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Los hijos de Emeterio se instalaron en una casona frontera a la plaza de Puerta Cerrada en el viejo barrio de los Austrias de Madrid.
No llevaron en España la vida familiar que María, movida más por su afán autoritario que por abnegación, había vislumbrado. Según lo determinó don Ricardo del Río, Loreto fue recluida en Las Niñas de Leganés de las calles Reina y Clavel, de donde no salía más que una vez a la semana, gracias a un trato de excepción, pues sus compañeras, muchachas de familias nobles venidas a menos, solo abandonaban el internado esporádicamente. Ricardo, Severino y Rodolfo, tan pronto pusieron pie en Madrid, se liberaron de la férula de María. Les quemaba el dinero en las manos y se desasían de sus brasas en la sempiterna fiesta madrileña y en los sucesivos viajes que hicieron a Valencia, Sevilla, Navarra, Asturias. Solo reculaban de tarde en tarde en casa —y casi nunca juntos, por cierto— para volverse a ir inmediatamente, a las corridas de la plaza de la Fuente del Berro en la carretera de Aragón o a la Carabanchelera de Vista Alegre —que se inauguró entonces con un gran cartel que anunciaba a Rodolfo Gaona, Rafael González «Machaquito» y Ricardo Torre «Bombita»—; a la quema de las fallas de Valencia por los días de san José; a la Semana Santa en Sevilla, que era una juerga de cante, baile y jaleo que desmentía el sufrimiento, aunque no la pasión, que conmemoraba; al encierro de los toros en los sanfermines de Pamplona. Miguel, en cambio, por haber sido sustraído en la primera infancia del ámbito doméstico, siempre añoró la vida familiar y, aunque salía a menudo con sus hermanos, permanecía más tiempo en casa, acompañando a María para hacerle más llevadera la ausencia de Loreto, y leyendo revistas como La Esfera, que daban noticia, entre otros temas, de los dos que a él más le interesaban: las relaciones internacionales y los adelantos técnicos y científicos del mundo.
Aunque los hermanos con frecuencia asistían juntos a las muchas fiestas que se les presentaban —corridas de toros, verbenas, romerías—, sobre todo durante los primeros meses de su estadía en España, cada uno de ellos, como lo habían hecho en México, gastaba a su manera y según sus preferencias el usufructo de los bienes de su finado padre que don Ricardo del Río les giraba periódicamente.
Es Madrid ciudad bravía
que entre antiguas y modernas
tiene trescientas tabernas
y solo diez librerías.
Lo primero que hizo Ricardo cuando la familia se instaló en Puerta Cerrada fue comprarse una capa en la Casa Seseña de la calle de la Cruz para recorrer por las noches, protegido de los fríos de febrero, las numerosas tabernas de Madrid, de Puerta Cerrada a la plaza Mayor, de la plaza Mayor a la plaza de la Paja, de la Paja a la plaza de la Cebada, de la Cebada a Lavapiés, de Lavapiés a Santa Ana y sus laberínticas callejuelas circundantes, de Santa Ana a Puerta del Sol y de ahí a la Carrera de San Jerónimo y a la calle de Alcalá, y luego a la inversa, desde Alcalá hasta Puerta Cerrada, bebiendo un trago en cada taberna, apenas probando aquí una gamba, allí un boquerón en vinagre, allá un pincho de tortilla, y tratando inútilmente de apagar una sed insaciable con cañas de cerveza, vinos de Villaseca o de Noblejas, orujos de Galicia, anises de Chinchón y todo género de aguardientes de ignota procedencia y dudosa calidad.
Llegaba solo a una taberna y, después de un trago dilatado y una conversación simpática con los parroquianos del lugar, salía con dos o tres desconocidos que se habían vuelto amigos tan pronto Ricardo había liquidado sus consumiciones, y lo acompañaban a otra taberna, donde él volvía a pagar la cuenta de esos dos o tres tíos, a los que se sumaban otros cuatro o cinco que adquirían la misma jerarquía de amistad, y de ahí, a la siguiente estación de esta suerte de vía crucis irrenunciable: otra taberna, porque en esta ciudad tan predispuesta a la noche no hay manera de quedarse en un mismo sitio a repetir el trago. Un impulso nómada, festivo, callejero, lleva al bebedor de un lugar a otro, y a otro, y a otro más en esa marcha desenfrenada, como de tobogán, que no parece terminar nunca, a la que unos se agregan y de la que otros se disgregan, en la que unos se juntan y otros se separan, unos se saludan y otros se despiden —o no se saludan ni se despiden: solo llegan y se van.
