24
(Ciudad Rutina)
Peer estaba en su taller, haciendo una pata de mesa con el torno, cuando el último mensaje de Kate le llamó la atención: Tienes que ver esto. ¡Por favor! Reúnete conmigo en la Ciudad.
Apartó la vista.
Trabajaba con su madera preferida, Pinus lambertiana. Había construido su propia plantación a partir de una biblioteca de genes y mapas de células vegetales; modelando ejemplos individuales de cada tipo de célula hasta el nivel atómico, luego encapsulando el comportamiento esencial en reglas que podía permitirse ejecutar miles de millones de veces, para formar decenas de miles de árboles. En teoría, podía haber construido toda la plantación a partir de átomos individuales —y con diferencia ésa hubiese sido la forma más elegante de hacerlo— pero ralentizarse a sí mismo al ritmo necesario para que los árboles creciesen con rapidez suficiente para satisfacer sus necesidades hubiese significado dejar a Kate muy atrás.
Detuvo el torno y releyó el mensaje que estaba escrito sobre un póster colgado del tablón de anuncios del taller (la única zona del ambiente al que permitía que Kate accediese mientras él trabajaba). El póster parecía muy normal, exceptuando la conspicua tendencia de las letras a saltar de arriba abajo cuando cruzaban su visión periférica.
Murmuró:
—Aquí soy feliz. No me importa lo que estén haciendo en la ciudad.
El taller lindaba con un almacén lleno de patas de mesa: hasta ahora ciento sesenta y dos mil trescientas veintiuna. Peer no podía imaginar nada más satisfactorio que llegar hasta las doscientas mil, aunque sabía que probablemente cambiaría de opinión y abandonaría el taller antes de llegar; su exoyó le imponía las vocaciones a intervalos al azar, pero estadísticamente la siguiente iba con retraso. Inmediatamente antes de dedicarse a la carpintería, había devorado con pasión todos los textos de matemática avanzada de la biblioteca central, ejecutado todos los softwares de tutoría, y luego había contribuido personalmente con varios importantes resultados nuevos a la teoría de grupos; sin preocuparse de que los matemáticos de Elíseo nunca sabrían de su trabajo. Antes, había escrito más de trescientas óperas cómicas, con libretos en italiano, francés e inglés; y había representado la mayoría con actores y audiencia controlados. Antes, había estudiado pacientemente durante sesenta años la estructura y la bioquímica del cerebro; al final, había comprendido por completo, para su satisfacción, la naturaleza del proceso de la consciencia. Cada uno de esos empeños había sido totalmente absorbente, y satisfactorio, en su momento. Incluso se había interesado por los habitantes de Elíseo una vez.
Ya no. Prefería pensar en las patas de las mesas.
Pero todavía estaba interesado en Kate. La había elegido como una de sus pocas invariantes. Y últimamente la había estado dejando de lado; no se habían visto en casi una década.
Miró melancólico por el taller, reposando la mirada en el montón de madera fresca en la esquina, pero luego reforzó su decisión. El placer del torno le atraía… pero el amor significaba hacer sacrificios.
Peer se quitó la bata, estiró los brazos, y cayó de espaldas hacia el cielo sobre la Ciudad.
Kate se reunió con él mientras seguía en el aire, cayendo desde ninguna parte y agarrándole la mano, casi dislocándole el brazo. Ella gritó para hacerse oír por encima del sonido del viento.
—Vaya, sigues vivo después de todo. Estaba empezando a pensar que habías decidido apagarte. Que te habías ido en busca de la otra vida sin mí —el tono era sarcástico, pero tenía un tono de verdadero alivio. Diez años podía ser mucho tiempo.
Peer dijo suavemente pero de forma audible:
—Sabes lo ocupado que estoy. Y cuando estoy trabajando…
Kate rió irónica.
—¿Trabajando? ¿Así es como lo llamas? ¿Obtener placer de algo que aburría al más estúpido de los robots industriales? —llevaba el pelo largo y completamente negro, aleteando alrededor de su cara al azar como por efecto del viento… pero siempre ocultando lo justo para enmascarar su expresión.
—Todavía estás… —el viento ahogó sus palabras; Kate había desactivado su inteligibilidad afísica. Gritó—. Todavía eres escultora, ¿no? Deberías entenderlo. La madera, el grano, la textura…
—Entiendo que necesitas intereses protésicos para ayudarte a pasar el tiempo… pero podrías intentar ajustar los parámetros con más cuidado.
—¿Por qué debería hacerlo? —tener que gritar le hacía sentir discutidor; deseó que su exoyó salvase el efecto, y gritó con calma—: Cada pocas décadas, al azar, consigo una nueva meta, al azar. Es perfecto. ¿Cómo podría mejorar una situación como ésa? No me quedo atrapado para siempre en una cosa; por mucho que pienses que malgasto el tiempo, es sólo durante cincuenta o cien años. A la larga, ¿qué importancia tiene?
