18
—En los cojones de nuestro bisabuelo.
Ahí me dijo Clodomiro que él y yo nos habíamos conocido, cuando le pregunté por la relación de parentesco que nos unía. Aunque me llevara más de cuarenta años de edad, me quedó claro, con tan didáctica respuesta, que éramos primos. Primos segundos.
Clodomiro es un hombre asimétrico —padece de estrabismo y renquea ligeramente de una pierna—. Y feo. Los cabellos le crecen como púas desde la frente, apenas un poco arriba de las cejas; la nariz, ancha, más que respirar, resuella; las orejas, grandes y peludas, se abren como abanicos a los costados de una cara mofletuda, y del cuello solo se echa de ver la papada, que le cuelga directamente de un labio inferior señalado por el prognatismo. Ostenta en una nalga la cicatriz de una herida de bala que sufrió durante la Guerra Civil, en la que peleó del lado de los nacionales, y que a la menor provocación enseña, bajándose los pantalones sin ningún pudor, igual que se descalza para mostrar la deformidad que la gota le ha infligido en los dedos gordos de ambos pies. Habla con jactancia de esas dos señas de identidad, aunque la localización glútea de la herida revela más su vergonzante condición de fugitivo que su valentía, y la hinchazón de sus pedestres dedos, debida al exceso de ácido úrico, nada tiene que ver con las presunciones nobiliarias que invoca cuando se quita los zapatos y los calcetines para exhibirlos como si se tratara de un registro en el almanaque de Gotha y no de la gota patológica, alimentada por la chistorra, la morcilla, el chorizo, el jamón serrano, los langostinos y los bogavantes que encomia y deglute con fruición hispánica, y regada generosamente con vinos riojanos. Pero su mayor orgullo reside en no haber trabajado nunca en su vida y en saber absolutamente todo lo concerniente a la colonia española en México y a la genealogía del apellido que nos vincula.
Cuando Clodomiro se enteró, porque de todo se enteraba, de que yo, el más joven de sus primos segundos, tenía pensado hacer un viaje a Asturias, se personó en mi casa sin previo aviso y me enredó en un sartal de indicaciones para ir al pueblo de Vibaño. Me las expuso con tal detalle y con tanta precisión que se me arrebujaron en la cabeza y no fui capaz de retenerlas, aunque desde entonces supe que, llegado el momento, yo daría con el lugar por mi propia cuenta sin necesidad de recurrir a sus especificaciones. Lo que no se me olvidó, porque tuve el cuidado de anotarlo en mi libreta, fue el nombre de Rosendo Meré Celorio, por quien debía preguntar tan pronto pusiera un pie en el caserío, para que me condujera a La Texa, que es el lugar exacto donde Clodomiro me dijo que había nacido mi abuelo.
Con sendas manzanas entre los dientes, Yolanda y yo, a bordo del pequeño Seat 1600 que rentamos y siguiendo el esbozo de nuestro rústico mapa, recorremos las carreteras comarcales de Llanes en busca de Vibaño. Dejamos atrás los riscos escarpados y el gélido azul del mar Cantábrico, que tanto le atrajo a Yolanda desde que lo entrevimos, y nos adentramos en un paisaje montañoso y húmedo por el que serpentean los caminos vecinales que unen, sin ningún señalamiento, los pequeños pueblos llaniscos.
Después de tomar una desviación casi inadvertida, entramos en el acotado paraje que acoge el caserío. El verdor cubre el escenario con todos sus matices, desde el verde amarillento de los pastizales hasta el verde oscuro de las cimas de las montañas circundantes, que no se distingue bien a bien del añil del cielo, del que apenas se separa por unas nubes, más propias de la pintura que de la naturaleza, cuya densidad no alcanza a opacar el fulgor del sol. La luminosidad del espacio contrasta fuertemente con la tinta sepia de la fotografía del periódico que heredé de mi padre y que traigo conmigo como referencia. Cuesta trabajo aceptar que ese paisaje brillante es el mismo que vio salir a mi abuelo hace un siglo y que yo siempre había imaginado del color pardusco del daguerrotipo —el color del pretérito.
Estacionamos el coche en una pequeña explanada, donde no hay más automóviles que el nuestro, justo enfrente de la iglesia de San Pedro de Vibaño y a la sombra del recuerdo del roble centenario que ya no existe más que en la impresión fotográfica de aquel periódico. Me sorprende la blancura y la limpieza de la iglesia y de las casas vecinas, que también había previsto grisáceas y polvorientas.
