7
Febrero

Hoy es san Valentín. En Norteamérica, más que el día de los enamorados se celebra el día del amor. El concepto engloba a un número mucho mayor de personal, puesto que hace partícipes de la fiesta a todos lo que no tienen la fortuna de haber encontrado pareja o no les interesa de momento buscarla, y agranda exponencialmente el nicho de ventas del gran montaje creado por el marketing. Valentine’s Day está asentado perfectamente en el calendario y ha sido plenamente asumido por la sociedad como un buen motivo para la celebración. Los niños en el colegio llevan cartas, postales o dibujos con mensajitos cariñosos para sus compañeros. Eres mi mejor amigo. Me encanta estar contigo. Lucas está por ti. Y, el más popular de todos, You Are So Hot, que literalmente se traduce como Estás Bien Caliente, pero que viene a significar en castellano Eres Muy Sexy. Esta asociación del calor a la sensación de sentirse el rey del mambo, explica el gesto infantil de mojarse el dedo índice en saliva, aproximarlo a la ceja o al trasero y, pretendiendo que sale vapor del contacto, pronunciar con los dientes apretados un shissssssss parecido al sonido del pito de la olla.

Los hijos también producen en clase manualidades amorosas para sus padres que luego los profesores se encargan de enviarnos por correo para que lleguen al buzón justo a tiempo. Así que ahora tenemos tres versiones de Os Quiero Mucho pegadas con imán en la nevera.

Cuando llegamos a la casa de Delmar es noche cerrada. Nada más ponerse el sol, la temperatura baja drásticamente y las huellas del coche sobre los caminos nevados suenan a crujido; como si fuéramos pisando rebanadas de pan duro. Ha invitado a cenar a un puñado de amigos y hemos tenido la suerte de colarnos en la selección. Por lo visto, la única condición impuesta por el anfitrión para poder asistir a su fiesta del Día de Valentín, ya que en esta parte del charco obvian la santidad del homenajeado, consistía en presentarse con alguna prenda de color rojo. Me he enterado demasiado tarde y lo único que traigo de ese tono es el capuchón de un boli Bic cristal, que escribe normal. Oh, well. Qué le vamos a hacer.

Delmar Hendricks es un señor afable, con aspecto bonachón, que cuando se jubiló en 1988 de su cargo en el Lincoln Center de Nueva York transformó su pasión por la danza en dedicación a la jardinería. Una pena que sea tan tarde porque las lucecitas rojas que adornan los árboles de la finca no permiten disfrutar de los arriates de flores, los estanques con peces y las muchas esculturas repartidas por este trozo de monte. Saludamos a los invitados. La mayoría lleva un clavel encarnado en la solapa. John Corcoran, el autor de una de las obras que adornan el jardín, se ha calado una gorra con orejeras. Hola, John, ¿de dónde has sacado eso? Lo usaba mi abuelo para cazar zorros, ¿por? No, porque pensábamos que era tuyo y nos habíamos pegado un susto. Vemos también a su mujer, Liza, que es paisajista y mezcla las flores autóctonas con la habilidad de una pintora impresionista. Conversa con Rachel y Philipe, que viven en Brooklyn pero vienen casi todos los fines de semana. Rachel y John son amigos desde sus tiempos de estudiantes de arte en la Universidad experimental de Goddard. Ella diseña lámparas que se pueden comprar en los grandes catálogos de decoración. Su madre es una magnífica escritora, trabaja en una institución cultural en la ciudad y le pasa invitaciones para los actos a los que no puede asistir. Rachel me rebota de vez en cuando alguna y, gracias a esta cadena de orden descendente, tuve la suerte de conocer en el City College al que fuera el hombre con mayor credibilidad de Estados Unidos durante más de medio siglo: el editor del informativo nocturno de la CBS, Walter Cronkite. Sus logros periodísticos los conocí gracias a Jesús Hermida. Primero de chaval, porque en sus crónicas de corresponsal para TVE, desde Nueva York... les ha-bló Je-sús Her-mida, de vez en cuando el onubense le regalaba un guiño al maestro periodista de los años de gloria de la Columbia Broadcasting System; el hombre que siempre terminaba mirando a cámara con la famosa sentencia and that’s the way it is. Frase que hizo suya bastantes años más tarde Ernesto Sáenz de Buruaga, así son las cosas y así se las hemos contado, aunque al ex director de los Servicios Informativos de Antena 3 Televisión no se le atribuyeran nunca los mismos niveles de objetividad que al de Misuri. Hermida mencionaba a Cronkite a propósito de su retransmisión del alunizaje del Apolo 11, de su visita a Vietnam, o de sus sólidas entrevistas sobre el escándalo del Watergate. Lo admiraba y, seguramente, aprendió de él a ralentizar su narración hasta conseguir la forma de expresión pausada que lo hizo tan popular en España. Cronkite hablaba en televisión a un ritmo estudiado de 124 palabras por minuto. Muy despacio, si se compara con los 165 vocablos de media que usa cualquier estadounidense en el transcurso de una conversación.

A través de Hermida, ya como reportero en el programa Hora Cero que él dirigía en Antena 3 de Radio, terminó de fascinarme del todo el presentador norteamericano. Jesús hablaba continuamente de su etapa de corresponsal y, en cuanto aparecía una mínima excusa, mencionaba la forma de trabajar de la prensa estadounidense. Lástima que entonces mi inglés consistiera prácticamente en la frase aprendida en parvulario, Mickey goes to the country, y en el título de alguna canción de Roxy Music. En el bachillerato yo había aprendido a traducir del francés, y a esquivar capones, gracias a Don Narciso, el patachula, y a Hermida en sus relatos le encantaba meter citas en versión original. Se aprendió lo que se pudo, pero lo cierto es que lo pasábamos de miedo. Especialmente cuando vino de visita el padre de Pilar Vicente, la secretaria de redacción. Era un paisano menudito, de boina calada hasta las cejas, que viajaba desde una aldea del interior de Galicia para comprobar los éxitos profesionales de su hija en la capital. Convencí a Hermida de que se apuntara a una broma bien intencionada con el fin de que el señor regresase orgulloso al pueblo. Jesús le cedió a Pilar su despacho durante la hora de visita y ésta recibió en el sillón de piel a su padre. Al buen señor, alucinado de que ella trabajase en un espacio tan amplio, se le abrieron los ojos como platos cuando vio entrar al tipo más famoso de España en aquellos años y dirigirse a su hija en los siguientes términos: Buenasss tardesss Pilar, es-toy a tus ór-denes. ¿Tienes algún encargo para mí? Es-toy pa-ra lo que tú me digas. Vicente, algo cortadilla, negó con la cabeza y pasó a presentarle a su progenitor. El apretón de manos fue digno del World Press Photo y, en los ojillos del aldeano, se adivinaba ya la necesidad de salir corriendo para poder empezar a contarlo.

