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(No remitir la escasez)
NOVIEMBRE 2050
María había quedado en encontrarse con Aden en el Nadir, un club nocturno de Oxford Street donde él a veces tocaba y a menudo iba a escribir. Aden normalmente podía conseguir que les dejasen pasar sin pagar, y la puerta —un artilugio amenazador como una puerta de avión de negro acero acanalado— le permitió el paso sin problemas después de un breve examen de seguridad. María había tenido en una ocasión una pesadilla en la que se había quedado atrapada en esa cámara, con un cuchillo inexplicablemente atado a su bota derecha y, peor, su nivel de crédito cancelado. La cosa la había digerido como a un insecto una planta carnívora, mientras Aden estaba en el escenario, cantando una de sus canciones de amor a medida.
Dentro, el sitio estaba lleno para ser jueves por la noche, y tan pobremente iluminado como siempre; finalmente vio a Aden sentado en una mesa cerca de la pared, escuchando a una de las bandas y anotando música; el brillo del ordenador de mano se le reflejaba en el rostro. Hasta ahora, por lo que María sabía, no se había sentido indebidamente influido por nada que escuchase mientras componía, pero decía ser incapaz de trabajar en silencio, y prefería las actuaciones en vivo como inspiración… o catálisis, o lo que fuese.
Le tocó un hombro. Él levantó la vista, se quitó el casco y se puso en pie para besarla. Sabía a zumo de naranja.
Agitó el casco.
—Deberías escuchar. Perversos Abogados Budistas Drogados. Son muy buenos.
María miró al escenario, aunque no había forma de decir a quiénes se refería. Una docena de intérpretes —cuatro bandas en total— estaba de pie encerrada en cilindros individuales de plástico a prueba de ruidos. La mayoría de los parroquianos estaba conectada, oyendo el sonido de alguna banda por medio de equipos auriculares en la cabeza, y gafas oscuras de cristal líquido, que parpadeaban en sincronía con un grupo de cilindros, para hacer que las otras bandas fuesen invisibles. Algunas personas hablaban tranquilamente; y de los cinco posibles hilos musicales de la sala, María decidió que aquel tranquilo silencio casi absoluto le apetecía. Además, nunca le había gustado demasiado emplear inductores de impulsos nerviosos; aunque era imposible que le dañasen físicamente el tímpano (lo que evitaba muchas denuncias a los dueños), siempre parecían dejarle los oídos —o los caminos auditivos— con un zumbido, sin que el volumen fuese una diferencia.
—Quizá más tarde.
Se sentó al lado de Aden, y sintió cómo él se tensaba un poco al rozarse los hombros y cómo luego se obligaba a relajarse. O quizá no. A menudo, cuando creía estar leyendo el lenguaje corporal de Aden, realmente estaba confundiendo el ruido con señal. Ella dijo:
—Hoy recibí correo basura que se parecía a ti.
—Qué halagador. Creo. ¿Qué vendía?
—Iglesia del Dios que No Representa Ninguna Diferencia.
Él rió.
—Cada vez que lo oigo, pienso: tienen que cambiar el nombre. Un Dios que no representa ninguna diferencia no se merece el artículo definido.
—Volveré a ejecutar el programa y podréis discutirlo entre los dos.
—No, gracias —tomó un sorbo de su vaso—. ¿Y correo normal? ¿Algún contrato?
—No.
—Bien… ¿otro día de aburrimiento terminal?
—En su mayoría —María vaciló. Aden normalmente le preguntaba por las novedades cuando él mismo tenía algo que anunciar. Y sentía curiosidad por saber qué sería. Pero él no ofreció nada, así que siguió describiendo su encuentro con la Operación Mariposa.
Aden dijo:
—Recuerdo haber oído algo sobre eso. Pero pensaba que fue hace décadas.
—El concepto probablemente sí, pero la simulación acaba de empezar. A lo grande.
Él parecía dolorido.
—¿Control climático? ¿A quién creen que están engañando?
María suprimió su enfado.