Nos apeamos del coche y echamos a caminar sin rumbo por las veredas de terracería, trazadas por las estribaciones naturales del suelo montañoso antes que por los impulsos civilizatorios de los vecinos. Nos sentimos intrusos en un poblado donde seguramente todos se conocen y nuestra irrupción puede suscitar intriga o desconfianza. Tras recorrer algunas calles (por llamar de algún modo a esos caminos encharcados) desiertas y mudas, damos con unas mujeres luctuosas, que acomodan unos leños bajo un cobertizo. Las saludamos acaso con demasiados miramientos, que son correspondidos con reserva pero con amabilidad, y de inmediato les preguntamos por Rosendo Meré Celorio. Como si se tratara de una cita formalmente concertada con la debida anticipación, nos dicen que lo esperemos justo donde nos encontramos, pues no tarda en pasar por ahí de regreso a su casa. Y en efecto, al poco rato sube por el camino un labriego con su cayado, precedido por un buey, al que arrea con indiferencia.
—Es él —nos dice una de las mujeres.
Su condición campesina echa por tierra en un instante la imagen señorial, caciquil y hasta enchalecada y encorbatada que, imbuido del discurso siempre fanfarrón de Clodomiro y de la sonoridad de su nombre —Rosendo Meré Celorio—, me había formado de él. Es un hombre de edad indefinida. La notoria falta de algunos dientes lo avejenta, pero la tersura de la tez, muy blanca, y la coloración natural de las mejillas, que mucho se parecen a las manzanas que Yolanda y yo acabamos de mordisquear, le dan cierto aire pueril. Nos presentamos. No identifica a Clodomiro, cuya referencia invoco como si fuera mi tarjeta de presentación, pero nos extiende su mano callosa y nos confronta con su mirada franca, de un azul desleído. Cuando le hago notar que mi apellido paterno coincide con el materno suyo, no le da mayor importancia al asunto ni se trepa por las ramas del árbol genealógico. Sin duda es mi pariente, pero es posible que todos los vecinos del lugar estén de uno u otro modo emparentados. Lo cierto es que nada tenemos en común, como nada tienen en común el arado del que por las mañanas seguramente tira el buey que lo precede y la máquina de escribir Olympia que espera en México mis acometidas; el caserío perdido en las montañas donde él vive y trabaja y una ciudad como la de México que figura entre las más grandes y pobladas del mundo; el arraigo de sus antepasados y el espíritu migratorio de los míos, del mío, más bien, Emeterio Celorio Santoveña, mi abuelo paterno, cuyo lugar de nacimiento he venido a buscar, como si dar con él me permitiera recuperarlo, borrar los cuarenta años que median entre su muerte y mi nacimiento y, por saber de dónde vengo, saber al fin quién soy.
Le pregunto por La Texa. Me responde que lo sigamos. Yolanda y yo caminamos en silencio tras él, y él tras el buey. Cuando pasamos por su casa, grita el nombre de Telvina. Sale una joven, a quien nos presenta como su hija pero que muy bien podría ser su nieta, que tiene la osadía, según nos dice, de querer estudiar para enfermera en Oviedo. Ella, al oírlo, nos sonríe, más con las encías que con los labios. Tan pronto echamos a andar rumbo a La Texa, adonde nos conduce por instrucciones de su padre, quien se entretiene en encerrar el buey en el corral aledaño a la casa, la chica nos confirma que quiere estudiar en Oviedo, de preferencia medicina pero que se conformaría con ser enfermera, y nos confiesa que en el pueblo se aburre mortalmente.
Yo no sé bien a bien qué es La Texa, si una casa, un establecimiento, un barrio, una localidad vecina, ni de dónde procede su nombre. Tal vez del árbol llamado tejo, que Yolanda conoce y describe por el grosor de su tronco y la horizontalidad de sus ramas, pero en el imaginario que he construido de ese pueblo yo no concibo otro árbol que el roble centenario de la fotografía, ya desaparecido. Nunca le pregunté a Clodomiro qué era La Texa con tal de no recibir otra retahíla de explicaciones que lo único que pondrían en claro sería mi absoluta ignorancia con respecto al entorno de mi pasado familiar. Tampoco me animo a preguntárselo a nuestra guía.
