13

(No remitir la escasez)

FEBRERO 2051

María dijo:

—Recalcularlo todo hasta época cinco, luego muéstrame la salida del sol en Lambert. Latitud cero, longitud cero, altitud uno.

Esperó, mirando al espacio de trabajo en blanco, luchando con la tentación de variar sus instrucciones y hacer que el software mostrase todos los pasos de la simulación, lo que hubiese ralentizado las cosas considerablemente. Después de varios minutos, apareció una planicie oscura llena de fisuras, barrida por una luz plateada. El sol innominado —deslumbrante y enorme, y, tan bajo en el cielo, demasiado blanco— convirtió una cadena de volcanes extintos en el horizonte en siluetas negras como una fila de dientes afilados. Al frente, la superficie parecía cristalina, inhóspita.

María elevó el punto de vista mil metros, luego lo envió hacia el este. El terreno se repetía a sí mismo, siendo los conos feéricamente simétricos de volcanes muertos lo único a destacar en las fracturadas planicies. Aquel escenario específico y detallado no era más que una, serie de «impresiones artísticas» computerizadas, fabricadas sobre la marcha a partir de datos puramente estadísticos sobre la topografía del planeta; la simulación en sí misma no se había ocupado de nada tan diminuto como volcanes individuales. Recorrer el planeta era una forma ruinosa de encontrar algo, pero era difícil resistirse a jugar a exploradora, tratando al mundo como si tuviese secretos que era necesario deducir trabajosamente de su apariencia… incluso cuando la verdad era exactamente lo opuesto. Renuente, María congeló la imagen y fue directamente a los datos numéricos subyacentes. La atmósfera volvía a ser demasiado ligera. Y esta vez, casi no había aqua.

Fue hacia atrás por la historia de la simulación para ver cuándo había perdido el aqua, pero esa versión de Lambert nunca había poseído océanos significativos… o casquetes polares, o vapor atmosférico. Había realizado un ligero cambio en la composición de la nube de gas primordial, incrementando la proporción de átomos azules y amarillos, con la esperanza de que finalmente llevaría a una atmósfera más densa en Lambert. En su lugar, había hecho que más de la mitad de los fragmentos en el cinturón de Kuiper se condensasen en un nuevo planeta exterior estable. En consecuencia, muchos menos cometas ricos en hielo del cinturón habían golpeado Lambert, quitándole así su fuente principal de aqua, así como de gran parte de su atmósfera. El gas emitido por las erupciones volcánicas era un pobre sustituto; la presión era demasiado baja, y la química estaba toda mal.

María estaba empezando a desear haberse callado la boca. Casi le había llevado una hora de teléfono convencer a Durham de que valía la pena intentar dar a Lambert un contexto astronómico adecuado, y una historia geológica que se remontase hasta el nacimiento de su sol.

—Si presentamos el mundo como un fait accompli, y decimos: «Miren, puede existir en el Autoverso»… la respuesta evidente será: «Sí, puede existir… si lo pones ahí a mano… pero eso no significa que fuese probable que se hubiese formado». Si podemos demostrar un rango de condiciones iniciales que lleva a sistemas planetarios con mundos adecuados, eso será un elemento de incertidumbre menos que pueda ser usado contra nosotros.

Durham había aceptado finalmente, así que ella había cogido un programa estándar para modelar un sistema planetario —llamado irreverentemente El casino laplaciano— y lo había adaptado a la química y la física del Autoverso; no la física profunda del autómata celular del Autoverso, sino a las consecuencias macroscópicas de esas reglas. En su mayoría, eso se reducía a especificar las propiedades de varias moléculas del Autoverso: energías de enlace, puntos de fusión y ebullición frente a la presión, y demás. Aqua no era sólo agua con otro nombre, los átomos amarillos no eran idénticos al nitrógeno; y aunque algunas reacciones químicas podrían trasladarse como si hubiese una correspondencia de uno a uno, en el gigantesco alambique fraccionador de una nebulosa protoestelar, sutiles diferencias de densidades relativas y volatilidades podían tener profundos efectos en la composición final de cada planeta.

Había también algunas diferencias fundamentales. Como el Autoverso no tenía fuerzas nucleares, el sol se calentaría sólo por energía gravitacional; la velocidad que sus moléculas adquirieron procedía de colapsar la nube de gas primordial sobre sí misma. En el universo real, las estrellas incapaces de encender las reacciones nucleares acababan como enanas marrones, frías y de corta vida, pero bajo la física del Autoverso, el calentamiento gravitacional daría energía a una estrella lo suficientemente grande durante miles de millones de años (las unidades de espacio y tiempo no eran estrictamente traducibles, pero todos menos los puristas lo hacían. Si el diámetro de un átomo rojo se tomaba como el del hidrógeno, y un espacio de red por tictac del reloj se tomaba como la velocidad de la luz, aparecía una correspondencia, más o menos razonable). Aunque el planeta Lambert carecería de calor interno por la desintegración de radioisótopos, su propio calor gravitacional de formación sería lo suficientemente grande para alimentar la actividad tectónica durante casi tanto tiempo como la duración del sol.

