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No se halló, como dicen las sirvientas cuando no se encuentran a gusto en la casa a la que entran a trabajar y no le dan a la patrona más argumento que el irrefutable de no hallarse, es decir, no identificarse con el lugar de trabajo ni consigo mismas. Luisa no permaneció más que un semestre en San Luis Potosí, adonde la Alianza Francesa de México la destinó, tras su renuncia a la dirección de la filial de la Comarca Lagunera. La ciudad de San Luis tenía una mayor tradición que la del estado de Coahuila; había sido la veta de oro y plata a la que debió su apellido en los tiempos virreinales y desde entonces había tenido un desarrollo cultural, si no comparable al de la capital de la república —de la que estaba mucho más cerca—, sí superior al de la lejana y todavía muy joven ciudad de Torreón. Pero Luisa no se halló. El conservadurismo provinciano y la religiosidad de la burguesía local, con la que tenía que alternar en cumplimiento de sus tareas académicas, la sofocaban más que el calor de la Comarca Lagunera. Y vaya que Luisa tenía ideas conservadoras y creencias religiosas, pero no era un alma pequeña; no soportaba la mojigatería, la mediocridad, la hipocresía, que observaba en la alta sociedad potosina y que no recordaba haber detectado, al menos en tal grado, en la de Torreón, más franca, más abierta, más sencilla. Aunque también ahí, al fin y al cabo infierno grande en pueblo chico, sus desplantes y los excesos de su temperamento habrían de sufrir, a su regreso, dos que tres descalificaciones por parte de los espíritus más parroquiales de la localidad.

Sin haberse dado cabal cuenta, después del poco tiempo que vivió ahí en su primera estadía, Luisa ya era de Torreón. Era en Torreón donde estaba su verdadero hogar, donde vivían quienes, en principio ajenos, acabaron por ser propios los suyos: sus discípulos y, sobre todo, Emma Figueroa, que fue, más que su alumna, su amiga, su dama de compañía y su confidente; las familias de varios de ellos como los Guerrero o los Albores, y otras más —los Valdés, los Vizcaíno—, que la habían acogido como uno de sus miembros; los integrantes de la colonia francesa, que eran los benefactores de la Alianza y que mucho habían lamentado su partida, y la gente en general —el mesero del restaurante, la dependiente de la perfumería, la modista, el cartero, el médico, el hospedero, que quedaron fascinados con las sofisticaciones de su personalidad.

Volvió, pues, tras un semestre de ausencia. No hubo por parte de la administración central de la Alianza Francesa de México ningún reparo en su reinserción en la filial coahuilense, que se había quedado en las manos interinas de François Lablancherie —profesor adjunto de Luisa durante su primera estancia en Torreón—, quien celebró su regreso casi tanto como los alumnos de tu tía.

Luisa se domicilió durante un tiempo en la casa de huéspedes en la que había vivido antes de su partida a San Luis Potosí, hasta que el señor Ángel Calvete Sierra, de origen español, que la tenía en alta estima, le asignó de por vida la habitación 202 del hotel que tiene por nombre su apellido, a cambio de un pago simbólico y del prestigio que el temple de tu tía —el glamour, decía con forzada pronunciación francesa el hotelero— le imprimía al establecimiento.

Sus alumnos la recibieron en la Alianza con una ovación que ella, entre abrumada, sorprendida y satisfecha, no pudo aplacar hasta que pronunció las célebres palabras de fray Luis de León a su regreso a la Universidad de Salamanca tras su cautiverio.