—Podrías ser más selectivo.
—¿Qué tienes en mente? ¿Algo socialmente útil? ¿Obras para aliviar el hambre en el mundo? ¿Aconsejar a los moribundos? ¿O algo que sea un desafío intelectual? ¿Descubrir las leyes fundamentales del universo? Tengo que admitir que me he olvidado por completo de la reglas TVC; podría llevarme nada menos que cinco segundos buscarlas de nuevo. ¿Buscar a Dios? Ésa es difícil: Paul Durham nunca me devuelve las llamadas. ¿Introspección…?
—No tienes que estar abierto a toda posible estupidez.
—Si limitase el rango de opciones, empezaría a repetirme muy pronto. Y si la fase por la que paso te resulta tan insoportable, siempre puedes hacer que desaparezca: puedes congelarte hasta que cambie.
Kate se indignó.
—¡Tengo otros marcos temporales de los que preocuparme aparte del tuyo!
—Los elíseos no se van a ningún sitio —no añadió que ya sabía que ella se había congelado ya media docena de veces. Cada vez algunos años más que la anterior.
Kate se volvió hacia él, apartando el pelo para enseñar un ojo hosco.
—Te estás engañando a ti mismo, lo sabes. Finalmente acabarás repitiéndote. Por muy desesperadamente que te reprogrames a ti mismo, al final vas a completar el círculo y te encontrarás que ya lo has hecho antes.
Peer rió indulgentemente y gritó.
—Ciertamente ya hemos hablado de todo esto antes… y sabes que no es cierto. Siempre es posible sintetizar algo nuevo: una novedosa forma artística, un nuevo campo de estudio. Una nueva estética, una nueva obsesión —caer en el frío aire de la tarde junto a ella era estimulante, pero ya estaba echando de menos el olor a las virutas de madera.
Kate hizo que el aire que los rodeaba quedase estático y silencioso, aunque siguieron descendiendo. Le soltó la mano, y dijo:
—Sé que ya hemos hablado de todo esto antes. Recuerdo lo que dijiste la última vez: si sucede lo peor, durante los primeros cien años puedes contemplar el número uno. Durante los siguientes cien años puedes contemplar el número dos. Y así, ad infinitum. En cuanto los números sean demasiado grandes para conservarlos en la mente, siempre puedes expandir la mente para contenerlos. QED. Nunca se te acabarán los intereses nuevos y excitantes.
—¿Dónde está tu sentido del humor? —dijo Peer con suavidad—. Es una prueba simple de que el caso del peor escenario sigue siendo infinito. Nunca propuse realmente hacer algo así.
—Pero podrías —ahora ya no tenía la cara oculta, parecía más triste que furiosa… por decisión, si no necesariamente por artificio—. ¿Por qué tiene que parecerte todo tan… absorbente? ¿Por qué no puedes discriminar? ¿Por qué no puedes hacer que te aburras progresivamente de algo y luego cambias? Vuelve a retomarlo después si sientes la necesidad.
—Me suena terriblemente pintoresco. Muy humano.
—A ellos les va bien. A veces.
—Sí. Y estoy seguro de que a ti te va bien, a veces. Puedes pasar de trabajar en tu arte y observar el gran culebrón elíseo. Con una o dos décadas de depresión sin sentido en medio. Estás insatisfecha la mayor parte del tiempo… y permitir que eso suceda es una elección tan consciente, tan deliberada y tan arbitraria como cualquier cosa que yo me imponga a mí mismo. Si así es como quieres vivir, no voy a intentar cambiarte. Pero no puedes esperar que yo viva de la misma forma.
Ella no contestó. Después de un momento, la burbuja de aire inmóvil que los rodeaba estalló, y el rugido del viento volvió a ahogar el silencio.
A veces se preguntaba si Kate realmente había llegado a aceptar el impacto que había sufrido al descubrir que ir de polizones les había concedido, no unos pocos cientos de años en un santuario para billonarios, sino un descenso en los abismos de la inmortalidad. La Copia que había persuadido a David Hawthorne para dar la espalda al mundo físico; la seguidora entregada —incluso antes de su muerte— a la filosofía de Nación Solipsista; la mujer que no había necesitado reestructurar su cerebro o artimañas externas para aceptar su encarnación en software… actuaba cada año más y más como una aspirante a carne y hueso —o mejor, una aspirante a elísea—. Y no era necesario. Su pequeña fracción de infinito era tan infinita como el todo; al final, no había nada que los elíseos pudiesen hacer que Kate no pudiese.