Bon jour. Philipe, el marido de Rachel, es francés de pura cepa cuando se trata de comer y beber vino, pero más americano que nadie cuando se trata de defender las oportunidades que brinda esta nación. Si me hubiera quedado en París me hubiese enterrado en la mierda, me soltó un día delante de una botella de Rioja cuyas bondades le costó trabajo reconocer por no tratarse de una denominación de origen gala. Un tipo como yo, sin recursos económicos y pésimos resultados académicos, en Francia solamente hubiera podido trabajar en una fábrica. Mírame. Aquí tengo mi propia compañía. Philipe aprendió a manejar equipos de vídeo, se arriesgó en la compra de algunos aparatos y realiza asistencias en rodajes de cine y anuncios. Trabajo un par de días a la semana. Viajo. Conozco gente interesante. Gano dinero. Tengo mi casa en Brooklyn y una casita de fin de semana en este paraíso del Hudson. ¿Qué más puedo pedir, man? No sé, le dije, ¿otra botella de vino español? Ah, no, man, ahora toca abrir un Bordeaux. You know what I mean? I do.

A mis hijos les encanta Philipe porque es de los pocos adultos que se dirige a ellos sin tapujos, introduciendo palabrotas y tomándoles el pelo. Por supuesto ha ayudado poderosamente a establecer vínculos de cariño el hecho de que les deje disparar con su escopeta de pelotas de pintura, les entregue petardos para que arrojen en la playa del lago o les regale bling bling, las cadenas de baratija que emulan a las joyas escandalosas que se cuelgan los raperos.

Por fin avistamos a Delmar. Está detrás de un invitado que viste con alegría una chaqueta roja bastante llamativa. En España, en lo que llevamos de historia como país soberano, solamente se ha atrevido a ponerse algo parecido el bueno de Charlie Rivel. Saludamos a nuestro anfitrión, le damos las gracias y admiramos sobre la mesa del comedor todo lo que ha cocinado para esta velada. El primer plato consiste en una sopa de tomate con una nube de nata agria. Excelente. De segundo, un guiso de carne con salsa de arándanos, y de postre, tarta de chocolate adornada con frambuesas. Para chuparse los dedos. Las copas son de cristal rojo, para que los que se decanten por el vino blanco no destiñan el colorido de la fiesta.

Pasear por su casa con el plato en las manos se asemeja al privilegio de realizar una visita privada a un museo de arte contemporáneo. Muchas de las piezas de su colección están relacionadas con sus años de programador de la ópera y la orquesta filarmónica de Nueva York. Cuando se piensa en el Lincoln Center lo habitual es asociar este espacio cultural a los grandes nombres que han pisado sus escenarios: Renée Fleming, Mikhail Baryshnikov o Joshua Bell. Pero Delmar Hendricks puso también un especial interés en la creatividad de los programas y los pósteres que anunciaban los conciertos y, desde 1962, empezó a invitar a primeras figuras de las artes plásticas a diseñar la cartelería. Los trabajos, realizados por gentes de la talla de Helen Frankenthaler, Robert Motherwell o Gerhard Richter, se exhiben en la galería del Lincoln Center. Un espacio digno de visitar que muy poca gente conoce porque se encuentra medio oculto en la planta sótano de la sede de la ópera.

Delmar empezó su carrera como bailarín, aunque reconoce modestamente entre risas que fue bastante malo. Le disculpamos diciéndole que no sería para tanto. Además, ya se sabe que eso va en gustos. Alguien comenta que Andrew Lloyd Weber le tuvo que pagar un millón de dólares a una estrella para que, por amor de Dios, renunciase a representar Evita en Broadway. Había protagonizado el musical en el West End de Londres y, por contrato, le correspondía encabezar el reparto de la producción americana. Al autor del libreto no le gustaba nada y se cerró en banda. Se negoció una indemnización millonaria y se contrató a Glen Close. Basta con que el invitado mencione esta anécdota para que a Delmar se le escapen de los labios algunos versos bien acompasados. Don’t cry for me Argentina...

En esta noche del amor la discusión central de los reunidos en torno a la mesa versa sobre la decisión del gobierno de Francia de no aceptar el velo musulmán en las escuelas públicas. Hay opiniones encontradas. Hablamos de los peligros de mezclar lo divino con lo humano. De Bush y del papel de las religiones, en nombre de Dios, en los conflictos bélicos. Me vienen a la memoria los programas especiales que retransmitimos para M-80 Radio desde Sarajevo en los días siguientes al enfrentamiento fratricida. Allí escuchamos algunos testimonios al respecto que me llenaron de indignación. Un cristiano ortodoxo recordaba que en su infancia, durante el recreo escolar, el cura solía indicarle que no jugaran con tales o cuales niños por tratarse de musulmanes. En el otro bando, un bosníaco hizo el mismo comentario pero a la inversa. El mulá les recomendaba no relacionarse con aquellos chavales cuyos padres no hubiesen abrazado el islam. Rachel le roba algunos libros a Delmar. Me los llevo, ya te los devolveré. Ah, quédatelos, no voy a volver a leerlos.

Hoy es el tercer miércoles del mes, así que vienen a recoger el cartón. Toca poner todas las cajas, una vez removidas las grapas, aplastadas en una pila junto a la acera. Resulta increíble la cantidad de basura que genera esta sociedad. Hay más envoltorios que objetos. No me extraña que se inventaran en estos pagos lo del reciclaje. Puro sentido común nacido de una necesidad creada por ellos mismos. En el resto del mundo cuando pides una servilleta de papel en un restaurante te dan una. Aquí te sueltan un taco de veinticinco. Digo yo que, en lugar de reciclar tanto, igual los humanos deberíamos de plantearnos el producir menos desperdicios. Mientras eso llega, en Rhinebeck paga más quien más arroja al vertedero. La recogida se produce los martes. Primero pasa el camión de la basura orgánica que se lleva solamente las bolsas de color azul con el distintivo del ayuntamiento. Las tienes que comprar en la casa consistorial. Las grandes, con capacidad de ciento treinta centímetros cúbicos, valen seis dólares y, las pequeñas, la mitad. Cuanto menos recicles, más bolsas tendrás que utilizar y más cara te saldrá la broma. El mismo día también pasa el camión del reciclaje. En un cubo azul, que también te venden las autoridades municipales, puedes depositar botellas de vidrio, tarros, bombillas de cristal, recipientes de plástico y latas. Se llevan también los botes de pintura, siempre y cuando hayas quitado la tapa y dejado que se seque el contenido. El primer miércoles de mes vienen a por periódicos y papeles y cada quince días pasa una pala excavadora a recoger las hojas, el ramaje o la hierba segada que los vecinos van amontonando en la cuneta. En el otoño sacan a pasear un elefante mecánico. Es un camión grandote con una aspiradora industrial que va chupando las hojas como si tuviera una inmensa trompa. La primera vez que lo vi me harté de sacarle fotos.