Sin fusión nuclear para sintetizar elementos, su origen seguía siendo un misterio, y había que suponer una nube de gas conveniente con vestigios de los treinta y dos elementos; con la masa y velocidad rotacional adecuadas. A María le hubiese gustado haber explorado los posibles orígenes de la nube, pero sabía que el proyecto nunca se terminaría si hacía que Durham siguiese ampliando los términos de referencia. Lo importante era explorar la diversidad potencial de la vida del Autoverso, no inventar una cosmología entera.

La Gravedad en el Autoverso se ajustaba tanto como la gravedad del mundo real a la ley clásica newtoniana del inverso del cuadrado para el rango de condiciones que importaban, así que era válida la dinámica orbital del mundo real. A densidades extremas, la naturaleza discreta del autómata celular haría que se desviase significativamente de Newton —y Einstein y Chu— pero María no tenía la intención de salpicar su universo con agujeros negros y otros elementos exóticos.

De hecho, la gravedad había sido un efecto secundario irrelevante de la elección original que había hecho Lambert de las reglas del autómata —ya que ejecutar un Autoverso lo suficientemente grande para que tuviese alguna influencia era claramente imposible— y varias personas habían intentado eliminar la redundancia, dejando todo lo demás intacto. Pero nadie había tenido éxito: sus versiones «racionalizadas» nunca habían conseguido generar nada ni remotamente parecida a la riqueza química del original. Un matemático peruano, Ricardo Salazar, había demostrado finalmente que ni tenían que haberse molestado: las reglas del Autoverso estaban en equilibro sobre la frontera entre dos niveles radicalmente diferentes de complejidad algorítmica, y cualquier alteración con la esperanza de mejorar la eficacia era necesariamente fatal. La presencia o ausencia de gravedad, en sí misma, no tenía repercusión en la química del Autoverso, pero las raíces de ambos fenómenos en las reglas simples del autómata parecían imposibles de desenredar.

María aspiraba a una estrella con cuatro planetas. Tres mundos pequeños y uno gigante. El mundo semilla, Lambert, el segundo a partir del sol, con una luna de tamaño decente si era posible. Aparte de si las mareas habían tenido o no alguna influencia en la evolución en el mundo real, el puente de la vida del mar a la tierra (y aun considerando que de todas formas el sol produciría pequeñas mareas), no haría daño hacer que Lambert se pareciese todo lo posible a la Tierra, ya que la Tierra era todavía el único ejemplo en el que inspirarse. Con tantos aspectos de la evolución terrestre todavía poco claros, lo más seguro era cubrir todos los factores que hubiesen podido tener una influencia significativa. El efecto gravitatorio de los otros planetas garantizaría un conjunto razonablemente complejo de ciclos de Milankovitch: pequeños cambios orbitales y movimientos del eje, lo que produciría variaciones a largo plazo del clima, eras glaciales e interglaciales. Un cinturón de cometas y otros fragmentos completaban el cuadro; no sólo para crear pronto una atmósfera, sino también por ofrecer la posibilidad de una extinción masiva ocasional durante miles de millones de años en el futuro.

El truco estaba en asegurarse de que todas esas características que presuntamente ayudaban a la evolución coexistiesen con una versión de Lambert que, para empezar, pudiese soportar el organismo simiente. María tenía en mente media docena de posibles modificaciones para A. lamberti, para convertirla en autosuficiente, pero estaba esperando a ver qué tipo de ambientes estaban disponibles antes de tomar la decisión final.

Eso dejaba todavía sin contestar la pregunta de si el organismo simiente —o la vida de cualquier tipo— hubiese podido aparecer en Lambert en lugar de ser colocada allí por la mano humana. La razón original de Max Lambert para diseñar el Autoverso había sido la esperanza de observar la aparición de sistemas moleculares autoreplicadores —vida primitiva— a partir de mezclas químicas. El Autoverso era un medio de tener un compromiso entre la química del mundo real —difícil y cara de manipular y controlar en experimentos de tubo de ensayo, y terriblemente lenta de calcular en simulaciones fieles— y la tentadora abstracción de la primera «vida artificial»: virus de ordenador, algoritmos genéticos, máquinas autoreplicantes incrustadas en mundos de autómatas celulares simples; todos trivialmente fáciles de calcular, pero incapaces de arrojar alguna luz sobre la génesis de la biología molecular en el mundo real.