Excepto caminar entre ellos como una igual, y eso parecía ser lo que ella deseaba más.
Cierto, los elíseos estaban decididos a conseguir el punto final lógico de todo lo que ella había creído que las Copias debían aspirar a conseguir… mientras que ella se había colado por error. Su mundo «siempre» sería (instante elíseo comparado con instante elíseo) mayor y más rápido que el de ella. Por tanto, «naturalmente» —según arcaicos valores humanos que no había tenido la inteligencia de borrar— ella quería ser parte de la partida principal. Pero a Peer todavía le parecía absurdo que ella invirtiese su vida envidiándolos, cuando podía haber generado —e incluso lanzado— su propia sociedad igualmente compleja e igualmente poblada, y haberle dado la espalda a los elíseos tan completamente como habían dejado atrás la Tierra.
Era la elección de ella. Peer se lo tomaba con calma, junto con todos los otros desacuerdos. Si iban a pasar la eternidad juntos, él creía que finalmente resolverían sus problemas… si podían resolverse. Todavía estaban al principio. Como sería siempre.
Se dio la vuelta y miró la Ciudad… o el extraño mapa recursivo de la ciudad con el que tenían que conformarse, enterrados como estaban en las paredes y cimientos del objeto real. El software parasitario de Malcolm Carter no era ciego a su huésped; podían espiar lo que sucedía en los niveles superiores del programa que los ejecutaba furtivamente, aunque no podían afectar a nada de lo que sucedía allí. Podía coger breves grabaciones parciales de la actividad en la Ciudad real y ejecutarla en un ambiente duplicado y limitado. Era un poco como ser las letras muy separadas en el texto del Ulises que dicen: Peer y Kate leían «Leopold Bloom vagaba por Dublín». No algo tan tosco como una versión reducida.
Claro, la vista desde el aire seguía siendo arrebatadora; Peer tenía que admitir que probablemente era indistinguible de la visión real. El sol se ponía sobre el océano mientras descendían, y las Cascadas Ulain, relucían al este como una capa de ámbar colocada sobre el rostro de granito del Monte Vine. En las estribaciones, una docena de agujas plateadas y prismas de obsidiana, caprichosas atalayas, atrapaban la luz y la dispersaban entre ellas. Peer siguió el río, por entre frondosos bosques tropicales, atravesando oscuras planicies de hierba, hacia la Ciudad misma.
Los edificios exteriores eran bajos y crecían descontroladamente, haciéndose progresivamente más altos y estrechos; el perfil formaba una curva que reflejaba la forma del Monte Vine. Más cerca del centro, un millar de pasajes cristalinos unían las torres de la Ciudad en todos los niveles, conexiones tan densas y con forma de estrella que era posible creer que cada edificio estaba unido, directamente, a todos los demás. No era cierto; pero seguía siendo intensa la sensación de que podría ser así.
Multitudes decorativas llenaban las calles y los pasajes: marionetas sin mente que obedecían reglas simples, pero que tenían un aspecto tan decidido y ocupado como cualquier muchedumbre humana. Un adorno extraño quizá, pero no más extraño que tener calles y edificios. La mayoría de los elíseos se limitaba a visitar ese lugar, pero la última vez que Peer se había preocupado de algo así, unos centenares de ellos —en su mayoría de tercera generación— habían decidido habitar la Ciudad a tiempo completo: adoptando cada detalle de su arquitectura y geografía como parámetros fijos, jurando fidelidad a sus distancias euclídeas. Otros —en su mayoría de primera generación— se habían sentido horrorizados por el comportamiento de esa secta. Era extraño como la «reversión» era el tabú más importante entre los elíseos más viejos, que eran tan conservadores en muchas otras cosas. Quizá tenían miedo de volverse nostálgicos.
—El Ayuntamiento —dijo Kate.
Él la siguió por entre el aire oscurecido. A Peer la ciudad le olía a dulce; dulce pero artificial, como un nuevo juguete electrónico recién desempaquetado, todo microchips y plástico, de la infancia de David Hawthorne. Volaron alrededor de la dorada torre central, la más alta de la Ciudad, moviéndose por entre los pasajes transparentes. Jugando a ser Peter Pan y Campanilla. Peer hacía tiempo que había dejado de discutir con Kate sobre las elaboradas rutas que ella elegía para entrar en la reconstrucción; ella ejecutaba aquella mirilla a la Ciudad a partir de su propio tiempo y controlaba por completo el acceso al ambiente. Él podía o bien aceptar sus reglas o apartarse por completo. Y la razón para estar allí era agradarle a ella.