Al saltar sobre la caja de una impresora para intentar eliminarle una de sus tres dimensiones, atisbo a mi hermano que, dos casas más abajo, se encuentra inmiscuido en operaciones similares. Me grita que si tengo una linterna. Le digo que sí, ¿por? Tráetela. Termino de apilar el cartón y me acerco a ver qué quiere. Javier y yo trabajamos en la escritura de un guión cinematográfico y, en una ocasión en que vino a discutir sobre el asunto, Sarah le animó a que se mudase aquí con su familia una temporada y alquilasen una casa. Tengo que enseñarte algo. Bajamos al sótano. Parece un decorado de su primera película. Repisas atiborradas de herramientas oxidadas, engranajes, utensilios indescriptibles, piezas mecánicas, lámparas rotas, baldosas, cajas de rodamientos... El santuario de un chatarrero. No es esto, me dice. Descorre un tablero de contrachapado del suelo y aparece un hueco de más de un metro de diámetro. Ale, alumbra a ver. Pero ¿qué es esto? ¿Tú crees que estará aquí el cadáver de la madre del de Psicosis? Me meto de un salto. No cubre. Me agacho y veo que sale un pasillo hacia el sur. Entro por él con la linterna y recorro varios metros hasta que se corta en seco. Ya está, se acabó. ¿Es una cámara de aire? No lo sé, tiene una pinta muy rara.

En el ayuntamiento saludo a Valerie, que lleva los números y es la que tiene que cobrarme cuarenta euros por las seis bolsas de basura que me llevo. Valerie, ¿tú conoces al dueño de la casa que está alquilando mi hermano? Algo, fui al colegio con él. Y se te puede ocurrir por qué habrán practicado un túnel en el sótano. ¿Un túnel? Bueno, eso parece. Un agujero grande que serviría para esconder algo. Valerie se encogió de hombros. Salí del cuarto y antes de empujar la puerta de la calle la escuché decir, sin darle demasiada importancia: a lo mejor era una parada del tren subterráneo por donde se escapaban los esclavos negros. Que yo sepa, en Rhinebeck tenemos localizadas tres: en la calle Livingston, en East Market y en Oak Street.

Coincidiendo con el bicentenario de la fundación de los Estados Unidos, febrero fue declarado el mes oficial de la Memoria de la Raza Negra. Una oportunidad para recordar la enorme contribución al desarrollo de este país del 13 por ciento de sus pobladores. La idea inicial partió de Carter Woodson, un historiador negro que se licenció en la Universidad de Harvard en el año 1912. Woodson instituyó la Semana Negra para conmemorar el nacimiento, un día de febrero de 1818, de Frederik Douglass, el Sabio de Anacostia; un abolicionista norteamericano de una talla intelectual impresionante. Febrero marcaría, años más tarde, el inicio de una nueva revuelta para los descendientes de los esclavos.

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El primer día del segundo mes del año 1960, cuatro estudiantes de la Universidad Agrícola y Técnica de la ciudad de Greensboro, en el estado de Carolina del Norte, hicieron historia. Se sentaron en la barra del restaurante de los almacenes Woolworth y pidieron el menú. Recibieron la callada por respuesta. Solamente se atendía en mesa y barra a los blancos, los negros debían pedir y consumir de pie. Los cuatro permanecieron sentados durante horas, días, esperando que se les sirviese. Fueron la llama que encendió una revolución a nivel nacional conocida hoy por todos como el Movimiento de los Derechos Civiles. La posibilidad de que un candidato de origen africano ocupase la Casa Blanca quedaba entonces bastante más lejos de lo impensable. El segundo día se sumaron a la demanda otros compañeros hasta contabilizar un total de veintisiete. El tercero eran trescientos. El cuarto, mil jóvenes de raza negra exigían ser servidos por los aturdidos camareros de piel clara. Y reventó el Sur. Se organizaron grandes manifestaciones en cincuenta y cuatro ciudades de los nueve estados con mayorías de color. El resto es bien conocido.

Los afroamericanos que quieren conocer más en profundidad los orígenes de su historia aprovechan este mes para realizar peregrinaciones a África. Existen dos santuarios de obligada visita en la costa oeste, de donde partieron la mayoría de las decenas de millones de seres humanos que llenaron los campos de trabajo de América: la isla de Goré, en Senegal, y el poblado de Gambia en el que creció Kunta Kinte, el protagonista de Raíces, libro de Alex Haley que en 1977 se convirtió en una serie televisiva que conmocionó al mundo.

El reencuentro de los norteamericanos con sus parientes del otro lado del Atlántico no suele resultar dulce. Durante estas rutas del dolor, en las que muchos inician el duelo que tienen pendiente con su pasado, planea habitualmente el reproche de los visitantes a los locales, a quienes, en los momentos más intensos de su peregrinaje, llegan a tildar con desesperación de traidores. Tu padre vendió al mío. ¿Por qué tuvisteis que hacerlo?

La esclavitud la iniciaron los egipcios, unos dos mil quinientos años antes del nacimiento de Cristo. Necesitados de mano de obra para construir sus faraónicos monumentos funerarios, realizaban expediciones al norte de Sudán en busca de los musculosos trabajadores nubios. Los romanos heredaron la costumbre de los árabes que, durante varios siglos, actuaron como intermediarios entre los europeos y los esclavistas del interior del continente. Más tarde, la expansión de la doctrina del Corán y la búsqueda de oro y sal, introdujeron caravanas en el África central que, a su regreso, llevaban prisioneros a los centros de venta de esclavos de la costa este. En el golfo arábigo, los jefes de las grandes tribus se nutrían de mano de obra y, los sobrantes, se los traspasaban a los comerciantes del hemisferio norte.

En esta época se hicieron célebres las peregrinaciones del rey Moussa a la ciudad santa de La Meca. Moussa era el soberano de los mandinga, un reino poderoso que surgió en el siglo VIII y llegó hasta el XI. Abarcaba territorios de Malí, Gambia, Guinea Bissau y Conakry y parte de Senegal. Moussa fue el gran pacificador. El gobernante que sin recurrir a las armas, utilizando la convicción de la palabra, consiguió armonizar las distintas tribus de su etnia. Bajo su mando convivieron los bambara, los sosé y los malenke. Tal era su fama, que su control se extendió más allá de sus dominios naturales. Hasta los verdes manglares de la Casa de Manga, convertida en Casamance por los colonos, donde los Diolá, o pagadores de impuestos, ofrecían tributos al monarca de Malí a cambio de una paz duradera.

El reino abastecía sus arcas con la explotación de yacimientos auríferos cuya fuente de riqueza se antojaba inagotable. Una abundancia tan escandalosa que, Moussa, camino de La Meca iba regalando doblones de oro a la gente que le salía al paso. Los relatos de su generosidad corrieron de boca en boca y los almorávides se encargaron de transportar sus hazañas a la península Ibérica. Aún en España se pueden leer citas a su persona o escuchar la manida frase de «vas repartiendo como el moro Muza».

La invención de la carabela trastocó el equilibrio del mercado esclavista. Los portugueses consiguieron rodear con sus embarcaciones el cuerno de África y trasladaron el mercado a la costa oeste saltándose a la torera a los intermediarios tradicionales de Egipto. El conflicto moderno entre occidente y el mundo árabe acababa de sentar sus cimientos.

