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(No remitir la escasez)

MAYO 2O51

Peer parecía estar haciendo el amor con Kate, pero tenía sus dudas. Se encontraba sobre la suave hierba seca de un prado ilimitado, bajo un sol templado. El pelo de Kate era más largo de lo normal, cosquilleándole en la piel con erótica precisión que era poco probable que fuese producto del azar. Se oían las canciones de los pájaros y el chirrido de los insectos. Peer podía recordar a David Hawthorne follando en una ocasión con una antigua amante en un campo. Venían conduciendo de vuelta a Londres del funeral del padre de ella en Yorkshire; en su momento parecía una buena idea. Aquello era diferente. Ni ramitas, ni piedras, ni mierda de animales. Ni tierra húmeda, ni manchas de hierba, ni picores.

En sí mismo, el prado perfecto no era razón para sospechar; ninguno de los dos era un colgado de la verosimilitud, recreadores masoquistas de los irritantes detalles de los ambientes reales. El buen sexo era, igualmente, una cuestión de elección. Pero Peer todavía se preguntaba si Kate había estado de acuerdo en realizar el acto. Ella no había hecho el amor con él en meses —por muchas veces que hubiese reutilizado los recuerdos de la última vez— y no podía desechar la posibilidad de que él hubiese decidido engañarse a sí mismo haciéndose creer que ella había cedido por fin. Nunca había ido tan lejos antes —por lo que sabía hasta el presente— pero tenía vagos recuerdos de haber decidido hacer un muy buen trabajo ocultando las pruebas si alguna vez se decidía a hacerlo.

Podía recordar claramente cómo Kate había empezado a flirtear mientras recorrían la ciudad de Carter, y luego, acercándose, empezar a desvestirlo mientras se encontraban en la puerta de salida. Él había eliminado todas las restricciones al acceso de su cuerpo mientras ella le desabrochaba la camisa… y había aullado de sorpresa y placer cuando, en medio de unos juegos previos físicamente plausibles, una segunda Kate invisible, a veinte veces su tamaño, lo había agarrado con una mano, se lo había llevado a la boca y le había lamido el cuerpo desde los dedos de los pies hasta la frente como una gigante golosa que retirase la crema de un pastel en forma de hombre.

Nada de eso le parecía especialmente improbable; si Kate había decidido volver a hacer el amor, era el tipo de cosas que él podía imaginar que ella haría. Eso no demostraba nada por sí mismo. Él podía haber preparado la fantasía para que encajase con todo lo que sabían ella… o haber elegido el escenario y luego haber reescrito sus «conocimientos» de ella para acomodar la acción. En cualquier caso, el software podía haber dejado un rastro de falsos recuerdos: una transición plausible desde el encuentro con Carter —que estaba bastante seguro de que había sucedido— hasta ese momento. Todos los recuerdos de haber planeado el engaño se habrían suprimido momentáneamente.

Kate dejó de moverse. Ella agitó la cabeza, salpicándole el pecho y la cara de sudor, y dijo:

—¿Estás aquí cuando lo parece, o estás en algún otro sitio?

—Yo estaba a punto de preguntar lo mismo.

Ella lanzó una sonrisa pícara.

—Ah. Entonces quizás este cuerpo que esperas que sea yo sólo lo ha preguntado para calmar tu ansiedad.

En el cielo, sobre el hombro derecho de Kate, Peer podía ver una nube que adoptaba una nueva forma, una escultura caprichosa que parodiaba a los amantes sobre la hierba.

—¿Y admitirlo después? —preguntó.

Kate asintió, y empezó a levantase lentamente.

—Claro. Por esa misma razón. ¿Cuántos niveles de engaño serán necesarios antes de que te rindas y digas: «Que se joda, no me importa»?

Ella se levantó hasta estar casi separados. Él cerró los ojos y vio la geometría, lamiendo el sudor de entre los omoplatos de ella sin ver un músculo. Ella respondió metiéndole la lengua en ambos oídos a la vez. Él rió y abrió los ojos.

