Es de noche.

Fuera, el viento del nordeste se ha levantado y, aunque se acerca el verano, sé que ese viento trae el frío. Nuestra casa, que da a la punta de la Rognouse, tiembla un poco; mi mujer y yo la elegimos porque aquí no hay veranos dignos de tal nombre. Desconfiamos de ellos desde los quince años, calientan la sangre. Preferimos esta región fuera de temporada, como en la canción de Cabrel.

Han pasado diez años desde el verano de nuestro único beso. Mi silueta recuerda la de mi padre en las fotos, y a veces me río como él. Sin embargo, al contrario que él, que no tuvo tiempo, he aprendido que la gracia no se nos concede eternamente; que el dolor siempre está ahí, agazapado en nuestras sombras, en nuestras horas oscuras.

Más de un año después de mi pimpinela, llamaron a la puerta. Era tarde, la oscuridad estaba preñada de silencio.

Fui a abrir.

Victoire.

No llevaba maleta, ni bolso, ni pasado. Algo había arañado las gemas de sus ojos, el destello de esmeralda se había empañado, y lloré cuando cruzó el umbral de mi piso.

Llevaba un plantón de mirto en la mano.

Mirto: sí, amor compartido.

Entonces la tomé en mis brazos, conmocionado, como uno acoge a aquel que se ha perdido y que todavía tiembla; y jamás, desde ese día, hemos vuelto a hablar de aquellos años.

Permanecen entre nosotros como una fisura púrpura. Una línea de sangre infranqueable.

Hace un momento he ido a tapar a nuestro hijo; pronto cumplirá tres años, tiene los ojos verdes de su madre y la boca de mi padre, por lo que sé. Mi madre está loca por él; desearía dejar Sainghin y vivir más cerca de nosotros. Ha comprado un chubasquero, unas botas, una sacadera raqueta, una cesta; consulta los horarios de las mareas; nos imagina a todos en la playa, adivina nuestras risas; se está iniciando en el arte de las crêpes, del kouign-amann, una tarta típica de mantequilla y azúcar; está aprendiendo palabras bretonas: degemer mat (bienvenido), trugarez (gracias), brav eo! (¡qué bonito!); solo palabras amables. En el ínterin, se pasa los días con la poetisa de porcelana. Desde hace cuatro años, en verano, organizan «Los jardines de la poesía». No es que haya multitudes, y los que acuden, me cuenta, leen textos espantosos (los suyos), pero toda esa gente se siente feliz y espera soñando con su porción de inmortalidad.

Ahora el viento sopla más fuerte. El aire es salado. Tiene el sabor de las lágrimas que ya no brotan desde el verano de mis quince años pero que me ahogan cada día más.

Dejo el lápiz.

Voy a tenderme de nuevo a su lado, en nuestra cama; voy a apretarme contra ella, muy fuerte, con el fin de sofocar, hasta el nacimiento del día, mi miedo inconsolable a que me abandone.

Mi intranquilidad.