27
(Ciudad Rutina)
Peer sintió que el cambio comenzaba, y apagó el torno. Miró indefenso al taller, sus ojos centrándose en objeto tras objeto sin los que no podía imaginar vivir: la lijadora, el estante lleno de herramientas de corte para el torno, latas de aceite, botes de barniz. La misma pila de madera recién cortada. Abandonar esas cosas —o peor aún, abandonar su amor por ellas— le parecía la definición de la extinción.
Luego empezó a percibir la situación de forma diferente. Se sintió alejándose de su vida de carpintero hacia una visión más amplia de las cosas… o una no-idea: el tartamudeo al azar de pretexto a pretexto que dotaba a su existencia de sus diversos sentidos. La sensación de pérdida se hizo imposible de sostener; su entusiasmo por todo aquello a lo que había dedicado los últimos setenta y seis años se evaporó como un sueño. No se sentía repelido, o perplejo, por la fase que dejaba atrás… pero no sentía deseos de extenderla o repetirla.
Las herramientas, las ropas, el taller, todo se disolvió, dejando detrás una planicie gris informe, extendiéndose hacia el infinito bajo un deslumbrante cielo azul, sin sol pero radiante. Esperó con calma para descubrir su nueva vocación… recordando la última transición, y pensando: Estos breves momentos intermedios son una vida en sí mismos. Se imaginó retomando esa misma cadena de pensamiento y avanzarla ligeramente la próxima vez.
Luego, del suelo vacío surgió una vasta habitación que se extendía a su alrededor en todas direcciones durante cientos de metros, llena de fila tras fila de cajones amarillentos de especímenes. Un techo alto con claraboyas oscuras se formó sobre él, completando la escena. Parpadeó en las tinieblas. Vestía unos gruesos pantalones negros y un chaleco sobre una estirada camisa blanca. Su exoyó, habiendo escogido una obsesión que no hubiese tenido sentido en un mundo de ordenadores avanzados, lo había vestido para el papel de un naturalista victoriano.
Los cajones, sabía, estaban llenos de escarabajos. Cientos de miles de escarabajos. Ahora era libre para dedicar todo su tiempo a estudiarlos, dibujarlos, anotarlos, clasificarlos: espécimen a espécimen, especie a especie, década tras década. La idea le era tan dichosa que casi se desplomó de alegría.
Al acercarse al conjunto de cajones más cercano —donde ya le esperaban un bloc de notas y un lápiz— vaciló, e intentó dar sentido a sus emociones. Sabía por qué se sentía feliz: su exoyó había alterado su cerebro, una vez más, como él mismo lo había programado. ¿Qué más le hacía falta?
Miró a la habitación mohosa, intentado descubrir la fuente de su insatisfacción. Todo era perfecto, aquí y ahora… pero su pasado todavía estaba con él: la gris planicie de la transición, sus décadas con el torno, el tiempo que había pasado con Kate, sus obsesiones anteriores. El David Hawthorne largo tiempo muerto, invencible, colgando de la pared de roca. Nada de eso tenía la más mínima relación con su interés actual, con su entorno… pero los detalles todavía estaban presentes en el borde de su mente: distracciones superfluas y anacrónicas.
Estaba vestido para un papel… por tanto, ¿por qué no completar la ilusión? Ya antes había probado con recuerdos falsos. ¿Por qué no construir un pasado virtual que «explicase» su situación, y su entusiasmo por la tarea que le esperaba, en términos que encajasen con el entorno? ¿Por qué no crear una persona sin recuerdos de Peer, que pudiese perderse realmente en los placeres de ser liberado en aquella colección inestimable?
Abrió una ventana a su exoyó, y juntos empezaron a inventar la biografía de un entomólogo.
Peer miró vacío a la parpadeante lámpara eléctrica en la esquina de la habitación, luego fue hacia ella y leyó la nota garabateada en la mesa de debajo.
HABLA CONMIGO. ALGO VA MAL.
Vaciló, luego creó una puerta al lado de la lámpara. Kate entró por ella.