A su vuelta en Torreón, Luisa se sintió mejor que en su primera estadía: más serena de ánimos y al mismo tiempo más pujante y más propositiva. Ahora, en la nueva sede de la Alianza en el Edificio Monterrey, complementaba la aplicación del método Mauger para la enseñanza del francés que había utilizado antes, con la lectura de los poetas malditos, cuyas obras, publicadas en libros originalmente de su propiedad, habían pasado a formar parte del acervo de la biblioteca de la Alianza, y con la escucha de discos que abrían el abanico de las variantes populares de la lengua francesa: Édith Piaf, Charles Aznavour, Gilbert Bécaud, Jacques Brel. Volvió a caminar por las calles de Torreón con su abanico colgado al pecho junto a sus collares de ámbar del Báltico, su sombrilla policroma y su turbante helado; a cenar en el Café Apolo de la calle Valdés Carrillo, el único que poseía clima artificial y estaba, además, amenizado por un pianista decoroso, y que ella convirtió en una peña literaria, donde circulaban las revistas Arenillas del Nazas, Acción Lagunera y Cauce, en las que tuvo buen cuidado de no publicar ni una sola línea; a visitar a las familias de sus alumnos, que acabaron por sustituir a la suya, tan distante, tan exigua —a no ser por tu propia familia— y tan calamitosa; a asistir a las actividades organizadas por el Ateneo Lagunero o el Casino de la Laguna —conferencias, recitales, representaciones teatrales, espectáculos de danza—; a promover inéditas actividades culturales: exposiciones, proyecciones de cine europeo, conciertos de música clásica, como los que ofrecieron, al amparo de la Alianza, la violinista Colette Frantz o el pianista Pierre Sancan en el auditorio de la XETB. Uno de sus atrevimientos fue sumarse, como única mujer, a la Mesa de los Apóstoles, según llamaban a los doce contertulios que se citaban semanalmente en El Tome y Pague, el cafecito aledaño al Casino Lagunero, para hablar de lo humano y lo divino —más de lo humano, por cierto, que de lo divino.

La buena sociedad lagunera, efectivamente menos gazmoña que la potosina, la tenía por elegante, culta, carismática… cualidades que prevalecían sobre otras de su personalidad —desenfadada, sarcástica e impulsiva—, que a más de uno hicieron levantar las cejas, aunque por lo general, nada más que eso, pues reprobar abiertamente sus actitudes habría equivalido a pasar por ignorantes paletos. No obstante, en cierta ocasión, un desplante de tu tía suscitó una censura abierta, que ella, de todas maneras, supo atajar con firmeza. Era aficionada a la fiesta brava. Cuando vivía en la ciudad de México y después, al volver a la capital durante los veranos, asistía los domingos a los toros, invitada por las familias Arruza o Domecq, de gran abolengo taurino, cuya amistad presumía. Pues una tarde en la plaza de toros de Torreón, ante una triunfal corrida de El Calesero, Luis Procuna y Jesús Córdoba, que lidiaron toros de San Mateo, Luisa, emocionada, se quitó el chal y lo aventó al ruedo en homenaje a El Calesero. Dos damas de la alta sociedad lagunera reprobaron su conducta. La consideraron impropia no solo de una dama, sino de una madame, quien, además, dirigía la Alianza Francesa en la que sus hijas, que la tenían más por modelo que por maestra, se empeñaban en aprender francés. Cuando llegaron a oídos de Luisa los comentarios que condenaban su actuación, decidió no volver a pisar la plaza de toros de Torreón. Y lo cumplió rigurosamente, por supuesto no en signo de arrepentimiento del «mal proceder» que las susodichas damas le adjudicaron, sino como manifestación de un orgullo recalcitrante que sus padres putativos le habían inoculado desde niña.

Otros desplantes de Madame Del Barrio fueron memorables, aunque provocaron más la admiración que la censura, pues de alguna manera tu tía Luisa había contribuido a la educación de la alta sociedad lagunera, y las reacciones de censura, de haberlas habido abiertamente, se habrían revertido contra los propios censores. En febrero de 1952, se celebraron en Torreón los Juegos Florales Estudiantiles del Norte de la República. Madame Del Barrio se levantó intempestivamente del presídium, donde estaba sentada en su condición de representante y vocera del jurado calificador en el auditorio de la Preparatoria Venustiano Carranza. Se dirigió con paso militar hasta donde estaba el tocadiscos, en un extremo del proscenio. Levantó la aguja con chirriante brusquedad. Dejó de oírse la música de La leyenda del beso, que se había tocado ya en las ediciones anteriores del mismo certamen poético. Tiró el acetato al suelo ante la expectación del auditorio y con una energía de bailaora de tablao, lo pisoteó hasta romperlo. ¡No se puede con tanta cursilería!, dijo. ¡Tres años seguidos hemos oído esta misma mierda!, remató. Dicho lo cual, volvió a su asiento, con absoluto desparpajo, el mismo desparpajo con el que, haciendo gala del origen andaluz que se había inventado, bailó unas sevillanas con Pilar Rioja en su gira por Torreón; el mismo con el que replicó cierta idea planteada por el ilustre académico y periodista Nemesio García Naranjo en una conferencia dictada en el Casino de la Laguna; el mismo, en fin, con el que posó para que el escultor Arnold Taylor le hiciera un busto en bronce.

