No debe de hacer más de nueve o diez grados.

Cuando nos metemos en el agua, ambos esperamos secretamente que la cosa se produzca con rapidez.

Caminamos. El agua no tarda en llegarnos por la rodilla, luego por la cintura, entonces empezamos a nadar, nuestros gestos resultan entumecidos, aletargados por nuestras articulaciones oxidadas y el intenso frío. Nadamos con torpes brazadas. A cada movimiento de los brazos, nuestros dedos se tocan, se aseguran de que el otro sigue ahí todavía. Cuando ya no hacemos pie, dejamos de nadar y nos incorporamos en el agua. Nuestras agotadas piernas describen breves molinetes.

Nos besamos, nos damos las gracias por tan larga vida, en este momento nos sentimos profundamente dichosos.

Luego nos pedimos perdón, y nos perdonamos.

Las manos nos tiemblan ya, están heladas.

Nuestros labios son incapaces de articular sonido alguno. Nuestras manos se aferran la una a la otra. Esperamos, ya sin fuerzas siquiera para sonreírnos.

El mar se bebe nuestras lágrimas.

Y de pronto, ya está.

La mano de uno se suelta, su cabeza oscila, el agua salada le inunda la boca, le sobreviene un hipo de sorpresa, un último reflejo de mantener la cabeza fuera del agua, pero le vuelve a caer. Qué duro resulta para el que aún sigue allí no ser el que se vaya primero, el que no podrá salvar al otro.

La mano se hunde, las piernas dejan de moverse. En el punto en que su vida estaba aún presente hace un momento, ahora revientan las últimas burbujas de oxígeno.

El agua helada ha ahogado los gritos.

El agua helada ha invadido la garganta, los pulmones, ha lastrado el cuerpo y lo ha arrastrado hacia las profundidades de ese vientre de agua negra.

El último 14 de julio del siglo.

Entonces, con un ruido de trueno, como el de las minas cuando explotan, los primeros rosetones rojos y amarillos de los fuegos artificiales rasgan la negrura, iluminan el cielo y alumbran con oro y sangre mi rostro agotado, mientras vuelvo a la orilla nadando con movimientos aterrorizados. Desarticulados.

Cuando el superviviente llega a la arena húmeda, dura como el cemento, y antes de que el agotamiento, el frío, el miedo y el dolor hagan que se desvanezca, pronuncia el nombre de una flor.