Tras un largo itinerario por las tabernas ruidosas y atestadas de Madrid, enrarecidas por el humo de los cigarrillos y alfombradas de huesos de aceitunas y caparazones de carabineros, de papeles grasientos y colillas de cigarros, de escupitajos y rabos de pimientos; tras un sinuoso recorrido por sus calles oscuras, olorosas a orines y a fritangas de calamar y de chanquetes, al filo de la madrugada la resta acaba por ganarle a la suma de promesas incumplibles, discusiones inútiles, gritos, cantos, carcajadas, palmoteos, repeticiones, necedades… y los amigos, los desconocidos que en el transcurso de la noche se fueron convirtiendo en amigos del alma, se dispersan para siempre.
Al final, Ricardo se vuelve a quedar solo, como había empezado, o más solo todavía que cuando había empezado.
Sorprendido por el toque de diana del cuartel, el bufido de las sirenas fabriles, las campanadas de la iglesia, el chirrido de los desmañanados cangrejos, se dirige con pasos tambaleantes desde Sol hasta Puerta Cerrada, por la calle Mayor, por la calle de Postas. Cruza en diagonal la gran plaza, apenas vigilada por Felipe III, que la contempla impasible desde su montura sedentaria; baja temerariamente las abismales escaleras que desembocan en Cuchilleros, y al fin llega, ya con luz de día pero a ciegas, embozado en su larga capa negra, a la casona. Se quita los zapatos andariegos y sin desvestirse, arropado por su capa, se tumba boca arriba en su cama a dormir la mona hasta la tarde, cuando se despierta con una sed de los mil diablos que intentará saciar de nueva cuenta en la inminente noche madrileña, que se le despliega como una promesa de liberación y que acabará por ser, como siempre, una condena.
—Nunca el círculo ha sido más vicioso —le espeta María, cuando Ricardo está a punto de irse y provocar, con su resaca, una nueva ola.
Severino también era sediento, muy sediento, pero no tanto como para darle la espalda a su otra debilidad: el amor. Noche a noche asistía al teatro. No al Teatro Real ni al de la Princesa, a los que concurrían la aristocracia y la alta burguesía a oír ópera o a ver comedias edificantes y dramas estremecedores. Él prefería el Teatro de la Zarzuela de la calle Jovellanos, el Teatro Lara de la Corredera de San Pablo, el Teatro Eslava del pasadizo de San Ginés para ver obras del género chico —zarzuelas, comedias ligeras de los hermanos Álvarez Quintero o de Arniches, astracanadas de Muñoz Seca— y deleitarse con el concurso de las bellas artistas, con quienes sostuvo amores platónicos que él bien hubiera querido hacer aristotélicos. Pero más aún que el género chico, disfrutaba el género ínfimo, como llamó un célebre cronista de la época al teatro de revista. Severino asistía regularmente a esos escenarios populares y modestos, casi clandestinos, el Salón Japonés, el Petit Palais, el Kursaal, en los que se alternaban cupletistas, caricatos, acróbatas, magos, ilusionistas, quirománticos, cartomancianos, adivinadores y hasta mentalistas. En el Teatro Apolo, uno de los pocos foros elegantes de su clase, vio a la bailaora Pastora Imperio y oyó cantar a La Niña de los Peines y a Antonio Mairena.