—La teoría debe de ser prometedora, o no la llevarían tan lejos. Nadie se gasta algunos millones de dólares a la hora en tiempo de superordenador sin una buena probabilidad de éxito.
Aden lanzó una risita.
—Oh, sí que lo hacen. Y normalmente lo llaman Operación algo. ¿Recuerdas la Operación Camino Radiante?
—Sí, la recuerdo.
—Iban a cubrir la atmósfera superior con nanomáquinas para seguir los cambios de temperatura… y supuestamente hacer algo.
—Fabricar partículas que reflejasen ciertas longitudes de onda de radiación solar… y luego desmontarlas a medida que fuese necesario.
—En otras palabras, cubrir todo el planeta con una gigantesca manta termostática.
—¿Qué tiene de terrible?
—¿Quieres decir aparte del hubris tecnocrático? ¿Y además del hecho de que liberar cualquier tipo de replicador en el ambiente es, todavía y gracias a Dios, ilegal? No hubiese funcionado. Hubo complicaciones que nadie había previsto, mezclas inestables de aire, ¿no?, que hubiesen contrarrestado casi todo el efecto.
María dijo:
—Exacto. ¿Pero cómo hubiesen podido saberlo si no hubiesen ejecutado las simulaciones adecuadas?
—Sentido común. La misma idea de arrojar tecnología a los problemas creados por la tecnología…
María sintió cómo la paciencia la abandonaba.
—¿Qué harías tú? ¿Ser humilde en presencia de la naturaleza, y esperar a ser recompensado por ello? ¿Crees que Madre Gaia va a perdonarnos, y hacer que todo esté bien, tan pronto como arrojemos nuestros malvados ordenadores y prometamos dejar de intentar arreglar las cosas por nosotros mismos? —Tenía que haber dicho «Abuelita Gaia».
Aden frunció el ceño.
—No, pero la única forma de «arreglar las cosas» es provocar un impacto menor en el planeta, no mayor. En lugar de concebir esos grandiosos planes para poner las cosas en orden a porrazos, tenemos que retirarnos, dejarlas en paz, darles una oportunidad para recuperarse.
María estaba perpleja.
—Es demasiado tarde. Si eso se hubiese hecho hace cien años… vale. Todo podía haber acabado de otra forma. Pero ya no es suficiente; se ha causado demasiado daño. Pasar de puntillas por entre las ruinas esperando que todos los sistemas que hemos jodido se restablezcan mágicamente por sí mismos, y pasear de puntillas con más cuidado cada vez que la población se doble, simplemente no va a funcionar. Ahora todo el ecosistema planetario es un artefacto, ahora, como… como el microclima de una ciudad. Créeme, desearía que no fuese así, pero lo es… y ahora que hemos creado un mundo artificial, queriendo o no, será mejor que aprendamos a controlarlo. Pero si nos echamos atrás y lo dejamos todo al azar, va a caerse a trozos a nuestro alrededor de alguna forma caótica que no es probable que sea mejor que nuestro peor error bien intencionado.
Aden estaba horrorizado.
—¿Un mundo artificial? ¿Crees eso de veras?
—Sí.
—Sólo porque pasas tanto tiempo en Realidad Virtual ya no sabes apreciar la diferencia.
María estaba indignada.
—Apenas… —luego se detuvo, comprendiendo que se refería al Autoverso. Hacía tiempo que había dejado de intentar que entendiese la diferencia.
Aden dijo:
—Lo siento. Fue un golpe bajo —hizo un gesto de retracción, un gesto de la mano más de impaciencia que de disculpa—. Mira, olvidémonos de toda esa ecomierda deprimente. Tengo buenas noticias, para variar. Nos vamos a Seúl.
María rió.
—¿Nosotros? ¿Por qué?
—Me han ofrecido un trabajo. Departamento de Música en la Universidad.
Ella le miró con severidad.
—Gracias por decirme que te habías presentado.
Él se encogió ligeramente de hombros.
—No quería darte esperanzas. Ni a mí mismo. Lo he sabido esta tarde; apenas puedo creerlo todavía. Compositor en residencia, durante un año; dar clases un par de horas por semana, el resto del tiempo puedo hacer lo que quiera: escribir, actuar, producir, lo que sea. Y dan alojamiento gratis. Para dos.
