de América. He estado con ciento cincuenta tribus, que suman en total más de dos millones de almas, y he sido testigo de su excelente forma física, que contrasta con la alta tasa de mortalidad y las numerosas enfermedades y deformidades de los pueblos civilizados.

»... la mitad de los nacidos en Londres mueren antes de alcanzar los 5 años y, de éstos, la mitad fallecen antes de cumplir los 28. Rezan las sagradas escrituras que el hombre fue creado para vivir 70 años[52] y sólo uno de cada cuatro ingleses se convierte en un adulto.

»... Los indios no conocen prácticamente la mortalidad infantil. Si ellos, que suelen tener dos o tres hijos de media por pareja, soportaran las mismas tasas de mortalidad que los europeos, hace tiempo que se habrían extinguido.

»... Los bebés de las tribus nativas de América son colocados siempre boca arriba, con la espalda recta sobre una tabla y una almohada cóncava bajo la cabeza. De este modo la barbilla queda inclinada levemente hacia delante, e impide que se descuelgue la mandíbula inferior y que se abra la boca durante la noche para favorecer la sana respiración por las fosas nasales.

»... Cuando una humilde mujer en la selva termina de dar el pecho a su hijo le junta los labios con mimo y lo pone a dormir al aire libre. Los bebés occidentales no necesitan aire caliente y dormirían mejor con sus cabezas asomadas a la ventana que bajo los brazos de sus madres[53].

»... Igual que los pájaros no necesitan implementar la calidad de construcción de sus nidos, los indios no parecen darle importancia a la comodidad del cabezal; conformándose con un pequeño bloque de madera o una piedra que les eleve la frente. Nuestras almohadas han aumentado tanto su tamaño que reposamos sobre ellas nuestros hombros, y eliminamos así el objetivo primordial de impedir la apertura de la boca.

»... La boca fue ideada para masticar y la nariz para purificar y calentar el aire. No existe animal en la naturaleza, a excepción del hombre civilizado, que duerma con la boca abierta enviando el aire frío de la noche a sus pulmones.

»... Los dientes fueron concebidos para vivir como anfibios, inmersos en la saliva que los alimenta y los protege. Cuando la boca se seca con el aire que entra durante el sueño, se producen dolencias y caídas. Con frecuencia, el hombre civilizado ha perdido todos sus dientes a la mitad de su vida y, en siete de cada diez casos, ingresa en la tumba antes de cumplir los 50. Los indios no conocen ni el dentífrico ni los dentistas. Sus dientes crecen sanos desde las encías como las teclas de un piano y conservan su esmalte impoluto hasta la vejez».

Por lo visto Danzarín Rápido, uno de los catorce jefes iowa que visitó Londres con George Catlin a mediados de 1800, confesó que la característica del hombre blanco que más le había sorprendido era su falta de dientes. Explicó que, además del apelativo «rostro pálido», entre los indígenas era normal referirse al europeo como «bocanegra»; precisamente debido a los pocos dientes que le colgaban de las encías y cuya pérdida atribuían a la cantidad de mentiras que salían por su boca y envenenaban su dentadura.

«... Si los animales perdiesen sus dentaduras, no podrían alimentarse y les sobrevendría la muerte. Qué habría sido ya del ser humano de no ser por el glorioso descubrimiento de la cuchara...

»... Cualquiera que se despierte en la mañana y compruebe por la sequedad de su boca que ha dormido con ella abierta, se sentirá fatigado y con ganas de seguir durmiendo. Se alzará más cansado de lo que se acostó, tomará remedios y pastillas durante el día y, cada noche, sin saberlo, renovará su enfermedad...

»... El aire es el alimento de los pulmones y no del estómago. Aquel que duerme con la boca abierta introduce aire frío e impurezas en su estómago que resultan en enfermedades. Algunos hombres se quejan de que no concilian bien el sueño porque les duele el estómago, cuando la realidad es que les duele el estómago porque no concilian el sueño apropiadamente...

»... El sueño es el gran médico y restaurador de la humanidad. Las fatigas que soporta el cuerpo durante el día se reparan de forma natural durante la noche con una respiración sana a través de las fosas nasales. En un sueño natural y reparador el hombre toma muy poco aire, su pulso se mantiene bajo y, cuando alcanza el máximo grado de reposo, prácticamente deja de existir. Esto ocurre y así ha sido sabiamente ordenado, para que sus pulmones y sus extremidades descansen de las labores del día...

»... Los indios caminan erguidos y derechos y no presentan problemas de columna porque aprovechan las ventajas vitales derivadas de un reposo tranquilo y natural».

