Ese verano, ciento cuatro años después de los sueños de Julio Verne, diecinueve años después de las aventuras de Tintín, dos hombres caminaron por la Luna.
Nos pasamos la noche del 21 de julio en el jardín de nuestra casa, cerca de Lyon, observándola. Aún no teníamos televisor, solo unos tristes prismáticos; y Jeanne, decepcionada por no haber visto nada, a ningún caminante de estrellas, ningún cohete centelleante, agotada por la espera de un acontecimiento mundial que no conseguía ver, acabó por dormirse entre nosotros. Entonces tenía catorce años. Era espigada, pálida, muy bien hecha, y de vez en cuando, no sin orgullo, sorprendíamos miradas de reojo de los chicos por la calle. Había sido una niña fácil, amable, divertida en ocasiones; había sacado lo mejor de los dos.
Cuando quiso saber, le contamos nuestra infancia en tiempos de guerra. Le contamos cómo nos conocimos, cuando nos lo preguntó, y tuvo un sobresalto al enterarse de que no, Jeanne, no, no hubo flechazo como en los libros. Sobre todo teníamos menos miedo juntos, creíamos que, al ser dos, no caeríamos con tanta facilidad. Y ella suspiró, un leve suspiro ya de adulta, y dijo: «Está bien, las que acabáis de pronunciar también son palabras de amor».
Nos habíamos instalado cerca de Lyon, en Feyzin, donde habíamos adquirido una inmensa rosaleda.
Hacía unos ocho años que nos habíamos despedido de Mascaux, los grandes almacenes de Valenciennes, para emprender ese sueño de flores. Hacíamos crecer la belleza de uno de nuestros nombres de pila. Nuestras rosas eran hermosas, delicadas y muy preciadas. En su mayor parte se trataba de variedades antiguas: Comandante Beaurepaire, Ipsilanté, Amelia, Bela Portuguesa, Chaplin’s Pink Climber, Gabrielle Privat. Todos los floristas de la región venían a abastecerse a nuestra casa, la Maison Vilmorin nos encargaba diversas especies raras. Nuestros días tenían la fragancia y la dulzura de las rosas, constituían la belleza y la gracia de las que había carecido nuestra infancia. Nos decíamos que nuestras flores reparaban la maldad de los hombres, la crueldad de los cobardes, que podían erigirse en el lenguaje de amor de los tímidos, de los pusilánimes, de todos aquellos a quienes las palabras asustan a veces porque son como armas. Pueden obrar tanto el bien como el mal.
Resultaba más fácil enviar dos rosas unidas, que transmitían un mensaje de deseo. Treinta y seis rosas para declarar el ardor. O ciento una, que traducían de manera imperiosa un amor infinito: «te amo sin hacer cálculo alguno, te amo sin límites, ¡ah!, si supieras», mejor que pronunciar varias palabras gastadas.
Ese año creamos una rosa con el nombre de nuestra hija: Jeanne. De flores dobles, que se abrían planas en cuartos, de un hermoso rosa intenso, casi cereza en el centro y plateado por fuera, abrazada por unas hojas verde oscuro.
Jeanne encontró su significado: «que quiere a sus padres».
Ese mismo año abrimos una floristería en Lyon, en la avenida de Adolphe-Max. Uno se quedaría en la rosaleda y el otro llevaría la tienda.
Era la primera vez que nos separábamos desde nuestro reencuentro en Le Touquet, a principios del invierno de 1948. Una mordedura en nuestros corazones.
A pocos metros de nosotros, la lectora cierra el libro a regañadientes y lo guarda. Se levanta despacio, ya cansada, cuando parece tan joven todavía. Su marido también está de pie, le ayuda; pliega las dos sillas azules y la sombrilla amarilla, que confería al rostro de su mujer un matiz más dorado de lo normal aunque, arriba en el cielo, el viento y las nubes conjugasen amenazas.
No esperan a su hija. Sin duda se dicen que nada hacia otros encuentros. Hacia los peligros propios de su edad. Probablemente se reunirán más tarde, en las horas turbias.
Al marcharse, la lectora nos saluda, y su marido la imita, antes de alejarse hacia la carretera, hacia los inmensos aparcamientos que suponen un insulto a la belleza de la costa.
La tarde llega a su fin.
Las muchachas regresan a sus cuartos de baño con el fin de prepararse para estar guapas y deseables esa noche; para volver locos a los hombres en el baile. Los chicos empiezan a tomar algo de alcohol para darse ánimos, los hombres para atreverse por fin a abordar a las mujeres, y confiar en conseguir un susurrado «sí». Siempre es lo mismo, tanto en tiempos de guerra como en tiempos de paz, así en verano como en invierno, la necesidad de no estar solo.