Lambert había pasado una década intentando encontrar condiciones que llevasen a la aparición espontánea de vida en el Autoverso, sin éxito. Había construido A. lamberti —un proyecto de doce años— para confirmarse a sí mismo que su meta no era absurda; para demostrar que un organismo vivo podría al menos funcionar en el Autoverso, sin importar cómo hubiese llegado allí. A. lamberti le había desviado por completo; nunca regresó a la investigación original.

María había soñado con embarcarse en su propio intento de abiogénesis, pero nunca había llegado a hacer nada. Ese tipo de trabajo no tenía final; en comparación, cualquier problema con la mutación en A. lamberti parecía completamente manejable y bien definido. Y aunque, en cierto sentido, estaba en el corazón de lo que Durham intentaba demostrar, se alegraba de que él hubiese elegido un compromiso; hubiese insistido en empezar su «experimento mental» con un mundo totalmente estéril, las incertidumbres en la transición desde la materia inanimada a la vida más simple del Autoverso hubiesen superado a cualquier otro aspecto del proyecto.

Desechó el Planeta Lambert desierto y volvió a la nube de gas primordial. Activó un cacharro lleno de controles móviles y ajustó la composición de la nube, retirando la mitad de los incrementos que había realizado en las proporciones de azul y amarillo. Planetología por prueba y error. Las condiciones iniciales para sistemas reales con planetas similares a la Tierra habían sido establecidas mucho antes, pero, nadie había hecho lo equivalente en el Autoverso. Nadie había tenido una razón para hacerlo.

María sintió un parpadeo de incomodidad. Cada vez que se detenía para recordarse a sí misma que ese mundo nunca existiría —ni siquiera en el sentido en que existía un «cultivo» de A. lamberti— todo el proyecto parecía cambiar de perspectiva, alejándose en la distancia como un espejismo. El trabajo en sí mismo era emocionante, no podía haber pedido más, pero cada vez que se obligaba a ponerlo en su contexto —no en el Autoverso, sino en el mundo real— se sentía mareada, desorientada. Las razones de Durham para el proyecto eran mucho menos convincentes que la lógica hermética de la cosa en sí; alejarse de la obra era como apartarse de un planeta sólido como una roca y verlo convertirse en un globo sostenido por una débil cuerda.

Se puso en pie y caminó hacia la ventana, y abrió las cortinas. La calle de abajo estaba desierta; el cemento relucía bajo la iluminación hiperreal del sol de mediodía.

Durham le estaba pagando mucho dinero… dinero que serviría para escanear a Francesca. Ésa era razón suficiente para seguir. Y si el proyecto era inútil al final, al menos no hacía daño; era mejor que trabajar en algún hedonista club de RV o algún juego de guerra interactivo para niños sicóticos. Dejó que la cortina se colocase en su sitio y volvió a la mesa.

La nube flotaba en medio del espacio de trabajo, más o menos esférica, visible a pesar del hecho de que su universo no tenía estrellas. Era una pena; significaba que los futuros habitantes de Lambert estaban destinados a permanecer solos. No tenían esperanza de llegar a encontrar vida alienígena… a menos que construyesen sus propios ordenadores y modelasen otros sistemas planetarios, con sus biosferas. María dijo:

—Recalcula. Luego muéstrame de nuevo la salida del sol.

Esperó.

Y esta vez —colores falsos por definición— el disco del sol era de un brillante rojo cereza, bajo un grueso banco de nubes, marcadas en naranja y violeta, que ocupaba el cielo… y toda la escena estaba repetida, extendida frente a ella, reluciente, invertida. Reflejada en las aguas.

A las ocho menos cuarto, María estaba pensando en desconectarse y buscar algo de comer. Todavía tenía fuerzas, pero sentía que se acercaba al punto en que se quedaría inútil durante las siguientes treinta y seis horas si se forzaba más.

Había encontrado un rango de condiciones iniciales para la nube que consistentemente daba lugar a versiones habitables de Lambert, junto con todos los criterios astronómicos que buscaba; exceptuando el gran satélite, lo que hubiese sido un buen toque, pero no era crítico. Mañana podría empezar con la tarea de dar a A. lamberti los medios para sobrevivir en el mundo, fabricando su propia nutrosa del aire, con la ayuda de la luz solar. Otros trabajadores ya habían diseñado diversas moléculas de pigmento para atrapar energía: la «traducción literal» de la clorofila carecía de las adecuadas propiedades fotoquímicas, pero se habían encontrado varios análogos útiles, y era cuestión de determinar cuál podría integrarse en la bioquímica de la bacteria con menos problemas. Incorporar la fotosíntesis al Autoverso sería la parte más difícil del proyecto, pero María se sentía llena de confianza; había estudiado las notas de Lambert, y se había familiarizado con todo el rango de técnicas que había desarrollado para adaptar procesos bioquímicos a las peculiaridades de la química del Autoverso. E incluso si el pigmento que elegía, por rapidez, no era el más eficiente para la tarea, siempre que el organismo simiente pudiese sobrevivir y reproducirse, con el tiempo tendría la posibilidad de encontrar una solución mejor por sí mismo.