En 1949, León Felipe, el poeta zamorano refugiado en México, ofreció un recital en el Casino de la Laguna. La buena sociedad local, escandalizada por el verbo exultante y conminatorio de «El payaso de las bofetadas» que sabía muy bien por qué hablaba tan alto el español, abandonó la sala. Solo permanecieron, incólumes, tres señoras: la bailaora Magdalena Briones —también de visita en Torreón—, su madre, que la acompañaba, y Madame Del Barrio, que aplaudió las palabras del poeta con una admiración que nunca le profesó a su propio marido, tu tío Paco, que también sabía, aunque en silencio, por qué hablaba tan alto el español.

Las relaciones de Luisa con el exilio republicano fueron contradictorias. Casada con Francisco Barnés, había adoptado, por lo bajo, posiciones falangistas, pero una vez divorciada y por lo tanto ya no obligada a la ortodoxia que también la República exigió a sus seguidores, Luisa abrazó, como propia, la causa del exilio. No solo aplaudió a León Felipe aquella noche memorable, sino que, una década más tarde, trabó amistad con el poeta Pedro Garfias quien, invitado por el Ateneo Lagunero, pasó una temporada en Torreón, donde alternó sus sordas borracheras con sus elocuentes recitales. El poeta que inauguró la literatura del exilio con su poema Entre España y México, escrito a bordo del Sinaia, el barco que trajo al mayor número de refugiados republicanos a México en 1939, menciona a tu tía Luisa en unos versos de despedida y de agradecimiento que escribió al final de su estadía en la Comarca Lagunera. Solo la nombra con el epíteto por el que ahí siempre fue conocida, Madame:

Señora de Siller, Madame y Salvador…

… pongan aquí sus nombres mis amigos…

Sería imperdonable, enumerándolos,

caer en un olvido.

Los que lean estas líneas

saben a quiénes me dirijo.

Aquí la voz que alimentó mis sábados,

aquí la casa abierta, el trigo limpio,

la mano franca y generosa, el gesto,

la paciencia de Dios y el buen estilo.

Todo para un poeta viejo y triste,

alcoholizado y mísero y maldito,

con un doble dolor sobre los hombros:

el reconocimiento y el despido.

Despedirse, arrancarse

la piel, casi es lo mismo.

Pobre de mi voz última,

tartamudeo, olvido.

Mi voz futura ha de quemarse sola

para cantaros y para sentiros.

Los que lean estas líneas

saben a quiénes me dirijo.

Os debo un homenaje. Aceptad mi palabra,

no he de morirme sin rendíroslo.

Las contradicciones de tu tía Luisa se resuelven en un temperamento signado por la contradicción misma. Luisa fue una mujer contradictoria y, paradójicamente, en ello residió su única coherencia. Fue en extremo liberal y, también en extremo, conservadora: leía con fervor a Victor Hugo, Nerval, Rimbaud y Baudelaire, pero retiraba de la biblioteca de la Alianza los libros que eran manifiestamente anticatólicos, aunque leyó, uno a uno, a los autores condenados en el Índice de la Iglesia, particularmente a los franceses: Françoise Rabelais, Honoré de Balzac, Émile Zolá, Anatole France, André Gide, Jean Paul Sartre, y los dio a conocer a sus alumnos. Guardó luto riguroso cuando murió su exmarido, el republicano anticlerical Francisco Barnés González, que se había divorciado de ella siete años antes en alta medida por discrepancias políticas e ideológicas, pero también cuando murió Pío XII, el papa que se pronunció contra el nazismo —aunque no de manera suficientemente abierta y oportuna—, y si bien salvó a muchos judíos del holocausto, al término de la Segunda Guerra Mundial adoptó un anticomunismo furibundo, que mucho contribuyó a radicalizar la Guerra Fría. Fue republicana y monárquica, agnóstica de cabeza y católica de corazón, moderna en su pensamiento y antigua en sus pudores, independiente en su trabajo y sumisa en sus atavismos, valiente en sus desplantes y apocada en sus sentimientos más íntimos, europea en su formación y provinciana en su destino. Sola y familiar. Literaria y ágrafa. Mentirosa hasta la falsificación y veraz hasta la llaga. Es decir, fue coherente con las polaridades entre las cuales el ser humano se debate.