Cuando los portugueses llegaron en 1444 a la isla de Goré, en holandés puerto de buen amarre, encontraron una apacible comunidad de pescadores. Frente a las costas de Dakar, los lebou, pertenecientes a la etnia de los wolof que hoy es mayoritaria en Senegal, partían en sus piraguas al mar en busca de la preciada pesca. Hábiles marinos, contratados hoy por los habitantes desesperados de los empobrecidos países del cinturón subsahariano para que les trasladen en cayuco a las playas españolas, los lebou habían aprendido a interpretar el océano por el color de sus mareas. Aguas negras cuando predominaban los bancos de chipirón. Azuladas por la presencia de atunes y sardinas. Verdes cuando aparecían las doradas y amarillas ante el acecho de los tiburones. Entonces no sospechaban que pronto la espuma se teñiría de una tonalidad insospechada: el rojo de la sangre de los miles de cadáveres y cuerpos mutilados de aquellos que se negaban a subir a los pájaros con alas de tela que aguardaban en la Puerta de No Retorno.

Los pobladores del África occidental eran tribus venidas del Alto Egipto. Los serere, que emigraron hasta el río Senegal en la frontera con Mauritania, y los boulou, que siguieron bajando hasta la costa por Gambia. Pertenecían a etnias poseedoras de una extensa tradición cultural y tenían un sofisticado conocimiento de la arquitectura. Sus viviendas, construidas con adobe, incorporaban los ángulos a sus muros y sus tejados vertían a dos aguas. Los del sur utilizaban la técnica de la casa impluvium. Un gran agujero circular en el centro daba entrada a la luz y permitía que la lluvia resbalase por la cubierta de paja hasta los cántaros de barro almacenados en el patio.

En 1510, alertado por la debilidad de la mano de obra india que moría extenuada en los campos de trabajo, el rey de España autoriza la deportación de negros a sus posesiones de América. En 1517, debido a la insuficiencia de la flota española, Carlos V cede parte del transporte de esclavos a las Provincias Unidas, Países Bajos, bajo un tratado de asiento que les autoriza a comerciar con un máximo de cuatrocientas cabezas. Los holandeses aprovechan la oportunidad para convertirse en los amos del negocio. A partir de 1519, Holanda dominará el comercio de seres humanos hasta la mitad del siglo XVII. Se crea una ruta comercial que parte de Ámsterdam, Lisboa, Liverpool y Burdeos con barcos cargados de tejidos, quincallas, fusiles de bajo calibre y botellas de agua de la vida. En África se intercambia la mercancía por esclavos y, en América, se les entregan los hombres a cambio de oro, café, tabaco, algodón y azúcar. El africano se convierte en moneda de cambio durante un periodo de crueldad que durará tres siglos.

Portugueses, holandeses, ingleses y franceses utilizaron a los moradores de la costa oeste africana para encontrar víctimas entre las etnias más atrasadas de los bosques del interior. Tu padre vendió al mío. ¿Por qué tuvisteis que hacerlo? Los poblados cazadores de Togo, Malí o Benín fueron esquilmados. La decadencia del imperio creado por Moussa, que enfrentaba ya a las diversas tribus mandinga, sirvió a los intereses esclavistas para intercambiar prisioneros de guerra por el cargamento traído de Europa. Especialmente afectadas fueron las zonas fluviales por su facilidad de penetración. El mayor exterminio lo sufrirían los yoruba de Nigeria, reclamados como sementales por los dueños de las plantaciones americanas, y los fornidos braceros mandinga. Los europeos habían hecho sus cálculos y sabían que por cada doscientos hombres embarcados, apenas la tercera parte conseguirían llegar en buenas condiciones a los mercados. Más de seis millones murieron en las travesías.

Atados de pies y manos, los africanos eran conducidos por la fuerza a las tres grandes puertas de la vergüenza: Akra en Ghana, Banjul en Gambia y Goré en Senegal. Se les recluía por tres meses con la esperanza de que recuperasen el peso perdido en los avatares de la captura. Alimentados con habas y aceite de palma, los hombres debían de alcanzar los sesenta kilos, los niños conservar la dentadura intacta y las mujeres presentar un pecho firme. Quienes se revelaban eran retenidos en celdas de castigo para hacerles cambiar de opinión. Cuartos sin ventanas y con unos niveles de humedad asfixiantes en el que se apiñaba a los recalcitrantes durante semanas. Joseph N’Diaye, el guardián de la memoria del santuario de Goré, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1978, recuerda las lágrimas amargas en el rostro de Nelson Mandela. Pasó unos minutos en silencio en la oscuridad y cuando salió tenía el rostro humedecido. Me ha recordado mucho a mi celda de la prisión de Robert Island, le confesó el entonces presidente de la República Sudafricana.

La esclavitud arribó a las costas de Estados Unidos en 1619. Un velero holandés, el Man of Warre, intercambió veinte negras a los colonos del puerto de Jamestown en Virginia. Ocurría un año antes de que el Mayflower atracara en Massachusetts. En principio se les trató como servidumbre sin derecho a pago y, tras siete años de servicio, recuperaban la libertad. Pero como, con ayuda de los nativos americanos adquirieron la mala costumbre de fugarse y buscar refugio en las tribus indias, los virginianos establecieron regulaciones. Empezaron por negarles el derecho a portar armas o munición y, para el año 1660, Virginia y Maryland terminaron proclamando una ley que les convertía en esclavos vitalicios. De paso, los hijos de los negros adquirían con el nacimiento el estatus de la madre. Si era esclava, el hijo era esclavo; si había conseguido comprar su libertad, el niño quedaba libre. Aunque resulte difícil de concebir, como narra Virginia Hamilton en Miles de desaparecidos, en los Estados Unidos del siglo XVII convivían los negros obligados a trabajar en una plantación con los que circulaban libres por las calles. Si bien estos últimos sufrían aterrorizados porque, en cualquier momento, un mercenario sin escrúpulos podía secuestrarles. Los terratenientes pagaban un buen dinero por esta mano de obra extra y la posibilidad de enfrentarse a una denuncia, teniendo en cuenta que la Constitución no les reconocía a los negros derechos de ciudadanía, entraba en el ámbito de lo imposible.

Los fieles de la Iglesia de los Cuáqueros, conocida popularmente como la Sociedad de Amigos, comenzaron a oponerse públicamente a la situación inhumana de los esclavos que, hacia 1770 ya se aproximaban al medio millón en los estados del Sur. Venidos de Inglaterra, ellos fueron los primeros blancos que empezaron a comprar esclavos con el fin de liberarlos y quienes, más adelante, se lanzaron a ayudar a los escapados, formando una organización clandestina que les ayudaba en su éxodo hacia la libertad. Usaban sus casas, cuevas en los bosques, túmulos de paja, sótanos, áticos, copas de los árboles, chimeneas, graneros y cuartos ocultos para esconderlos.