Papá... Papá... ¿Cómo que papá? ¿Desde cuando dicen papá los indios? Papá, ¿cuál es el número de España? Era la voz de mi hija Julia, cuyos 5 años quedaban ocultos detrás de la barra de la cocina en la que me encontraba absorto en la lectura. ¿Número de España? ¿Qué número, cielo? El de teléfono de Madrid, para llamar a Marcita. Por fin asomó. Quería hablar con la señora que la había cuidado en España y a la que echaba de menos. Miré la hora y me pareció que era demasiado tarde para una llamada. Mañana llamas, Julia, que Marcia estará ya acostada. Me dijo que bueno, pero que le apuntase de todas maneras el número en una hoja de papel. ¿Para qué lo quieres si no lo vas a utilizar? Ya, pero lo quería. A mí, como dicen por América, algo me olía a pescado podrido, así que omití deliberadamente los prefijos y le apunté las nueve cifras de Madrid. Si intentaba marcarlas le iba a saltar la voz de robot que a mí tantas veces me había sumido en la desesperación: Your call can not be completed as dialed. Please, hang up and try again[54]. Y tu madre más. ¿Eh? No, nada Julia, toma y déjame trabajar, anda. Desapareció de nuevo escaleras arriba y yo volví a lo mío.

Raucci me había asegurado que algunos nativos se tomaban tan en serio las propiedades regenerativas de la respiración nasal nocturna que llegaban a cubrir con vendas los labios de los recién nacidos para impedirles que utilizasen la boca. Otras tribus, al parecer, entrenaban a los jóvenes haciéndoles tomar un buche de agua y poniéndolos después a correr largas distancias sin soltar el líquido de la boca. De esta manera, el agua, además de impedirles un hábito de respiración incorrecto, mantenía hidratado el organismo durante el prolongado ejercicio.

Papá. ¿Qué pasa ahora, Julia? Había regresado con una sonrisita sospechosamente inocente. Oye, papá: si me encierro en el cuarto de baño de arriba, ¿tú puedes escuchar desde aquí lo que yo diga? No. Ah, vale. Se volvió a marchar al trote. No hacía falta ser demasiado inteligente para imaginarse lo que debía de estar tramando. El baño tenía un aparato de teléfono colgado en la pared junto a la taza. Se conoce que, antes de la invención del móvil, ese trasto infernal que ha dejado sin conversación a los taxistas porque los clientes entran y salen hablando por él del coche, los norteamericanos ya habían creado la necesidad de recibir llamadas en los lugares más insólitos y Julia se proponía darle salida a aquel invento.

Descubrir en mi casa un teléfono situado al lado del retrete me había venido a rubricar el culto a la comodidad que uno respira en esta parte del planeta. Para un vago Estados Unidos debe de aproximarse bastante a la definición bíblica del paraíso terrenal. Si no te gusta mover un pelo, no te preocupes que, a cualquier acción que requiera un mínimo porcentaje de esfuerzo físico, alguien le ha buscado ya en América, the beautiful, una solución. Estamos hablando de cosas tan nimias como el hecho de evitar subirse a una banqueta y desenroscar la bombilla fundida de la lámpara del techo. En el armario de las escobas encontrarás un palo largo terminado en una simple ventosa, como la de las flechas del arco que nos traían los reyes con el disfraz de indio en Navidad, patentado en Canadá con el nombre de Roughneck (cuello duro), que se adhiere al globo de cristal de maravilla y lo baja en tres giros del mango. Este homenaje a la pereza viene de largo. De muy atrás. De hecho, en Nueva York he descubierto algunas innovaciones técnicas antiguas que nunca llegaron a España. Se conoce que, como nosotros pasamos del tren de Arganda, que pita más que anda, al Ave de gran velocidad sin necesidad de transiciones, nos perdimos algunos pasos intermedios. Por ejemplo, los televisores en color que entraron en nuestros hogares a mediados de la década de 1970 pertenecían ya a la segunda o tercera generación y venían con un mando inalámbrico en la caja. En Estados Unidos todavía algunas casas conservan televisores antiguos, cuyo mando a distancia, comercializado por Zenith a principios de la década de 1950 y bautizado popularmente con el apodo de Lazy Bones[55], se halla conectado al aparato por un cable largo que cubre la distancia entre el sofá y el presentador del telediario.

¡Pum! El eco seco de la puerta del baño cerrándose de un empujón. Nada grave. Me hallaba concentrado en una historia lejana y no le di mayor importancia a una pequeña travesura infantil. Buena suerte con tu conferencia desde el baño, pensé. No te lo va a coger nadie. Your call can not be completed as dialed. Please, hang up and try again.