Se apearon en la plaza pavimentada en el exterior de la entrada principal del Ayuntamiento. Peer se sorprendió al reconocer una de las fuentes como una versión ampliada de la demostración de Malcolm Carter de su truco algorítmico de ocultamiento: un querubín luchando con una serpiente. Debía de haberlo notado antes —había estado en ese mismo punto cientos de veces— pero si había sido así, lo había olvidado. Era hora de atender a su memoria, hacía ya tiempo desde la última vez en que había incrementado el tamaño de las redes utilizadas, y probablemente ya estaban cerca de la saturación. Limitarse a añadir más neuronas ralentizaba el recuerdo —en relación a otras funciones cerebrales— lo que hacía que algunas formas de pensar pareciesen como nadar en melaza; eran necesarios otros muchos ajustes para hacer que el tiempo pareciese el correcto. Los elíseos habían escrito software para automatizar el proceso de ajuste, pero a él le disgustaban los resultados de las versiones que habían compartido entre sí (y que por tanto le eran accesibles), así que había escrito el suyo propio… pero tenía que perfeccionarlo. Cosas como las patas de sillas se metían siempre por medio.
La plaza no estaba vacía, pero las personas a su alrededor parecían muñecos, que se limitaban a caminar. Los dueños de la Ciudad ya estaban dentro… y por tanto el software de Kate, que espiaba la Ciudad real y la reconstruía para ellos dos, realizaba la mayor parte de la tarea de reconstruir la apariencia de lo que los rodeaba, ahora que oficialmente no se le observaba. Cogió la mano de Kate —y ella se lo permitió, aunque hizo que su piel tuviese el tacto del mármol— y entraron en el salón.
La cavernosa sala estaba medio llena, porque unos ocho mil elíseos habían acudido a la reunión. Peer se permitió una breve visión volante de la multitud. Variedad en las ropas —o falta de las mismas— y cuerpos presentes, ciertamente variando por generaciones, pero la mayoría de la gente había decidido presentarse en la forma humana más o menos tradicional. Las excepciones destacaban. Una camarilla de elíseos de cuarta generación aparecía como máquinas de Babbage modificadas; toda la sala no hubiese podido acomodar a uno de ellos por completo «a escala», así que porciones del mecanismo aparecían en el sitio que ocupaban mientras el resto quedaba escondido en alguna dimensión oculta. Igual para aquellos que aparecían como «Habitaciones Chinas de Searle»: enormes grupos de humanos individuales (o autómatas en forma de humanos) cada uno ejecutando unas tareas simples, que juntas formaban un ordenador completo. Los «componentes» sentados en el salón eran manchas con brazos de Kali, gesticulando a colegas invisibles con movimientos de manos codificados tan rápidos que parecían fundirse en múltiples exposiciones estáticas.
Peer no tenía ni idea de cómo esos sistemas recogían el sonido y la visión de lo que los rodeaba para transmitírselo al elíseo perfectamente normal que esos voluminosos ordenadores (presumiblemente) simulaban como resultado final de todos aquellos engranajes giratorios y frenéticos movimientos de manos… o si esas personas percibían algo muy diferente de lo que hubiesen visto u oído si simplemente hubiesen mostrado al mundo el modelo fisiológico estándar.
Vestimentas pretenciosamente arriesgadas aparte, eran visibles algunos cuerpos animales… que podrían reflejar o no los verdaderos modelos de sus habitantes. Podía ser sorprendentemente cómodo ser un león, o incluso una serpiente, si se alteraba adecuadamente el cerebro para el cambio. Peer había pasado un tiempo habitando cuerpos de animales, tanto históricos como míticos, y los había disfrutado todos… pero cuando pasó la fase, había descubierto que con algunos pequeños cambios podía hacer que la forma humana fuese igual de agradable. Parecía más elegante sentirse cómodo con su fisiología ancestral. Aparentemente la mayoría de los elíseos estaba de acuerdo.
Ocho mil era una cifra normal de asistencia… pero Peer no podía decir a qué fracción de la población total representaban. Incluso dejando fuera a Callas, Shaw y Riemann —los tres fundadores que habían permanecido en sus propios mundos privados, sin mantener contacto con nadie— podría haber cientos o miles de miembros de las últimas generaciones que hubiesen abandonado la comunidad central sin siquiera anunciar su existencia.
El siempre en expansión cubo de Elíseo había sido dividido desde el principio en veinticuatro pirámides oblicuas siempre en expansión; una para cada uno de los dieciocho fundadores y sus descendientes, y seis para empresas comunes (como Ciudad Permutación, pero en su mayoría el Planeta Lambert). La mayoría de los elíseos —o al menos aquellos que usaban la Ciudad— había decidido sincronizarse con un ritmo temporal objetivo. Ese Tiempo Estándar se hacía cada vez más rápido frente al Tiempo Absoluto —el ritmo del reloj del autómata celular— así que cada elíseo necesitaba una porción de procesadores siempre creciente para estar a la par; pero Elíseo crecía aún más rápido, dejándoles a todos con un superávit siempre creciente de potencia informática.