La nube se había oscurecido. Kate volvió a bajar, temblando ligeramente.

—¿No crees que es irónico? —preguntó.

—¿El qué?

—Transhumanos recibiendo placer estimulando copias de los senderos neuronales que solían ser responsables de la continuación de la especie. De todas las posibilidades, nos aferramos a ésa.

—No, no lo encuentro irónico —dijo Peer—. Hice que me quitasen las glándulas de la ironía. Era eso o la castración.

Ella le sonrió.

—Te quiero, lo sabes. ¿Pero te diría yo eso? ¿O serías lo suficientemente estúpido para fingir que lo había hecho?

Una lluvia dulce y cálida empezó a caer. Él dijo:

—No me importa, no me importa, no me importa.

Peer, estaba sentado en el más bajo de los cuatro escalones de madera que llevaban hasta el porche trasero de su granja, mirando de vez en cuando sus pies desnudos y sus brazos bronceados. Un chico de granja de diez años al anochecer. Kate había hecho el ambiente y el cuerpo para él, y le gustaba la atmósfera tranquila de la pieza. No había ninguna familia inventada, ningún papel que interpretar; aquello era una pintura, no un drama. Un lugar, un momento, que duraría tanto como él decidiese ocuparlo. El escenario no era exactamente fotorrealista —había sutiles distorsiones de forma, color y textura que le hacían imposible olvidar que habitaba una obra de arte— pero no había ninguna técnica de almádana: nada de pinceladas visibles, nada de efectos de iluminación a lo Van Gogh.

Violando la estética, una ventana de interfaz flotaba frente a él, a un metro por encima de la tierra llena de mierda de pollo. La utilidad de clonación insistía en seguir una elaborada secuencia de confirmación; Peer seguía diciendo, «Por favor, salta a la última pregunta, sé perfectamente lo que estoy haciendo»… pero los iconos con pelucas y atuendos legales seguían saltando en la ventana declarando solemnemente, «Debe leer esta advertencia cuidadosamente. El modelo de su cerebro será examinado directamente para estar seguro de que entiende perfectamente antes de proceder a la siguiente fase».

Era mil veces más complicado que saltar —lo sabía porque casi lo había hecho— pero claro, saltar presentaba menos complicaciones legales para la gente de fuera. La herencia de Peer era controlada por su administradora, que había firmado un contrato que la obligaba a actuar de acuerdo con «cualquier comunicación debidamente autentificada; incluyendo, pero sin limitarse a éstas, simulaciones visuales y/o auditivas de un ser humano que apareciese para impartir instrucciones o consejos». El significado debidamente autentificado giraba alrededor de una clave de código de noventa y nueve dígitos que había sido «grabada» en el modelo de cerebro de Peer cuando se había generado su Copia a partir del fichero de escán. Lo podía llamar conscientemente si tenía que hacerlo, en caso de alguna improbable emergencia, pero normalmente lo usaba por un simple acto de voluntad. Él grababa una vídeo postal, deseaba que estuviese debidamente autentificada… y ya está. A menos que le robasen la clave —arrancada directamente de la memoria que contenía los datos que representaban su cerebro— Peer era el único software del planeta capaz de encriptar instrucciones a su administradora en una forma compatible con la clave adjunta que ella tenía. Era lo más cercano que poseía a una identidad legal.

Por ley, cualquier clon que una Copia crease tenía que recibir una nueva clave. Era cosa de la Copia inicial, antes de la clonación, el dividir las posesiones terrenales entre los dos yoes futuros… o más bien dividirlas entre las dos carpetas de la administradora.

Peer se abrió paso por el proceso asegurando a la utilidad de clonación que realmente pretendía lo que le había dicho desde el principio: el clon no necesitaría fondos propios. Peer lo ejecutaría a regañadientes, pagando él mismo por los costes de ejecución. No planeaba mantenerlo consciente más de un minuto o dos; sólo lo justo para asegurarse de que hacía lo correcto.

Casi deseó que Kate estuviese con él ahora. Se había ofrecido a estar allí, pero él la había rechazado. Le hubiese alegrado su apoyo pero aquello había que hacerlo en privado.

