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(No remitir la escasez)
FEBRERO 2051
Sentado en la biblioteca, Thomas examinó el informe final de la selección de noticias del tiempo real de la última semana elaborado por su buscador de conocimientos. Una periodista con un abrigo forrado de piel apareció para dirigirse a la cámara, de pie sobre nieve ligera frente al edificio del Tribunal Supremo de Estados Unidos, aunque era más que probable que la chica estuviese sentada en un estudio viendo cómo un muñeco de software se sincronizaba con sus palabras.
—La decisión de hoy de cinco contra uno significa que la controvertida ley de California seguirá en vigor. Las autoridades que tomen posesión de un medio de almacenamiento informático para buscar las simulaciones de un cerebro, cuerpo o personalidad de un supuesto criminal, vivo o muerto, no violan los derechos de la Cuarta Enmienda de los familiares o los dueños del hardware. El juez Andrea Steine aseguró que la ley no afecta a la situación de las Copias en sí misma, en un sentido u otro. El software, dijo, puede confiscarse y examinarse, pero no se le puede someter a juicio.
El terminal volvió al menú. Thomas estiró los brazos sobre la cabeza, muy consciente por un momento de la disparidad entre su frágil apariencia y la fácil fuerza que sentía en los brazos. Después de todo, había vuelto a ser su yo joven. Se había convertido en él, decidiese o no mirarlo al espejo. Pero esa idea no llevaba a ningún sitio.
Thomas había estado siguiendo la historia de la legislación californiana desde el principio. Esperaba que Sanderson y sus colegas supiesen lo que estaban haciendo; si les salía el tiro por la culata, podía tener desagradables ramificaciones para las Copias en todas partes. El mismo modelo de opinión pública de Thomas había encogido sus hombros estocásticos y había declarado que los efectos de la ley podían ir a cualquier lado, dependiendo de los pasos que se tomasen… y otros muchos factores, la mayoría de los cuales serían difíciles de anticipar o manipular.
Claramente, la intención era impresionar a los apáticos votantes americanos para que apoyasen los derechos humanos para las Copias… para que la alternativa no fuese el secuestro, el saqueo mental, y posiblemente ejecución de facto, todo sin juicio. Los que sabían de informática verían lo inútil que sería la ley en la práctica… pero ésos ya estaban de su lado. La familia Unclear tenía los índices de audiencia más altos entre el grupo demográfico que probablemente menos entendería las realidades técnicas… un almacén de buena voluntad que estaba todavía por explotar. Thomas podía ver las posibilidades. El resucitado obrero manual Larry Unclear podría resultar sospechoso de un asesinato en el momento de su muerte. Flashback: un malentendido en un bar lleva a una pelea muy aparatosa y caliente entre Larry y la estrella invitada X. Como en un tebeo, todo se convertía en una pelea en toda regla. Aprovechándose de la confusión, la estrella invitada Y rompe una botella sobre la cabeza de la estrella invitada X, mientras Larry, con su encantadora inutilidad habitual, había acabado comatoso bajo la mesa. La nueva ley podría hacer que los arrancasen de su hogar y familia en medio de la noche para un kafkiano interrogatorio virtual, en el que los sueños culpables de responsabilidad se consideran como recuerdos reales de haber cometido el crimen… mientras que la estrella invitada Y, todavía un humano vivo, recibe un juicio civilizado, miente como un bellaco, y es absuelto. El hijo Leroi podría salvar la situación de alguna forma, en el último minuto, como siempre…
Thomas cerró los ojos y enterró la cara entre las manos. La mayoría de la habitación dejó de ser calculada; se imaginó a sí mismo vagando en el mar de números aleatorios de Durham, llevando consigo, sillón y un fragmento de suelo, los únicos objetos que tenían solidez por su tacto.
Dijo:
—No corro peligro —la habitación volvió a medias a la existencia modificó sutilmente el sonido de sus palabras, y volvió a disolverse en la estática.
¿Quién creía que lo acusaría? No quedaba nadie a quien le importase la muerte de Anna. Había sobrevivido a todos.
Pero mientras el conocimiento de lo que había hecho continuase existiendo, nunca podría estar seguro de que no sería revelado.
