Como es natural, tardamos en enterarnos de lo que había ocurrido.
El insoportable silencio daba paso a las conjeturas más nauseabundas. Decían que Gabriel Delalande había abusado de una menor. Un hombre tan guapo siempre tiene hambre, os lo aseguro. Violada. Decían que pretendía raptarla. Un hombre del que en definitiva se sabía muy poco. Decían que Victoire se había cortado las venas con unas tijeras. Que había ingerido las píldoras que tomaba su madre –Valium, Mogadon, Prozac, Asaflow–. Una poetisa, daos cuenta, debería prestar atención a sus palabras, no a sus medicamentos, uf, vaya si es triste todo el asunto… Una chiquilla tan preciosa…
Y así sucesivamente; todas las angustias de los unos, todos los miedos de los otros para conjurar la mala suerte. «Lo que tiene de bueno la desgracia –cantaba Léo Ferré– es que siempre le sobreviene a los demás.»
Yo asediaba la casa de Victoire. Pero los postigos permanecían obstinadamente cerrados. De vez en cuando se encendía una luz en su habitación. Ni siquiera el banquero salía ya. Me pasé allí plantado el lunes entero, y luego toda la noche, como un perrillo fiel que languidece junto a la tumba de su ama, un perro malo que no la había protegido, que no había podido salvarla.
El martes por la mañana mi madre vino a traerme un termo de chocolate caliente y dos cruasanes de mantequilla. Se sentó a mi lado en la hierba húmeda. Esbozó una sonrisita triste mientras me miraba fijamente. Pareces agotado, Louis. Inspiré hondo; me hice el duro: todo va bien, mamá, no estoy cansado. Me quemé los labios con el chocolate espumoso, tan reconfortante, devoré los cruasanes. Gabriel ha vuelto esta mañana, murmuró. Me sobresalté. Y Victoire ya está bien. No la tocó. Se limitó a darle una bofetada, como hacen los adultos cuando un niño comete una estupidez. Para marcar límites. ¿Una estupidez? La voz de mi madre era muy dulce, hablaba despacio. Quiso seducir a Gabriel. Sentirse deseada por él. Actuó tal como hacen las mujeres, con la promesa de su cuerpo. Mis promesas de embriaguez, de vértigo, que ella había preferido ofrecer a otro. Él se negó, como no podía ser menos. Trató de hacerla entrar en razón. Una vez, dos, tres, hasta llegar a la bofetada. Entonces ella volvió a su casa, furiosa y herida. Más tarde ingirió todos los comprimidos que encontró.
–¿Quería morir? –le pregunté muy mustio.
–No lo sé –respondió mi madre–. Tal vez quería matar algo en su interior.
Ese verano no volví a ver a Victoire.
Le escribí cartas que dejaba en su casa, pero jamás recibí respuesta. Ni siquiera estoy seguro de que se las hicieran llegar.
En septiembre, al empezar el curso, la matricularon en el instituto Monte Rosa de Suiza, cuyo lema era In labor virtus, y que preconizaba el respeto a las buenas maneras y al prójimo. El banquero dejó de subvencionar la poesía de su mujer y tuvo que pedir un préstamo para financiar ese exilio.
Gabriel Delalande había puesto en venta su casa. Yo me sublevé.
–¡No ha hecho usted nada malo!
–Siempre existirá la sombra de la duda –me dijo con una sonrisa cansada–. Y en la memoria de las gentes de aquí, con el tiempo una sombra se convierte en una amenaza.
Me revolvió el cabello, y descubrí que me gustaba ese gesto paternal.
–Ha sido un placer conocerte, Louis, eres un ser puro. Íntegro. Mantente fiel a ti mismo.
Nunca volvimos a vernos, pero de vez en cuando, cuando reviso El fuego fatuo o La piscina, evoco de nuevo su elegancia triste y siento nostalgia de sus gestos púdicos de padre sin hijos.
Mi madre tuvo varias entrevistas de trabajo; no la seleccionaron. Pasó por un período de desencanto. Miraba las fotografías de mi padre, se dio de nuevo al Martini y lloraba mucho.
Yo preparaba algo de cena. Después, cuando estaba demasiado cansada o demasiado bebida, le ayudaba a desnudarse y la acostaba. Siempre le contaba cómo me había ido el día, lo cual la tranquilizaba: al menos uno de nosotros seguía viviendo.
Nunca hablábamos de Victoire. No obstante, la echaba de menos. Echaba de menos nuestra infancia, nuestros sueños de una Azul, las mañanas de una vida compartida.
El tiempo pasaba, y yo seguía queriéndola.
Al verano siguiente –finalmente el fin del mundo no se había producido–, yo tenía ya pinta de hombre. Era alto y delgado. En el pueblo las chicas me miraban, me sonreían; algunos muchachos intentaron integrarme en su pandilla. Pero yo prefería la soledad.