—Pero… espera. ¿Clases un par de horas? Entonces ¿por qué tienes que ir en persona?
—Me quieren, físicamente. Es un asunto de prestigio. Todas la universidades de juguete pueden conectarse a la red y tener docenas de profesores de todo el mundo…
—Eso no es jugar, es eficiencia.
—Barato y eficiente. Ese sitio no quiere ser barato. Quieren un pieza de decoración cultural exótica. Deja de reírte. Australia es el sabor del mes en Seúl; sólo pasa una vez cada veinte años, así que mejor aprovecharse. Y quieren un compositor en residencia. En residencia.
María se echó atrás y lo digirió.
Aden dijo:
—No sé tú, pero tengo muchos problemas para imaginar cómo podríamos pasar un año en Corea en otras circunstancias.
—¿Y has dicho que sí?
—Dije quizá. Dije probablemente.
—Alojamiento para dos. ¿Qué se supone que tengo que hacer yo mientras tú eres exótico y decorativo?
—Lo que quieras. Lo que hagas aquí puedes hacerlo con igual facilidad allá. Tú eres la que me dices continuamente cómo te has conectado al mundo, que eres un nodo en el espacio lógico de datos, tu posición física es totalmente irrelevante…
—Sí, y lo bueno es que no tengo que mudarme. Me gusta donde vivo.
—Esa caja de zapatos.
—Un apartamento universitario en Seúl no será mucho mayor.
—¡Saldremos! Es una ciudad excitante; allí se está produciendo todo un renacimiento cultural, no sólo en la música. ¿Y quién sabe? Podrías encontrar algún proyecto excitante en el que trabajar. No todo se emite por la red.
Eso era muy cierto. Corea era miembro de todo derecho de la ANSA, al contrario que Australia, que estaba a prueba; si hubiese estado viviendo en Seúl en el momento adecuado, si hubiese tenido los contactos adecuados, podía haber acabado siendo parte de la Operación Mariposa. E incluso si eran fantasías —los contactos adecuados posiblemente tardaban años en crearse— apenas podía irle peor que en Sydney.
María se quedó en silencio. Era una buena noticia, una rara oportunidad para los dos, pero todavía no podía entender por qué él se lo estaba soltando todo de pronto. Debía habérselo dicho todo cuando se había presentado, aunque hubiese considerado que no tenía muchas posibilidades.
Miró al escenario, a los doce músicos sudorosos que tocaban de todo corazón, luego apartó la vista. Tenía algo de voyeurístico el mirarlos sin conectarse: no sólo por verlos cantar en silencio, sino comprender que ninguno de los miembros de la banda podía ver a los otros, a pesar de que ella podía verlos a todos.
Aden dijo:
—No hay prisa por decidirse. El año académico empieza el nueve de enero. Dentro de dos meses.
—¿No tendrán que saberlo mucho antes?
—Tienen que saberlo el lunes si acepto el trabajo, pero no creo que el alojamiento sea muy complicado. Es decir, si acabo solo en un apartamento para dos, no será el fin del mundo —él la miró inocente, como desafiándola a decirle cuándo había dicho él que iba a rechazar una oportunidad como aquélla, sólo porque ella no quisiera venir.
María dijo:
—No, por supuesto que no. Qué estúpida soy.
En casa, María no pudo resistirse a establecer conexión con la Bolsa TIPS, sólo para ver cómo iba la cosa. La Operación Mariposa se había desvanecido por completo del mercado. Omniaveritas, su buscador de datos, había recogido una noticia que hablaba de un tifón en la región; quizás el predicho no se había presentado, o quizá todavía debía aparecer, pero las simulaciones ya habían dado su veredicto. Era extraño pensar que todo podía pasar antes de que la tormenta fuese una realidad… pero claro, para cuando sucediese algo que valiese la pena, los datos meteorológicos reales no tendrían —siendo optimistas— ninguna relación con lo que habría sucedido si las estaciones de control hubiesen estado en su sitio. Los únicos datos del mundo real necesarios para la simulación eran el punto de partida común, una instantánea de tiempo en el mundo en el momento en que hubiese comenzado la intervención.
