Hoy, en Le Touquet, el dique es un hervidero de gente.
Bicicletas, skates (hemos aprendido esta palabra recientemente, pero no estamos del todo seguros de su ortografía), coches a pedales y patinetes componen un alegre ballet. Las familias hacen picnic, protegidas del viento con biombos de tela; recuerdan las que fotografiaba Cartier-Bresson a orillas del Marne o en los guijarros de la playa de Dieppe. Los niños, de un intenso color dorado, se camelan a sus padres para conseguir una manzana de caramelo o un gofre chorreante de chocolate.
En nuestro caso, las meriendas de verano tenían el sabor de las galletas secas y la limonada, de vez en cuando el de un caramelo de palo. Los padres estaban en la guerra y las madres cuidaban de los que volvían de ella, tras haber perdido un brazo en la batalla, o un ojo, o una mandíbula, o la razón, o a veces todo a la vez.
En la playa hay cuerpos que se desvelan, poco a poco, con timidez, como crisálidas; otros se exponen abiertamente, echan a volar orgullosos en los partidos de voleibol. Reina un aroma mareante a aceite solar, tabaco negro, sal y moluscos muertos.
A la altura de la avenida de Louison-Bobet, algo apartada, una mujer lee Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke. Está tremendamente pálida, parece enferma –una nueva Madeleine de la novela de Balzac El lirio en el valle, víctima de una incurable tisis romántica–. Muy cerca de ella, sentado asimismo en una silla plegable de tela azul, un hombre mira al mar sin verlo. Tiene la mitad de nuestra edad, pero ya parece consumido.
Nos gusta este rincón de playa. Vinimos aquí todos los veranos a lo largo de veinte años. Asistimos a la construcción del centro de talasoterapia, orgullo de la ciudad. Vimos a los niños hacer flanes de arena, bañarse, jugar a los piratas y, más tarde, hacerse los gallitos con las chicas, que también habían crecido. Amamos aquellos años, su cómoda y tranquilizadora repetición. También nuestra hija Jeanne creció a lo largo de aquellos veranos, mecida por el rumor regular de las olas, de ese mar que se retira lejos, muy lejos, tan lejos que a cada marea parece haber desaparecido.
Hoy somos nosotros los que hemos venido a desaparecer.
Extendemos las toallas; Dios, hasta qué punto ese gesto antaño tan ligero, aéreo, se ha convertido en una mecánica compleja. Necesitamos ser dos para conseguirlo, a causa del viento, de nuestros brazos torcidos; y como siempre, eso nos hace reír.
Nuestra vieja complicidad, que a veces arranca una sonrisa a la gente.
Hace un rato, viniendo hacia aquí por las dunas, nos hemos cruzado con dos jóvenes enamorados. Ella tendría unos trece años, y él quince. Estaban tumbados juntos en la arena, y contemplaban el cielo como quien intenta leer el futuro. Hablaban del fin del mundo próximo. Hablaban de lo que significa estar enamorado. Hablaban de un beso, precisamente antes del fin del mundo.
Eran guapos. Él la llamaba victoria.[6] Pronunciaban sus primeras palabras de amor, esas que nosotros jamás pudimos decirnos, a causa del fragor de la guerra. En un momento dado se han besado. Brevemente. Dos animalitos que entrechocan. Luego la muchacha nos ha visto, mientras caminábamos despacio, ligeramente encorvados, y nos ha sonreído. La melancolía le había dibujado una boca graciosa. En cambio, el joven mostraba de pronto un semblante grave.
Trababan conocimiento con otra guerra.
La del deseo. La de la incertidumbre.
Nos casamos dos meses después de nuestro reencuentro, en noviembre de 1948.
Nos costó mucho obtener todos los certificados necesarios, debido a la duda que subsistía sobre el padre de uno de nosotros, que se había unido a la Resistencia, y del que nadie había tenido noticias jamás. Decidieron darlo por desaparecido. «Darlo por desaparecido», como si se lo entregaran a alguien. Alguien que lo llevase a un lugar donde se desaparece. Donde uno no deja huesos ni polvo. La fórmula resultaba glacial. Éramos huérfanos. Con nuestro matrimonio iba a fundarse nuestra única familia.
