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(No remitir la escasez)

ABRIL 2051

El piso de Durham al norte de Sydney era pequeño y estaba decorado muy austeramente; todo lo contrario de lo que María había esperado. El salón y la cocina combinados era todo lo que María había visto, pero desde el exterior quedaba claro que no había espacio para mucho más. Durham vivía en el piso decimosexto, pero el edificio estaba cercado por feas torres de oficinas de finales del siglo veinte, monstruosidades azules y rosas de mármol falso; allí no había nada de costosas vistas al puerto. Para alguien que estaba estafando a millonarios crédulos —o incluso para alguien que se limitaba a vender seguros— Durham no parecía tener mucho que mostrar. María consideraba poco probable que aquel sitio se hubiese creado para ella, para apoyar la historia que le había contado: para demostrar el estilo de vida frugal que presuntamente le permitía pagarle a ella de su propio bolsillo. Él la había invitado de improviso; ella nunca hubiese tenido ninguna razón para insistir en ver su casa.

Ella dejó el ordenador de mano sobre la mesa de comedor rayada, y lo giró para que Durham pudiese ver la gráfica.

—Éstos son los últimos resultados de las dos especies más prometedoras. A. lithophila tiene la tasa de mutación por generación más alta, pero se reproduce mucho más lentamente y es más vulnerable a cambios climáticos. A. hydrophila es más prolífica, con un genoma más estable. No es intrínsecamente más resistente; simplemente está más protegida por el océano.

—¿Qué opinas? —preguntó Durham.

—¿Y tú?

A. litho evoluciona hacia un par de especies prometedoras que desaparecen por completo durante una crisis importante. A. hydro construye lentamente un gran conjunto de mutaciones neutrales a la supervivencia, algunas de las cuales resultan muy útiles en tierra. Los primeros cientos de miles de especies que salen del mar no lo consiguen, pero no importa, siempre hay más. ¿O me están confundiendo demasiado las ideas preconcebidas de la Tierra?

—Probablemente la gente a la que intentas convencer pensará de la misma forma.

Durham rió.

—No estaría mal tener razón y ser persuasivo. Si las dos ambiciones no son mutuamente excluyentes.

María no contestó. Miró al ordenador; no podía mirar a los ojos de Durham. Había podido soportar hablar con él por teléfono, por medio de filtros de software. Y el trabajo había sido un fin en sí mismo; inmersa en el juego elaborado de la bioquímica del Autoverso, había descubierto que era muy fácil seguir, como si no importase el propósito. Pero no había hecho casi nada para conseguir que Durham confiase en ella. Por eso había aceptado el encuentro… y por eso tenía que aprovecharse de él.

El problema era que, ahora que estaba allí, se sentía tan incómoda que apenas podía discutir el aspecto técnico más simple sin que le fallase la voz. Si él empezaba a soltar mentiras sobre sus esperanzas de discutir con la mafia de escépticos de la vida artificial en algún futuro número de Cellular Automaton World, probablemente se pondría a gritar. O, más probablemente, vomitaría sobre el suelo de linóleo.

—Por cierto, firmé el pago esta mañana —dijo Durham—. He autorizado al fondo que te pague todo el trabajo. Iba tan bien que me pareció justo.

María lo miró sorprendida. Parecía perfectamente sincero, pero no podía evitar preguntarse —no por primera vez— si sabía que Hayden había hablado con ella, si sabía exactamente lo que le había dicho. Se sonrojó. Había pasado demasiados años empleando teléfonos y filtros; no podía evitar que todo se le reflejase en la cara.

—Gracias —dijo—. ¿Pero no temes que coja el primer avión a las Bahamas? Todavía queda mucho trabajo por hacer.

—Creo que puedo confiar en ti.

No había ni rastro de ironía en su voz… pero no era necesario que lo hubiera.

—Hablando de confianza… —añadió él—. Creo que tu teléfono podría estar intervenido. Lo siento; tendría que habértelo dicho antes.

María lo miró fijamente.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Saber? ¿Quieres decir que lo está? ¿Tienes pruebas definitivas?

—No estoy segura. ¿Pero cómo…?

—El mío lo está. Tiene sentido que el tuyo también lo esté.

María estaba perpleja. ¿Qué iba a hacer, anunciar que la División de Fraude la vigilaba? Si él lo decía primero, dudaba que pudiese seguir callando. Tendría que confesar lo que ya sabía… y luego tendría que decirle todo lo que Hayden había dicho.

Eliminando completamente la presión. Acabando con la farsa de una vez. No tenía talento para esos juegos estúpidos; tan pronto como pudiesen dejar de mentirse el uno al otro, mejor.

—¿Y exactamente quién crees que lo está haciendo? —preguntó.

Durham hizo una pausa para meditar, como si nunca antes hubiese considerado seriamente la cuestión.

—¿Alguna unidad de espionaje corporativo? ¿Alguna organización nacional de seguridad? Realmente no hay forma de saberlo. Se muy poco de la comunidad de Inteligencia; tus suposiciones serán tan buenas como las mías.

—¿Entonces por qué crees que…?

Durham habló con indiferencia.

—¿Si yo estuviese desarrollando un ordenador, digamos treinta órdenes de magnitud más potente que cualquier cluster de procesadores existente, no crees que la gente se sentiría interesada?

María casi se atraganta.

—Ah. Claro.

—Pero claro, no lo estoy haciendo. Y con el tiempo se convencerán de eso y nos dejarán en paz. No hay absolutamente nada de que preocuparse.

—Exacto.

Durham sonrió.