El apetito de ser amado.
Al hilo de las horas el mar se aleja, como una sábana que alguien aparta despacio, para desvelar una piel clara, virgen de toda conquista.
Más tarde caminaremos en el frescor del anochecer. Nuestros pies descalzos apenas se hundirán en la arena húmeda. Dibujarán en ella nuestro camino, nuestras vidas paralelas, nuestra larga historia de amor.
Por el momento tenemos un poco de frío, los dos a la vez, como es habitual. Constantemente nos preocupamos por el otro, desde siempre. Sacamos los cárdigan del capazo y nos ayudamos a ponérnoslos. Los brazos nos tiemblan desde hace mucho tiempo, ahora nuestros cuerpos se estremecen. Somos dos viejecitos encantadores; a menudo la gente nos sonríe, nos dice que somos guapos, que hacemos buena pareja, y esos breves comentarios benévolos son como pétalos de bondad.
También nosotros subimos hacia los feos aparcamientos, cruzamos el bulevar de la Plage, tomamos la calle de Dorothée, el bulevar de Daloz. Nos encanta zigzaguear por las calles, aventurarnos a no ir siempre por las mismas, y de ese modo tener la ilusión de perdernos para ofrecer al otro la alegría de reencontrar el camino correcto.
Algo más allá reconocemos a la mujer que anoche se sentó a nuestra mesa en el bar del hotel. Nos emocionó porque recordaba a una superviviente, y de supervivientes entendemos un rato, sabemos de lo que son capaces para seguir con vida. Aceleramos el paso porque iba del brazo de un hombre y parecía feliz, con esa felicidad que uno no se atreve a perturbar, ni siquiera con una sonrisa.
Y henos aquí de vuelta en el hotel Westminster, donde la habitación que ocupamos lleva el mismo número que la que vivió nuestros esponsales, en el gris polvoriento, ceniciento, del invierno de 1948. La habitación ha cambiado, por supuesto, como tantas cosas aquí: las vistas, los hombres, no tan elegantes, las mujeres, más descifrables. Cuanto más se acerca uno a las cosas, más se aleja el misterio. Los dos éramos sensibles al pudor y al silencio; preferíamos la indulgente penumbra de una habitación a su claridad en ocasiones hiriente. Nos conocíamos íntimamente sin habernos visto nunca con precisión. La belleza del otro radicaba en que siempre conservaba una parte de misterio, cosa que en la actualidad no parece resultar atractiva para nadie. «Uno debe adaptarse a su época», soltó en cierta ocasión el pintor Daumier a Ingres. «¿Y si la época se equivoca?», replicó el neoclásico.
El mundo ha cambiado y nosotros nos vamos.
Nos llevamos el estruendo de las bombas, las imágenes de cuerpos desmembrados, de la arena que absorbe la sangre a la velocidad de un papel secante; nos llevamos cierto temor a los hombres; nos llevamos el recuerdo de nuestras casas derrumbadas, del silencio que sigue a los alaridos; nos llevamos nuestros fantasmas y también la desesperanza de Dios, ese Dios que ha dejado de su mano tantas cosas, olvidado tantas cosas, ese Dios que ha amado tan poco a los hombres.
Más tarde bajamos al bar del hotel.
Hay mucha gente, mucho ruido. Algunas miradas abrasan. Algunas risas son como puertas que se abren. Brechas que bostezan, invitaciones ávidas. Los suspiros prometen noches largas; ciertas risas breves, instantes fugaces.
Nos acomodan un tanto apartados, debido a nuestra avanzada edad, sin duda. Pedimos dos copas de oporto. Un Castelinho reserva. Es nuestra golosina. Nuestro único pequeño vicio. Se trata de un vino de aroma intenso, en el que predominan la fruta madura y la mermelada de frutos rojos, y más tarde se revelan matices de vainilla y de café. Tiene la densidad de un beso paciente. Lo degustamos a pequeños sorbos. El alcohol actúa lentamente, nuestra mente se vuelve errática. No hablamos; no con palabras al menos.
Nuestras miradas saben.
Esta noche vuelven a ver los viajes que nos han conducido hasta aquí. La odisea de nuestra vida. El imperioso deseo de los brazos del otro, abiertos sobre la arena púrpura de Le Touquet.