Ese verano mi madre y yo nos disponíamos a viajar a Italia. Ella ya iba mejor. Había conseguido un puesto de cajera en el supermercado Auchan, en el centro comercial de Villeneuve-d’Ascq. Ya ves, decía sonriente y resignada, ¡para eso han servido mis clases de contabilidad! Quería a mi madre, era fuerte y débil a un tiempo, y me necesitaba. Tenía un sueño incumplido con Italia: ver Siena, la inmensa Piazza del Campo y su imponente Duomo, con mi padre, en la época anterior al potente coche italiano.
Ese verano volví a ver a Victoire. Un momento.
Ella y su hermana Pauline estaban cargando el maletero de un viejo coche. Le hice una seña. Me miró. También ella había crecido; la mujer que llevaba dentro no estaba lejos. La encontré todavía más guapa, pese al maquillaje vulgar –párpados azules, labios demasiado rojos–, pese al chicle, pese a los shorts de denim deshilachados y ceñidos, tan cortos que la tela de los bolsillos asomaba por debajo, pese al desesperante parecido con su hermana.
Me devolvió el saludo. ¿Te vas de vacaciones? ¡A España! ¿Y tú? ¡A Italia! Nos reímos; estuvo bien. Inesperado. El momento pasó, entró en el coche, Pauline arrancó y eso fue todo.
De vez en cuando me acercaba a la casa de ladrillo naranja. La poetisa me servía un té inglés, hablábamos de que ya no escribía, y de ella, de la falta de ella.
A veces me daba noticias suyas, me leía una breve carta, me enseñaba orgullosa un boletín de notas. Un día me regaló una foto de Victoire hecha en Monte Rosa, con los verdes pastos y las Rochers-de-Naye a su espalda –un anuncio perfecto para un chocolate con leche–. Acababa de cumplir dieciséis años, llevaba el pelo muy corto, sus esmeraldas centelleaban, su sonrisa era espléndida, dichosa. No pude contener las lágrimas.
Prometí a la poetisa llevarla de nuevo algún día con nosotros.
Hacía un año que Victoire ya no volvía a Sainghin. Prefería pasar las vacaciones en Suiza, en casa de sus amigas del internado, lejos del verano de su vergüenza. Yo le escribía cartas de vez en cuando, que se convertían en cartas muertas.
–Relaciónate con chicas, enamórate, olvida el pasado, olvídala –me suplicaba mi madre.
Yo sonreía.
–Muy propio de ti decir eso, señora de un único amor.
Cuando terminé el bachillerato, al año siguiente, entré en la Facultad de Letras Modernas en Lille-III. Buscaba en Baudelaire, Breton, Ionesco y Michelet la gracia de las palabras que había prometido a Victoire. Las que habrían de enamorarla.
Finalmente, el 14 de abril de 2004, el día en que ella cumplía los dieciocho, hice que le entregaran, en el piso que ahora compartía con otra chica en Chambéry, una flor cada día.
Yo tenía veinte años. La edad de mi padre.
Un flox blanco: «esta es mi declaración de amor». Un bonetero: «llevo tu imagen grabada en el corazón». Una pimpinela: «eres mi único amor». Una rosa silvestre: «te seguiré a donde vayas». Un tulipán jaspeado: «tus ojos son espléndidos». Un lirio malva: «tus ojos me enloquecen». Un crisantemo rojo: «te quiero». Una camelia: «te querré siempre». Una rosa rosa: «eres tan hermosa…»
Y por último, doce rosas rojas: «¿quieres casarte conmigo?».
No recibí la menor respuesta.
Sin duda mis flores se habían marchitado ya. Victoire debía de haberse reído de lo lindo, mofándose del niño que había en mí, el cual aprisionaba al adulto y le impedía eclosionar.
De vez en cuando aún la oía: «Contigo las manos no me pican».
Se había marchado el verano de sus trece años. Llevándose consigo nuestra ligereza. Nuestras risas cantarinas. Mi indefectible amor. Y su primera sangre.
La esperé, pero mi paciencia tenía escaso peso frente a la fascinante brutalidad de los hombres. Había crecido sin mí. Se había vuelto guapa sin mí, con esa belleza que jamás es posible poseer por completo.
Había amado sin mí, gritado sin mí. Su cuerpo de mujer había despertado en brazos de otros hombres, raptores, saqueadores, amantes de verano que siempre abandonan su botín en los primeros días del otoño.
Mis últimas lágrimas impidieron que me secara del todo. Los duros golpes recibidos en los campos de deportes anestesiaron mi pena.
La busqué en otros brazos, el tiempo efímero de un olvido.
Me extravié en diversas ternuras. Me sumergí en similares halos de un rubio pálido que por la mañana pedían promesas que yo jamás hacía.
Entonces empecé a desconfiar de las flores, de la poesía, de la risa de las muchachas. Dejé de salir, todos los fines de semana volvía a Sainghin, y me convertí en un solterón. Un lastre que, en el fondo, sin duda tranquiliza a las madres.
La mía me enseñó una última cosa. Las penas de amor son en sí mismas una forma de amor.