Telvina, varias generaciones distante de su padre, es desenvuelta y conversadora. Mientras nos conduce por los lodosos vericuetos de la aldea, nos habla con cierta presunción de Oviedo, donde ha estado varias veces, y deplora su obligada estancia en el pueblo, del que evidentemente se avergüenza. Al final de una pendiente muy pronunciada que escalamos con respiración acelerada, desembocamos en una especie de patio triangular de piso de tierra, rodeado de árboles espesos. En uno de sus costados hay un hórreo, que tiene en el dintel un letrero pintado en una madera que dice, en efecto, LA TEXA, pero que no despeja mis dudas. ¿Es el nombre del hórreo, de la casa frontera a la que parece pertenecer, del patio al que hemos llegado, de la arboleda que lo circunda, del barrio de Vibaño? La casa del fondo es vieja y rústica, si bien tiene dos plantas y, al parecer, es la de mayor enjundia del pueblo. Sus paredes son de piedra apenas desbastada y sin encalar; su techo, de dos aguas, de tejas mohosas. Encima de la puerta de entrada sobresale un pequeño corredor de madera sostenido por ménsulas rudimentarias, en el que algunas prendas de ropa femenina, cual blasón familiar, se secan al sol cenital de las tres de la tarde.
—Ahí es —dice Telvina y me insta con el mentón a llamar a la puerta.
Me aproximo. Tras una reja que se alza al costado de la casa, ladra un perro. No hay campana ni aldabón. Yolanda me aguarda unos pasos atrás.
No sin rubor, y con mucha emoción, doy tres golpes con los nudillos en la puerta. El perro ladra más fuerte.
Pasan unos minutos y no se escucha ninguna seña de vida dentro de la casa.
Toco por segunda vez y solo me responden los ladridos cansinos del animal.
Estoy por tocar de nueva cuenta cuando oigo unos pasos en el interior de la vivienda, que azuzan al perro.
Una mujer añosa, malencarada, vestida de negro, abre la parte superior de la puerta y antes de dirigirme la palabra calla al animal.
Le explico. Mi apellido: Celorio. Mi abuelo: Emeterio. Mi padre: Miguel. México. El viaje. El retorno al origen. Los pasos perdidos. Todo eso.
Me escucha con cierto fastidio.
—Todo muy bien —dice como preámbulo de la frase contundente que de seguro ha articulado en su cabeza mientras yo le daba las coordenadas de mi familia, y que me suelta sin ningún miramiento:
—¡Pero me has jodido la siesta!
Qué bueno que no toqué la puerta por tercera vez, pienso, herido en la intimidad de mi cortesía mexicana, pero convencido de que pertenecemos a la misma familia por aquello de la siesta insobornable, que yo dormité durante unos minutos en el asiento del copiloto del Seat al salir de Celorio, donde acabaron por suministrarnos a Yolanda y a mí una inacabable fabada para celebrar, tras la degustación de la sidra, la curiosa coincidencia de mi llegada a un pueblo que tenía por nombre mi apellido.
Tras la rudeza del recibimiento, la parienta me invita a pasar abriendo también la parte inferior de la puerta, que había permanecido cerrada. Volteo a ver a Yolanda. Le digo que se acerque. La presento. Le doy el paso. Entra primero la vieja. Después Yolanda. Al final yo. Telvina se queda fuera, deliberadamente.
Por dentro, la casa es tan severa como por fuera, pero tiene una dignidad que rebasa su condición rural: un sofá grande tapizado de terciopelo que alguna vez ha de haber ostentado el color púrpura y ahora, desleído, es palo de rosa; unas carpetas bordadas en el respaldo y en los brazos, que se asemejan a los visillos que cubren puertas y ventanas; una mecedora; una imagen de la Virgen del Rosario, patrona del lugar, según sé por el recorte periodístico; una vitrina con copas de cristal; una cocina con fogón en la que cuelgan, de las vigas oscurecidas del techo, cazos, ristras de maíz —sí, de maíz—, un chorizo. Enclavado en la estancia, el refrigerador hace alarde de que la casa cuenta con energía eléctrica, cuyos cables corren por el piso y trepan visiblemente por las paredes.