El territorio de cada fundador era autónomo, subdividido según sus propios criterios. Para entonces, cada uno podría haber mantenido una población de varios billones, viviendo según el Tiempo Estándar. Pero Peer sospechaba que la mayoría de los procesadores estaban ociosos; y ocasionalmente soñaba con algún elíseo de quinta generación que estudiando la historia de la Ciudad sintiese curiosidad por Malcolm Carter, alguien que convenciese a algunos de los fundadores para que les cediesen los recursos informáticos sobrantes de una pirámide semivacía para examinar la Ciudad en busca de polizones. Todos los ingeniosos camuflajes de Carter —y las probabilidades de encontrar un átomo en un pajar, que habían sido su verdadera garantía contra el descubrimiento— no serían nada bajo tal escrutinio, y una vez que su presencia se identificase, podrían desenterrarlos con facilidad… dando por supuesto que los elíseos fuesen lo suficientemente generosos como para hacerlo por un par de ladronzuelos.
Kate decía creer que eso era inevitable, a la larga. A Peer no le importaba demasiado si sucedía o no; todo lo que le importaba era el hecho de que la infraestructura computacional de la Ciudad también se expandía continuamente, y también la siempre creciente demanda de Tiempo Estándar en Elíseo. Mientras así fuese, su propia diminuta fracción de esos recursos también aumentaría constantemente. La inmortalidad no hubiese tenido sentido atrapado en una «máquina» con un número finito de estados; en un tiempo finito hubiese agotado la lista de todas las cosas posibles que él podría ser. Sólo la promesa de crecimiento eterno daba sentido a la vida eterna.
Kate había ajustado la entrada perfectamente con la repetición. Mientras se sentaban en los asientos cerca de la parte de atrás del salón, el mismísimo Paul Durham ocupó el estrado.
—Gracias por asistir —dijo—. He convocado este encuentro para discutir una propuesta importante relativa al Planeta Lambert.
—Podría estar haciendo patas de silla, y me has arrastrado hasta El ataque de las abejas asesinas. Parte mil noventa y tres —gruñó Peer.
—Siempre podrías decidir sentirte feliz por estar aquí. No hay necesidad de estar insatisfecho —dijo Kate.
Peer se calló, y Durham —congelado por la interrupción— siguió:
—Como muchos de vosotros sabéis, los lambertianos han estado realizando recientemente progresos en el tratamiento científico de su cosmología. Ciertos grupos de teóricos han propuesto modelos de la nube de polvo y gas para la formación de su sistema planetario… modelos muy cercanos a la verdad. Aunque ningún proceso similar tuvo realmente lugar en el Autoverso, pues fue crudamente simulado antes del lanzamiento, para ayudar a diseñar un sistema manufacturado plausible. Los lambertianos se centran ahora en los parámetros de esa simulación —hizo un gesto hacia una pantalla gigante tras de él, y apareció una visión: varios miles de lambertianos como insectos arremolinados sobre un prado azul verdoso.
Peer estaba desencantado. Tratamiento científico de su cosmología sonaba como la obra de una cultura tecnológicamente sofisticada, pero no había ningún artefacto a la vista en la escena: ni edificios, ni máquinas, ni siquiera herramientas simples. Congeló la imagen y amplió una porción. Las criaturas mismas tenían para él exactamente el mismo aspecto que varios cientos de miles de años lambertianos antes, cuando habían sido señaladas como la Especie con Mayor Probabilidad de Producir una Civilización. Sus cuerpos segmentados y quitinosos seguían desnudos y sin adornos. ¿Qué esperaba? ¿Insectos con batas de laboratorio? No… pero seguía siendo difícil aceptar que los avances que habían realizado en inteligencia no habían dejado señales en su apariencia, o en lo que los rodeaba.
—Están comunicando una versión de la teoría —continuó Durham—, y al mismo tiempo demuestran activamente la matemática subyacente; como un grupo de investigadores que envía un modelo informático a otro… pero los lambertianos no tienen ordenadores artificiales. Si la danza parece válida, los otros grupos la toman… y si la mantienen el tiempo suficiente interiorizarán la estructura: podrán recordarla sin tener que ejecutarla.
—¿Vienes al taller y bailas algunos modelos cosmológicos conmigo? —murmuró Peer.
Kate le ignoró.