El potencial, si no la oportunidad.

Estaba a punto de cerrar El casino laplaciano cuando apareció un mensaje frente al espacio de trabajo:

Juno: el análisis estadístico de los tiempos de respuesta y las tasas de error sugieren que su conexión a JSN está siendo vigilada. ¿Le gustaría cambiar a un protocolo más encriptado?

María agitó la cabeza, divertida. Tenía que ser un fallo del programa, no un fallo en la línea. Juno era un programa de dominio público (gratuito, pero se aceptaban donaciones) que se había bajado exclusivamente como gesto de solidaridad con los grupos de presión americanos a favor de la Intimidad. Allí las leyes federales todavía hacían que fuese ilegal el uso personal de software de detección de errores y cualquier algoritmo de encriptación —no fuese eso a molestar al FBI— así que María había enviado a los autores de Juno una donación para ayudarles a luchar la buena lucha. Realmente instalar el software había sido un chiste; la idea de que alguien se tomase la molestia de escuchar sus conversaciones con su madre, sus tediosos trabajos de RV, o sus indulgentes excursiones al Autoverso, era ridícula.

Aun así, el chiste había que llevarlo hasta el final. Arrancó un procesador de texto en el JSN —el local en el terminal no hubiese aparecido a un espía con la fibra pinchada— y escribió:

Sea quien sea, queda advertido: estoy apunto de dibujar el Basilisco Fractal Borramentes de Langford, así que…

Llamaron a la puerta. María comprobó la cámara de seguridad. Había una mujer frente a la puerta principal, nadie que conociese. Alrededor de cuarenta, vestida de forma conservadora. La pista no demasiado sutil era claramente visible detrás: un coche eléctrico modelo «Avalon» de Mitsubishi de dos asientos. El Departamento de Policía de Nueva Gales del Sur era probablemente el único en el mundo que había comprado ese modelo, antes de que la fábrica de Bankstown cerrase en el cuarenta y seis. María se había preguntado a menudo por qué no se rendían y les ponían parpadeantes luces azules a todos sus coches presuntamente secretos; reconocer la situación hubiese sido mucho más digno que seguir como si nadie lo supiese.

Buscando en su memoria faltas recientes —pero sin encontrar ninguna— corrió escaleras abajo.

—¿María Deluca?

—Sí.

—Soy la Sargento Detective Hayden. División de Fraude Informático. Me gustaría hacerle algunas preguntas, si puede ser.

María volvió a buscar secretos culpables; todavía nada… pero hubiese preferido un visitante de Homicidios o Robo Armado, alguien que claramente hubiese venido a la casa equivocada. Ella dijo:

—Sí, por supuesto. Entre —luego, al apartarse de la puerta—. Ah… casi me olvido, ¿supongo que debería verificar…?

Hayden, con una delgada sonrisa de aprobación claramente insincera, dejó que María conectase su ordenador de mano a su placa del Departamento de Policía. El ordenador pitó alegre; la placa conocía el código privado que encajaba con la clave pública que actualmente emitía el Departamento.

Sentada en el salón, Hayden fue directamente al grano. Mostró una imagen en su ordenador de mano.

—¿Conoce a este hombre?

María se aclaró la garganta.

—Sí. Su nombre es Paul Durham. Yo… trabajo para él. Me ha contratado para programar —no se sintió sorprendida; sólo el impacto de haber chocado con el mundo. Por supuesto que la División de Fraude se interesaba en Durham. Por supuesto que toda la fantasía de los últimos tres meses estaba a punto de desenredarse frente a sus ojos. Aden se lo había advertido. Ella misma lo había sabido. Era un contrato de ensueño, demasiado bueno para ser cierto.

Pero un instante más tarde rechazó esa reacción, furiosa consigo misma. Durham había pagado el dinero a un fondo, ¿no? Había afrontado el gasto de su nueva cuenta de JSN. No la había engañado. Demasiado bueno para ser cierto era un fatalismo idiota. Dos adultos que actúan libremente habían mantenido una promesa; el hecho de que el mundo exterior no entendiese la transacción no la convertía en un crimen. Y después de todo lo que él había hecho por ella, le debía al menos el beneficio de la duda.

