Anuncian una temperatura de ochenta y seis grados Fahrenheit (treinta grados Celsius) para hoy.

Hace diez años, en Le Touquet, apenas hacía más de veinte grados, y el mar estaba helado. Contaban que un hombre había querido ahogarse en él una noche de baile.

Nunca hemos vuelto a Le Touquet.

Allí dejamos los restos mortales de una tal Monique y un tal Richard.

Dejamos que el mar se los llevara, que se hicieran pedazos contra las rocas y desapareciesen.

En la arena tibia de las dunas, nos convertimos en Louise y Robert. Entre las frescas sábanas de un hotel, cuyo nombre hemos olvidado y que tenía unas vistas espectaculares. En la humedad de un bar art déco tremendamente kitsch. En la quemazón de nuestros cuerpos recién nacidos. En el agua caliente de una bañera. En nuestros ojos. Y en nuestra impúdica avidez, nos convertimos en Louise y Robert.

De eso hace ya diez años.

Pronto hará diez años que nos instalamos aquí.

En el nordeste de Estados Unidos, cerca de Bovina, ciento cincuenta millas al norte de la ciudad de Nueva York. Construimos una casa de madera en Mountain Brook. Da al Little Delaware River, y todas las mañanas, cuando abrimos los postigos, se nos ofrece un nuevo panorama maravilloso. La casa es grande, acogedora. Todos los veranos, todos los inviernos, vienen nuestros tres hijos. Al principio con sus novias. Más tarde con sus esposas. Y ahora con sus hijos.

El invierno es muy frío; a veces la nieve bloquea las carreteras durante toda una semana, y cuando no salimos a esquiar, nos pasamos horas junto a la inmensa chimenea, dejando que el fuego nos queme la piel y nos inflame.

Nuestros hijos estarán aquí dentro de dos semanas, a principios de agosto. Entonces haremos interminables barbacoas. Los chicos saldrán a navegar en bote; se creerán los hermanos Maclean en El río de la vida, pero a día de hoy jamás han conseguido atrapar una trucha tan enorme como la que Garnett Lee, nuestro adorable vecino, se jacta de haber pescado un día, la cual medía casi un metro y pesaba más de siete kilos.

Dentro de dos semanas recuperaremos por un mes la gracia de nuestros veranos de antaño, antes de que a nuestros hijos les crecieran alas en la espalda; de aquellos veranos pasados en el sur, en aquellos pueblos de Francia.

Eso fue antes del frío. Antes de la época glacial de su partida.

Antes de que me convirtiera en Louise, para no morir.

Desde hace ahora diez años hemos mantenido todas nuestras promesas de Le Touquet.

Nos hemos dedicado a vaciar. Hemos tirado las cosas inútiles. Los recuerdos molestos. Las mentiras necesarias.

Hemos construido esta agradable casa, donde nadie ha vivido antes que nosotros. Tenemos una cama enorme. Una gran bañera. Seguimos regalándonos jacintos rojos y ruborizándonos. Hacemos el amor muy a menudo, en la enorme cama, en la gran bañera, fuera, junto al río, siempre con inmensa glotonería y un descaro impúdico.

Las amenazas se alejaron hasta desaparecer.

Estamos prodigiosamente enamorados, desde hace treinta y cinco años. Cada cual es el último para el otro, y esa certeza nos mantiene profundamente apaciguados, dichosos y libres. Estamos eternamente guapos a los ojos del otro. Somos una historia sin historia. Un amor inmenso, que no merece que se escriba un libro sobre él; por lo demás, nadie ha tenido nunca éxito con uno que empezara con «Vivieron felices».

En el fondo, somos una pareja carente de interés.

Anuncian una temperatura de ochenta y seis grados Fahrenheit (treinta grados Celsius) para hoy.