—La teoría dominante emplea un conocimiento preciso de la química y la física del Autoverso, e incluye un desglose detallado de la composición de la nube primigenia. No va más allá. Porque no tienen una hipótesis sobre el origen de esa nube en particular; ninguna explicación para el origen y la abundancia relativa de los elementos. Y no puede haber ninguna explicación, ninguna historia previa razonable; el Autoverso no la da. No hay Big Bang: la Relatividad General no se aplica, el espacio-tiempo es plano, su universo no está en expansión. Los elementos no se formaron en las estrellas: no hay fuerzas nucleares, ni fusión; las estrellas arden exclusivamente por gravedad… y su sol es la única estrella.
»Por tanto, esos cosmólogos están a punto de estrellarse contra una pared… aunque no será culpa suya. Dominic Repetto ha propuesto que ahora sería el momento ideal para entrar en contacto con los lambertianos. Para anunciar nuestra presencia. Para explicar el origen de su planeta. Para empezar un intercambio cultural moderado.
Una murmullo suave se extendió entre la multitud. Peer se volvió hacia Kate.
—¿Esto es? ¿La noticia que no podía perderme?
Ella lo miró fijamente con lástima.
—Están hablando del primer contacto con una especie alienígena. ¿Realmente querías pasar como un zombi por ese acontecimiento?
Peer rió.
—¿«Primer contacto»? Han observado a esos insectos con detalle microscópico desde el día en que eran algas unicelulares. Ya se sabe todo sobre ellos: su biología, su lengua, su cultura. Todo está en la biblioteca central. Esos «alienígenas» han evolucionado en el portaobjetos de un microscopio. No hay ninguna sorpresa posible.
—Excepto en cómo responderán frente a nosotros.
—¿Nosotros? Nadie responde frente a nosotros.
Kate le dirigió una mirada envenenada.
—Cómo responderán ante los elíseos.
Peer lo meditó.
—Supongo que alguien también lo sabe. Alguien debe de haber modelado la reacción de la «sociedad» lambertiana al descubrir que no son más que un experimento en vida artificial.
Un elíseo representado como un joven alto y delgado subió al estrado. Durham lo presentó como Dominic Repetto. Peer hacía tiempo que había dejado de intentar seguir la proliferación de dinastías, pero creía que el nombre era una adición reciente; ciertamente no podía recordar ningún Repetto implicado en sus estudios del Autoverso cuando había sentido pasión por ese tema.
Repetto se dirigió a la reunión.
—Creo que los lambertianos poseen ahora la estructura conceptual necesaria para comprender nuestra existencia, y para dar sentido a nuestro papel en su cosmología. Es cierto que carecen de ordenadores artificiales… pero todo su lenguaje de ideas se basa en representaciones del mundo que los rodea en forma de modelos numéricos. Esos modelos eran originalmente variaciones sobre unos pocos temas genéticamente codificados, mapas del terreno que mostraban las fuentes de alimento, algoritmos para predecir el comportamiento de los depredadores, pero el lambertiano moderno ha desarrollado por evolución la habilidad de generar y probar clases de modelos completamente nuevas, en una forma que es tan innata para ellos como las habilidades lingüísticas para los primeros humanos. Los lambertianos pueden «hablar» y «juzgar» una descripción matemática de la dinámica de población de los ácaros que crían como alimento, con tanta facilidad como los humanos podían construir y comprender una frase simple.
»No debemos juzgarles por estándares antropomórficos; los logros tecnológicos humanos simplemente no son relevantes. Los lambertianos han deducido la mayor parte de la química y la física del Autoverso por observación del mundo natural, apoyada en unos pocos experimentos controlados. Tienen conceptos generales equivalentes a temperatura y presión, energía y entropía; sin fuego, metalurgia o la rueda… y menos aún el motor de vapor. Han calculado el punto de fusión y ebullición de la mayoría de los elementos, sin ni siquiera purificarlos. La falta de tecnología sólo hace que sus logros intelectuales sean más asombrosos. Es como si los griegos clásicos hubiesen escrito el punto de ebullición del nitrógeno, o los egipcios hubiesen predicho las propiedades químicas del cloro.
Peer sonrió cínicamente para sí; a los fundadores siempre les encantaban las referencias a la Tierra… mucho mejor si se referían a momentos muy anteriores a su nacimiento.
Repetto hizo una pausa; se hizo perceptiblemente más alto y sus rasgos juveniles se hicieron sutilmente más dignos, más maduros. La mayoría de los elíseos no consideraría esos cambios más manipuladores que un cambio de postura o tono de voz. Dijo solemne:
—Muchos de ustedes conocerán la resolución del Encuentro del 5 de enero del 3052, que prohibía el contacto con los lambertianos hasta que construyesen sus propios ordenadores y realizasen simulaciones, experimentos en vida artificial, tan sofisticados como el mismo Autoverso. Se juzgó que ése sería el punto de referencia más seguro… pero creo que ha resultado ser desacertado, y completamente inapropiado.