En alguna de esas funciones de tablao flamenco que Madrid fue haciendo cada vez más suyas cantando por caracoles —Antes que yo te olvide / Manuela Reyes / se ha de secar la fuente / de la Cibeles—, Severino vio a una bailaora que tenía por nombre de batalla Lorena Vargas. Lunar preciso, ojos incendiarios, caderas poderosas, piernas resueltas, cintura breve, cejas enérgicas, perfil altivo. Era tan hermosa y bailaba por sevillanas con tal gracia, que Severino se enamoró de ella tan pronto la vio. A partir de esa noche fue todas las subsiguientes a verla bailar y a volverse a enamorar de ella en el momento justo en que salía al tablao. A veces tu tío se hacía acompañar de amigos de ocasión, como los que encontraba su hermano Ricardo en las tabernas, y cuando estaba a punto de aparecer su bailaora, les decía: «Atención, que ya viene el momento exacto en el que yo me enamoro». Si el instante del enamoramiento es irrepetible y se va oxidando con el paso del tiempo, ahora se repetía puntualmente cada noche, con la misma música, las mismas luces, el mismo ritmo, los mismos pasos, las mismas palmas. Al cabo de unas semanas de asiduidad —flores en el camerino, cartas apasionadas, obsequios irresistibles—, Severino la conquistó. Claro que cuando vio a Lorena Vargas fuera del escenario, sin su vestido de lunares, sin sus peinetas y sus arracadas, sin su sonrisa impostada y con el cabello suelto, acabó por desilusionarse de ella, a pesar de la belleza de su desnudez, y al poco tiempo la abandonó y se fue en busca de otras bailaoras, cupletistas, actrices y hasta toreras, como María Salomé Rodríguez «La Reverte», a quien por esos días un Real Decreto le prohibió torear. Severino quiso competir con el propio Rey Alfonso XIII, que tuvo amores con una dama francesa de nombre Melanie, con La Bella Otero y hasta con la Pastora Imperio que él solo había visto de lejos desde la platea del Teatro Apolo. Severino invirtió mucho dinero en la ilusión del amor. Y lo perdió.
—Te vas a ir al infierno —le dice María cuando Severino se para por la casa, besuqueado y oloroso a perfume barato y aguardiente.
—Sí; pero lo bailado, ¿quién me lo quita, María?
—Ay, Severino. Si supieras que el infierno es el lugar donde te quitan lo bailado.
Dejarlo al margen de la historia que te cuento es la mejor manera de incorporarlo a la historia que te cuento, porque tu tío Rodolfo fue un hombre marginal, sesgado, del que no se sabe casi nada. Aun cuando estuviera presente, parecía que estaba ausente. En otra parte. Fue fugitivo y solitario. Era el más guapo de los varones, con perdón de tu padre, que no era feo, pero sí bajo de estatura y triste de rostro. Rodolfo tenía muy nobles proporciones, de cuerpo y de semblante. Alto. Delgado. Tez cetrina. Mirada fulminante, pero indescifrable.
Cuando se instalaron en Madrid, Rodolfo apenas aparecía por Puerta Cerrada. Llegaba impávido, se metía en su habitación, como su hermano Ricardo, pero no salía de ahí sino tres días después, con cara de resucitado, para volverse a marchar. Jugaba. No en los casinos, sino en el Círculo de Bellas Artes de la calle de Alcalá 42, donde entonces se tallaba en mesas de póquer y bacarat y, círculo al fin, giraba la ruleta, infatigable, ante la mirada atenta de Rodolfo. Y en el hipódromo de la Castellana. A saber cuánto perdía y cómo lo pagaba. Lo único que te puedo asegurar es que no ganaba.
De Rodolfo, María solía decir que era imposible saber si venía de oír misa o de asaltar un banco.
Miguel compartió con sus hermanos mayores, sobre todo recién llegados a Madrid, algunos de sus itinerarios festivos, pero fue más continente que ellos y poco a poco descubrió sus propios placeres, más sutiles, menos riesgosos. Le gustaba vestir bien —usaba las mismas tebas que Alfonso XIII y sombreros borsalinos—, pasear en calesa por El Prado o por San Antonio de la Florida, adonde acudían en días de fiesta las más bellas damas de la sociedad madrileña. Pero su mayor afición fue la del café. Todos los días se sentaba en una mesa de La Fontana de Oro en el arranque de la Carrera de San Jerónimo. A tomar sucesivas tazas de café negro. A ver pasar gente e imaginar la biografía de cada transeúnte. A fumar sus cigarrillos Lucky Strike. A leer con toda minucia las secciones internacionales de los periódicos El Sol, ABC y El Imparcial y a escribir largas cartas de las que él era por entonces su único destinatario.