Estaba pálida.
—Paso la mitad de mi vida intentando llegar a ti. ¿Cuándo va a terminar? —el tono era plano, como si quisiese estar furiosa, pero no tuviese fuerzas. Peer levantó una mano hacia su mejilla; ella la hizo a un lado.
—¿Cuál es el problema?
—¿El problema? Has desaparecido durante cuatro semanas.
¿Cuatro semanas? Peer casi se rió, pero ella parecía tan alterada que se detuvo.
—Sabes que me quedo atrapado en lo que hago. Es importante para mí. Pero siento haberte preocupado…
Ella echó las palabras a un lado.
—Habías desaparecido. No dije: no contestabas a mis llamadas. El ambiente en el que nos encontramos, y su dueño, no existían.
—¿Por qué lo crees?
—El software de comunicaciones decía que no había ningún proceso que aceptase datos dirigidos a tu nodo personal. El sistema te perdió.
Peer se sorprendió. Para empezar no había confiado en Malcolm Carter, pero después de tanto tiempo, parecía improbable que hubiese problemas importantes con las infraestructuras que había tejido para ellos en la Ciudad.
—Me perdió el rastro, quizá. ¿Durante cuánto tiempo?
—Veintinueve días.
—¿Ha sucedido antes?
Kate rió con amargura.
—No. ¿Qué crees? ¿Qué me lo hubiese guardado para mí? Nunca he encontrado un fallo básico de software de ningún tipo hasta ahora. Y hay registros automáticos que lo confirman. Ésta es la primera vez.
Peer se rascó bajo el cuello almidonado de la camisa. La interrupción le había dejado desorientado; no podía recordar qué estaba haciendo cuando la lámpara parpadeante le llamó la atención. Su memoria necesitaba mantenimiento.
—Es preocupante… pero no veo qué podemos hacer, excepto ejecutar algunos diagnósticos, intentar aislar el problema.
—Ejecuté diagnósticos mientras se producía el problema.
—¿Y…?
—No había nada malo con el software de comunicación. Pero ninguno de los sistemas implicados en ejecutarte a ti era visible.
—Eso es imposible.
—¿Te suspendiste?
—Claro que no. Y eso tampoco explicaría nada; incluso si lo hubiese hecho, los sistemas responsables de mí hubiesen seguido activos.
—Entonces ¿qué has estado haciendo?
Peer miró por la habitación, hasta donde había estado. Había un cajón de especímenes sobre una de las mesas, y un grueso bloc de notas a su lado. Caminó hacia la mesa. Kate lo siguió.
—Aparentemente, dibujando escarabajos —se habían usado como un centenar de páginas del bloc. Mostraba el dibujo inacabado de uno de los especímenes. Peer estaba seguro de no haberlo visto antes.
Kate cogió el bloc y miró los dibujos, luego hojeó las páginas anteriores.
—¿Por qué el seudónimo? ¿No son tus ropas una afectación suficiente?
—¿Qué seudónimo?
Ella sostuvo el bloc frente a él, y señaló la firma.
—Sir Wiliam Baxter, FRS.
Peer se apoyó en la mesa, y luchó por rellenar el hueco. Había estado jugando a algún tipo de juego de memoria, eso era evidente… ¿pero seguro que había preparado las cosas para entender al final lo que había sucedido? Cuando Kate había entrado en contacto con él, rompiendo el hechizo, su exoyó debía haber dado una explicación total. Invocó mentalmente sus registros; el último suceso que mostraba era su transición al azar más reciente. De lo que hubiese hecho desde entonces, no había ni rastro.
Dijo debidamente:
—El nombre no significa nada para mí.
Aún más extraño, la idea de pasar veintinueve días dibujando escarabajos le dejaba frío. Cualquier pasión que hubiese sentido por la taxonomía de los insectos se había desvanecido junto con sus recuerdos… como si todo el paquete hubiese pertenecido a alguien completamente diferente, que lo había reclamado y se había ido.