»Los lambertianos buscan respuestas a las preguntas sobre su origen. Nosotros sabemos que no hay respuestas a descubrir en el interior del Autoverso… pero creo que los lambertianos tienen la capacidad intelectual para comprender la verdad más amplia. Tenemos la responsabilidad de hacerles conocer la verdad. Propongo que esta reunión anule la resolución del 3052, y que autorice a un equipo de estudiosos del Autoverso a entrar en el Planeta Lambert e informar, de forma culturalmente sensible, a los lambertianos de su historia y contexto.
El murmullo de la discusión aumentó. Peer, a pesar de sus deseos sintió un ataque vestigial de interés. En un universo sin muerte ni escasez, la política adoptaba formas extrañas. Cualquiera de los fundadores que no estuviese de acuerdo con la forma en que se había llevado el Planeta Lambert tenía completa libertad para copiar todo el Autoverso en su propio territorio, y hacer lo que quisiese con su propia versión privada. En proporción inversa a la facilidad de tal acto, aquí cualquier facción tendría la rara oportunidad de demostrar su «influencia» e incrementar su «prestigio» persuadiendo a la reunión para retener la prohibición de contacto con los lambertianos sin provocar que sus oponentes clonasen el Autoverso y lo hiciesen de todas formas. Muchos de los de primera generación todavía elegían valorar esas cosas, por sí mismas.
Elaine Sanderson se puso en pie, resplandeciente en un traje azul claro y un cuerpo que juntos proclamaban: 1972 a 2045 d. C. y orgullosa de ello (aunque sólo los llevaba en ocasiones oficiales). Peer se permitió saltar en el tiempo durante un segundo: a finales de su juventud, David Hawthorne había visto a la Sanderson de carne y hueso en televisión, jurando el cargo de Fiscal General de Estados Unidos de América; una nación cuyos constituyentes particulares en el momento del juramento podrían muy bien solaparse con algunas porciones de Elíseo en aquel mismo momento.
Sanderson dijo:
—Gracias, señor Repetto, por ofrecernos su perspectiva en esta cuestión tan importante. Es desafortunado que tan pocos de nosotros nos tomemos la molestia de mantenernos informados de los progresos de los lambertianos. Aunque han evolucionado desde formas unicelulares hasta su estado presente muy sofisticado sin nuestra intervención explícita, en el fondo están a nuestro cuidado en todo momento, y todos tenemos la obligación de tratar esa responsabilidad con la mayor seriedad.
»Todavía puedo recordar algunos de los planes originales para tratar con el Autoverso: esconder deliberadamente de nosotros mismos los detalles de la vida en el Planeta Lambert; observar y esperar, como de lejos, hasta que los habitantes enviasen sondas a los otros mundos del sistema; llegar como «exploradores» en «naves espaciales» luchando por aprender el lenguaje y las costumbres de esos «alienígenas»… incluso llegando quizás al punto de extender el Autoverso para incluir una lejana estrella invisible, con un «mundo» desde el que podríamos viajar. Ciegas imitaciones de las hipotéticas misiones interestelares que dejamos atrás. Charadas estrafalarias.
»Por suerte, abandonamos hace tiempo esas ideas infantiles. No habrá una falsa «misión de descubrimiento»… y nada de mentir a los lambertianos y a nosotros mismos.
»Pero hay en esas ideas primitivas y risibles una característica que deberíamos conservar: siempre tuvimos la intención de encontrarnos con los lambertianos como iguales. Visitantes de un mundo lejano que ampliarían la visión de su universo… pero no subvertirla, no tragarla como un todo. Nos acercaríamos a ellos como hermanos, que discutirían nuestro punto de vista… nada de dioses revelando una verdad divina.
»Le pido a la reunión que considere si esos dos fines igualmente loables, la honradez y la humildad, podrían ser reconciliados. Si los lambertianos están al borde de una crisis en la comprensión de sus orígenes, ¿qué instinto paternalista nos impulsa a salir corriendo a darles una solución instantánea? El señor Repetto nos ha contado cómo han deducido ya las propiedades de los elementos químicos; elementos que siguen siendo misteriosos e invisibles, manifestándose exclusivamente en los complejos fenómenos del mundo natural. Está claro que los lambertianos tienen un don para descubrir estructuras ocultas, explicaciones escondidas. ¿Cuántos siglos pueden pasar antes de que adivinen la verdad sobre su propia cosmología?
»Propongo que retrasemos el contacto hasta que la hipótesis de nuestra existencia surja de forma natural entre los lambertianos, y haya sido explorada en su totalidad. Hasta que hayan decidido por sí mismos exactamente qué podríamos significar para ellos. Hasta que ellos hayan discutido, como nosotros discutimos ahora mismo, cuál sería la mejor forma de tratar con nosotros.