Las tarifas del TIPS estaban todavía a un cincuenta por ciento por encima de lo normal al entrar todos los usuarios comunes a terminar los trabajos retrasados. María vaciló; sentía que necesitaba la alegría, pero ejecutar el Autoverso entonces sería estúpido; tendría mucho más sentido esperar hasta el día siguiente.
Se conectó con JSN, se puso los guantes y activó el espacio de trabajo. El icono de un hombre resbalando en una piel de plátano, congelado a media caída, representaba la instantánea de su tarea interrumpida. Lo activó, y las bandejas de Petri reaparecieron instantáneamente frente a ella, la A. lamberti alimentándose, dividiéndose y muriendo, como si las pasadas quince horas no hubiesen sucedido nunca.
Se lo podía haber preguntado a Aden en la cara: ¿Quieres ir a Seúl solo? ¿Quieres estar un año alejado de mí? Si es así, ¿por qué no lo dices? Pero él lo hubiese negado, fuese o no cierto. Y ella no le hubiese creído, estuviese o no mintiendo. ¿Por qué hacer una pregunta, si la respuesta no te decía nada?
Y ahora casi parecía que no importaba: Seúl o Sydney, tanto si quería como si no. Podía llegar a ese lugar desde cualquier sitio, geográfica o emocionalmente. Se quedó mirando al espacio de trabajo, pasó un dedo enguantado por el borde de una de las placas de Petri y declaró burlona:
—Mi nombre es María y soy adicta al Autoverso.
Mientras miraba, el cultivo en la placa que había tocado pasó de azul sucio a puro marrón, y luego empezó a volverse transparente, al dejar el software de visionado de clasificar las muertes de A. lamberti como algo más que acumulaciones al azar de moléculas orgánicas.
Pero mientras la masa marrón se disolvía, María apreció algo que no había notado antes.
Una débil chispa de azul.
La amplió, negándose a sacar conclusiones. La chispa era un pequeño grupo de bacterias supervivientes, creciendo lentamente… pero eso no probaba nada. Algunas cepas siempre duraban más que otras; en el sentido más pedante, siempre se producía un grado de «selección natural»… pero el honor de ser el último de los dinosaurios no era el tipo de triunfo que buscaba.
Activó un histograma que mostraba la frecuencia de diferentes formas de las enzimas epimerasas, las herramientas en las que había depositado sus esperanzas de convertir la mutosa de nuevo en nutrosa… pero no había nada fuera de lo común, simplemente la dispersión usual de mutaciones sin éxito de corta vida. No había indicación de en qué difería esa cepa de sus primas extintas.
Entonces ¿por qué le iba tan bien?
María «marcó» una porción de las moléculas de mutosa en el medio de cultivo, asignando múltiples clones del Diablo de Maxwell para seguir los movimientos y hacerlas visibles… el equivalente en el Autoverso de la técnica bioquímica del mundo real del marcaje radiactivo… junto con algo similar a la resonancia magnética nuclear, ya que los diablos señalarían cualquier cambio químico, además de indicar la posición. Amplió una de las A. lamberti supervivientes, ahora de un gris neutral, y observó cómo un enjambre de motas verdes fosforescentes atravesaba la pared celular y competía alrededor del protoplasma bajo la influencia del movimiento browniano.
Una a una, una fracción de las marcas cambió de verde a rojo, lo que señalaba el paso por la primera fase del camino metabólico: la unión de un grupo de átomos ricos en energía… más o menos el equivalente en el Autoverso de los grupos de fosfato. Pero eso no era nuevo; durante las tres primeras fases del proceso, las enzimas que actuaban sobre la nutrosa también desperdiciaban energía en la impostora como si fuese real.