Cerré el libro un instante. Si bien resultaba cierto que el modo de vida de los indios reflejado en el apasionado relato de Catlin venía a coincidir con la teoría expuesta por mi amigo, el expedicionario no llegaban en ningún momento a argumentarla y me propuse cotejar aquellos datos con los apuntes que había ido tomando durante mis visitas constantes a Wikipedia, mis consultas a manuales de anatomía y osteopatía y la lectura de diversos trabajos sobre entrenamiento deportivo que John me había ido sugiriendo.

En principio, no parecía demasiado descabellado partir de la premisa de que, en condiciones normales, y Raucci entendía la práctica deportiva como una actividad de lo más natural, resultaba bastante más saludable respirar por la nariz. De entrada, al pasar por sus conductos, el aire se filtra en los pelillos y nos evitamos introducir en el cuerpo un montón de polvo e impurezas; algunas de ellas tan irritantes que nos vemos obligados a expulsarlas inmediatamente, a una velocidad de ciento sesenta kilómetros por hora, a través del estornudo. Además, nuestras fosas nasales vienen equipadas con un termostato natural. En lugar de tragar el aire como venga, la nariz lo calienta en invierno y lo enfría en verano, ajustándolo de forma constante a la temperatura idónea para los pulmones. Este temporizador del sistema respiratorio, obviamente, no consiste en una lámina bimetálica que acciona un compresor eléctrico como en el caso de los aparatos de aire acondicionado. Es un material mucho menos sofisticado al que conocemos vulgarmente por el triste nombre de moco. Elemento de dudosa fama, del que producimos los humanos un litro diario, que luego se encargará de eliminar con resignación el estómago, y que consigue incrementar la humedad del aire hasta un 75 por ciento y mejorar notablemente la temperatura del gas que inhalamos.

Al respirar por la boca, además de perdernos el tamiz de las enzimas que contiene la mucosidad y que son muy eficaces en la caza de bacterias, nos estamos saltando un paso decisivo en la depuración de la clientela: al portero de la discoteca. Justo en la puerta que comunica el conducto de la nariz con el paladar, en la parte superior de la laringe, se encuentran albergados unos pequeños amasijos de tejido linfático, las adenoides, que actúan de vigilantes jurado y se dedican a atrapar a los agentes patógenos que intentan colarse sin permiso de entrada en nuestro sistema.

Hasta ahí el tema parece no tener vuelta de hoja. Pero es que hay más. Si el interior de las fosas nasales presenta un aspecto irregular es debido a que alguien decidió colgar en sus paredes tres finas repisas, los cornetes, que se curvan hasta conseguir el rizo de una concha. No en vano, a estas proyecciones óseas los otorrinos norteamericanos las denominan turbinates, del latín turbo, turbinis, por su capacidad de impulsar el aire hasta la base de los pulmones. Como verdaderas turbinas, lo empujan hacia el interior en dirección tangente para aprovechar al máximo la fuerza motriz que se origina al inhalar. Y el hecho de que el aire llegue al fondo del saco, algo que la respiración por la boca es incapaz de conseguir, tiene una importancia más decisiva de lo que uno podría intuir a primera vista. Como nuestros pulmones se ensanchan notablemente a medida que descienden por la cavidad torácica, el aire entrará en contacto con más superficie pulmonar cuanto más abajo lo enviemos y, por tanto, encontrará un mayor número de vasos capilares dispuestos a absorber el oxígeno. Y ahora viene la segunda parte que, como se canta por sevillanas, es la más interesante.

Por lo visto el cuerpo humano, que es ambicioso y no se conforma con poco, trabaja con dos sistemas nerviosos diferentes: el simpático, que se pone exclusivamente en marcha en situaciones de emergencia, y el parasimpático, que nos permite un funcionamiento normal y eficiente bajo los parámetros de un estado de ánimo relajado. Y resulta, mira tú por dónde, que los vasos sanguíneos asociados al primero están situados en la parte alta de los pulmones, mientras que los del segundo se agrupan en la zona inferior.

Por definición, el hecho de respirar por la boca es una acción reservada a situaciones extremas; muy útil en esos momentos en que la vida te deja solamente elegir entre la opción de luchar o la de salir corriendo. Cuando mandamos aire a la parte alta del pecho, activamos el sistema simpático y ponemos al cuerpo en un estado de alerta. Frente a un tigre, el pánico te incita a aspirar bocanadas rápidas con el fin de provocarte una hiperventilación. La generación de estrés es el recurso que tenemos para poner en marcha la segregación de enzimas capaces de hacernos correr a mayor velocidad de lo habitual o de lanzar puñetazos más salvajes de los que propiciaríamos en circunstancias convencionales. Te coloca en un estado de tensión que puede salvarte la vida en un momento de apuro. Es como si, debido a la emergencia, todas las células del cuerpo le donasen su energía a las que en ese instante necesitan ración doble para poder sacarnos del peligro. Está concebido sólo para un momento, como un último recurso para afrontar una situación desesperada, todo antes que la muerte, porque cuando el cuerpo se encuentra en estado de estrés entra en una pauta en la que sus reacciones químicas lo están, de hecho, arruinando. Y, si éstas se prolongasen demasiado en el tiempo, acabarían definitivamente con él.