Durante meses después del crimen, había soñado que Anna venía a su apartamento. Se despertaba, sudando y gritando, mirando a la oscuridad de su habitación, esperando a que ella se manifestase. Esperando a que ella rompiese la piel de la normalidad a su alrededor, para revelar las pruebas de su condenación: sangre, fuego, locura.
Después empezó a levantarse de la cama cuando le despertaba la pesadilla, caminando desnudo entre las sombras, desafiándola a estar allí. Deseándolo. Entraba en todas las habitaciones de su apartamento, la mayoría de ellas tan oscuras que tenía que abrirse paso estirando los brazos, esperando a que de pronto los dedos de ella se uniesen a los suyos.
Noche tras noche, ella no apareció. Y gradualmente, su ausencia se convirtió en un horror en sí mismo; vertiginoso, frío. Las sombras estaban vacías, la oscuridad era diferente. No había nada bajo la superficie del mundo. Podía haber degollado a cien mil personas, y la noche todavía hubiese sido incapaz de conjurar una sola aparición que se le enfrentase.
Se preguntó si haberlo comprendido le volvería loco.
No fue así.
Después de aquello, sus sueños habían cambiado; ya no había más cadáveres vivientes. En su lugar, soñaba que entraba en la comisaría de Policía de Hamburgo y hacía una confesión completa.
Thomas acarició la cicatriz en la parte interior del antebrazo, donde se había hecho daño con el enladrillado fuera de la ventana de la habitación de Anna, al realizar su torpe escapada. Nadie, ni siquiera Ilse, le había pedido nunca que la explicase; había inventado una explicación plausible, pero la mentira había permanecido callada.
Sabía que podía hacer que le borrasen sus recuerdos del crimen. Sacarlo de su fichero de escán original, su modelo actual del cerebro, sus instantáneas de emergencia. No había más pruebas. Era ridículo imaginar que alguien podría tener alguna vez la más mínima razón —menos aún el derecho legal, menos aún el poder— para examinar los datos que le conformaban… pero si tranquilizaba sus temores paranoicos, ¿por qué no? ¿Por qué no neutralizar la incomodidad ante la posibilidad técnica de que leyesen su mente como un libro —o un chip de ROM— cambiando la metáfora, o verdad casi literal, a su ventaja? ¿Por qué no rescribir la última versión incriminatoria de su pasado? Otras Copias explotaban aquello en que se habían convertido, con fatuos excesos sibaríticos. ¿Por qué no concederse a sí mismo algo de paz mental?
¿Por qué no? Porque le robaría su identidad. Durante sesenta y cinco años, el tirón en su mente de esa noche en Hamburgo había sido tan constante como la gravedad; todo lo que había hecho desde entonces había sido alterado por su influencia. Arrancar toda esa cadena de acontecimientos de su mente —convertir la mitad de sus recuerdos en incomprensibles— sería convertirse a sí mismo en un asombrado extranjero en su propia vida.
Por supuesto, cualquier sensación de pérdida, o desorientación podría ser tratada, eliminada… ¿pero dónde terminaría el proceso de amputación? ¿Quién quedaría para disfrutar de la conciencia tranquila que habría fabricado? ¿Quién dormiría el sueño de los justos sobre su cama?
Eliminar recuerdos no era la única opción. Existían algoritmos que podían transportarle suave y rápidamente a un estado de aceptación tranquila; rehabilitado, curado, en paz consigo mismo y todo su pasado sin censurar. No tendría que olvidar nada; su absurdo temor a ser incriminado por la lectura mental desaparecería con seguridad; junto con la neurosis de culpa.
Pero tampoco estaba listo para aceptar ese destino… por muy bien que se sintiese una vez completada la transformación. No estaba seguro de que hubiese alguna distinción significativa entre la redención y la ilusión de la redención… pero a alguna parte de su personalidad —aunque la maldecía por masoquista y sentimental— le repelía idea de la gracia instantánea.
¡El asesino de Anna estaba muerto! ¡Había quemado el cadáver del hombre! ¿Qué más podía hacer para dejar el crimen a su espalda?