La fiesta fue muy sencilla. Delante de la iglesia, en el mismo atrio, se dispuso una mesa. Un mantel blanco, como un vestido de baile o una sábana de la primera noche. Las monjas del hospital de Cucq trajeron pasteles, el hermano del cura varias botellas de calidad, y nos reímos. Marcel, el funcionario del ayuntamiento, sacó su acordeón, un Crucianelli rojo como la Navidad, y una mujer interpretó a Piaf, con talento: Va danser, Madeleine qu’avait du coeur, J’suis mordue, Les Amants de Paris –evitó Mon légionnaire–, y noviembre tuvo fragancia de mayo, soplaban vientos de libertad; ese soplo fue nuestro gran regalo de bodas.
Nos instalamos en Valenciennes, donde ambos habíamos encontrado empleo en los grandes almacenes Mascaux, que vendían tejidos por metros, artículos de mercería, patrones de costura, telas para decorar, colgaduras, colchas. Había tanto que coser, arreglar y remendar tras aquellos años de cenizas, de fósforo blanco y de lágrimas… La ropa. La piel. El corazón.
La ciudad, al igual que los almacenes, había sido bombardeada y la reconstrucción resultaba lenta y dolorosa, pero las flores y los sueños de los hombres siempre vuelven a brotar.
Uno era vendedor, la otra costurera.
En la tienda reinaba un ambiente agradable; todo el mundo se entendía bien gracias a la amabilidad y la benevolencia del señor Jean, el jefe.
Vivíamos en una minúscula vivienda, en la calle de Milhomme, que daba a un pequeño jardín triste. Habíamos plantado en él coles, chirivías, aguaturmas, tomates y nabos, como todos los niños de la guerra. Y si bien ese año proyectaban Bambi en el cine, si bien la magia llegada de América intentaba hacernos soñar, nuestras vidas recordaban más las películas de Henri Decoin y de Julien Duvivier. Una gravedad sorda, una aflicción que podía volverte malvado, algunas risas, todavía escasas, y sobre todo una inquietud de la que no lográbamos librarnos por completo. Nuestra vida seguía teniendo el olor de la vergüenza, el sabor de una huella indeleble. Durante mucho tiempo, los petardos del 14 de julio o la detonación de un tubo de escape nos arrojaban, asustados, al uno en brazos del otro. Sin embargo, nuestras lágrimas siempre acababan en risas, porque habíamos permanecido con vida, y porque seguíamos juntos.
Los almacenes Mascaux iban bien. A veces las clientas venían de lejos, y se marchaban con estrellas en los ojos. En septiembre de 1950, el señor Jean organizó unas «rebajas a la americana»; había descubierto el principio en el periódico. Se trataba de bajar los precios de hora en hora; para las clientas, el gozoso dilema consistía en elegir entre comprar una pieza a determinado precio, sabiendo que sería más barata en las horas siguientes pero que tal vez ya no estaría disponible, o bien esperar. Lo cual dio lugar a gritos histéricos, apuestas, una alegre algarabía. La noche de las rebajas –que tuvieron un tremendo éxito–, el señor Jean nos invitó a todos a Le Vieux Manoir, en Aulnoy-lez-Valenciennes. La dueña, la señora Petit, servía carne de caballo cocida –procedente del criadero de Plichon, quien, para acallar las malas lenguas, paseaba a sus caballos del cabestro a fin de mostrar a todos que su carne provenía de un animal joven y no de un viejo jamelgo– y patatas machacadas con algo, muy poco, de tocino. Todo tenía mal sabor, pero un vino espeso como la sangre hacía olvidar todas las miserias. Nos sentíamos felices en su compañía. Las risas volvían a hacer acto de presencia.
Al año siguiente, por Navidad, recibimos una paga doble, lo que nos permitió cambiarnos a una vivienda más amplia, que contaba con una pequeña habitación más.