Si trasladamos este escenario al mundo del deporte, al respirar por la nariz enviamos el aire hacia la parte inferior del tórax, activamos los nervios parasimpáticos y conseguimos calmar al cuerpo incluso en medio de una actividad frenética. Cuando utilizamos la boca, convertimos lo que debería de ser un pasatiempo placentero en un reto personal y, fruto de esta decisión contra natura, nos iremos sorprendiendo con la aparición de lesiones. El cuerpo humano no parece que fuese inventado para utilizarlo como si en cada minuto nos jugásemos la vida. Algo que explica de maravilla el doctor John Douillard, el hombre de la NBA que dirigió el área de desarrollo de jugadores de los Nets, el equipo de Nueva Jersey. En su libro Body, Mind and Sport, afirma que los profesionales del fútbol americano viven una media de 56 años debido en parte a los enormes subidones de adrenalina a los que se someten en cada entrenamiento y en cada partido.

Según Raucci, la gran mayoría de los entrenadores enseñan a sus corredores a respirar por la boca basándose en la falsa creencia de que, cuanto más aire cojan, más oxígeno asimilará su organismo y más velocidad podrán imprimirle a su carrera. Con ello cometen una doble equivocación porque, para correr más deprisa, no es necesario aspirar una mayor cantidad de aire, sino aprovechar mejor el que uno toma y porque, si el tamaño de las fosas nasales es más pequeño que el del enorme orificio que abrimos en medio del rostro al pegar un grito, no se trata de una mera coincidencia. La respiración pausada, en dosis pequeñas, permite que el oxígeno se mantenga más tiempo en los pulmones, repartiéndose por toda la cavidad y facilitando su absorción en la sangre.

Yo disculpo a los entrenadores porque a todos se nos ha enseñado que el oxígeno es la fuente de la vida y, partiendo de esta premisa, parece lógico deducir que cuanto más alimentemos con oxígeno a nuestro organismo, en mejor forma física nos habremos de encontrar. Sin embargo, al repasar el proceso evolutivo de los seres vivos descubrimos que la respiración no surgió como un modo inteligente de aprovechar el oxígeno del aire sino, muy al contrario, como un mecanismo de defensa contra la terrible toxicidad de este elemento.

Suena el teléfono. Con ese timbre peculiar que tienen los teléfonos en las series americanas. Pero no es el despacho de House, es mi cocina. Me acuerdo de golpe de que yo vivo en un telefilm y me lanzo a contestarlo. Hello? Hill residence? La voz de un desconocido me pregunta que si ésa es la residencia de los Hill. Tenemos el contrato con Frontier a nombre de mi esposa, así que le respondo afirmativamente. Me pregunta que si soy yo el señor Hill. Le digo que no. Me dice que quién soy. Le respondo que el dueño de la casa y me salta, muy sorprendido, con un pero ¿no me acaba de decir que en esa casa viven los Hill? Comienza una conversación de besugos. No tengo ningunas ganas de explicarle a un tipo que no sé ni para qué ha llamado que, aunque en Estados Unidos lo habitual es que la esposa tome el apellido de su marido, Sarah prefirió conservar el de su familia. Me pide que me identifique. Pero, bueno, ¿y eso? Me dice que ha recibido en su número una llamada desde el mío. Le facilito con resignación mi nombre y le aventuro que debe de tratarse de un error. Entonces me pregunta que si tengo algún problema en mi domicilio. Le respondo que no, que gracias y me cuelga. Pero ¿quién es este pavo? Al final caigo: era el que tiene que venir a arreglar el lavavajillas. Probablemente lo he entendido mal y lo he mandado al carajo sin querer. Ya le volverá a llamar Sarah. El teléfono es el peor enemigo de un extranjero porque, como ni ves los labios ni adivinas las intenciones de tu interlocutor, te enfrentas al idioma en pelota picada. Sigo dándole vueltas al asunto. También podía tratarse de alguien que intentaba verificar mis datos para venderme algo. Aquí te llaman cada diez minutos de una organización distinta para pedirte un donativo. Lo malo es que, como todo va por siglas, a veces no sabes ni de qué te hablan y, para quitártelos de encima, terminas diciendo que sí a gentes que, en condiciones normales, no les darías ni un céntimo. En la última encerrona en que me vi envuelto, estaba convencido de que solicitaban ayudas para un centro de acogida de animales. Empezaron a marearme con las siglas para arriba y para abajo y, claro, por no colgarles de golpe, que siempre resulta muy violento, accedí a mandarles un cheque para la causa. A los pocos días me llega una carta de la escuela de perros de la Policía, junto con una pegatina para colocar en el coche que dice «Yo Soy Amigo de Las Fuerzas del Orden». Casi me da un soponcio.