Los primeros guías para el camino fueron los propios esclavos. Preparaban escapadas de una plantación a otra, puesto que mezclarse con otros negros probó ser el método más infalible de camuflaje, y de este modo iban encontrando la salida del Sur. Los africanos que gozaban de libertad les conducían hacia los cuáqueros. Allí recibían instrucciones para iniciar su peregrinaje hacia el Norte. Una vez cruzada la línea Mason-Dixon que separaba Maryland de Pensilvania, podían encontrarse a salvo. La ley marcaba que los negros que llegasen libres a los estados del Norte no podían ser reclamados ni recapturados por sus amos. El trayecto, sin embargo, aparecía plagado de peligros. Con paradas secretas que distaban entre quince y treinta kilómetros entre ellas, los fugitivos se jugaban la vida en cada tramo. Debían esquivar a sus perseguidores y sufrir las penurias del hambre, la falta de ropa, las inclemencias del tiempo y el cansancio. Sus valientes defensores se enfrentaban a penas de prisión bajo el severo Decreto de Fuga por ayudar a escaparse a un esclavo.

Durante este mes de febrero en el colegio de Rhinebeck se celebran actividades especiales en las clases de historia. En el periódico local, Gazette Advertiser, se anuncia una conferencia para los alumnos de cuarto y quinto grado sobre el ferrocarril subterráneo y las colchas de la libertad. Me acuerdo de las palabras de Valerie en el ayuntamiento y aguzo la vista. La pronunciará la señorita Trish Chambers, vestida en ropa del periodo de la guerra civil. Se agradece la generosidad de las donaciones al Museo Municipal, gracias a las cuales, se afirma, se va a poder realizar el evento. Llamo a la profesora de Max y le pido permiso para asistir. Mrs. Menconeri me deja. ¡Bien!

Los chicos reciben con un fuerte aplauso la presencia en el escenario de la señorita Chambers, de Poughquag, Nueva York, que se presenta disfrazada de época en compañía de un actor. Explica que van vestidos igual que sus compatriotas durante los años que precedieron a la contienda civil. Los del Sur tenían acceso a los tejidos que llegaban de Europa, explica, pero los habitantes del Norte teníamos que buscarnos la vida. Este sombrero tan elegante me lo he adornado yo con flores de papel y plumas de los pájaros autóctonos. El traje que llevo es oscuro y con dibujitos menudos. Es el truco que utilizamos para que se noten menos las manchas y las quemaduras de las cocinas de carbón, ya que no disponemos de muda. Mi compañero, como veis, va hecho un cromo. En efecto: pantalones marrones, chaleco florido y chaqueta negra. Donde vivimos no hay tiendas de ropa. Tuvo que viajar para encargarle un traje a un sastre y se lo hizo. Muy elegante, pero las prendas se desgastan y hoy, intentando ponerse sus mejores galas, ha tenido que combinar los pantalones de un conjunto con la chaqueta de otro. No me lo puedo creer. En el salón de actos del Chancellor Livingston Elementary School una chica vestida de La casa de la pradera me acaba de desvelar la clave de por qué los yanquis visten tan horteras. Aunque yo no le he dado nunca demasiada importancia a la ropa, siempre me había llamado poderosamente la atención que alguien fuera capaz de presentarse en una cena con pantalones de cuadros rojos y una chaqueta verde manzana. ¿Carecen de ojos con los que mirarse al espejo?, me preguntaba. Pues no. Sí que tenían ojos pero, como la vida es del color del cristal con que se mira, ellos, por necesidad, se habían acostumbrado aque las prendas desparejadas marcaran la norma en su campo de visión. En Europa vivimos agrupados en poblaciones con acceso al comercio. Los estadounidenses eligieron vivir desperdigados. Cuanto más alejados, más en medio de la nada y más rodeados de naturaleza en estado puro, más se aproximaban al anhelado sueño americano. Y, claro, en la nada no hay boutiques. De ahí esa manera de vestirse tan peculiar que ha terminado sentando moda. De ahí, también, la normalización masiva, con la llegada de la mensajería rápida, de las ventas por catálogo. Y, del mismo sitio, la extendida aceptación actual de las compras por Internet. La irrupción de un mundo virtual, al que poder entrar y salir cuando uno quiere y en el que se pueden realizar las actividades del mundo real sin moverse de casa, confirma al ciudadano de este lado del charco, más que nunca, que no es necesario vivir rodeado de vecinos.

Trish cuenta que el nombre de Tren Subterráneo se debe a la historia de Tice Davids, un esclavo de Kentucky que escapó de su plantación en 1831 y llegó a la orilla del río Ohio. Su amo venía siguiéndole los talones y le localizó nadando en mitad de las aguas. A punto de darle alcance en una barca, el sonido de una campana le distrajo un instante y, para cuando quiso volver a fijar la vista en su presa, el negro se había desvanecido. Aturdido y sin poder darle crédito a lo sucedido, el máster confió a sus allegados que el esclavo tenía que haber huido por una carretera subterránea. La hazaña se popularizó y el nombre de carretera subterránea se adoptó para todas las escapadas misteriosas. Algo más adelante, con la llegada del ferrocarril y la fascinación que despertó el invento, la organización pasó a conocerse como el Tren Subterráneo, y quienes la conducían, a llamarse a sí mismos maquinistas.

Los maquinistas orientaban al fugitivo sobre cómo llegar de una parada a la otra. Les socorrían y mandaban notas cifradas al siguiente conductor alertándole de la llegada del prófugo. «El tío Tom dice que si las carreteras no están demasiado mal, puedes esperar mañana las balas de lana. Envíalas para testar el mercado y su precio, no hay cargas adicionales». En otras palabras: algunos esclavos llegarían por la mañana y debería enviarles a la siguiente parada, puesto que no se detectaban señales de peligro.

Hasta 1850 los Estados Unidos estaban divididos a partes iguales entre estados esclavistas y estados libres. La admisión de California en la Unión como estado contrario a la esclavitud rompió el balance. Comenzó a coger cuerpo el fantasma de la secesión, pues el Sur, un vasto territorio habitado por cinco millones de blancos, no estaba dispuesto a someterse a las votaciones de la mayoría y arriesgarse a perder los tres millones y medio de esclavos en que sustentaba su boyante economía. El presidente Taylor, intentando parchear el problema, endureció aún más el Decreto de Fuga y permitió perseguir y capturar en los territorios del Norte a los esclavos fugados. El viaje clandestino en ferrocarril debía de alargarse ahora hasta Canadá, donde, en 1803, el Tribunal Supremo había sentenciado que la trata de esclavos era un acto incompatible con la legislación británica.

En el Hudson, los barcos negreros arribaban al puerto de Kingston o al de Poughkeepsie, en esta orilla del río, y la mercancía era conducida al mercado situado en la calle Katherine. En 1790 el número total de esclavos en Rhinebeck alcanzaba la cifra de cuatrocientos veinte. El mayor propietario, Henry Livingston, poseía trece de ellos. Como en el resto de estados de la costa este, aquí se les trataba con mayor decencia. Muchos de ellos comían en la misma mesa que sus amos y fueron muy pocos los que sufrieron la aberración de ser vendidos o separados de sus familias. En general, los negros gozaban de simpatía y, pronto, la gente del valle se apuntó al sistema clandestino de escapada que les abría una puerta hacia el país vecino.