Hablando estrictamente, esos puntos rojos ya no eran mutosa, pero María había ordenado al diablo volverse de un inconfundible violeta, no sólo en presencia de la nutrosa, sino también si la molécula estudiada se rehabilitaba en una fase posterior… si era salvada en medio de la digestión. Con las enzimas de epimerasa sin alterar, dudaba que eso sucediese… pero las bacterias florecían, de alguna forma.
Las moléculas marcadas en rojo recorrieron la célula al azar, medio a digerir mezcladas con otras nuevas indiscriminadamente. Los bonitos diagramas de metabolismo —la ruta Embden-Meyerhof del mundo real, o la ruta de Lambert del Autoverso— siempre daban la impresión de una cinta transportadora ordenada, pero la verdad era que la vida en ambos sistemas era dirigida por nada más que las colisiones al azar.
Unas pocas marcas rojas se volvieron naranja. Fase dos: una enzima convertía el anillo hexagonal en un pentágono, transformando el vértice sobrante en un grupo prominente, más expuesto y reactivo que antes.
Pero todavía nada nuevo. Y todavía no había ni rastro de violeta.
No pasó tanto tiempo desde que María miró el reloj y dijo «Globo», para ver si algún importante centro de población se había conectado por ese día… pero la auténtica visión de la Tierra desde el espacio mostraba que el amanecer estaba bien en el Pacífico. California estaba muy ocupada desde antes de que ella llegase a casa.
Unas pocas marcas naranja se volvieron amarillas. La fase tres de la ruta Lambert, como la fase uno, consistía en la unión al azúcar de un grupo de átomos ricos en energía. En el caso de la nutrosa, con el tiempo había una ganancia, con el doble de moléculas que suministraban la energía acababan «recargadas» con respecto a aquellas que habían sido «consumidas». La fase cuatro, sin embargo —el anillo se partía en fragmentos más y más pequeños—, era el punto en el que la mutosa lo estropeaba todo irremediablemente…
Sólo que una chispa amarilla se había dividido en dos frente a ella… y las dos nuevas marcas eran violetas.
María, sorprendida, perdió la pista de las pruebas. Luego vio cómo sucedía lo mismo otra vez. Y luego una tercera vez.
Le llevó un minuto pensarlo y entender lo que significaba. La bacteria no estaba invirtiendo el cambio que ella había realizado en el azúcar, volviendo a convertir la mutosa en nutrosa… o lo mismo con algún metabolito a medio digerir. En su lugar, debía de haber modificado la enzima que rompía el anillo, consiguiendo una versión que actuaba directamente sobre el metabolito de la mutosa.
María congeló la acción, amplió y miró la repetición a escala molecular. La enzima en cuestión estaba construida por miles de átomos era imposible ver la diferencia a simple vista, pero no había duda sobre lo que hacía. La punta de dos átomos rojo-azul que había recolocado en el azúcar no cambiaba nunca a su posición «correcta»; en su lugar, la enzima ahora se acomodaba perfectamente a la geometría alterada.
Invocó la nueva y vieja versión de la enzima, señaló las regiones donde difería la estructura terciaria, y tocó con la punta del dedo confirmando, palpablemente, que la cavidad de la molécula gigante donde se producía la reacción había cambiado de forma.
¿Y una vez que el anillo estaba partido? Los fragmentos eran iguales ya fuese el azúcar original mutosa o nutrosa. El resto de la secuencia se producía como si nada hubiese pasado.
María se sentía eufórica y algo aturdida. La gente había intentado conseguir una adaptación espontánea como aquélla durante dieciséis años. Ni siquiera sabía por qué había tenido éxito; durante cinco años había estado jugando con el mecanismo de corrección de errores de la bacteria, intentando obligar a mutar a la A. lamberti, no con mayor rapidez, pero sí más al azar. Cada vez, había acabado con una cepa que —como la original de Lambert, como las de otros estudiosos— sufría el mismo puñado de mutaciones predecibles e inútiles una y otra vez… casi como si algo en lo más profundo del Autoverso prohibiese la diversidad exuberante que era tan fácil en la biología del mundo real. Calvin y otros habían sugerido que, como la física del Autoverso omitía la profunda indeterminación de la mecánica cuántica del mundo real —como carecía de ese influjo vital de «verdadera impredecibilidad»— no podía esperarse la misma riqueza de fenómenos a ningún nivel.