A los norteamericanos les encantan las siglas y más vale que te vayas familiarizando con ellas asap[56] si no quieres perderte en la conversación continuamente. No me refiero a los acrónimos convencionales, como los utilizados de forma habitual en cualquier país para designar a sus empresas y organizaciones. Éstos se aprenden a base de leer periódicos y no necesitas analizar el origen de cada una de las palabras que los conforman para entenderlos. Quiero decir que, a fuerza de toparte con ella en repetidas ocasiones, terminas relacionando la NAACP[57] con la organización que representa los derechos de los norteamericanos de raza negra, sin necesidad de saber exactamente lo que significa cada letra; igual que nosotros asociamos al Polisario con la gente de la ex colonia española sin que nadie se acuerde de que son el Frente Popular para la Liberación de Saguía el Hamra y Río de Oro.

El problema surge cuando las frases abreviadas invaden la vida cotidiana. Es cierto que en español decimos usted en lugar de vuestra merced, hidalgo en vez de hijo de algo, o informática para suplir las dos palabras que definen el concepto inicial de información automática; pero es que en Norteamérica, cada vez que se presenta la oportunidad de reducir al mínimo una expresión, se encargan de encogerla con todo el entusiasmo. Se trata de un país de jíbaros lingüísticos, te lo digo yo.

Junto a algunas siglas que nos resultan familiares, como el telegráfico S.O.S., Save our Souls, salvad nuestras almas, hay que afrontar un torrente de mensajes cifrados que salen en la conversación con una naturalidad pasmosa: Jit, fcfs, bo, pita...[58] Y encima hay que permanecer ojo avizor para interpretar en rótulos y carteles ese argot de la escritura, que se ha extendido al resto del universo a través de los mensajes a móviles, y que en Norteamérica forma parte del paisaje urbano desde hace bastante tiempo. Consiste en jugar con el sonido de letras y números para convertirlos en sílabas y se lee en las matrículas de los coches, que pagando un dinero extra se pueden personalizar. Algunos aprovechan para comentar gracias personales como ALWAYSL8 (always late, siempre tarde) o 2HOT-4U (too hot for you, demasiado sexy para ti), y otros para colocar mensajes enigmáticos como X35JANA, que, al leerse al revés reflejado en el espejo retrovisor, resuelve el misterio con un inquietante analsex, sexo anal. Aparece en las señales de tráfico, como la amarilla triangular que te advierte de la proximidad de un cruce con un texto que parece chino, Xing[59]. Y se ve en los rótulos comerciales. Por ejemplo, el gimnasio de Rhinebeck se llama IXL. Este nombre, que a simple vista parece más apropiado para el tallaje de una camiseta extra larga, cobra sentido cuando se pronuncia. Las tres consonantes juntas suenan ay-ex-el, exactamente igual que la primera persona de indicativo del verbo destacar, I excel. Y, yo destaco, tiene mucho que ver con el culto al cuerpo que se promueve en los templos de la bicicleta estática. En fin, caigo en la cuenta de que he perdido el rumbo. Me he desviado hacia la evolución etimológica, cuando lo que interesaba era el proceso evolutivo de los seres vivos. Trato de volver a la senda del oxígeno.

Hace muchos millones de años, cuando las plantas invadieron el planeta y se entregaron con pasión al proceso de la fotosíntesis, la atmósfera comenzó a inundarse rápidamente de un gas incoloro, inodoro e insípido, prácticamente desconocido hasta la fecha. Para deshacerse de este novedoso enemigo, algunos de los organismos que habitaban por entonces la Tierra discurrieron utilizarlo como combustible y quemar con él sus moléculas de glucosa. De esta manera, encima, consiguieron proporcionar a sus células más energía de la que habían sido capaces de producir con el método tradicional de la fermentación. Enseguida, los resultados de este salto evolutivo se adivinaron trascendentales: aquellos seres que pasaron a la respiración aerobia se volvieron mucho más fuertes y comenzaron a dominar al resto de las criaturas.

Y, fruto de aquellos barros, aquí estamos nosotros intentando reducir los niveles de toxicidad de oxígeno para evitar envenenarnos. En los alvéolos pulmonares, el oxígeno es atrapado por la hemoglobina de la sangre y conducido por los angostos pasillos de los vasos capilares hasta las células, donde es arrojado a una caldera que hemos dado en llamar metabolismo y que consigue disminuir su presencia en el cuerpo a un mínimo tolerable. La combustión produce bastante dióxido de carbono, elemento de fama monstruosa debido a los disgustos del calentamiento global que, sin embargo, antes de ser devuelto a los alvéolos y desde allí expulsado de nuestro organismo junto al vapor de agua, cumple la decisiva labor de ayudar a que el oxígeno que entra en la sangre pase a los tejidos. Por utilizar una metáfora, el dióxido de carbono sería la pala excavadora que empuja los troncos de oxígeno a la caldera de los músculos.