Hayden dijo:

—¿Qué tipo de «programación»?

María intentó explicarlo lo mejor que pudo sin que le llevase toda la noche. Hayden sabía algo de ordenadores, lo que no era sorprendente, e incluso sabía lo que era un autómata celular, pero o no había oído hablar del Autoverso, o quería oírlo todo de nuevo de boca de María.

—¿Así que cree que este hombre le está pagando treinta mil dólares… por ayudarle a plasmar su posición en una cuestión puramente teórica sobre la vida artificial?

María intentó no sonar a la defensiva.

—Yo misma he gastado decenas de miles de dólares en el Autoverso. Es como muchos otros hobbies; es un mundo en sí mismo. La gente puede volverse obsesiva hasta la extravagancia. No es más extraño que… construir maquetas de aviones. O representar batallas de Guerra Civil Americana.

Hayden no discutió, pero parecía que la comparación no le impresionaba.

—¿Sabía que Paul Durham ha vendido seguros a Copias?

—Sabía que era corredor de seguros. Él mismo me lo dijo. Pero sólo por no ser programador profesional no significa que no pueda.

—¿Sabía que también intentaba vender a sus clientes participaciones en algún tipo de santuario? ¿Un lugar al que ir, o enviar un clon en caso de que la situación política se vuelva contra ellos?

María parpadeó.

—No. ¿Qué quiere decir con santuario? ¿Un superordenador de propiedad privada? ¿Ha intentado reunir dinero, formar un consorcio…?

Hayden dijo rotundamente:

—Ciertamente está reuniendo dinero… pero dudo que pueda llegar a reunir lo suficiente para adquirir el tipo de hardware que necesitaría para el servicio que ofrece.

—Bien, ¿de qué le acusa? ¿Embarcarse en una aventura mercantil que no cree que vaya a tener éxito? —Hayden no dijo nada—. ¿Ha hablado con él sobre esto? Puede que haya una explicación muy simple para lo que le hayan dicho. Alguna Copia senil puede que haya entendido mal su oferta de un fondo de perpetuidad. —¿Copia senil? Bien… algún fichero de escán postdemencia podría resultar resistente a los algoritmos de reparación cognitiva.

Hayden dijo:

—Por supuesto que hemos hablado con él. Se ha negado a cooperar, no hablará del tema. Por eso tenemos la esperanza de que usted nos pueda ayudar.

El optimismo desafiante de María se resintió. Si Durham no tiene nada que esconder, ¿por qué iba a negarse a defenderse a sí mismo?

María dijo:

—No veo cómo podría ayudarle. Si cree que ha estado engañando a sus clientes, vayan a hablar con sus clientes. El que necesitan es su testimonio, no el mío.

Hubo una pausa incómoda, luego Hayden dijo:

—El testimonio de una Copia no tiene valor; legalmente, sólo son otro tipo de software de ordenador.

María abrió la boca, luego comprendió que cualquier excusa que ofreciese sólo la haría aparecer más tonta. Salvó algo de orgullo con la observación silenciosa de que la posición legal de las Copias era tal falsa que ninguna persona cuerda podía tenerla en mente.

Hayden siguió:

—Durham podría ser acusado de defraudar a los administradores de las herencias, dándole información engañosa al software que usan para aconsejarles. Hay precedentes; es como publicar prospectos de información falsos que hacen que los programas automatizados de compra de acciones adquieran tu oferta. Pero todavía queda el asunto de las pruebas. Podemos entrevistar a las Copias como una fuente informal de información, para guiar la investigación, pero nada de lo que digan puede defenderse ante el juez.

María recordó un episodio de La familia Unclear en el que se había producido un problema similar. Babette y Larry Unclear habían sido testigos de cómo se hurtaban cuentas bancarias, cuando el rastro relevante de datos había adoptado —inexplicablemente— forma sólida como un conjunto de esculturas de hielo en su patio trasero suburbano y cibernético. No podía recordar cómo había terminado la trama, probablemente Leroy, de diez años, había hecho algo marginalmente ilegal, pero moralmente irreprochable, para obligar a los ladrones a entregarse a sí mismos a las autoridades…

Dijo:

—No sé qué espera que le diga. Durham no me ha estafado. Y no sé nada de su plan.

—Pero trabaja en ese plan para él.

—¡Por supuesto que no!

Hayden dijo secamente:

—Está diseñando un planeta para él. ¿Para qué cree que es?

María la miró en blanco durante un segundo, luego casi se echó a reír.

—Lo siento, no me he explicado muy bien. Estoy diseñando un planeta que «podría» existir en el Autoverso, en el sentido más amplio de la palabra. Es una posibilidad matemática. Pero es demasiado grande para ejecutarse en un ordenador real. No es una RV…

Hayden la cortó.