—Presumiblemente creen que porque he encargado el planeta de Autoverso debe de haber la posibilidad de que posea los medios de ejecutarlo realmente. Han registrado este sitio un par de veces; no se qué esperaban encontrar. ¿Una cajita negra en la esquina de una de las habitaciones? Escondida bajo una maceta, rompiendo tranquilamente códigos militares, ganando una fortuna en el mercado de valores y de paso simulando un universo o dos para no aburrirse. Un niño de cinco años podría decirles lo ridícula que es esa idea. Quizá piensen que he encontrado una forma de reducir los procesadores individuales a tamaño atómico. Algo así tendría que ser.

Era mucho pedir que dejase de mentir. No iba a ponérselo nada fácil. Vale. María forzó que las palabras saliesen con tranquilidad.

—Y un niño de cinco años podría decirte que si alguien registró tu piso fue la División de Fraude.

Durham seguía sin admitir nada.

—¿Por qué lo dices?

—Porque que te están vigilando. Han hablado conmigo. Me han dicho lo que estás haciendo exactamente —ahora María lo miraba directamente. Le ponía tensa la idea de un enfrentamiento, pero no había nada de qué avergonzarse; él era quien había empezado a engañarla desde el principio.

Él contestó:

—¿No crees que la División de Fraude hubiese necesitado una orden y hubiese tenido que registrar el piso en mi presencia?

—Entonces quizá no lo hayan registrado. Eso no es lo importante.

Él asintió ligeramente, como si reconociese algún pequeño fallo de etiqueta.

—No, no lo es. Quieres saber por qué te he mentido.

el porqué —dijo María—. Por favor, no me trates como a una idiota —ese resentimiento la sorprendió, lo había escondido durante mucho tiempo—. No hubiese estado dispuesta a ser tu… cómplice.

Durham levantó una mano de la mesa, un gesto medio conciliador, medio impaciente. María se quedó en silencio, más sorprendida por la calma con la que él se lo estaba tomando todo que por cualquier deseo de darle una oportunidad de defenderse.

—Mentí porque no sabía si creerías la verdad. Creo que sí la hubieses creído, pero no podía estar seguro. No podía arriesgarme. Lo siento.

—¡Claro que hubiese creído la verdad! ¡Hubiese tenido mucho más sentido que la mierda que me contaste! Pero sí, puedo entender por qué no podías arriesgarte.

Durham seguía sin mostrar ningún signo de contrición.

—¿Sabes qué le ofrezco a los promotores? ¿Los que han estado financiando tu trabajo?

—Un santuario. Un ordenador de propiedad privada en algún lugar.

—Eso es casi cierto. Dependiendo de lo que consideres que significan esas palabras.

María rió con cinismo.

—Oh, ¿sí? ¿Con qué palabras tienes problemas? ¿«Propiedad privada»?

—No. «Ordenador». Y «en algún lugar».

—Ahora estás siendo infantil —alargó el brazo y cogió el ordenador de mano, echó la silla hacia atrás y se puso en pie. Intentando pensar en un tiro de despedida, le vino a la mente que lo más frustrante era que el bastardo le había pagado. Le había mentido, la había convertido en su cómplice… pero realmente no la había estafado.

—No he cometido ningún crimen —dijo Durham, tras mirarla con calma—. Los promotores saben exactamente qué están pagando. La División de Fraude, como las agencias de Inteligencia, están sacando sus propias conclusiones absurdas. Les he contado toda la verdad. Han elegido no creerla.

María se quedó de pie al lado de la mesa, con una mano sobre el respaldo de la silla.

—Me dijeron que te habías negado a decirles nada.

—Bien, eso es mentira. Aunque lo que tenía que decir no era lo que ellos querían oír.

—¿Qué tenías que decir?

Durham le dedicó una mirada inquisitiva.

—Si intento explicártelo, ¿me escucharás? ¿Te sentarás y me escucharás hasta el final?

—Podría ser.

—Porque si no quieres oírlo hasta el final, sería mejor que te fueses ahora. No todas las Copias aceptaron mi oferta, pero las únicas que hablaron con la policía fueron las que se negaron a oírme hasta final.

María habló exasperada:

—¿Qué te importa lo que yo piense ahora? Me has sacado toda la tecnojerga sobre el Autoverso que podrías necesitar. Y no sé más sobre tu estafa que la policía; no tendrán ninguna razón para pedirme que testifique en tu contra, si todo lo que puedo decir ante el juez «La detective Hayden me dijo esto, la detective Hayden me dijo aquello». Así que, ¿por qué no dejarlo mientras vas por delante?

Durham se limitó a decir:

—Porque no entiendes nada. Y te debo una explicación.

María miró hacia la puerta, pero no quitó la mano del respaldo de la silla. El trabajo había sido un fin en sí mismo… pero todavía sentía curiosidad sobre lo que Durham había pretendido hacer con los frutos de su trabajo.

—¿Cómo iba a pasar si no la tarde? —dijo al fin—. ¿Modelando la supervivencia de la Autobacterium hydrophila en la espuma de mar? —se sentó—. Adelante. Te escucho.

—Hace casi seis años, hablando libremente, un hombre que conozco hizo una Copia de sí mismo —dijo Durham—. Cuando la Copia se despertó, se asustó e intentó saltar. Pero el original había saboteado el software; saltar era imposible.

—Eso es ilegal.

—Lo sé.

—¿Quién era ese hombre?

—Su nombre era Paul Durham.

—¿Tú? ¿Tú eras el original?

—Oh, no. Yo era la Copia.