En su «lecho de muerte» mientras progresaba la enfermedad —mientras consideraba cada mañana ordenar que le hiciesen el escán final— había estado seguro de que ser testigo del destino de su cuerpo sería suficientemente dramático para purgarle de esa culpa vieja, mecánica e incansable. Anna estaba muerta; nada podía cambiarlo. Una vida entera de remordimientos no la había traído de vuelta. Thomas nunca había creído que se hubiese «ganado» el derecho a estar libre de ella pero había llegado a entender que ya no le quedaba nada más que ofrecer al pequeño metrónomo de latón en su cráneo sino un extravagante ritual de expiación: la muerte del asesino mismo.
Pero el asesino no había muerto realmente. El cadáver entregado al horno crematorio no era más que una cáscara. Dos días antes de ser escaneado, Thomas había perdido los nervios y había anulado sus instrucciones anteriores: que se le permitiese a su yo de carne y hueso que recuperase la conciencia después del escán.
Así que el humano moribundo nunca había despertado, nunca había sabido que se enfrentaba a la muerte. Y no había habido un Thomas Riemann mortal y distinto para cargar con el peso de la culpa hasta las llamas.
Thomas había conocido a Anna en Hamburgo en el verano de 1983, en un café de estación. Él estaba en la ciudad para hacerle recados a su padre. Ella estaba de camino a Berlín occidental para un concierto. Nick Cave y los Malas Semillas.
El café estaba abarrotado, compartieron una mesa. El aspecto de Anna no era llamativo: pelo negro, ojos verdes, cara redonda y plana. Thomas no la hubiese mirado dos veces si se hubiesen cruzado por la calle; pero pronto le causó impresión. Ella lo miró de arriba abajo apreciándolo, luego dijo:
—Mataría por una camisa como ésa. Tienes gustos caros. ¿Qué haces para pagarlos?
Thomas mintió cuidadosamente.
—Era estudiante. Ingeniería. Hasta hace unos meses. Pero no valía la pena; no aprobaba nada.
—¿Y qué haces ahora?
Él parecía compungido.
—Mi padre es dueño de un banco mercantil. Entré en ingeniería intentando alejarme del negocio familiar, pero…
Ella no mostró ninguna simpatía.
—¿Pero la jodiste y ahora estás atrapado con tu padre?
—Y viceversa.
—¿Es muy rico?
—Sí.
—¿Y le odias?
—Por supuesto.
Ella sonrió con dulzura.
—¿Porqué no lo secuestro para ti? Tú me das toda la información interna y nos repartimos el rescate al cincuenta por ciento.
—¿Secuestras banqueros para ganarte la vida?
—No exclusivamente.
—Creo que trabajas en una tienda de discos.
—Te equivocas.
—En una tienda de ropa de segunda mano.
—Más y más frío.
—¿A quién vas a encontrarte en Berlín?
—A unos amigos.
Cuando avisaron la salida de su tren, él le pidió su número. Ella se lo escribió en la manga de la camisa.
Durante los siguientes meses, siempre que viajaba al norte la telefoneaba. En tres ocasiones le dio excusas. Casi se rindió, pero seguía recordando la expresión de burla en su cara y sabía que quería verla de nuevo.
A principios de noviembre, dijo finalmente que sí.
—Déjate caer por aquí si quieres. No estoy haciendo nada.
Él había planeado llevarla a un club nocturno, pero ella tenía a un niño allí, un bebé de apenas unos meses.
—No es mío. Se lo cuido a una amiga. —Miraron la tele, hicieron el amor en el sofá. Apartándose de su lado, Anna dijo—: Realmente eres dulce.
Le besó en la mejilla, y luego desapareció en el dormitorio, dejándole a él fuera. Thomas se quedó dormido viendo una vieja película de John Wayne. Dos chicas adolescentes con el maquillaje corrido golpearon la puerta a las dos de la mañana y Anna les vendió una bolsita de polvo blanco.
Thomas, todavía en el sofá, le preguntó si el polvo era cocaína o heroína.
—Heroína.
—¿Usas esa mierda?
—No —ella lo miró con ligera diversión; no le importaba si la creía o no.