Nos dijimos que tenía el tamaño perfecto para albergar una cuna y, en los meses siguientes, una cama infantil.
Jeanne nació cuatro años después, a principios del verano de 1955; el año de la película Noche y niebla, de Resnais, y del 2.25 de Chanel, un bolso que durante mucho tiempo soñaremos con ver colgado del brazo de Rose.
Jeanne no era lo que se dice un bebé guapo; al menos al nacer. Sin embargo, suponía una tremenda esperanza para los dos, una vida en un mundo sin guerra, sin esos tormentos que necrosan el alma. Fue un parto fácil; en menos de una hora estaba con nosotros, rodeada de gritos de alegría.
Nueve horas después, una vez de vuelta en casa, varios amigos de los almacenes y dos vecinos nos esperaban con vino clarete llegado de Provenza, fruta y esquejes de rosal; llevábamos mucho tiempo soñando con rosas debido a mi nombre, Rose.
Bebimos con alegría y plantamos los rosales: se trataba de las variedades Eugénie Guinoisseau, de un rojo cereza veteado de violeta, de hojas oscuras, y Madame Alfred de Rougemont, de un blanco delicado levemente rosado.
Al igual que nuestras vidas, nuestro huerto cobraba color.
Improvisamos un picnic; comimos tomates que íbamos arrancando de la mata, similares a rábanos grandes, y los espolvoreábamos generosamente con sal. Fuimos en busca de otras botellas de vino, pan negro, salchichón, y, por primera vez desde la guerra, reímos sin parar, sin reservas ni temores de ningún tipo. Con Jeanne era la vida lo que resurgía, rosa como sus mejillas, rosa como las rosas.
El verano de 1955 fue un hermoso verano. Cantábamos a Charles Trenet, Cora Vaucaire, Francis Lemarque y Georges Brassens, y el señor Jean nos obsequió algunos días de vacaciones. Decidimos volver a Le Touquet, por primera vez desde nuestro reencuentro, siete años atrás. Allí nos convertimos en unos padres solícitos y torpes como tantos otros –de los que más tarde nos burlaríamos–, preocupados por el viento que podía irritar los ojos de Jeanne, por el sol que podía quemarla, por una posible deshidratación, por una maldita avispa que revoloteaba demasiado cerca. Ya no teníamos a nuestras madres para enseñarnos el arte de la paternidad, tranquilizarnos y abrazarnos cuando estábamos tristes o simplemente cansados.
Aprendimos a crecer al mismo tiempo que nuestra hija; y hasta es posible que en el fondo fuera ella quien cuidara de nosotros.
Dos años más tarde Jeanne tuvo un hermanito durante treinta y cuatro horas.
Cerca de nosotros, la mujer dormita.
Se le ha resbalado el libro, y el viento pasa las páginas, como grandes alas de blanquita de la col, una mariposa de un bonito color blanco anisado.
Más allá, a nuestra espalda, la muchacha sale sola de las dunas. Tiene una leve expresión ya de mujer, que arruga los rasgos de su rostro. Pocos segundos después el chico aparece corriendo y la alcanza.
Ambos se paran.
Sus labios parecen pronunciar palabras dolorosas, palabras de amor, palabras de adulto, en definitiva. El viento nos trae una breve frase de ella: «Amar significa poder morir por alguien». Nos miramos emocionados. Somos nosotros, más de cincuenta años atrás; nosotros, cuando nos abrazábamos llenos de miedo, enterrados en la arena para escapar de las balas, y nos prometimos la misma eternidad. Pero con palabras distintas.
Después se separan. Más bien se desgarran. La joven se reúne con sus padres bajo la sombrilla amarilla, y el muchacho se aleja en dirección al dique, hacia el ruido de la ciudad, hacia otras heridas.