Un día Miguel decidió ir a conocer Vibaño, el pueblo en el que había nacido su padre. Todavía encontró a algunos ancianos que recordaban a aquel jovenzuelo de nombre Emeterio que treinta y cinco años atrás se había ido a hacer la América. Lo recibieron con muestras de afecto —como solían recibir a los indianos, que por lo general se convertían en benefactores de sus pueblos— y lo hospedaron en una vivienda aledaña a La Texa, la casa que fue de tus bisabuelos y que ahora ocupaba la familia Santoveña, emparentada con ellos. Una niña de nombre Ángela —Ángela Santoveña— le sirvió de guía en la pequeña aldea, y de compañía durante la temporada que ahí pasó.
Lo que más le impresionó a Miguel de su estancia en Vibaño fue la modestia de la casa en que había nacido y vivido su padre, no porque La Texa se hubiera deteriorado en demasía durante el tiempo transcurrido desde que salió Emeterio, sino porque, en contraste con la mansión de la calle de La Estampa de La Merced, esta le parecía asaz humilde. Y justamente por eso admiró más el temple, el esfuerzo y la prosperidad de Emeterio. Y lo echó de menos. Él, que había sido huérfano de madre muy temprano, se sintió también huérfano de padre por primera vez, y por primera vez le pudo perdonar que lo hubiera sustraído de la vida familiar para depositarlo en un internado.
Una tarde, frente a las verdes y pedregosas montañas que se recortaban sobre el azul húmedo del cielo, Miguel tomó la decisión más importante que hasta entonces había tomado, una decisión equivalente a la que había asumido Emeterio cuando dejó el terruño para emprender su aventura americana: salir de España, separarse de sus hermanos y estudiar. Muy pronto, se matriculó en una universidad inglesa para cursar estudios de diplomacia.
—¡Cómo que a Inglaterra, Miguelito! —le dijo María—. Si ni sabes bien inglés, esa lengua endemoniada en la que se escribe Mesopotamia y se pronuncia Nabucodonosor.
También Severino fue a Vibaño por su cuenta. Pero su visita al caserío no tuvo ni la misma intención ni el mismo resultado que la de tu padre. Miguel fue en busca de sus raíces, y la modestia del lugar enalteció la imagen que tenía de su padre; Severino fue a ver si obtenía algún beneficio de las antiguas propiedades de sus antepasados y se topó con una casa austera, propia de la aldea en la que se levantaba, que solo le produjo desencanto y, en vez de admirar la entereza de Emeterio, se avergonzó de la humildad relativa de su cuna. Miguel, emulado por la memoria de su padre, pasó de la nostalgia a la determinación; Severino, decepcionado de sus ancestros, pasó de la desilusión a la fiesta reivindicatoria. Armó tal jaleo en Vibaño y en Llanes, que su paso dejó el recuerdo de una celebración que no convocaba ni la Virgen del Rosario en su festividad. No se quedó muchos días en el caserío, pero los suficientes para desparramar muchas pesetas por el pueblo y por la ciudad de Llanes, en cuyo banco, por cierto, depositó una suma de dinero como anticipo para adquirir una taberna denominada tautológicamente Las Quince Letras que se anunciaba en venta y que nunca compró. Con una presunción de indiano de la que su padre jamás hubiera hecho gala, organizó una fiesta memorable cierto domingo insípido que no gozaba de otra advocación religiosa que la de san Severino. Para celebrar su santo, hizo llevar dos toneles de sidra que achisparon a la concurrencia, enamoró a dos muchachas que ingenuamente creyeron en sus promesas de amor y agarró una borrachera itinerante de tres días, de aquellas a las que le zumba el mango, según se dice cuando el fuelle de la gaita resopla en la boquilla con aliento profundo y duradero. Cuando se fue, el pueblo sintió el vacío con el que habría de enfrentar su inminente aburrimiento, pero también un gran alivio; salvo Adelaida, una muchacha de mejillas coloradas y ojos glaucos que habría de esperar el anunciado regreso de Severino durante cinco años hasta que, desilusionada, acabó por casarse con su antiguo, paciente y tolerante prometido.