Vuelven a ver a nuestro pequeñín muerto; y a los otros que no llegaron.
Vuelven a ver las espinas y las rosas; después los años más dulces. A Jeanne que crecía, que florecía.
Vuelven a ver los fascinantes veinte años de nuestra hija, el alegre torbellino de los años setenta, las canciones de Nicole Rieu, el insumergible L’été indien de Joe Dassin, los pantalones de pata de elefante, los logrados brushings de las estrellas americanas.
Vuelven a ver a aquel amable novio.
Vuelven a ver la manera en que nuestra hija y él se daban la mano, jurándose que, como había ocurrido con nosotros, nada los separaría jamás. Y luego la boda, y las casas visitadas, llenas de habitaciones, de jardines y de flores, y luego el intenso dolor en el vientre, la ecografía sospechosa, el escáner amenazador, el vientre que al abrirlo revela la amplitud del mal, un campo de batalla, todos los destrozos, y el amable marido que cierra los ojos y no vuelve a abrirlos, la cabeza que le cae de lado, jamás mantendrá sus promesas de eternidad.
Nuestras miradas vuelven a ver esa noche la infinita cólera de Jeanne, su propia guerra, sus lágrimas, sus gritos, el inmundo silencio que sobreviene de repente y ahoga los gritos, y por fin la pena, inmensa, inconsolable, que surge de ese silencio.
Después de eso Jeanne se fue a la India para domeñar sus miedos y codearse con la muerte. Caminó durante semanas hasta que sus lágrimas se secaron. Se cruzó con otros caminantes, también ellos perdidos. Más tarde, depositaron juntos sus mochilas en Bahipur Hajjampati, un pueblo desolado de Uttar Pradesh, una de las regiones más pobres del mundo, y empezaron a hacer entrega de lo que la vida les había enseñado. Dos veces al año recibíamos una larga carta, y al hilo del tiempo las palabras se iban apaciguando; en ocasiones incluso parecía que su risa afloraba. Fuimos a verla en 1980. Celebramos sus veinticinco años en la miseria. La belleza de nuestra hija se había endurecido, como si hubiera intentado enterrarla, sustraerla al mundo y a las miradas de los hombres. Compartimos algunos días de su vida, asistimos a las clases que daba a niños hambrientos de todo, le ayudamos en el dispensario. Se mostraba orgullosa en todo lo que hacía. Su semblante era grave. No hablaba de volver, no hablaba de mañanas, al presente avanzaba, paso a paso, en su propia posguerra; paso a paso abría camino a los demás.
Lloramos largas horas en el avión de vuelta, pero nos pareció que se trataba de lágrimas de alegría.
Nuestras miradas se acuerdan.
Al volver de la India guardamos definitivamente los restos de la infancia de nuestra hija: algunos libros, una caja de acuarelas, dos muñecas y la pata atrofiada de un oso de peluche. Nos acercábamos a los sesenta años, ya era hora de dejarla marchar, hora de dejar de temer por ella, y eso fue lo más difícil. Seguimos cultivando nuestras rosas, dividiéndonos entre la rosaleda de Feyzin y la tienda de Lyon, y empezamos a trazar el camino que habría de traernos aquí hoy, en este último 14 de julio del siglo.
El joven camarero nos ofrece una segunda copa de oporto y esa noche aceptamos, ruborizados. Esta vez trae también unas aceitunas, patatas fritas, y el último aperitivo de nuestra vida adquiere aire de fiesta. Nuestras manos se unen por encima de la mesa. Nos sonreímos. Nuestro rostro no revela el menor miedo.
Estamos preparados desde hace mucho.
Desde hace mucho, el cuerpo de uno de nosotros supone un sufrimiento. Sus dedos están rígidos. Atar unos botines o anudar una corbata implica gran sufrimiento. Los ojos del otro se hunden en la turbación y lloran de manera irreprimible, con lágrimas muy antiguas.
Caminar no tarda en agotarnos, aunque no renunciemos a ello.
El ruido nos produce migraña y, en ocasiones, necesitamos un tiempo demencial para recuperar la precisión de los recuerdos, poner nombre a un rostro, rememorar todas aquellas cosas de nuestra vida que contribuyeron a consolidar la felicidad de estar juntos.
Nuestra impaciencia se impone. Nos vuelve susceptibles, a veces hirientes.
Nuestro vientre se adapta cada vez peor a los alimentos que nos gustaban. La tibieza de un té nos quema la boca.
Los dientes se nos caen a pedazos.
Nuestras sonrisas han perdido el brillo.