En el sótano del número 12 de la calle Livingston existe un túnel de dos metros de altura recubierto de piedra y con un techo de vigas de madera. En su interior se han encontrado monedas de 1810, un crucifijo de oro y botellas y petacas de alcohol antiguas. La galería conduce en dirección norte a lo que era a principios del siglo XIX un descampado con una pequeña iglesia en sus lindes. Posiblemente, desde Rhinebeck, los fugitivos saltaban a Millbrook o a Pawling. Desde allí a Albany. Luego a Siracusa. A Rochester y, finalmente, a Montreal.

Desde el principio, la huida hacia el norte supuso para un esclavo enfrentarse a un temible viaje, no exento de peligros, que le exigía recorrer miles de kilómetros de distancia en un país desconocido. Escondido durante el día. Caminando en la oscuridad por las noches. No es de extrañar, por tanto, que muchos de ellos, atemorizados por la magnitud de la odisea, no se encontraran con ánimo de afrontarla. Algunos de los que conseguían escapar al rastreo de los feroces perros sabuesos se limitaron a buscar refugio entre las tribus indias de sus propios estados. Especial acogida encontraron en los seminoles de Florida y los cherokees de Carolina, con los que convivieron de manera pacífica. Las leyes de los nativos americanos no contemplaban la esclavitud y compartían una espiritualidad muy parecida a las creencias animistas exportadas de África. Como los indios, los negros eran sometidos en el paso de la adolescencia a la madurez a un rito de iniciación. Conducidos al bosque por sus mayores, los jóvenes aprendían a sobrevivir en la naturaleza y a respetarla. Se les enseñaba que el calendario transcurría de lluvia en lluvia y que, cuando éstas llegaban, se celebraban las cosechas. Que dios hizo al hombre del polvo y por ello han de enterrarnos en la arena. Y que dios no tiene imagen: sencillamente llueve.

Los abolicionistas temían, sin embargo, que la alternativa de huir con los indígenas, sometidos también al acoso de los orejas rojas, término despectivo que utilizaban los africanos para referirse al blanco, no garantizase a los esclavos su deseada condición de hombre libre. Los amos pagaban buenas sumas de dinero por la entrega de un prófugo, ya que los escarmientos públicos ayudaban a quitarles a otros la idea de la cabeza, y eran frecuentes las ocasiones en que los buscadores de recompensas les localizaban. Aunque el botín consistía normalmente en el pago de quinientos dólares por entrega, en Maryland, se distribuyeron pasquines que ofrecían cuarenta mil dólares por la captura de la esclava Harriet Ross. Era el nombre de pila de una valerosa mujer que, tras zafarse de los grilletes, liberó a muchos otros. Los esclavos la llamaban Moisés porque conducía a la gente de su pueblo, en una larga travesía, desde el cautiverio al paraíso. Ross no cayó nunca en manos de sus perseguidores, pero muchos otros volvieron a sentir el furor del látigo. En todos los rincones había gentes sin escrúpulos vigilando la presencia de los apodados marrones, salvajes o desperados, para ganarse a costa de ellos un dinero rápido. Se hacía necesario, pues, arrancar a los esclavos del Sur y animarles a emprender una aventura que les llevase a una libertad duradera. Lejos de los campos de algodón y de las crecientes plantaciones de cacahuete. El maní, introducido en Norteamérica por los barcos negreros que lo utilizaban como alimento para los hombres aprisionados en sus bodegas, encontró rápidamente un hueco entre los cultivos habituales de Virginia, Carolina del Norte, Tennessee y Georgia. Originario de América del Sur, los europeos se habían encargado de distribuirlo por medio mundo. Esta legumbre, cuyas vainas maduran bajo tierra junto a las raíces de la planta, se identificó en Estados Unidos como un fruto seco de proporciones similares a las arvejas y por ello recibió el nombre de peanut, o nuez de guisante.

El primer reto al que los abolicionistas debían hacer frente era el de intentar romper la barrera de comunicación impuesta por el idioma. Los negros no sabían leer ni escribir, ya que el acceso a la educación se les había negado por decreto ley para evitar levantamientos. El intento de rebelión de Nat Turner en Jerusalem, Virginia, en 1831, terminó en la prohibición tajante de proporcionar a un hombre de piel oscura cualquier material de lectura. En las plantaciones convivían mezclados hombres y mujeres de numerosas etnias que conseguían a duras penas entenderse entre ellos. Los amos lo sabían y preferían mantenerlo así para asegurarse el control y evitar que pudiesen intercambiarse mensajes subversivos. El segundo gran problema residía en que los negros tampoco estaban familiarizados con el lenguaje de las estrellas, imprescindible para orientarse durante las largas caminatas que siempre habían de realizarse al amparo de la noche. La interpretación del cielo era un privilegio acotado a las naciones de navegantes. Los pueblos de África se orientaban tradicionalmente por el sol. Se ponían en marcha al amanecer y acampaban siempre antes del crepúsculo para poder controlar el terreno de su asentamiento. El viejo continente se administraba, como lo había hecho el resto de la humanidad hasta la llegada de los veloces medios de comunicación, por la demarcación de las comarcas. Extensiones que englobaban a todos los habitantes capaces de ir y de volver en una jornada a los puestos donde se establecían los mercados. Líneas divisorias que en Europa se habían desvanecido por el trazado de las provincias, salvo en lugares de excepcional arraigo cultural como era el caso de Cataluña. Esta sabiduría añeja de nada servía ahora a los expatriados, pues, durante las horas de luz, los fugados habían de permanecer ocultos. Y, por fin, salvar el tercer escollo del desconocimiento geográfico, pasaba por hacerles llegar algunas claves codificadas que pudiesen dibujar en sus mentes un mapa con el camino de la huida.

En el África Occidental, ante la ausencia de escritura, la tradición de los pueblos se había conservado por transmisión oral gracias a los trovadores. Verdaderas enciclopedias andantes, los griots, aprendían de memoria la historia de la familia a cuyos servicios estuviesen encomendados. A la información transmitida por sus padres, los trovadores iban añadiendo los datos conocidos por ellos a lo largo de su vida. Trataban a todos los parientes, esposas, hermanos e hijos del patriarca y asistían a los casamientos, bodas y funerales en los que contaban a los asistentes alguna historia relevante de su pasado. Esta realidad fue la que llevó al escritor Amadou Hampate Ba, del país Dogón de Malí, a pronunciar en la UNESCO su celebrada frase de que, en África, cuando muere un anciano se quema una biblioteca.

Se consideraba a los griots una casta especial, respetada por su sabiduría, pero con la que no querían tener relaciones el resto de los mortales. Las mujeres escuchaban desde la cuna leyendas sobre las maldiciones que se activarían en caso de relacionarse con uno de ellos y los muertos no querían compartir con ellos un sitio en el cementerio. Puesto que no cultivaban la tierra, se les consideraba parásitos y se temía que al enterrar sus cuerpos el suelo se volviese estéril. Tras el fallecimiento, se les introducía en los baobabs, árboles milenarios de la sabana que desarrollan un hueco enorme en el interior del tronco. Algunos de ellos forman un habitáculo capaz de cobijar de la lluvia, sin problemas y de pie, a un grupo de diez personas. Tras la independencia de Senegal, en 1960, el presidente Leopold Senghor prohibió esta práctica por considerarla vejatoria. Dos años más tarde, una sequía sin precedentes asoló al país y volvieron a resurgir con fuerza los proféticos augurios.