Finalmente, la utilidad dijo:

—Ésta es su última oportunidad de cancelación. ¿Está seguro de que desea continuar?

Peer cerró los ojos. Cuando vea a mi original, sentado en porche, sabré quién soy y lo aceptaré.

—Estoy seguro —dijo.

Peer no sintió ningún cambio. Abrió los ojos. Su gemelo recreado estaba de pie en la zona donde había estado la ventana de interfaz, mirándolo directamente, con los ojos abiertos. Peer sintió un escalofrío. Reconoció al muchacho como a sí mismo, y no sólo intelectualmente: la pieza de Kate incluía ajustes a cada parte de su cerebro que trataba con la imagen corporal, así que no se sorprendió más por verse a sí mismo en un espejo que por la forma en que sentía los brazos cuando caminaba. Pero el efecto no era tanto ver a través del «disfraz» del cuerpo de diez años, como encontrarse pensando en el clon —y él mismo— como si los dos tuviesen realmente esa edad. ¿Cómo podía enviar ese niño al exilio?

Peer echó a un lado esa absurda noción.

—¿Bien?

El clon parecía mareado.

—Yo…

Peer se dirigió a él.

—Sabes lo que quiero oír. ¿Estás listo para esto? ¿Eres feliz con tu destino? ¿Tomé la decisión correcta? Ahora eres tú el que lo sabes.

—Pero no lo sé —miró a Peer con súplica, como si esperase guía—. ¿Por qué lo hago? Recuérdamelo.

Peer se quedó asombrado, pero era de esperar algo de desorientación. Su propia voz le sonaba «normal» a él —gracias a los ajustes neuronales— pero el clon todavía sonaba como un niño asustado. Dijo suavemente:

—Kate. Queremos estar con ella. Las dos ellas…

El clon asintió fervientemente.

—Por supuesto —rió nervioso—. Y por supuesto que estoy preparado. Todo está bien —sus ojos bailaron por el jardín, como si buscase una ruta de escape.

Peer sintió que se le contraía el pecho. Dijo con el mismo tono:

—No tienes que seguir si no quieres. Ya lo sabes. Puedes saltar ahora mismo, si eso es lo que prefieres.

El clon parecía más alarmado que nunca.

—¡No quiero eso! Quiero ir de polizón con Kate —vaciló, luego añadió—. Se sentirá más feliz allí, más segura. Y quiero estar con ella; quiero conocer ese aspecto de ella.

—¿Entonces qué va mal?

El clon se echó de rodillas sobre la tierra. Durante un segundo, Peer pensó que estaba sollozando, luego comprendió que el ruido eran risas.

El clon recuperó su compostura y dijo:

—Nada va mal… ¿pero cómo esperas que me lo tome? Los dos, apartados de todo lo demás. No sólo del mundo real, sino también de las otras Copias.

—Si te sientes solitario, siempre puedes generar nuevas personas —dijo Peer—. Tendrás acceso a software de ontogénesis… Y no habrá razón para preocuparse de la ralentización.

El clon empezó a reírse de nuevo. Le corrían lágrimas por la cara Abrazándose a sí mismo, se echó de lado sobre la tierra. Peer miraba perplejo.

—Aquí me tienes intentando armarme de valor para la boda —dijo el clon—, y ya me estás amenazando con los niños.

De pronto, alargó la mano y agarró a Peer por el tobillo, luego tiro de él. Peer pegó sobre la tierra con el culo con un ruido sordo irregular. Su primer instinto fue congelar el poder del clon para interactuar con él, pero se detuvo. No corría peligro… y si su gemelo quería quemar algo de agresividad con su hermano-creador, podría soportarlo. Después de todo, estaban a la par.

Dos minutos después, Peer estaba tendido con la cara en la tierra los brazos sujetos a la espalda. El clon estaba inclinado sobre él, sin aliento pero triunfante.

—Vale, tú ganas —dijo Peer—. Ahora quítate de encima… o doblaré mi estatura, ganaré cuarenta kilos, y me pondré yo para aplastarte a ti.