En un estado de reposo óptimo, la respiración humana se produce unas seis veces por minuto. Cuando este proceso se realiza de forma natural por la nariz, en cada toma aspiramos pequeñas dosis de oxígeno y en cada exhalación dejamos escapar cantidades bajas de anhídrido carbónico, es decir, expulsamos menos dióxido de carbono del que producimos, lo que permite al cuerpo mantener en la sangre la reserva imprescindible para que los tejidos recuperen, con su ayuda, la energía que desgastan en el ejercicio.

Muchos atletas, al acusar el cansancio, se obsesionan con la necesidad de tomar más aire y aumentan por boca la velocidad de respiración. Es cierto que cogen más oxígeno pero también, sin saberlo, están expulsando todo el anhídrido carbónico y dejando sus vasos capilares saturados de un oxígeno que no tiene cómo acceder a las células. El resultado es desastroso: en lugar de recuperarse y ganar la punta de velocidad que estaban esperando, disminuyen paulatinamente su producción de energía y perpetúan el estado de fatiga. Confusos, se enfrentan a la aparente paradoja de que su situación empeora a medida que cogen aire; de que el resto de los corredores les adelantan y de que, antes de alcanzar la meta, sienten que les abandonan definitivamente las piernas.

Cuando el oxígeno es incapaz de llegar a la musculatura por la ausencia del dióxido de carbono, los tejidos comienzan a inquietarse. Se les plantea la doble alternativa de morirse o de alimentarse con algo que, en principio, no estaba destinado para su consumo. Una situación desesperada, como la de aquella tragedia de los Andes, cuando un grupo de supervivientes de una catástrofe aérea se vieron obligados a consumir carne humana para seguir con vida. Con la respiración acelerada por la boca, las células no tienen más remedio que activar un mecanismo de urgencia denominado respiración sin oxígeno o anaeróbica, que viene a ser el viejo sistema de la fermentación utilizado por los organismos vivos en la noche de los tiempos[60]. Un proceso que siguen utilizando habitualmente algunos grupos de bacterias y que cuando ponen en funcionamiento los humanos tiene el inconveniente de generarles ácido láctico. Un lactato que no es, precisamente, el mejor amigo de la musculatura. De hecho, cuando morimos, se reproduce a gran escala el mismo escenario: en vista de que no llega oxígeno, salta el automático de la respiración anaeróbica, el ácido láctico comienza a acumularse en los músculos y tres horas más tarde se produce el acartonamiento de la piel que conocemos como rigor mortis.

La noruega Ingrid Kristiansen, que batió en cinco ocasiones un récord del mundo, mantiene que la respiración anaeróbica altera los niveles de pH y lleva a largo plazo al deterioro físico. Según sus cálculos, un minuto de ejercicio sin oxígeno consume la misma energía que trece minutos de trabajo aeróbico y un corredor puede llevarse la sorpresa de que, tras someterse a una tabla de ejercicios brutal, todavía avanza más lentamente que antes. De un lado, la alta concentración de ácido láctico daña las paredes celulares de los músculos y los hace menos eficaces. De otro, algunos tejidos necesitan tiempo para adaptarse al desarrollo y un progreso demasiado rápido se convierte en una segura cadena de lesiones[61].

En este mismo sentido, el ex campeón olímpico Peter Snell da conferencias por medio mundo enseñando que correr más despacio nos hace más veloces. No hay truco. Es sabido que los músculos humanos contienen una mezcla genética de fibras lentas y rápidas. También se conoce que ambos tipos producen la misma cantidad de fuerza al contraerse, aunque las rápidas la consigan obtener antes. Esto ha extendido la creencia de que los corredores de fondo y los velocistas desarrollan cada uno solamente el tipo de músculo que más conviene[62] a su disciplina. Algo que el deportista neozelandés más grande que dio el siglo XX, reduce a la categoría de leyenda urbana.

Snell mantiene que cuando echamos a correr despacio, empezamos a utilizar nuestros músculos de fibras lentas. Pero que, al rato, a medida que seguimos corriendo, cambiamos a los músculos de fibras rápidas, aunque sigamos manteniendo un ritmo lento. Así que nuestros músculos rápidos están recibiendo un buen entrenamiento y ello se va a traducir en mayor velocidad en la carrera.