Pero eso siempre había sido absurdo… y ahora había demostrado que era absurdo.
Durante un momento pensó en llamar a Aden, o Francesca… pero Aden no la entendería lo suficiente como para hacer algo más que asentir amablemente, y su madre no se merecía que la despertase a esa hora.
Se puso en pie y recorrió el pequeño dormitorio durante un rato, demasiado emocionada para quedarse quieta. Enviaría una carta electrónica a Autoverse Review (número total de suscriptores: setenta y tres), con el genoma de la capa con la que había empezado como nota al pie, para que todos pudiesen probar el experimento.
Se sentó y empezó a escribir la carta —activando un procesador de textos en el primer plano de su espacio de trabajo— pero decidió que era prematuro: todavía había mucho que hacer para formar la base incluso de un breve informe.
Clonó una pequeña colonia de la cepa comedora de mutosa, y miró cómo se reproducía a buen ritmo en un cultivo de mutosa pura. No le sorprendía, pero valía la pena probar.
Luego hizo lo mismo con nutrosa pura, y la colonia, por supuesto, murió inmediatamente. La enzima original rompedora de anillos se había perdido; los papeles originales de la nutrosa y la mutosa como comida y veneno se habían invertido.
María lo consideró. A. lamberti se había adaptado… pero no en la forma que había esperado. ¿Por qué no había encontrado una forma de consumir los dos azúcares, en lugar de cambiar una dependencia exclusiva por otra? Hubiese sido una estrategia mucho mejor. Era lo que hubiese hecho una bacteria del mundo real.
Se apuró con la pregunta durante un momento y empezó a reírse. Dieciséis años, la gente había estado buscando un solo ejemplo convincente de selección natural en el Autoverso… y allí estaba ella preocupándose de que no era la mejor de todas las adaptaciones posibles. La evolución era un paseo peligroso por un campo de minas, no una trayectoria predefinida, hacia delante y hacia arriba, hacia la «perfección». A. lamberti había encontrado la forma adecuada de convertir el veneno en comida. Sería mucha suerte si el corolario fuese: viceversa.
María ejecutó una docena más de experimentos. Perdió el sentido del tiempo; cuando llegó la mañana, el software aumentó el brillo de la imagen, para evitar que la luz del día la ahogase. Fue sólo cuando le falló la concentración y miró a su alrededor cuando comprendió lo tarde que era.
Volvió a empezar con la carta. Después de tres borradores del primer párrafo —obteniendo siempre la misma respuesta de Ojo del camello: Lo odiarás cuando lo leas más tarde. Confía en mí— admitió que estaba agotada. Lo apagó todo y se metió en la cama.
Se quedó tendida en el estupor, hundiendo la cara en la almohada, esperando que se desvaneciesen las imágenes de las placas de Petri y las enzimas. Cinco años antes, podía haber trabajado toda la noche, y no hubiese sufrido más que un bostezo por la tarde. Ahora, se sentía como si hubiese chocado con un tren… y sabía que se sentiría mal durante días. Treinta y un años es ser vieja, vieja, vieja.
Le palpitaba la cabeza, le dolía todo el cuerpo. No le importaba. Todo el tiempo y el dinero que había dilapidado en el Autoverso habían valido ahora la pena. Cada segundo que había pasado allí había sido justificado.
¿Sí? Se dio la vuelta y abrió los ojos. ¿Qué había cambiado exactamente? Todavía no era más que un hobby absorbente e inútil, un juego de ordenador muy elaborado. Sería famosa entre todos los setenta y dos fanáticos retentivos anales del Autoverso. ¿Cuántas facturas pagaría así? ¿Cuántos tifones neutralizaría?
Se envolvió la cabeza con la almohada, sintiéndose lisiada, estúpida, inútil —y desafiantemente feliz—, hasta que se le entumecieron los brazos, se le secó la boca y le pareció que la habitación la mecía hasta el sueño.