—Eso lo entiendo perfectamente. Eso no quiere decir que los clientes de Durham pudiesen apreciar la distinción. Los detalles técnicos sobre el Autoverso no son exactamente de conocimiento general.

Cierto. María vaciló. Pero…

—Sigue sin tener sentido. Para empezar, esa gente tendrá consejeros, investigadores, que les dirán que cualquiera que prometa un planeta en el Autoverso está mintiendo. ¿Y por qué iba a ofrecerles Durham un planeta en el Autoverso, cubierto de lodo primordial, cuando podría ofrecerles un conjunto estándar de RV que sería mil veces más atractivo y mil veces más plausible?

—Tengo entendido que les ofrece las dos cosas. Ha contratado, un arquitecto de Estados Unidos para trabajar en la parte de RV.

—¿Pero por qué los dos? ¿Por qué no sólo la RV? No podrías meter ni una sola Copia en el Autoverso… y si lo hicieras, se moriría inmediatamente. Se necesitarían cincuenta o sesenta años de investigación para traducir la bioquímica humana a términos del Autoverso.

—Ellos no lo sabrían.

—Podrían descubrirlo en menos de diez segundos. Olvídese de los consejeros; sólo requeriría una llamada a un buscador de datos a coste total cinco dólares. Entonces ¿por qué contar una mentira cuando pueden descubrirte con tanta facilidad? ¿Cuál sería la ventaja, desde el punto de vista de la Copia, de un planeta en el Autoverso sobre un montón de RV?

Hayden permanecía imperturbable.

—Usted es la experta en el Autoverso. Dígamelo usted.

—No sé —María se puso en pie. Estaba empezando a sentirse claustrofóbica; odiaba tener extraños en casa—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Té? ¿Café?

—No. Pero adelante con lo suyo…

María negó con la cabeza y se sentó de nuevo; sentía que si iba a la cocina, no querría volver.

No podía entender por qué Durham se había negado a hablar con la policía, a menos que estuviese implicado en algo tan dudoso como para hacer que al menos le echasen del trabajo. Que le jodan. Quizá no tenía intención de engañarla, pero la había jodido igualmente. No recibiría ni un centavo por el trabajo que había realizado; los otros acreedores no tendrían derecho al dinero del fondo si Durham se iba a la bancarrota, pero si el dinero era producto de un crimen…

Lorenzo el Magnífico. Claro.

Lo peor era que, por lo que sabía, Hayden creía que ella era una cómplice dispuesta. Y si Durham tenía la intención de seguir guardando silencio, ella tendría que limpiar su propio nombre.

¿Cómo?

Primero, tenía que saber de la estafa, y desenredar su papel en ella.

Dijo:

—¿Exactamente qué les promete a esas Copias?

—Un refugio. Un lugar en el que estén a resguardo de cualquier tipo de reacción violenta, porque no estarán conectadas al mundo exterior. Nada de telecomunicaciones; ninguna traza que seguir. Les larga un rollo sobre la próxima edad oscura, en la que las masas no soportarán más ser controladas por ricos inmortales… y en la que malvados gobiernos socialistas confiscarán todos los superordenadores para el control climático.

Hayden parecía encontrar la idea risible. María no tomó partido; lo que importaba era cómo se sentían los clientes de Durham, y podía imaginar que la Operación Mariposa había hecho sentirse amenazadas a muchas Copias.

—Así que envían un clon allí dentro y cierran la puerta, en caso de que el original no supere las purgas. ¿Pero entonces qué? ¿Cuánto tiempo se supone que va a durar esa «edad oscura»?

Hayden se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? ¿Cientos de años? Presumiblemente el mismo Durham, o algún sucesor de confianza, decidirá cuándo es seguro salir. Las dos Copias cuyos administradores presentaron quejas no esperaron a oírlo todo; lo echaron antes de que pudiese llegar a esos detalles.

—Debe de haberse acercado a otras Copias.

—Por supuesto. Nadie más se ha presentado, pero tenemos una lista provisional. Todas desdichadamente con sus herencias en el exterior; no he podido interrogar a ninguna de ellas, todavía estamos tratando los problemas de diplomacia. Pero algunas han dejado claro, a través de sus abogados, que no están dispuestas a discutir el asunto, lo que presumiblemente significa que se han tragado lo que les ha dicho Durham, y ahora no quieren oír nada contra él.

