Este verano Cabrel no canta.
Al menos ninguna canción nueva. El verano pasado, uno de sus éxitos se titulaba Des roses et des orties. Y ese título, «Rosas y ortigas», resume claramente mi vida.
Sobre todo las ortigas.
Mi madre murió la primavera pasada, a la hora en que las flores se abren. Ese día no se despertó; ella que odiaba preparar el desayuno, se evitó una última tarea. Así que me convertí en huérfana; y mi hijo ni siquiera tuvo miedo por mí, ni siquiera sintió frío por mí; se marchó a celebrar sus dieciocho años a España con unos amigos, sus diecinueve este verano a Asia con una chica; y de ser huérfana pasé a estar sola. Sola,
Comme jour
Comme nuit
Comme jour après nuit
Comme pluie
Comme cendre
Comme froid
Comme rien,
[«Como día / como noche / como día tras noche / como lluvia / como ceniza / como frío / como nada.»]
Tal como cantaba Barbara.
He conservado nuestro piso de la calle de Paris; tiré todos los recuerdos, los juguetes de playa, los marcos de conchas marinas de Hector. Ahora parece un piso piloto. Testigo del vacío de mi vida.
Y también algunas rosas, puesto que conocí a un hombre. Hace dos años.
Nuestro encuentro tuvo lugar ante la iglesia de Santa Juana de Arco, mientras me dirigía al mercado cubierto de la calle de Jean-Monnet, envuelta en el agradable calorcillo de última hora de una mañana de verano, rodeada del olor del mar y los gritos de las gaviotas, que no tienen nada en absoluto de románticas. Él salía de la iglesia formando parte de un cortejo de gente vestida de negro o de gris oscuro. Las mujeres llevaban sombreros de paja para protegerse del sol y los escasos niños, gorros de color claro con logos de anisetes. Algunas lágrimas, algunos abrazos tristes. Nuestras miradas se cruzaron mientras él encendía un cigarrillo. No hablo de flechazo ni de salvajismo, sino de deseo civilizado. Ante su mirada, su sonrisa y la indecencia de la situación, el corazón se me aceleró, mi vientre se contrajo. Cuando el grupo se puso en marcha, me colé en el cortejo. El hombre sonrió, se acercó a mí. Casi hasta tocarme. Percibí su olor a tabaco negro y a café. Caminamos en silencio hasta el Grand Hôtel, donde se ofrecía un vino. Nuestros dedos se rozaron, ardientes. Me presentó a algunas personas de su familia: de pronto yo era la prima Martine, de Saint-Omer. Sí, tita Andrée, ya sabes, Martine, la hija de Jacques. Y la pobre Andrée, que babeaba ligeramente que cabeceaba un poco, frunció el ceño y se acordó: ah, sí, Jacques, claro, lo que pasa es que no recordaba que tuviera una hija. Nuestras primeras carcajadas.
Más tarde, cuando los allegados evocaban, con la ayuda de las fotos, la vida del fallecido (su afición a los perros de caza, su pasión por los westerns), nos escabullimos para reencontrarnos en el guardarropa del hotel, donde nuestros apetitos salvajes, irreprimibles, se impusieron. Fue algo intenso, hermoso e impúdico. Una gran compenetración. Y creí que había algo. Un encuentro. Una posibilidad.
Sin embargo, la amenaza siempre está al acecho.
Mientras se calmaba nuestra respiración, me dijo que me amaba. Que quería volver a verme. Me preguntó mi nombre, quiso saber si me gustaba la música clásica. Las crêpes. El vino. Las películas de Judd Apatow. Y lo creí. Le juro, señor Rose, que en aquel momento, tendida en el fresco embaldosado, creí que era el adecuado. El tipo adecuado. El día adecuado. Que se trataba de un punto de partida viable que llevaría por fin a mi historia de amor. Nos telefoneamos. Volvimos a vernos varios días después, en su vivienda alquilada de Hardelot. La misma hambre, idéntica impaciencia. Las mismas incandescencias. De nuevo tenía quince años, boquita de piñón, el corazón entregado.
La amenaza.
Entre el humo de los cigarrillos de después: sus palabras. Como la hoja de mis viejos cuchillos para carne. Estaba casado. Pero no iba a durar. Me pedía que lo esperase. Prometía, suplicaba. Ya. De manera que dejé de esperar nada del amor, señor Rose. Y regresaron las ortigas. Mi piel se volvió dolorosa, hinchada de carencias, escarificada de aflicciones. Mi desdicha con los hombres es inconsolable, como sabe. Soy incurable. Jamás he vuelto a entregarme a un hambriento. No he vuelto a salir de noche, no he vuelto a perderme en las sombras, en el cálido aliento de la mentira. Cerré mi cuerpo, me cosí el sexo, eché el cerrojo a mi corazón. Y sigo viva.
Nunca he tenido mucha suerte con los hombres.
Esta mañana la lluvia amenaza en Le Touquet. En el dique, los niños refunfuñan, las madres han previsto chubasqueros y botas. La playa está desierta y gris.
Esta mañana, como todas las mañanas de julio desde hace diez años, vengo a ver al señor Rose. Como todas las mañanas de julio desde hace diez años, le llevo una Eugénie Guinoisseau –la de hoy tira a malva–, y esta mañana le leo unas páginas de De la tierna edad, de Larbaud, las historias de Rose y de Röschen, de Julia, de Justine, de todas esas niñas que fuimos, soñadoras, enamoradas, y para las que en algunos casos crecer supuso malograrse.
Esta mañana una mujer se nos ha acercado. Iba acompañada de un hombre muy guapo, un indio. Me ha preguntado, con voz muy dulce, si había conocido al tal… Señor Rose. Le he sonreído. He contestado que sí. Que no. De hecho, yo… Pero que… Entonces se ha sentado a mi lado y me ha contado la historia de Pierre y de Rose.
Al terminar, una vez secas nuestras lágrimas, he comprendido que existía un amor más grande que nosotros. Más grande que yo.
Y que tenía la suerte de formar parte de él.