La chica se sienta a pocos metros de sus padres y su madre le pregunta adónde ha ido Louis. Ella arroja arena al viento, como si se tratara ya de las cenizas de ese amor que posibilita morir por alguien. Se encoge de hombros y murmura: Está enamorado. ¿Y?, pregunta su madre. La joven permanece muda. ¿Victoire?, insiste ella. Y la muchacha que responde al bonito nombre de Victoire contesta con voz casi triste: Yo no. Luego se levanta bruscamente y corre hacia el mar, lejos. La seguimos con la mirada; corre deprisa, sus largas piernas dan la impresión de que va a emprender el vuelo. Un flamenco rosa lleno de gracia. Cuando entra corriendo en el agua, las salpicaduras forman un ramillete en cuyo centro ella es la linda flor. Después desaparece de nuestra vista, sin duda arrebatada por otros enamorados.
Nos damos la mano. Nuestros dedos oxidados, cansados, tejen anillos en los del otro. Las piernas ya no nos permiten correr hacia el mar como la pequeña Victoire, pero nuestros corazones todavía pueden llevarnos hasta él.
Nunca hablábamos de amor entre nosotros.
Sin duda nos parecía milagroso haber sobrevivido a los años de guerra, haber salido de ella y habernos reencontrado; tal vez esa fuera nuestra conjugación amorosa. Desde nuestra promesa aterrada en la arena ensangrentada de Le Touquet, en 1943, temíamos todo aquello que podía perderse, y las palabras de amor son las más volátiles que existen.
Pero nos amábamos.
Nos amábamos entre las palabras y entre líneas, en los silencios y las miradas, en los gestos más sencillos.
Nos amábamos en el preciado placer de encontrarnos a menudo.
Nos amábamos al caminar por el dique al mismo paso, contemplando las mismas cosas bonitas.
Nos amábamos a cada instante, sin tratar de prolongarlo, sin pedir al otro, precisamente, nada más que ese momento de eternidad.
Las palabras de amor no habían salvado nada. Jamás se habían impuesto al ruido de la metralla, a los alaridos de terror, ni habían ahogado la cacofonía del dolor; constituían el ámbito privado de aquellos que no habían conocido el tumulto de las tormentas; colmaban su memoria de promesas. La nuestra estaba demasiado saturada, y era sencillamente seguir juntos, atravesar la vida juntos, con nuestro lastre, nuestra cruz y nuestra modesta esperanza, lo que se había erigido en el lugar mismo del amor.
Fue nuestro amor «en el silencio», como lo denominábamos, lo que nos permitió no gritar, no darnos cabezazos contra la pared, no arrancarnos la piel, los ojos y el corazón cuando, treinta y cuatro horas después de venir al mundo, nuestro chiquitín lo abandonó; de puntillas, «en el silencio».
Ni siquiera tuvimos tiempo de llamarlo por su nombre.
Más adelante intentamos de nuevo tener un hijo. Pero nuestros vientres habían muerto; dos viejos trozos de carne resecos y estériles, humillantes e insultantes.
El 26 de septiembre de 1959, cuando Jeanne tenía cuatro años, fue elegida junto con otros niños para recibir al general De Gaulle, que venía a inaugurar el nuevo Ayuntamiento de Valenciennes. Había ardido en 1940 pero, milagrosamente, la espléndida fachada se salvó, a excepción de la campana y del frontón de Carpeaux, que se derrumbaron, aunque sin herir a nadie. El ministro de la Reconstrucción decidió restaurar la fachada, idéntica a como estaba, y completarla por la parte trasera con un edificio moderno.
Jeanne estaba exultante. El desgarbo de los primeros años había desaparecido y nosotros solíamos decir que las cenizas de los años negros se habían volatilizado de su rostro, al igual que del mundo, por fin apaciguado. Jeanne llevaba un ramo de rosas rosa –una preciosa composición de las rosas antiguas de nuestro jardín: de Damasco, Enfants d’Orléans y Maréchal Davoust–, porque ese color significaba alegría, y que una ciudad resurja de sus cenizas siempre es motivo de alegría. Y fue su ramo el que escogió el general De Gaulle cuando los niños tendieron los suyos hacia él.
Esa elección iba a cambiarnos la vida.