La tarde del 30 de diciembre de 1967, Luisa dio clase en la Alianza Francesa. La última clase del año. Curiosamente, no la dedicó a ningún escritor francés. La dedicó a García Lorca. En francés solo dio los generales, pero leyó en español, como si se tratara de una premonición, el Romance de la Guardia Civil española, que todo lo tiñe de luto: Los caballos negros son. / Las herraduras son negras. / Tienen, por eso no lloran, / de plomo las calaveras. Leyó después los romances del Prendimiento y la Muerte de Antonio López Heredia, cuya estirpe Camborio rimaba con su verdadero aunque desplazado apellido. Y, aunque lo dijo a derechas frente a sus alumnos, metió de contrabando y solo en su pensamiento, su propio nombre, el suyo, el biológico, el ancestral: hijo y nieto de celorios, / con una vara de mimbre/ va a Sevilla a ver los toros… Un leve e imperceptible estremecimiento sacudió su voz y le hizo temblar el párpado inferior derecho cuando dijo Tres golpes de sangre tuvo / y se murió de perfil. Esa tarde se fue a su casa, el Hotel Calvete, sin pasar por la Tertulia de los Apóstoles, que se reunía por última vez en el año. Se acostó temprano. El día siguiente sería el último de 1967 y habría que celebrar con ánimo descansado el advenimiento de 1968.

La mañana del 31 de diciembre tuvo una fuerte hemorragia nasal a la que no le dio mayor importancia, pues la hipertensión arterial que padecía la hacía sangrar con frecuencia. De todas maneras, prefirió no salir del hotel. Se hizo subir una comida frugal para estar dispuesta a enfrentar la cena de fin de año con la familia Guerrero, adonde había sido invitada y cuya casa estaba enfrente del Calvete. Antes de acudir a la cena, tuvo arrojos para visitar a la familia Albores y desearle mucho éxito a su discípulo Víctor, que acababa de presentar su examen profesional de médico cirujano.

Cenó cautelosamente con los Guerrero. Fumó, en su larga boquilla de carey, dos cigarrillos después de cenar. Brindó por la felicidad y la paz del nuevo año 1968, sin sospechar, por supuesto, que en el próximo mes de mayo París —su París— ardería envuelto en una lucha, imbatible por pacífica, contra casi todo: las generaciones anteriores, los valores anquilosados, la moral ortodoxa. Y sin prever tampoco, claro, que esa lucha repercutiría en México volteando irreversiblemente la historia que ella, fiel a sus contradicciones, hubiera querido lo mismo demoler que preservar. Deglutió las doce uvas sin supeditarse al ritmo marcado por las campanadas de la torre de la Catedral. Se despidió de todos y cada uno de los miembros de la familia Guerrero. El padre la acompañó hasta las puertas del hotel, al otro lado de la calle. No había nadie en la recepción. Subió despaciosamente a la segunda planta y entró a su habitación —la 202—, su domicilio, su casa. Se vio en el espejo con cierta pesadumbre. Se fumó el último cigarrillo. Se desvistió. Se puso un camisón démodé y puritano. Se acostó. Se durmió.

Una recamarera, que tocó varias veces la puerta antes de usar su llave maestra, se topó con el cuerpo inerte de Luisa Celorio del Barrio la mañana perezosa del primer día del año 1968.

El doctor Fernando Arauz, que había atendido durante los últimos cuatro años la cardiopatía que aquejaba a tu tía Luisa, dictaminó que se había tratado de un síncope cardiaco ocurrido aproximadamente a las dos de la mañana.

Su cuerpo fue velado en la Agencia Serna de Torreón y sus responsos se realizaron en la Catedral de Nuestra Señora del Carmen.

Cada dos de noviembre, día de los muertos grandes, una mano amorosa coloca un ramo de claveles rojos, que aluden al fingido origen andaluz de tu tía, en su tumba del Panteón Torreón, en la que una Virgen Dolorosa guarda sus secretos y contiene sus desplantes.