Había llegado de Jagdalpur, en Chhattisgarh, un estado nacido con el siglo, donde solo permanecí unas semanas.
Antes de eso, había transitado por Sri Ganganagar, en la frontera paquistaní, y luego por Banswara, apodada la ciudad de las mil islas. El sobre incluía otros nombres más, otras cartas; eran las cuentas del rosario de mi largo periplo indio, de mi lenta y dolorosa muda. Con cada desplazamiento dejaba atrás algo más de mi dolor por haber perdido a mi marido, demasiado pronto después de nuestra boda. Pero mis lágrimas resultaban largas de secar.
Después Bombay y Nagpur, en el estado de Maharashtra. Dhanbad, en Jharkhand, la ciudad oscura, que contaba con ciento doce minas de carbón e, ironía de las palabras, con la célebre Indian School of Mines.
A continuación Tirukalukundram, en Tamil Nadu.
Luego la utópica Auroville, donde conocí a Âdi Sharma, el hombre al que amo y que me ama; Âdi Sharma, cuyo nombre significa «el más importante», y el apellido, «alegría y refugio».
Fue en Baghdoba, en el golfo de Bengala, donde esa carta me llegó por fin. Tras nueve años de viaje.
La letra de mi madre.
Resultaba tanto más sorprendente cuanto que, diez años antes, al llevar varios meses sin noticias de mis padres, había llamado a una vecina, quien, deshecha en lágrimas, me comunicó su desaparición. Se habían marchado en coche y jamás habían llegado a ningún sitio. Supusieron que habían tenido un accidente. La gendarmería había sobrevolado varias veces las carreteras del departamento, pero no habían encontrado nada. Solo restaba esperar a que un cazador o un excursionista descubrieran algún día la carcasa del coche en un barranco, o un pescador, en el fondo de un río.
La carta databa del 14 de julio de 1999. Estábamos a 15 de noviembre de 2008.
Cariño, tu padre y yo hemos vuelto a Le Touquet; al lugar donde nos conocimos, un día de bombardeos; al lugar donde tú creciste, donde diste los primeros pasos y donde conociste tus primeras carcajadas de niña. Te quedaste muy sorprendida, porque, paradójicamente, la risa hizo brotar lágrimas de tus ojos, pero no tardaste en comprender que no todas las lágrimas eran necesariamente tristes.
Papá y yo hemos concluido nuestro camino. Nos hemos amado todos los días, y todas las noches, durante más de medio siglo. Todas esas mañanas en que despertábamos al mismo tiempo, vivos, han supuesto una dicha infinita.
El amor consiste en tener siempre algo por delante, una nueva mañana, y otra más. Ya no nos espera ninguna, o tan pocas… La amenaza procede del interior a partir de ahora.
Hemos envejecido bien. Ahora nuestros cuerpos están cansados. El sufrimiento asoma la punta de su fea nariz. Nuestras manos están entumecidas y se fracturan. Estamos saciados de recuerdos, y el tuyo es uno de los más hermosos. No deseamos que la gracia del amor se eche a perder y nos deje únicamente la aflicción de las cosas feas. Todavía somos guapos, una mujer nos lo dijo tan lejos como ayer, en el hotel, pero sobre todo lo es él; ya no se lo digo porque me trata de embustera, o de embaucadora. ¿Sabes?, todavía me hace reír.
Marcharnos juntos supone una beatitud. No hay tristeza que valga.
Esta noche, en la playa, al adentrarnos en el agua, hacia nuestras estrellas, pensaremos en ti, que has sido la inmensa alegría de nuestra vida.
Dios, cómo lloré su inmenso amor.
Su postrera unión.
Más tarde, Âdi y yo recorrimos los consulados franceses para recabar noticias de mis padres, pasamos un tiempo de locura colgados de internet, telefoneamos durante horas y horas a Francia. Ayuntamientos, prensa local, gendarmerías… Esperamos siglos. Y por fin un día, en el Ayuntamiento de Le Touquet, una señora (bendita sea) contactó con nosotros. Recordaba a un anciano al que una mujer había descubierto en la playa, diez años atrás, una noche de baile. Nunca había sido identificado. Acabaron por ponerle el nombre de señor Rose porque antes de morir, en el instituto Calot-Hélio de Berck-sur-Mer, solo había pronunciado una palabra, siempre la misma. Rose. Una letanía de amor.
Me pasé horas llorando. Lloré las rosas de mis padres, lloré las de Damasco, las Enfants d’Orléans y las Maréchal Davoust de mi infancia. Lloré el bonito nombre de mi madre. Y luego Âdi, mi refugio, Âdi, mi alegría, me estrechó entre sus fuertes brazos y murmuró: «Ven».
Llegamos a Francia a principios de junio. Encontramos el rastro de mi madre en el instituto forense de Lens, donde a un cuerpo que habían encontrado dos chiquillos en una playa de Wissant, diez años atrás, le habían practicado la autopsia. Ahogamiento. Me mostraron una sorprendente imagen de su rostro, reconstruido por ordenador. Era ella.
Había sido enterrada en la fosa común del cementerio Este, en Sallaumines. Allí, junto a aquella tumba sin nombre, hice la promesa de llevarla a Le Touquet, de devolverla al lado de mi padre; y dado que, como canta Dalida, «jamás han fabricado un ataúd de dos plazas», de hacer que grabaran los nombres de ambos uniéndolos, ligándolos, a fin de que solo formasen uno.
Desde Lens nos dirigimos a Le Touquet.
Esa mañana hay amenaza de lluvia. En el dique, los niños refunfuñan, las madres, previsoras, han llevado chubasqueros. La playa está gris y prácticamente vacía.
En el bulevar de la Canche, el guarda nos indica el emplazamiento de la tumba del señor Rose. Cuando llegamos, una mujer está sentada en la lápida, sobre la que reconozco una Eugénie Guinoisseau, tirando a malva.
La mujer sujeta un libro, que lee en voz baja, lentamente; como se regalan palabras en un hospital a alguien que está en coma, por si acaso todavía puede oír.
Por si acaso sigue viviendo.
Me siento conmocionada cuando le pregunto si conoce al tal… señor Rose. Me sonríe. Me responde que sí. Que no. Que de hecho…
Entonces me siento al lado de esa mujer, y tras haberle contado la historia de Pierre y de Rose, ella me refiere a su vez la preciosa y poco común historia de las últimas horas de mi padre.