El último 14 de julio del siglo, el banquero llevó a su poetisa y a su hija a la orilla del mar.

Y Victoire me invitó.

Dos horas de coche y nos habíamos plantado en Le Touquet.

El dique era un hervidero de gente. Bicicletas, skates, patinetes, cochecitos y coches a pedales. Gritos. Algodón de azúcar. Crêpes y gofres chorreantes de Nutella. Recuerdo una felicidad edulcorada de tres al cuarto. Chubasqueros de colores claros sobre la piel desnuda, la arena que revoloteaba y escocía en los ojos. Vacaciones mal pagadas. Tiritonas de pobre.

En la playa, aquí y allá, pequeños biombos de tela para protegerse del viento. Familias apretujadas con el fin de no salir volando. Y de calentarse cuando el sol desaparecía.

A pocos metros de allí, constructores de siete u ocho años llenaban cubos de arena húmeda para edificar torrecillas y torreones, sueños quebradizos que no alcanzarían ninguna estrella, hasta que apareciera el cansancio y la cólera, que obligaba a aplastarlo todo. A lo lejos, varios carros a vela corrían por la orilla, y jinetes tranquilos cabalgaban al paso.

Más cerca, una pareja de cincuentones –él con un falso aire a lo Yves Montand en Ella, yo y el otro– se besaban en la boca, con el impudor y la avidez de una adolescencia insaciable, ante las miradas reprobatorias y, en ocasiones, envidiosas, de los padres de familia de su misma edad y de algunas almas solitarias.

Nos instalamos en la playa, a la altura de la avenida de Louison-Bobet.

–Por aquí no hay tanta gente –decretó la poetisa–. Podré leer más a gusto.

El banquero plantó una gran sombrilla amarilla en la arena a fin de proteger la delicada piel de su lectora; luego desplegó dos sillas Trigano de tela azul que parecían dos charcos de agua, y se sentaron. De repente parecían dos viejecitos. Ella miraba las palabras de su libro. Él miraba el mar. Sus miradas dejaron de cruzarse. Las desilusiones habían ganado, aniquilando el deseo.

Victoire me agarró de la mano y nos alejamos gritando. ¡Vamos a dar una vuelta, ahora venimos! Corrimos hacia el golf, hacia las dunas, allí donde los niños pueden escapar de la vigilancia. Y en un rincón, al abrigo de todo, nos tendimos lado a lado sin soltarnos la mano. Jadeábamos al unísono, y yo imaginaba que, llegado el momento, nuestros corazones latirían a la misma velocidad. Temblaba.

Luego, lentamente, nuestra respiración se apaciguó.

–¿Te das cuenta de que tal vez dentro de seis meses llegue el fin del mundo y quizá muramos todos? –dijo ella.

Sonreí.

–Es posible.

–¡El fin del mundo! El fin de ti, de mí, el fin del chiste tonto de mi padre con mi nombre de pila; ¡el fin, el fin, el fin! En todo caso, hay gente que lo ha anunciado. E incluso los hay que preparan su última Nochevieja en un desierto, por ejemplo. Menuda estupidez.

–A mí no me lo parece.

–¿Qué harías tú si llegara el fin del mundo?

Me ruboricé ligeramente.

–No lo sé, pero no creo que llegue el fin del mundo.

–Lo dices porque estás enamorado de mí y, si realmente llegara el fin del mundo, habrías estado enamorado por nada.

–En absoluto. Soy muy feliz contigo así, muy feliz tal como estamos.

–¿Ni siquiera querrías besarme?

El corazón se me aceleró.

Por supuesto que quería besarte entonces, Victoire, y tocarte, y acariciarte, y atreverme a hacer gestos temerarios, y hablarte de mi larga espera de ti, de mi corazón que retumbaba todas las noches, de mis manos que temblaban cuando tocaban mi piel al imaginar que se trataba de la tuya, de mis dedos que soñaban con tus labios como un fruto maduro, con esa boca hambrienta y cruel que a veces insinuaba un vocabulario de mujer. Una impetuosidad de mujer.

No obstante, los grandes amantes son, a su vez, grandes tímidos.

–Sí –dije finalmente–. Sí. Y si llegara el fin del mundo, ese sería mi último deseo.

–¿Cuál?

–Besarte.

Una risita cantarina surgió de ella. Un cascabel.

–¡Pues ahí va!

Se volvió con viveza. Su boca aplastó la mía, nuestros dientes entrechocaron, nuestras lenguas se probaron un segundo, estaban saladas, cálidas, y luego todo acabó; ella ya estaba de pie y reía.

–¡Tampoco se acaba el mundo por un beso!

Después desapareció detrás de la duna de arena, revoloteando como una pluma.

Y me entraron ganas de llorar.

La reencontré en la playa. El mar empezaba a retirarse. Victoire subía hacia la arena, donde sus padres ya no esperaban nada. Traídos por el viento, los ridículos gritos de las gaviotas se burlaban de mí. Cuando estuve a su altura me miró, su sonrisa era triste y dulce.

–No sé si estoy enamorada de ti, Louis, aunque me siento bien a tu lado. Amar significa poder morir por alguien. Es cuando te pican las manos, te arden los ojos y dejas de tener hambre. Y a mí no me pican las manos contigo.

Su infancia me estaba matando.

No lejos del banquero y de la lectora, dos viejecitos intentaban entre risas extender la toalla de playa sobre la arena, pese al viento y a sus manos anquilosadas.

Al mirarlos, nos imaginaba a Victoire y a mí, al final de una vida compartida, de una odisea magnífica; nos marchábamos de aquí abrazados sobre una motocicleta para volver, medio siglo después, al lugar de nuestro primer beso e intentar extender juntos una toalla de playa.

Pero Victoire corrió al encuentro de un mundo sin mí. Sin mi amor paciente. Sin mi impaciente deseo.