»Si los extraterrestres hubiesen visitado la Tierra en el momento en que los primeros humanos levantaron la vista al cielo y sufrían su crisis de comprensión, los hubiesen considerado dioses. Si hubiesen llegado a principios del siglo XXI, cuando los humanos llevaban décadas postulando su existencia y discutiendo la logística del primer contacto, hubiesen sido aceptados como iguales; con más experiencia, más habilidades, más conocimientos, pero en el fondo nada más que una parte esperada de un universo bien comprendido y bien ordenado.
»Creo que debemos aguardar al momento equivalente en la historia de los lambertianos: cuando los lambertianos sientan impaciencia por una prueba de nuestra existencia; cuando nuestra ausencia continuada sea más difícil de explicar que nuestra llegada. En cuanto empiecen a sospechar que estamos escuchando todas sus conversaciones sobre nosotros, sería poco honrado permanecer ocultos. Hasta entonces, les debemos la oportunidad de encontrar todas las respuestas que puedan sin nosotros.
Sanderson volvió a su asiento. Algunos sectores de la audiencia aplaudieron discretamente. Peer correlacionó perezosamente la respuesta con la apariencia; parecía que había tenido mucho éxito con los dominantes de tercera generación, pero ellos tenían reputación de imitarlo todo con alegría.
—¿No desearías poder unirte a la discusión? —dijo Kate, medio sarcasmo, medio autocompasión.
—No… —respondió Peer con alegría—, pero si tienes opiniones extremas sobre el asunto, te sugiero que copies todo el Autoverso, y que entres en contacto personal con los lambertianos… o déjalos en la completa ignorancia. Lo que prefieras.
—Sabes que no tengo sitio para algo así.
—Y tú sabes que eso no importa. Hay una copia de la semilla original de la biosfera, toda la descripción comprimida, en la biblioteca central. Podrías copiarla, y congelarte a ti misma hasta que finalmente tengas sitio para desarrollarla. Todo el sistema es determinista… cada uno de los lambertianos agitaría las alitas exactamente de la misma forma en que lo hace para los elíseos. Justo hasta el momento del contacto.
—¿Y de verdad crees que la ciudad se hará tan grande? ¿Que después de miles de millones de años de Tiempo Estándar, no la derribarán y construirán algo nuevo?
—No lo sé. Pero siempre queda la alternativa: podrías lanzar todo un nuevo universo TVC y crear el espacio que necesitas. Yo iré contigo, si me quieres —lo decía en serio; la seguiría a cualquier sitio. Ella sólo tenía que decirlo.
Pero Kate apartó la vista. Él deseaba hacerla feliz, pero la elección era de ella: si quería creer que estaba tirada en la nieve —o más bien, encajada en el muro— mirando el banquete de Realidad de los elíseos, no había nada que pudiese hacer para cambiarlo.
A continuación hablaron trescientos siete oradores; ciento sesenta y dos apoyaron a Repetto, ciento cuarenta apoyaron a Sanderson. Cinco parlotearon sin aparentemente ninguna intención en mente; una proporción sorprendentemente pequeña. Peer soñó despierto con el sonido del papel de lija sobre la madera.
Cuando finalmente se produjo la votación —un voto por asistente original, nada de clonaciones de última hora— Sanderson ganó por un margen del diez por ciento. Subió al estrado y dio un pequeño discurso agradeciendo a los votantes la decisión. Peer sospechaba que a esas alturas muchos de los elíseos habrían salido de sus cuerpos y se habrían ido a otro sitio.
Dominic Repetto también dijo unas palabras, claramente decepcionado, pero cortés en la derrota. Era Paul Durham —presumiblemente su mentor y valedor— quien mostraba la expresión ligeramente vacua de un modelo del cuerpo con los músculos faciales desconectados del modelo del cerebro. Durham —con su extraña historia de breves episodios siendo una Copia en diferentes permutaciones— parecía que nunca había adquirido la habilidad al nivel antes del lanzamiento, menos aún la capacidad más avanzada de elíseo; era evidente cuando tenía algo que ocultar. La decisión le había sentado muy mal.
Kate habló con frialdad:
—Esto es todo. Has cumplido con tu deber cívico. Ahora puedes irte.
Peer hizo que sus ojos fuesen mayores y marrones.
—Vuelve conmigo al taller. Podemos hacer el amor sobre el serrín. O sentarnos a hablar. Ser felices sin ninguna razón. No estaría tan mal.
Kate negó con la cabeza y se desvaneció. Peer sintió una punzada de decepción, pero no por mucho tiempo.
Habría otras ocasiones.