Se despertó de nuevo a las cinco y media. Anna se había ido. El bebé todavía estaba en la cuna, llorando. Thomas lo cambió y le dio de comer. Anna le había enseñado dónde estaba todo. Quería darse una ducha, pero no había agua caliente. Se afeitó, y salió a tiempo para la reunión, diciéndose a sí mismo que Anna volvería pronto. Durante toda la mañana, y el almuerzo, pudo oler el aroma amargo del bebé en su mano, y se preguntó si los sonrientes constructores lo olían también.
Llamó desde el hotel, pagando por la noche que no había pasado allí, sabiendo que su padre revisaría detalladamente sus gastos. Anna estaba en casa; la había despertado. Cerca, alguien gruñó quejosamente. Thomas no mencionó el niño.
En la siguiente ocasión, vino un sábado por la tarde, sin necesidad de ir urgentemente a ningún sitio. Se encontraron en el Alsterpavillon, bebieron café mientras miraban a los bufones en botes por el Binnenalster, fueron de compras a Jungfernstieg. Thomas pagó por las ropas que Anna escogió, auténtica basura gótica de diseño que tenía todavía peor aspecto que la imitación más barata; parecía que después de todo no quería vestir como él. Pasearon del brazo de tienda en tienda, y en la entrada de la boutique más cara, se pararon y se besaron durante varios minutos, bloqueando el paso a los clientes que querían salir, y entraron para gastar mucho dinero.
Más tarde, en un club nocturno con una terrible banda en vivo que se vestía como los Beatles e imitaban a los Sex Pistols, se encontraron a Martin, un joven alto y rubio que Anna le presentó como un amigo. Martin era todo viciosa amabilidad de dar golpecitos en la espalda, intentando con tanto empeño ser amenazador que era casi cómico. Volvieron los tres tambaleándose al piso de Anna, y se sentaron en el suelo para oír discos. Anna fue al baño, Martin sacó un cuchillo y le dijo a Thomas que tenía intención de matarlo. Estaba muy borracho. Thomas se puso en pie, le dio una patada en la cara, rompiéndole la nariz, luego le quitó el cuchillo y lo sacó a rastras al vestíbulo. Thomas le dio la vuelta para que no se ahogase con la sangre, y atrancó la puerta.
Anna salió del baño. Thomas le contó lo que había sucedido. Ella salió a ver a Martin y le puso una almohada bajo la cabeza.
Mientras Anna le desvestía, Thomas dijo:
—En la tele vi en una ocasión a un soldado inglés que acababa de volver de Irlanda del Norte. Y dijo: «Aquello era un infierno, pero al menos era real. Al menos ahora he vivido». —Thomas sonrió con tristeza—. El pobre tonto lo había entendido todo al revés. ¿Masacrar gente es real y vivir una vida normal es alguna especie de sueño, algún tipo de alucinación? Pobre chico jodido.
Examinó a Anna en busca de marcas de agujas, pero no pudo encontrar ni una.
De vuelta en la oficina de Frankfurt, solo en su apartamento, durante la cena en casa de sus padres, Thomas pensaba en Anna, en sus imágenes y olores. Los recuerdos nunca le distraían; podía mantener una conversación, o seguir leyendo un informe hipotecario, mientras ella pasaba por su mente como la música de ascensor.
Su padre le puso contra la pared durante la Semana Santa.
—Deberías pensar en casarte. A mí me importa poco, pero tiene ventajas sociales que vas a necesitar tarde o temprano. Y piensa en lo feliz que harías a tu madre.
Thomas dijo:
—Tengo veinticuatro años.
—Yo estaba prometido cuando tenía veinticuatro años.
—Quizá sea gay. O quizá tenga una enfermedad venérea incurable.
—No veo por qué nada de eso tendría que ser un obstáculo.
Thomas veía a Anna cada dos fines de semana. Le compraba lo que le pedía. A veces tenía el bebé con ella. Se llamaba Erik. Thomas le preguntó:
—¿Quién es su madre? ¿La conozco?
Ella le contestó:
—No quieras conocerla.