Con la intención de infiltrar en las plantaciones a trovadores que pudiesen hacer llegar al resto de los trabajadores las hazañas de otros negros que, tras un largo periplo hacia el norte, encontraron la libertad, maquinistas del tren subterráneo y abolicionistas viajaron al Sur. Quizás, el más notable de todos ellos fuera un hombre conocido como Peg Leg Joe, que anduvo arriesgando el pellejo de plantación en plantación enseñando a los esclavos a cantar un espiritual llamado The Drinking Gourd. La música, permitida por los guardianes en los campos de trabajo durante las faenas más arduas, resultó una manera excelente de camuflar ante el amo las instrucciones del plan masivo de evasión. Un drinking gourd, cazo de calabaza con el que los esclavos bebían agua de los cubos, respondía con exactitud a la forma que presenta en el cielo la constelación de la Osa Menor. Al final de aquel mango brillaba la estrella Polar, situada en la prolongación del eje de la tierra, fija en el cielo y señalando con obstinación el Polo Norte. El punto de referencia empleado por los navegantes en sus travesías quedaba por fin al alcance de la mano de un pueblo que había crecido sin prestarle demasiada atención a las señales de la noche. Y la información se propagaba como la pólvora. Mientras araban la tierra, en las iglesias y en los barracones.

Desde Misisipí hasta Carolina, los esclavos se pasaban de unos a otros un canto, oh follow the drinking gourd, que incluía un completo manual para abandonar la tiranía. Cuando el sol se levante y cante la primera codorniz, follow the drinking gourd. El viejo te aguarda para conducirte a la libertad, oh, follow the drinking gourd. El 21 de diciembre, pasado el solsticio de invierno, el astro rey comienza a elevarse cada día un poco más alto en el firmamento. Era la señal de Peg Leg. La escapada, enseguida veremos por qué, debía producirse en invierno. Y, por si alguien se despistaba observando el cielo, el sonido de las codornices que migran sobre los campos del Sur en la estación más fría del año, no podía dejar lugar a las dudas. El segundo verso servía para infundirles ánimos: no temas, un amigo te espera para echarte una mano al final del trayecto. Follow the drinking gourd. La ribera del río es un buen camino, los árboles muertos te muestran la dirección. Coro: follow the drinking gourd. Esta estrofa en concreto iba dirigida a los cientos de miles de personas de raza negra que cumplían trabajos forzados cerca de la orilla del río Tombigbee en Alabama y Misisipí. En las noches cerradas, en que las estrellas quedasen cubiertas por las nubes, el cauce servía de referencia para viajar hacia el norte. Además, en los árboles caídos de la orilla, Joe había practicado muescas marcas para confirmar a los proscritos que se encontraban en la senda. La canción continúa explicando que al final de ese río aparecerá otro, en referencia al Tennessee, y que deben seguir igualmente su curso. La canción termina con la llegada a la orilla de un gran río, el Ohio, que hay que cruzar, pues al otro lado se encuentra la tierra prometida, oooh, folloooow the driiiinking gouuuuuuurd. Amén.

La duración media de la travesía desde los campos de trabajo hasta la salvación a orillas del río Ohio se calculaba en algo más de doce meses. La razón para salir a finales de diciembre era para que la llegada al río se produjese también en invierno, con las aguas heladas, y lo pudiesen cruzar a pie. Los esclavos, que provenían de las sabanas arbustivas del interior de África, no sabían nadar. Aunque cientos de colaboradores del Tren Subterráneo patrullaban esporádicamente con sus barcas las orillas en busca de algún nuevo Tice Davids al que ocultar de la persecución de su amo, también se concentraban en el mismo lugar los cazadores de recompensas y convenía minimizar los riesgos. En la impactante novela de la escritora Harriet Beecher Stowe, La cabaña del tío Tom, se describe con un realismo conmovedor la agonía de una madre en este tramo final del trayecto. Basada en un personaje real, Eliza llegó algo tarde a su destino y se vio obligada a cruzar el río, que ya había comenzado a deshelarse, saltando de un trozo de hielo a otro, con la amenaza de hundirse a cada paso. Con su bebé en los brazos, la joven de Kentucky logró alcanzar finalmente la otra orilla.

La iniciativa de Peg Leg Joe no fue la única que camufló en los cantos tradicionales negros un jeroglífico sonoro fácil de descifrar en las plantaciones. Cualquiera que tenga en su fonoteca una buena colección de gospell, derivado en inglés de godspell, la palabra de Dios o el evangelio, puede llevarse una sorpresa analizando las letras. La continua referencia a la casa de Dios, Home, es una forma encubierta de hablar de un país libre donde los esclavos pueden sentirse como en el cielo. Espirituales tan famosos como Gospel Train o Swing Low, Sweet Chariot, describen directamente al Tren Subterráneo y a sus maquinistas. En el primero, la letra dice se aproxima, sube a bordo que hay sitio para muchos más, e invita a montarse en un tren que se detiene en numerosas paradas. En el segundo, un verso canta: he mirado sobre el Jordán y lo que vi, acercándose para conducirme a casa, fue un coro de ángeles que venían a por mí. Cooooming, fooor to carry meee hooome. Un retratro preciso de la localidad de Ripley, situada en una colina a la orilla del Ohio, de donde descendían los abolicionistas para ayudar a los fugitivos a cruzar las aguas.

Otro gospel tradicional, Wade In The Water, badea las aguas, explica de modo clarividente la mejor manera de despistar el olfato de los perros sabuesos lanzados contra los escapistas. Yo sé que el agua helada es oscura y fría, no temas, Dios va a protegerte en el agua. Tú sabes que puede enfriar mi cuerpo, pero no mi alma; no temas, Dios va a protegerte en el agua. Wade in the water. Si consigues llegar, no olvides decirle a los amigos que yo también voy de camino. Wade in the water. Interpretada con la música de un himno al que se le ha incorporado la forma habitual de cantar en África, un solista que es continuamente replicado por un coro, la letra no puede resultar más explícita.

En el salón de actos del colegio, la señorita Trish —seguramente de Teresa— Chambers muestra una pizarra con un dibujo a la concurrencia infantil. ¿Sabéis lo que es esto? Noooo. Esto es una manta tradicional negra confeccionada con los trozos de trapos que iban apañando los esclavos. Aaaah. ¿Sabéis cómo se llama? Sí. Yo. Yo. Aquí. Yo. A ver, tú, el del jersey verde de la segunda fila. Un quilt. Muy bien. Se llama quilt. Max mira hacia atrás como pensando que qué demonios pinta su padre en la clase. Pero por lo visto no lo piensa. Se lo pregunto a la salida y me dice, qué va, a mí me da igual que hayas venido.