Nada sustancialmente alejado de lo que predicaba su entrenador, el mítico Arthur Lydiard, cuyos métodos además de haber servido para crear campeones en las pistas de atletismo se aplicaron a deportes tan distintos como el rugby o el piragüismo, cuando decía que para incrementar la velocidad había que aumentar la fuerza muscular a base de ejercicios de resistencia. Lydiard estaba convencido de que si al cuerpo se le exigía un esfuerzo razonable, éste siempre respondería. Mientras que una persona que no practique deporte tiene un capilar sanguíneo para cada célula muscular, otra que entrene con moderación puede fácilmente albergar tres o cuatro vasos en la misma célula. Cuanto más acostumbremos al cuerpo a la carrera, más pasajes va a crear para que la sangre pueda ayudarnos a desarrollar la actividad que le estamos reclamando.

Dicen que al gran Lydiard no le preocupaba que sus pupilos corriesen cada vez más deprisa; le preocupaba que durante la carrera, o sea, en el momento en que más lo iban a necesitar, supiesen acceder a la capacidad de correr con la que cada uno de ellos había nacido. No se trataba de superarse, sino de sacar el mayor partido de uno mismo. Ni más, ni menos.

Llaman a la puerta. Mira que es raro que llamen. Aquí, estando en casa, no se suele echar pestillo y normalmente la gente asoma la cabeza y pregunta en voz alta si puede pasar. Pues esta vez no, esta vez llaman. Ya voy. Me levanto pensando en que durante el ejercicio físico destinamos aproximadamente un 10 por ciento de nuestra energía a la respiración. En que si ese esfuerzo pudiéramos bajarlo, por ejemplo, a la mitad, tendríamos un 5 por ciento extra de energía que dedicar a nuestros músculos corredores. Todo ello consiguiendo una respiración pausada por la nariz, claro, pero no es mi caso. Yo me estoy hiperventilando. Rezumo ácido láctico y empiezo a sentir el rigor mortis en tiempo real. Acabo de abrir la puerta y es la Policía.

Buenas tardes. Un agente con uniforme azul y gafas de sol me pregunta que si vivo aquí, que cuál es mi nombre, que por qué no me apellido Hill. Se lo cuento y él lo apunta con parsimonia en una libreta. Me dice que si puede pasar, le digo que sí, pero no pasa. Se queda quieto bajo el quicio mirándome con cara extraña. Igual tienen la norma de que solamente deben entrar en caso de que tú les digas que no pueden hacerlo. No sé, todo resulta demasiado confuso para perder el tiempo elucubrando teorías. ¿De qué va esto? Por lo visto han recibido una llamada en el número de urgencias, el 911. Caigo en la cuenta. Se agrupan las fichas del puzle. Le explico que tengo una hija pequeña que ha llamado por teléfono a Madrid y que, como en mi ciudad todos los números empiezan por 91, seguramente ha marcado el 911 sin querer. ¿Así que tiene usted una hija? Sí, señor. ¿Y qué años tiene? 5. Bueno, 4. O sea, casi 5. ¿Y su hija de 4 llama sola por teléfono a Madrid? No..., bueno, creo que sí... Ahá, ¿está su esposa? No lo sé. No lo sabe. Es que estaba trabajando y no sé si ha vuelto. ¡Sarah! No, creo que no ha vuelto. ¿Y su hija? ¿Qué le pasa a mi hija? ¿Le importaría llamarla para que la viera? Sí, claro, no hay ningún problema. ¡Julia! No contesta. ¡Juliaaaa! Sigue sin contestar. ¡Juliaaaaaaaaaaaaaa! Debe de estar arriba. Señalo las escaleras. Noto que el poli se arrepiente de no haber pasado a echar un vistazo. Le digo que voy a buscarla. Él me indica que prefiere salir fuera y quedarse esperando en el coche. Subo y no la encuentro por ninguna parte. Ni arriba, ni abajo, ni en el sótano. Salgo a buscar en el garaje. El policía me sigue con la mirada. Aquello cada vez pinta peor para mí y la sombra de la sospecha me pesa tanto en la espalda que noto que me flaquean las piernas. Junto a la canasta de baloncesto encuentro tirado su abrigo y, aunque justo antes de prometerme que no iba a llamar a Madrid me había asegurado también que no saldría a la calle sin avisarme, doy por hecho que se ha pirado a la casa de sus primos. Lo que me faltaba... Noto un sudor frío que me recorre la espalda. Me acerco al coche patrulla y le indico que seguramente se ha marchado. ¿Que se ha marchado? Bueno, ahí enfrente, le señalo con el dedo a la casa que no dista más de doscientos metros. Ya. Voy a por ella y enseguida estoy de vuelta. Ya.