Las manos se nos paralizan, los dedos se oxidan, nos tiemblan los labios. Algunas palabras ya no consiguen franquearlos, y esas palabras que nos faltan nos advierten que nuestros lazos se están deshaciendo, se agotan, y que un buen día uno de nosotros puede faltar a su compromiso con el otro y dejarlo solo, inmerso en el cáncer de la soledad, en la vergüenza de la decadencia.
No tomaremos un tercer oporto.
Ya nos brillan los ojos, como en los buenos tiempos de dicha. Firmamos la cuenta, y el coste de nuestro modesto vicio se añade a la factura de la habitación, que insistimos en abonar ahora mismo.
¡Pero si no se marchan hasta mañana!, protesta la recepcionista.
Sin duda muy temprano, respondemos.
Una vez en la habitación, recogemos nuestras cosas, hacemos la maleta. Vemos un rato la televisión, hasta que la noche caiga por completo.
Anuncian que solo el 30 por ciento de los ordenadores rusos están preparados para el año 2000. Vuelven a difundir las imágenes del desfile, que este año cuenta con la presencia de la guardia real marroquí, así como con las gaitas bretonas de Lann-Bihoué. Nos enteramos de que el ciclista Giuseppe Guerini ha ganado la etapa de L’Alpe-d’Huez, pese a su caída. Se prevé tiempo fresco en la zona del canal de la Mancha para mañana por la mañana, y una temperatura que podrá llegar a los diecinueve grados por la tarde. El mar estará frío.
Luego llega la noche. Y salimos.
Se celebran varios bailes en la ciudad, uno de ellos en el dique.
Bombillas multicolor dibujan los contornos de la pista, donde los cuerpos de las muchachas bailan y se acercan. En un baile no hay lugar para las penas o aflicciones, tan solo para inmensas esperanzas.
La única vez que nosotros bailamos fue durante la Liberación. Era como si nuestros cuerpos escapasen de sí mismos. Daban vueltas y vueltas, embriagados, pasaban de brazo en brazo, las bocas nos aplastaban las mejillas, los labios degustaban los nuestros, sonaban risas en nuestros oídos, las manos despertaban antiguos estremecimientos. Durante una hora, dos horas, dejamos de pertenecernos, éramos el cuerpo mismo de la alegría, su carne y su sangre. Durante una hora, dos horas, el final de la guerra aportó el final del miedo, las ganas de gritar palabras olvidadas, el ansia de creer en ellas.
Sin embargo, el perdón resulta tan difícil…
Bordeamos la pista de baile, hoy nuestros cuerpos ya no podrían menearse de ese modo; nuestras viejas manos se aferran la una a la otra cuando, por detrás de las casetas de baño multicolores, bajamos los peldaños de madera desgastada, tan estrechos, peligrosos, que nos llevan a la playa. Nos quitamos los zapatos y de inmediato el frío de la arena nos sobrecoge. Tiritamos. Se trata de un escalofrío de infancia, de un redescubrimiento. Una sorpresa.
Sonreímos, nos sentimos en paz.
Caminamos largo rato hasta llegar al mar; está tan lejos a esta hora… La humedad de la arena nos entumece los pies. Nuestras zancadas se hacen más cortas, resultan más dolorosas. Las luces de la ciudad se alejan. En la oscuridad, el estruendo de las olas es ensordecedor, ahoga los gritos, las postreras reticencias y las últimas palabras.
Nos hemos amado todos estos años, con inmensa ternura, con una dulzura de la que no nos creíamos capaces.
Hemos sobrevivido a la tristeza de nuestra hija Jeanne.
Hemos perdonado a esos niños que no se dignaron a venir.
Hemos tenido algunos amigos fieles a los que mimamos, amigos que nos hicieron reír.
Gracias a nuestras rosas, hemos hecho aparecer el rubor en las mejillas de miles de novias; hemos permitido a miles de otros atreverse a declarar su ardor. Las rosas rojas, la pasión; las rosas rosa, la gracia, las ganas de ser amado; las rosas pálidas, la ternura; las blancas, el amor secreto y en ocasiones la resignación; por último, las de tonos crema –nuestras favoritas estos últimos años–, la dulzura de amar.
Hemos atravesado juntos este muy largo medio siglo.
Nos conocimos en la claridad cegadora de una mina enterrada en esta playa, y hemos decidido desaparecer en la oscuridad helada de esta misma playa. Dentro de un momento habrá fuegos artificiales.
Y el mar se beberá nuestras lágrimas.