El cielo está negro y el dique es un hervidero de gente.
La gente canta, bebe, ríe. El último 14 de julio del siglo recuerda esas grandes fiestas en las que a nadie importa lo que vendrá después, la resaca y otras desilusiones.
Robert y yo caminamos despacio. Vamos de la mano, como los encantadores viejecitos que hemos visto antes, esta tarde. Nos arden las manos, nuestra sangre se nos antoja espesa, un río turbulento, alegre, insaciable.
A lo lejos ruge el mar, se diría una fiera hambrienta, agazapada en la oscuridad a la espera de su presa. También los niños forman parte de la partida: en la playa, los chiquillos bailan con sus madres riendo un poco demasiado fuerte, las niñas con sus padres, aplicándose a mostrarse encantadoras y preciosas, a ser ya adultas, ¡ah, si supieran!
En la inmensa pista de baile, coronada por bombillas amarillas, azules, verdes, rojas, la orquesta ha atacado las primeras notas de Hors Saison. Algunos aprovechan la dulzura de la melodía para acercarse; otros para pegarse, fundirse, iniciar preliminares que excitarán la piel, el sexo, antes de degustarse, de devorarse, en las dunas o en los húmedos dormitorios de las viviendas alquiladas junto al mar. Nosotros no les vamos en zaga. Nuestros dedos se siguen explorando, se trituran, nuestras bocas se devoran, ardientes con esta pasión nueva, inesperada, que aniquilará nuestras vidas anteriores.
Más allá, en la playa, una mujer de unos treinta y cinco años permanece a solas; acaba de encender un cigarrillo, es la llama del encendedor lo que ha atraído nuestra atención. Contempla el humo ascender en la noche, lo sigue con la vista hasta que se desvanece por completo, tal como sigues con la mirada, durante largo rato, incluso después de que haya desaparecido, a alguien que te deja. Esboza unos pasos de baile, pero la soledad no es buena pareja de danza. Elimina la ligereza. Provoca la falta de garbo.
Después se aleja hacia el mar, vacilando con cierta desenvoltura, hasta ser engullida por la fría oscuridad.
En uno de las efímeros puestos de bebidas pedimos dos copas de vino, un pésimo vino peleón, del color de la granadina, pero tanto da. Brindamos por nosotros, en silencio, rodeados del ruido y los gritos de los demás, y levanto mi copa por mi impetuoso renacimiento, formulando el deseo de que en adelante nada cambie, que Monique no regrese jamás. Y como si de repente existiera un Dios allá arriba, a la escucha de los deseos y las penas de este mundo, en el preciso momento en que ofrezco mi copa al cielo, al norte, hacia Hardelot, los primeros rosetones de colores de los fuegos artificiales empiezan a brillar; es nuestro bautismo; el mar capta algunos fragmentos fugaces, destellos de piedras preciosas: diamantes rosa, turmalinas de Paraiba, topacios color uva, que se apagan como diminutas centellas en contacto con el agua.
Entonces Robert prorrumpe en carcajadas, y su risa constituye un regalo.
Más tarde, le pregunto. Y él me cuenta. Tres hijos también, como yo. Agacho la cabeza con una sonrisa. Arquitecto. Bonitas casas, mucho tiempo atrás, líneas audaces, vanos inéditos en la estructura. Después casas feas. El dinero no garantiza el buen gusto. Al igual que no prioriza lo acogedor. Y más tarde edificios, cajas de zapatos para amontonar en ellas a la mayor cantidad de gente posible, tabiques de cartón a fin de reducir costes, embaldosados procedentes del otro extremo del mundo, que se resquebrajaban cuando algo les caía encima. Había que construir deprisa, era una cuestión de política, de elecciones, de sobornos. El asco se hallaba siempre presente, pero nunca había tenido valor para dejarlo, para realizar su casa soñada. Ahora bien, desde ayer, Louise, desde tu copa de champán en el Mahogany, desde tus piernas como compases, desde tu nuca, eso es lo que he decidido hacer, si estás de acuerdo: construir una casa, una casa para ti y para mí, un lugar donde ningún otro haya vivido antes que nosotros, donde las paredes no albergarán otros recuerdos que nuestras palabras, nuestros suspiros y nuestros alientos. En ella no entrará nada que no hayamos elegido juntos.
Le acaricio el rostro, dejo brotar las lágrimas, a freír espárragos el maquillaje.
–Estoy de acuerdo, Robert. Yo también deseo lo mismo.
Una vez más, pienso que estoy loca. Y me encanta.
De pronto, un ruido aterrador en el cielo nos sobresalta a todos.
La gente ha dejado de bailar, las risas han callado. Un niño grita.
Un helicóptero. Un fragor de batalla.
Todos miramos fascinados el aparato, que vuela muy bajo, se lanza hacia el mar allá a lo lejos, donde un girofaro azul no para de dar vueltas. A su paso, la arena se levanta, sale volando, dibuja un largo velo, una estela de dolor. El helicóptero se posa, apenas unos minutos. Después vuelve a dirigirse hacia el norte, engullido por la noche.
Un silencio del fin del mundo cae sobre el dique, antes de que de nuevo resuene la música de baile. Las risas. La vida.