No está en casa de mi hermano. No han sabido de ella en todo el día. Ahora el que empieza a preocuparse de verdad por el misterio soy yo. Al verme regresar de vacío el policía sale del celular mosqueado. Así que dice que su hija de 4 es la que ha llamado a emergencias... Sí, creo que sí. ¿Y está seguro de que se ha tratado de un error? Claro, eso creo. Pero, sin embargo, su hija no aparece... No, espere, tiene que estar escondida en casa. El momento no podía ser más tenso. Estábamos en plena psicosis del 11 de septiembre, del que acababa de cumplirse un año, y yo ya me veía esposado y con grilletes, como el bailaor Antonio Canales o como el presidente del Real Madrid cuando los detuvieron por error en el aeropuerto.

Con el guardián de la autoridad siguiéndome los talones hasta la entrada, corrí hacia el interior y empecé a escudriñar en todos los cuartos. Debajo de las camas, en la bañera, detrás de la nevera y en cada uno de los armarios. Apareció en el de su dormitorio, al descorrer la ropa que colgaba de las perchas. Hecha un ovillo en una esquina. Lloriqueando. Julia, ¿qué te pasa, cielo? Y ella que baja la vista y se aprieta más contra la pared del fondo. ¡Aquí está!, le grité al policía que me aguardaba en el descansillo. ¡Okay! Julia, cielo, sal, que no pasa nada. No quiero. Ven con papá. ¡No! Cada vez que alargaba mi brazo para tenderle la mano, mi hija respondía con un alarido y se estrujaba aún más en la esquina de aquel armario. ¡¿Qué es lo que ocurre?! ¿Que qué era lo que estaba ocurriendo?, que me quería morir, tan simple como eso. Cualquiera que hubiese presenciado aquella escena habría pensado lo mismo: que yo torturaba a mi hija, física y psicológicamente, y que ella se refugiaba en los armarios en espera de que un ángel viniese a rescatarla. Julia, sal un momento que te quiere ver un señor que ha venido para que le digas que no te pasa nada. ¡Buaaaaaaaa!

A punto estuve de juntar las muñecas, descender cabizbajo la escalera y entregarme. Cada argumento que salía de mi boca sonaba a una excusa peor que la anterior. Me salvó un hilillo de voz que surgió de detrás de las camisas. Un gimoteo entrecortado que dijo: es que quería hablar con Marcia.

Obviamente, Julia había realizado la llamada a Madrid y, al marcar sin querer dos veces seguidas el número uno, le había saltado el servicio de emergencias. Luego, al observar desde su ventana cómo el policía se aproximaba a la puerta, debió de lanzarse despavorida hacia el armario. Bajamos al fin. No pasa nada, cielo. No pasa nada. El policía comprueba que está viva, que no me huye y que no tengo pinta de ocultar navajas como el barbero de la calle Fleet. Cierra la libreta. Caso resuelto y se marcha diciendo en voz alta que no me preocupe que este tipo de cosas pasan con mucha más frecuencia de lo que nos imaginamos. Pobre Julia, se ha llevado un disgusto de muerte.

Aquella noche, tras repasar los lamentables acontecimientos delante de la chimenea, introduciendo ya en las versiones más recientes algún capítulo de humor, la sensación de angustia que uno experimenta cuando ve sufrir a sus hijos me devolvió a John Raucci y al espíritu que le movió a buscar una solución al problema de sus tres retoños diagnosticados con asma. Me fijé de nuevo en la portada del libro de Catlin y recordé una frase que me había repetido en numerosas ocasiones el entrenador de Red Hook: Ningún animal respira por la boca. Fíjate en un caballo al galope, en pleno esfuerzo, me decía. Se le hinchan las aletas sobremanera, pero permanece con los dientes bien apretados. Los indios lo habían adivinado fruto de la observación de la naturaleza y nosotros empezamos a practicarlo, despacio, profundamente, hacia el diafragma. En unas semanas nos deshicimos de los inhaladores, y nunca más hubo que preocuparse por los ataques asmáticos.

En el verano de 2002 todo el club de fondo de Red Hook cambió a la respiración nasal. Al principio los muchachos sentían que se asfixiaban y John tuvo que reducir considerablemente el ritmo de entrenamiento. Retomó la máxima de Douillard, cuanto más rápido corras, más despacio deberías de tomar el aire para facilitar la asimilación del oxígeno, y así se lo hizo saber a los chicos. Respirad despacio para haceros veloces y, pasadas algo más de dos semanas, todos confirmaron una grata sensación de estar mejorando sus marcas y de hacer una recuperación más rápida después de los duros ejercicios. Ese mismo año el equipo subió de categoría y se clasificó por primera vez para los campeonatos estatales. En 2004 consiguieron la medalla de bronce batiendo su propio récord en diecisiete segundos.