María luchó por imaginárselo: Nada de comunicaciones. Apartados de la realidad indefinidamente. A algunas Copias «Nación Solipsista» podría gustarles la idea, pero la mayoría de ellas tenía poco dinero para ser víctimas de una estafa tan elaborada. E incluso si los clientes más ricos y paranoicos de Durham creían seriamente que el mundo estaba al borde de volverse contra ellos… ¿qué pasaría si las cosas estaban tan mal fuera que los lazos nunca se restaurasen? Los humanos que guardaban el santuario morirían… o se irían. ¿Cómo podía alguien que no fuese la Copia más radicalmente separatista arriesgarse a quedar atrapado dentro de un ordenador oculto, enterrado en medio de algún desierto, sin medios de descubrir por sí mismos cuándo valía la pena volver a la civilización, y sin medios para iniciar el contacto en cualquier caso?

Las fuentes de energía por radioisótopos podían durar miles de años; el hardware de múltiples redundancias podía durar casi tanto, en teoría. Todo lo que esas Copias tendrían para recordar la realidad sería la información que hubiesen traído con ellas al principio. Si se convertía en un viaje de ida, serían como colonos interestelares, llevando una instantánea de la cultura terrestre al vacío.

Excepto que los colonos interestelares se enfrentarían nada más que a un retraso cada vez mayor en la radio, no al silencio absoluto, aparte de lo que dejasen atrás, al menos tendrían algo que esperar: un nuevo mundo que explorar.

Un nuevo mundo… y la posibilidad de nueva vida.

¿Qué mejor cura había para la claustrofobia que la promesa de meter todo un planeta en el refugio, plantado con el potencial de desarrollar su propia vida exótica?

María no sabía si sentirse enfadada o impresionada. Si tenía razón, tenía que admirar la audacia de Durham. Cuando había pedido un paquete de resultados que persuadiese a «los escépticos» a la idea de una biosfera en el Autoverso, no había estado pensando en los académicos o los miembros de los grupos de vida artificial. Quería convencer a sus clientes de que, incluso en el aislamiento absoluto, tendrían todo lo que la realidad podría ofrecer a la raza humana, incluyendo un cierto tipo de «exploración espacial», incluyendo la posibilidad de contacto con alienígenas. Y serían alienígenas de verdad; no las criaturas de diseño de los juegos de RV, sacados de la psique humana; no los ingeniosos y poco convincentes biomorfos de los modelos de selección fenotípica de alto nivel, el equivalente darwiniano de los ideales platónicos. Les ofrecía una vida que había recorrido todo el tortuoso camino, molécula a molécula, al igual que la real. O, casi todo el camino; la biogénesis se entendía todavía mal y Durham había tenido el sentido común de empezar con microbios «hechos a mano»… de otra forma los clientes quizá nunca hubiesen creído que el planeta podía contener vida.

María intentó explicar la idea.

—Debe de haber convencido a esas Copias que ejecutar el Autoverso es mucho más rápido que modelar la bioquímica real, que lo es, sin ser demasiado específico sobre las cifras reales. Y todavía creo que es un riesgo demasiado grande; cualquiera podría descubrir la verdad con facilidad.

Hayden lo meditó.

—¿Importaría si lo hiciesen? Si el sentido de ese mundo es principalmente psicológico, un lugar al que «escapar» si ocurre lo peor, y la realidad se hace permanentemente inaccesible, entonces no importara lo lento que se ejecute. Una vez que sacrifiquen la esperanza de restablecer el contacto, la ralentización se hace irrelevante.

—Sí. Pero una cosa es lento y otra, físicamente imposible. Claro, podrían llevarse un esquema simple del planeta, que es lo que Durham me pidió, pero no tendrían ni una fracción de la memoria necesaria para darle vida. E incluso si encuentran una forma de soslayarlo, llevaría miles de millones de años de tiempo del Autoverso para que el organismo simiente se convierta en algo más emocionante que un alga azul verdosa. Multiplique eso por una ralentización de un trillón… Creo que capta la idea.

—¿Se acaban las baterías?

—Se acaba el universo.

—Aun así… —dijo Hayden—, si no quieren tomarse demasiado en serio la posibilidad de quedarse permanentemente atrapados, quizá no quieran prestar demasiada atención a nada de esto. Gracias a usted, Durham tendrá un buen montón de pruebas técnicas muy impresionantes para pasárselas por la cara, lo suficientemente convincentes para quitar importancia a la claustrofobia. Quizás eso es todo lo que quieren. Lo único que importa, si todo va bien, es la RV convencional lo suficientemente buena para mantenerlos entretenidos durante un par de siglos de tiempo real, y eso funciona perfectamente.

María pensó que aquello sonaba demasiado a palabrería, pero lo dejó pasar.

—¿Qué hay del hardware? ¿Qué hay de eso?

—Nada. Nunca tendrán ningún hardware. Durham desaparecerá; mucho antes de tener que enseñarlo.