El clon dijo:

—¿Sabes lo que deberíamos hacer?

—Darnos la mano y despedirnos.

—Arrojar una moneda.

—¿Para qué?

El clon rió.

—¿Para qué crees?

—Dijiste que estabas contento de ir.

—Lo estoy. Pero también deberías estarlo tú. Digo que arrojemos, una moneda. Si yo gano, nos intercambiamos los números clave.

—¡Eso es ilegal!

¡Ilegal! —el clon era desdeñoso—. ¡Oíd cómo la Copia de Nación Solipsista invoca la ley del mundo! Se puede hacer con facilidad. El software existe. Sólo tienes que aceptar.

Hablar le era difícil; Peer escupió la arena, pero tenía una semilla de algo atrapada entre los dientes que no podía soltar. Pero sentía una curiosa renuencia a «hacer trampas»: eliminar la semilla de la boca, o el clon de su espalda. Había pasado tanto tiempo desde que había tenido que soportar la más mínima incomodidad que la novedad parecía superar los inconvenientes.

—Vale. Lo haré.

¿Y si perdía? ¿Pero por qué debería temerlo? Cinco minutos antes había estado preparado para producir —para ser— el clon que iría de polizón.

Crearon juntos la moneda, la única forma de asegurar que no hubiese influencias ocultas. El editor de realidad que habían invocado juntos les ofreció un objeto estándar listo para su propósito, que decoraron como una moneda de una libra. No se usaría la física de lanzar una moneda de verdad; cualquier Copia podría calcular fácilmente y ejecutar un movimiento del pulgar que llevase a un resultado determinado. El resultado estaría controlado por un generador de números aleatorios en las capas profundas del sistema operativo.

Peer dijo:

—Yo lanzo, tú pides.

Exactamente a la vez que el clon. Se rió. El clon sonrió de forma ligera. Peer estuvo a punto de ceder, pero luego decidió esperar. Unos segundos más tarde, dijo sólo:

—Vale, tú lanzas.

Al subir la moneda, Peer pensó en rodearla con un segundo objeto, una delgada concha invisible sólo bajo su control… pero la larga lista de atributos de la moneda probablemente incluía dar una alarma si se escondían sus caras reales. Gritó «¡Cara!», justo antes de que la moneda tocase el suelo.

Los dos se echaron de rodillas, casi chocando las cabezas. Se acercó una gallina; Peer la espantó con una patada.

El Presidente Kinnock, de perfil, lanzaba destellos sobre el polvo.

El clon lo miró a los ojos. Peer trató de no parecer aliviado… aunque sin cortar sus conexiones con el cuerpo. Intentó leer la expresión del clon, y falló; todo lo que vio fue el reflejo de su creciente parálisis. Pirandello había dicho que no podía sentirse ninguna emoción real mirándose al espejo. Peer decidió considerarlo una buena señal. Después de todo, todavía eran una sola persona… y ésa era la idea.

El clon se puso en pie, limpiándose rodillas y codos. Peer se sacó del bolsillo de atrás de los tejanos una tarjeta de biblioteca grabada con un holograma y se la pasó; era un icono para una copia de todos los ambientes, utilidades adaptadas, cuerpos, recuerdos y otros datos que había acumulado desde su resurrección.

El clon dijo:

—No te preocupes por mí… o por Kate. Cuidaremos el uno del otro. Seremos felices —mientras hablaba, se metamorfoseó suavemente en un chico mayor.

Peer dijo:

—Lo mismo.

Extendió el brazo y le dio la mano al joven. Luego invocó una de sus ventanas de control y congeló al clon, dejando el cuerpo inmóvil como icono de la instantánea. Lo encogió hasta ocupar unos centímetros, lo aplastó hasta formar una tarjeta postal bidimensional y escribió detrás: A MALCOLM CARTER.

Luego caminó durante un kilómetro por la carretera hasta uno de los bonitos toques de Kate, una casilla de correo que decía US MAIL y metió la postal dentro.