A veces se preocupaba por ella —temiendo que la arrestasen o los yonquis o los rivales le diesen una paliza— pero ella parecía ser capaz de cuidar de sí misma. Podía haber contratado detectives privados para descubrir los misterios de su vida, y guardaespaldas para cuidar de ella, pero sabía que no tenía derecho a hacerlo. Podía haberle comprado un apartamento, poner algunas inversiones a su nombre; pero ella nunca había sugerido nada así, y sospechaba que se sentiría profundamente insultada si se lo ofreciese. Sus regalos eran generosos, pero sabía que ella podía haber vivido sin ellos. Se estaban usando el uno a otro. Ella era, se dijo, tan independiente como él.
Él no hubiese dicho que la amaba. No le dolía cuando estaban separados; simplemente se sentía agradablemente aturdido, y esperaba a la próxima vez que la viese. Se sentía celoso, pero no obsesionado, y ella mantenía a sus otros amantes lejos de él; raramente él tenía que reconocer su existencia. Nunca volvió a ver a Martin.
Anna viajó con él a Nueva York. Se quedaron dormidos en medio de un musical de Broadway, vieron tocar a los Pixies en el Muddy Club, subieron las escaleras hasta lo alto de Manhattan Chase.
Thomas cumplió veinticinco años. Su padre le ascendió. Su madre, dijo:
—Mira todo ese pelo blanco.
En primavera, Erik desapareció. Anna dijo casualmente.
—Su madre se ha ido, se ha mudado.
Thomas se sintió herido; le gustaba tener el chico. Él dijo:
—Sabes, solía pensar que podría ser tuyo.
Ella estaba perpleja.
—¿Por qué? Te dije que no lo era. ¿Por qué iba a mentir?
Thomas tenía problemas para dormir. Seguía intentando imaginar el futuro. Cuando su padre muriese, ¿seguiría viendo a Anna, una vez cada quince días en Hamburgo, mientras ella traficaba con heroína y follaba a macarras y yonquis? La idea le ponía enfermo. No porque no quisiese que todo permaneciese igual, sino porque sabía que no sería así.
Un sábado de junio era, casi, el segundo aniversario de su encuentro. Fueron a un mercadillo por la tarde y compraron joyas baratas.
Ella le dijo:
—Cualquier cosa mejor sería buscarse problemas.
Comieron comida basura y fueron a bailar. Acabaron en el piso de Anna a las dos y media. Bailaron por el pequeño salón, aguantándose el uno al otro, más cansados que borrachos.
Thomas dijo:
—Dios, eres hermosa —Cásate conmigo.
Anna contestó:
—Voy a pedirte algo que no te he pedido nunca. Llevo todo el día intentando reunir el valor.
—Puedes pedirme cualquier cosa —Cásate conmigo.
—Tengo un amigo con mucho dinero en efectivo. Casi doscientos mil marcos. Necesita a alguien que pueda…
Thomas se apartó de ella, luego le golpeó en la cara con fuerza. Estaba horrorizado. Nunca le había pegado antes; nunca se le había ocurrido esa idea. Ella empezó a darle en el pecho y la cara; él se quedó allí de pie dejándola hacer durante un rato, luego le agarró las manos por las muñecas.
Ella recuperó el aliento.
—Suéltame.
—Lo siento.
—Entonces suéltame.
No lo hizo. Dijo:
—No soy una instalación de blanqueo de dinero para tus amigos.
Ella lo miró con pena.
—Oh, ¿qué he hecho? ¿He ofendido tus altos principios morales? Sólo te lo pedí. Podías haber sido útil. No importa. Debería haber sabido que era demasiado pedir.
Él acercó su cara a la de ella.
—¿Dónde vas a estar en diez años? ¿En prisión? ¿En el fondo del Elba?
—Que te jodan.
—¿Dónde? ¿Dímelo?
—Puedo pensar en destinos peores —le dijo ella—. Podría acabar jugando a la familia feliz con un banquero de mediana edad.
Thomas la arrojó contra la pared. Le resbalaron los pies antes de chocar contra la pared; la cabeza golpeó los ladrillos al caer.
Él se agachó a su lado, incrédulo. Tenía un gran corte en la parte de atrás de la cabeza. Respiraba. Le palmeó las mejillas, luego le abrió los ojos; los tenía en blanco. Casi se había quedado sentada en el suelo, con las piernas estiradas frente a ella, la cabeza echada contra la pared. La sangre se acumulaba a su alrededor.
