En la A25, que nos devuelve hacia Lille, a la altura de Steenvorde, hago un alto en el área de Saint-Éloi para llenar el depósito.

A punto ya de arrancar, me suena el móvil. Veo el número en la pantalla. Contesto. Es uno de mis hijos. Me pregunta cómo estoy, me felicita por mi cumpleaños y, sobre todo, se disculpa por no haber podido llamarme el 14 de julio, porque ese día y los siguientes se encontraba en el Burren, en la costa oeste de Irlanda. Me explica que es lo que se conoce como «el lugar pedregoso», una inmensidad cárstica y desértica, donde se encuentran montones de vestigios celtas y prehistóricos pero ningún teléfono, mamá, ni siquiera una antigualla de baquelita, se disculpa.

–No tienes por qué disculparte, cariño… Sí, un cumpleaños estupendo. Gracias. (Apoyo la mano en la rodilla de Robert.)… El más bonito de mi vida… Sí… Sí… Lo tengo al lado… Te paso a papá.

Entonces tiendo el móvil a mi marido.

–Toma, es Benoît.

Luego le doy al contacto, meto la primera y acelero hacia nuestra nueva vida.