Cuando tu padre se fue a vivir a Inglaterra, María sintió que su misión de hacerles casa a sus hermanos había fracasado. Como te digo, los mayores solo se paraban por ahí de vez en cuando y sin previo aviso, y Loreto permanecía enclaustrada en el colegio. La lectura de novelas costumbristas y de revistas frívolas, las prácticas religiosas —iba a misa casi todos los días— y la disposición de la precaria vida familiar, que eran sus únicas actividades, no llenaban el lento transcurrir de sus días. Así que, al día siguiente de que cumplió veintiún años y adquirió su mayoría de edad, decidió hacer caso omiso de las prescripciones de don Ricardo del Río. Se apalabró con una profesora para que se ocupara en casa de la educación de Loreto y por su cuenta y riesgo sacó a su hermana del internado de Leganés.
Don Ricardo no objetó la determinación de María. Tenía los arrestos suficientes para enfrentar a los hijos de su compadre —a todos, incluso Severino, juntos o por separado—, pero prefirió no confrontar a María, que se había vuelto tan resuelta y dominante como lo había sido Emeterio en vida.
Pero ni la presencia cotidiana de Loreto logró que tu tía María se alegrara durante los años que vivió en Madrid. Jamás se rio. Sí sonrió, muchas veces, pero su sonrisa nunca tuvo por causa la alegría, sino el sarcasmo o la ironía.
Las hermanas se pasaban el tiempo averiguando los domicilios de la aristocracia madrileña. Que si los duques de Alba vivían en el Palacio de Liria de la calle Princesa y los de Osuna y Benavente en la bajada de la Puerta de Vega; que si los marqueses de Malpica, en la calleja junto al Pretil de los Concejos, y el marqués de Jabalquinto, muy cerca de Puerta Cerrada, entre la plaza de la Paja y la calle Segovia; que si los duques de Frías, marqueses de Villena y condes de Oropesa, en la calle Fomento, y los duques de Abrantes frente a… Indagaban también qué día de la semana recibían en su casa las familias principales: los lunes, los Esteban Collantes; los miércoles, la marquesa de Esquilache; los viernes, la marquesa de Bolaños; los domingos, los señores de Bauer. Pero nunca fueron invitadas a ningún sarao ni conocieron por dentro ninguno de esos palacios, que se limitaban a ver por fuera —María despectivamente; Loreto con curiosidad— cuando salían de casa. Todo lo sabían por las crónicas sociales que Alberto Escobar «Mascarilla» escribía en La Época y Eugenio Escalera y Gil de Escalante en Blanco y Negro, en las que relataban las fiestas de Palacio, las bodas de personajes ilustres y los detalles de la moda femenina. Recibían las revistas El Hogar y La Moda Práctica, donde las tiendas de ropa anunciaban terciopelos franceses de Ruan, randas de Brujas y de Amberes, pasamanerías de oro y plata, bordados de realce, sedas y rasos. Ocasionalmente fueron a algunas de esas tiendas de modas. Sentadas en altas y acojinadas sillas —a las que, por su baja estatura, les costaba trabajo encaramarse— frente al mostrador de caoba, veían figurines de revistas francesas y tomaban el té que les servían camareras de cofia almidonada, pero ni los buenos oficios de las dependientes ni la imaginación de las modistas bastaban para que a ellas les quedaran bien los modelos que les ofrecían. Cuando se hacían llevar a Puerta Cerrada los atuendos que las tiendas anunciaban en sus revistas de modas, casi siempre se veían obligadas a devolverlos, no porque les parecieran caros o porque no les gustaran, sino porque ninguna prenda les quedaba bien. Si los vestidos y los zapatos no se ajustaban a sus reducidas tallas y les quedaban holgados, los sombreros les quedaban estrechos. ¿Qué quieres que te diga, si tú llegaste a conocerlas? Además de chaparras y cabezonas, María era fea, y Loreto, desabrida. No había en todo Madrid modisto, peinador ni maquillista que lo remediase.
María y Loreto hubieran querido darse en Madrid, como sus hermanos, buena vida. Pero la mayor no tenía ninguna disposición, ya no digamos para la gran vida, sino para la vida misma, y la menor, cortada por la implacable tijera de su hermana, tampoco: había ido cancelando uno a uno todos sus impulsos juveniles y se había vuelto una niña anciana, que en algo recordaba el rictus de tu padre en la fotografía de su internado.
En 1912, casi cuatro años después de su partida, pero dieciséis antes de que Luisa, la menor de los hermanos, cumpliera su mayoría de edad, don Ricardo del Río anunció que el dinero se había acabado y que la familia, incluido tu padre, tenía que regresar de inmediato a México.