—¿Desaparecerá con qué? ¿Dinero entregado sin hacer preguntas, sin salvaguardia, sin garantías?

—Dinero entregado, en su mayoría, para propósitos legítimos. —Hayden sonrió con complicidad—. Ha encargado una ciudad de RV. Ha encargado un planeta en el Autoverso. Tiene derecho a quedarse con un porcentaje de esos gastos, no es ningún crimen, siempre, que esté claro. Durante los primeros meses, todo lo que haga será escrupulosamente honrado. Luego, en algún punto, les pedirá a sus patrocinadores que paguen un informe de asesoría, digamos, un estudio sobre una adecuada configuración robusta del hardware. Se estudiarán ofertas. Algunas serán genuinas, pero la más atractiva será falsa; Más tarde, Durham dirá que ha recibido el informe, se pagará a los «asesores»… y no se le volverá a ver.

—Está suponiendo —dijo María—. No tiene ni idea de cuáles son sus planes.

—No conocemos los detalles específicos… pero será algo similar eso.

María se recostó en el sillón.

—Bien, ¿y ahora qué? ¿Qué hago? ¿Llamo a Durham y le digo que se ha acabado?

—¡Por supuesto que no! Siga trabajando como si nada hubiese pasado, pero intente establecer contacto con él más a menudo. Encuentre excusas para hablar con él. Vea si puede ganarse su confianza. Mire a ver si puede hacerle hablar de su trabajo. Sus clientes. El refugio.

María se sentía indignada.

—No recuerdo haberme ofrecido voluntaria para ser su informadora.

Hayden dijo fríamente:

—Es cosa suya, pero si no está dispuesta a cooperar, nuestro trabajo sería más difícil…

—¡Hay una diferencia entre cooperar y ser una espía sin sueldo!

Hayden casi sonrió.

—Si está preocupada por el dinero, tendrá muchas más oportunidades de cobrar si nos ayuda a coger a Durham.

—¿Por qué? ¿Qué podría hacer, intentar demandarlo después de que estuviese en la bancarrota por tener que pagar a la gente que había estafado?

—No tendrá que demandarlo. Es casi seguro que el juez le concederá una compensación como una de las víctimas… especialmente si ayuda a que el caso llegue a juicio. Hay un fondo, ingresos de las multas. No importa si Durham no puede pagar.

María lo absorbió. La verdad era que todavía apestaba. Lo que quería hacer era minimizar las pérdidas y alejarse de todo aquello. Fingir que nunca había sucedido.

¿Y luego qué? ¿Volver arrastrándose hasta Aden en busca de dinero? Todavía no había trabajos a la vista; no podía permitirse desperdiciar tres meses de trabajo. Unos pocos miles de dólares no servirían para escanear a Francesca… pero la falta podría obligarla a vender la casa antes de lo que pretendía.

Dijo:

—¿Qué pasa si sospecha? Si empiezo de pronto a hacer todas esas preguntas…

—Sea natural. Cualquiera en su posición sentiría curiosidad; le ha dado un trabajo extraño… debe de esperar preguntas. Y sé que se creyó lo que le dijo al principio, pero eso no significa que no se lo haya pensado y haya decidido que algunas cosas todavía le resultan difíciles de entender.

—Vale, lo haré —dijo María. ¿Había podido elegir?—. Pero no espere que me diga la verdad. Ya me ha mentido; ahora no va a cambiar su historia.

—Quizá no. Pero podría sorprenderla. Podría estar desesperado por tener a alguien de confianza… alguien ante quien jactarse. O simplemente podría soltar algunas pistas laterales. Cualquier cosa es posible, mientras siga hablando con él.

Cuando Hayden se fue, María se sentó en el salón, demasiado agitada para hacer algo que no fuese repasar toda la conversación en la cabeza. Una hora antes, había estado agotada, pero triunfante; ahora simplemente se sentía cansada y estúpida. ¡Siga trabajando como si nada hubiese pasado! La idea de trabajar en la fotosíntesis de A. lamberti —ahora para congraciarse con la División de Fraude— era tan extraña que le daba vértigo.

Era una pena que Durham no hubiese sido honrado con ella, y no la hubiese invitado a participar en la estafa. Si hubiese sabido desde el principio que su función era ayudar a quitarle su dinero a Copias ricas, al menos el trabajo tendría esa base en el mundo real que siempre había echado de menos.

Finalmente subió, sin haber comido. La conexión con JSN había sido cortada automáticamente, pero el mensaje de Juno, generado localmente, todavía flotaba en el espacio de trabajo. Mientras hacía un gesto para que el terminal se apagase, pensó si debía haberle preguntado a Hayden: ¿es usted la que ha estado pinchando mi línea de teléfono?