Él se dijo:
—Piensa rápido. Piensa rápido.
Se arrodilló encima de ella, una rodilla a cada lado, le cogió la cara entre las manos, y cerró los ojos. Echó la cabeza hacia delante, y luego la golpeó contra la pared. Cinco veces. Luego le puso los dedos cerca de la nariz, sin abrir los ojos. No sintió la salida del aire.
Se alejó de ella, se giró y abrió los ojos, luego recorrió el piso, limpiando con el pañuelo lo que hubiese podido tocar. Evitando mirarla. Estaba llorando y temblando, pero no podía pensar por qué.
Tenía sangre en las manos, la camisa, los pantalones, los zapatos. Encontró una bolsa de basura, metió en ella toda su ropa y luego se limpió la sangre de la piel. Tenía un punto ciego en el centro de su visión, pero se movió a su alrededor. Metió la bolsa de basura en su maleta y se puso ropa limpia: vaqueros azules y una camiseta negra. Recorrió el apartamento, guardando todo lo que le pertenecía. Casi cogió la agenda de Anna, pero comprobó que no estaba en ella. Buscó; un diario, pero no lo encontró.
Docenas de personas los habían visto juntos, mes tras mes. Los vecinos de Anna, los amigos de Anna. Docenas de personas les habían visto salir del club nocturno. No estaba seguro de cuántos de sus amigos sabían lo que hacía, de dónde era. Él nunca les había dicho más que su primer nombre, siempre había mentido en el resto… pero Anna podía haberles contado lo que sabía.
Que le hubiesen visto con ella viva ya era malo; no podía arriesgarse a que le viesen salir caminando por la puerta principal la noche de su asesinato.
El apartamento estaba a dos pisos de altura. La ventana del baño se abría a un callejón. Thomas arrojó la maleta abajo; aterrizó con un golpe suave. Pensó en saltar —casi creyendo que podría aterrizar sin sufrir daño, o casi creyendo que no le importaría— pero había una claridad gris bajo esas imaginaciones, y algo de mil millones de años en su cerebro que sólo quería sobrevivir.
Se subió a la ventana, se metió en el espacio que dejaba medio panel corredizo, un pie a cada lado del marco. No había alféizar como tal, sino tan sólo doble ladrillo en la pared. Tuvo que encogerse para encajar, pero descubrió que podía mantener el equilibrio empujando la mano derecha contra la parte alta del marco, fijándose en su sitio.
Se echó a un lado, luego alargó el brazo y agarró el marco de la ventana del piso vecino. Podía oír el tráfico, y música en algún sitio, pero no había luz en el interior del piso, y el callejón estaba desierto. Las dos ventanas estaban escasamente a un metro de distancia, pero la segunda estaba cerrada, reduciendo el ancho. Con una mano a cada lado, cambió el pie derecho a la ventana vecina. Luego, agarrando la pared intermedia con los brazos, cambió el pie izquierdo. Finalmente, asegurándose apretando la mano rígida, soltó el primer marco.
Se movió por el alféizar de un ladrillo de anchura, luchando contra el impulso de murmurar el Ave María. ¿Ruega por nosotros, los pecadores? Vio que había dejado de llorar. Un desagüe corría cerca de la ventana. Imaginó que iba a romperse las manos con el metal oxidado, pero la tubería estaba lisa; necesitó toda su fuerza para mantenerse en su sitio, agarrándose con manos y rodillas. Cuando tocó el suelo con los pies, le fallaron las piernas. Pero no por mucho tiempo.
Se escondió en un baño público durante tres horas, mirando a una esquina de la habitación. Las luces, los azulejos, podían haber sido los de una prisión o un asilo. Se encontró desconectado, del mundo, del pasado; el tiempo se fragmentaba en momentos, golpes de conciencia, brillantes gotas de mercurio, gotas de sudor.
Esto no soy yo. Esto es otra cosa que cree ser yo. Y está equivocada, equivocada, equivocada.
Nadie le molestó. A las seis de la mañana salió a la luz matinal y cogió un tren a casa.