En las plantaciones del Sur, además de los esclavos, había otra persona que, aunque no recibía los azotes del látigo y dormía en una cama confortable, trabajaba diariamente como una mula: la mujer del amo. A ella le correspondía la confección de toda la ropa, tanto de blancos como de negros, que habitaban sus dominios. Labor que con frecuencia compatibilizaba con aquellas tareas que no les estaban permitidas a los esclavos, como la de atender el correo. En América quedaba pendiente aún la revolución de la mujer y las señoras de entonces no lo tenían demasiado fácil. Debían parir sus hijos en el salón, ya que el amo no permitía subir al médico a las habitaciones privadas de arriba. Y hacerse los retratos con la placa negativo utilizada previamente para sacar la foto de sus maridos, por aquello del ahorro, con lo cual salían siempre con los rasgos del esposo interpuestos. Ésa es la razón por la que encima de la chimenea de Poplar Grove, una plantación de cacahuetes de Carolina del Norte, la bella señora de la casa parece en realidad la mujer barbuda. Realmente la única alegría que les brindaba su jaula de oro a estas mujeres llegaba los sábados por la tarde. Entonces el salón y el comedor se juntaban, se apartaban los muebles y el espacio quedaba convertido en salón de baile con orquesta en directo. De acuerdo con la doctrina metodista, a medianoche había que tocar retirada, pero tenían un esclavo encargado de ir atrasando las agujas del reloj según se aproximaban a las doce, para alargar la fiesta un par de horas más.

Con este panorama, no es de extrañar que la señora no diese abasto en sus tareas de modista y que la ropa repartida a los esclavos resultase más bien escasa. Unos pantalones para los hombres y un traje para las mujeres al año. Para los que tenían que trabajar en la casa una chaqueta y zapatos para los días de fiesta. Además, a los negros se les proporcionaba una manta, pequeña y de mal tejido, que no bastaba para soportar el frío de las noches, cada tres años. Para paliar tal carencia las mujeres esclavas hubieron de dedicar su escaso tiempo libre a coser algunas prendas. Se ponían a ello por las noches, después del trabajo extenuante de la jornada o en las tardes de los domingos. Algunas de ellas habían aprendido a bordar con sus señoras. Tradicionalmente en África esta labor recaía en los hombres, que son hoy día quienes siguen manejando los telares y tejiendo las cestas en los poblados del País Bassari, pero la educación heredada de Europa impuso sus reglas. El arte de la costura de las sirvientas se aprovechaba para procurar unos ingresos extras. En aquella época se solían alquilar a otras personas los servicios de las esclavas propias. Las artesanas gozaban de una mayor libertad de movimientos, en ocasiones se les prestaba ropa de las amas y tenían permiso para aceptar propinas. Un número considerable de mujeres pudieron comprar su libertad a cambio del dinero recibido por sus trabajos.

Las esclavas utilizaron los conocimientos adquiridos para tejerles mantas a sus familias. Lo hacían con retazos de tela que iban pillando de los lugares más dispares y con el cordel que sacaban deshilachando los sacos de tabaco o de harina. Los quilt reflejaban los diseños de sus tradiciones africanas. Siempre con líneas abiertas para que no atrajesen a los malos espíritus que, según sus creencias, se fijaban en las raíces rectilíneas de los árboles. Una vez terminadas, las mantas se colocaban temporalmente sobre los techos de las barracas en señal de buena suerte. Se convirtió en algo habitual, por tanto, extender estas colchas a la vista de todos. Su exposición llegó a formar parte del paisaje y no le resultaba extraña al ojo del amo. Cosas de esclavos. Los conductores del Tren Subterráneo lo sabían y decidieron sacarle partido.

Las mantas, explica la señorita vestida con un traje de florecitas menudas que esconde los chispazos de su cocina de carbón, se convirtieron en mapas secretos. Valían para dar instrucciones y para advertir de los peligros. Utilizaban un código de símbolos familiar para las etnias del África Occidental. Se colgaban en las plantaciones y en las estaciones del camino de hierro subterráneo que habría de conducirlos al Canadá. En cada manta había un único signo a descifrar. Los abolicionistas se habían propuesto hacerles la vida a los fugitivos lo más simple posible. Un cuadrado rojo en el centro de un símbolo que representaba una choza significaba calor, entra, eres bienvenido. Cuando el cuadrado era oscuro: estás en un lugar seguro, pero no vengas hoy.

Con la ayuda de un puntero va señalando un montón de símbolos geométricos. Cada uno con su nombre. Cada uno con su explicación. Éste, dice, se llama la senda del borracho. Son unas líneas en zigzag. ¿Lo veis? Sííííí. Es una señal que indica al esclavo que debe desviarse del camino marcado porque hay cazadores de recompensas por la zona. Uno de los trucos recomendados consistía en darse temporalmente la vuelta porque un negro viajando en dirección al sur no levantaba sospechas. Esto es la zarpa de un oso, continúa. Le dice que busque refugio en la montaña y, una vez allí, que siga la senda de un oso porque le conducirá a donde haya agua y comida. ¿Quién sabe qué es esto? Yo. Yo. Aquí, señorita. Yo. Dime. Un reloj de arena. Podría serlo, pero simboliza una pajarita. Indica que es tiempo de disfrazarse. Se hace necesario cambiar la ropa de esclavo. Esto es un trenzado de cadeneta irlandesa. Representa las cadenas. Los esclavos al huir arrancaban su cadena de la pared pero eran incapaces de romper los grilletes que les ataban de pies y manos. El símbolo les dice que en las cercanías hay alguien de confianza, seguramente un herrero, que les puede ayudar a quitárselas. Repasa una docena de dibujos, el barco, los gansos, la guirnalda de flores, y termina pidiendo un aplauso para su compañero, el que combina pantalones marrones con chaleco rojo florido y chaqueta negra y para ella. Plas, plas, plas. Se acabó niños. Tienen que volver en fila cada uno a sus clases.

Febrero, mes de la Memoria de la Raza Negra. La historia de los hombres libres y de los esclavos fugados que regresaban de nuevo al Sur en busca de sus amigos y familiares, se escribió a base de lágrimas y valentía. Como el personaje encarnado por Liam Neeson en la Lista de Schindler, un puñado de hombres encomiables consiguieron liberar a miles de seres humanos de la opresión a través de la ruta del Ferrocarril Subterráneo. Después se desencadenaría la guerra civil. Aprovechando la partida al frente de sus amos, los esclavos comenzaron a evaporarse de Misuri, Kentucky y Tennessee hacia Kansas, Iowa e Illinois. Desaparecían de las plantaciones y aparecían del lado de la Unión en harapos, muertos de hambre. Medio millón de personas abandonaron los campos de trabajo. Doscientos mil de ellos se unieron al Ejército. En 1863 la Proclamación de Emancipación del presidente Lincoln otorgó la libertad a los negros que vivían en los estados segregacionistas. Los tres millones que quedaban en los estados esclavistas aliados de Delaware, Kentucky, Maryland, Misuri y West Virgina, así como los negros de Tennessee y de algunas zonas de Luisiana que se consideraban bajo control federal debieron esperar otros dos años más el jubileo.