La dueña nos ofrece asiento. Ella ocupa la mecedora; nosotros, el sofá. La vejez le ha marchitado la cara, como los años han ajado el terciopelo del sofá, pero no le ha empañado la memoria ni la inteligencia. Se llama Ángela Santoveña. Su apellido, que era el materno de mi abuelo Emeterio, también es un topónimo. Santoveña es el nombre del caserío que linda con Vibaño. A diferencia de Rosendo, entiende los enredos de la genealogía. Me los explica minuciosamente. Sí; es mi pariente, pero la verdad, no alcanzo a comprender en los cojones de qué tatarabuelo nos conocimos. Solo sé que a pesar de las diferencias de edad (me debe de llevar cincuenta años por lo menos) viene siendo mi prima. Igual que Clodomiro, pero más lejana. Habla con cierta gracia amargosa y con mucha autoridad. Con sarcasmo. Sabe de mi abuelo, que ciertamente nació en esa casa. Cuando me lo dice, me entran enormes deseos de visitar el lugar exacto del alumbramiento, subir la escalera de madera que desemboca en la estancia y conocer el cuarto donde mi bisabuela, llamada Olvido —¡Olvido!—, según me entero, dio a luz a esa criatura que habría de fundar una nueva estirpe en el también Nuevo Mundo; el cuarto donde seguramente Ángela dormía su siesta cuando la despertaron mis toquidos. Pero me contengo, reprimo mi curiosidad y mis ansias. Y me limito a oír sus referencias familiares. Recuerda con vago afecto a mi padre, a quien describe, aunque fuera considerablemente mayor que ella, como un joven taciturno que a la muerte de mi abuelo pasó alguna temporada en Vibaño, adonde fue desde Madrid, la ciudad en la que entonces vivía. Me cuesta trabajo imaginar a mi padre como un hombre joven. Cuando me engendró, rozaba los sesenta años de edad, que entonces eran muchos más años que los que son ahora. También recuerda a las hermanas de mi padre, María y Loreto, pero de ellas no tiene buena opinión. Tacha a la una de arrogante y a la otra de sumisa y no parece condolerse de que María haya muerto hace apenas un par de años, según le informo (qué son dos años, pienso, en comparación con las fortunas de tiempo que ahí se manejan), ni que Loreto, muerta María, su ama y señora, ande deambulando por las calles de Mixcoac de la ciudad de México, preguntando a todo mundo, enloquecida, por su difunta hermana. Tampoco tiene buena opinión de los hermanos de mi padre, Ricardo, Rodolfo y Severino, que murieron muy tempranamente, en la miseria, desposeídos de la fortuna que les heredó mi abuelo y entregados al juego, las pasiones carnales, el alcohol. Todavía recuerda el tremendo jaleo que Severino armó en el pueblo a su paso por Vibaño.
Ángela es viuda, me dice. Tiene un hijo que trabaja en La Coruña y solo pasa en Vibaño los fines de semana. La esposa del hijo, Irene, vive con ella. El matrimonio no tiene hijos.
—No tarda en llegar mi nuera —nos dice justo cuando Irene aparece por la puerta.
Yolanda y yo sentimos un alivio. Su edad se aproxima más a la nuestra y adopta de entrada una actitud afable y risueña, que dista mucho de la austeridad con la que su suegra nos recibió. De inmediato nos ofrece algo de comer y de beber, que, educadamente, rechazamos, salvo un vaso de agua, que Yolanda apura. Da por sentado que nos alojaremos en la casa y se entristece cuando le decimos que solo vamos de paso, que esa noche debemos pernoctar en Oviedo. Probablemente nuestra presencia también significara un alivio para ella, mas no por complacerla pensamos pasar la noche en Vibaño. Ciertamente no tenemos obligación de ir a Oviedo, pero, sin ponernos de acuerdo y sin necesidad de cruzar siquiera una mirada, Yolanda y yo sabemos que no es ahí donde queremos dormir, sobre todo porque Ángela, que a todas luces es la señora de la casa, no nos hizo ningún ofrecimiento cuando llegamos. Tampoco secundó la iniciativa de su nuera. La sola visita ya nos pesa un poco y si estoy ahí sentado, conversando con la vieja, es por una fuerza atávica, que Yolanda comprende y respeta, a la que no puedo oponerme, como si se tratara de una disposición testamentaria de mi padre. Ángela es quizá la última persona en España que sepa de Emeterio Celorio, que recuerde a mi padre, que conozca los caprichos de María y las debilidades de Loreto, que tenga noticia del miserable desenlace de la vida de mis tíos, que identifique el nombre de Ricardo del Río, el asturiano del vecino pueblo de Rales, por el que también pasamos, que emigró junto con mi abuelo a hacer la América. Irene ha oído historias y anécdotas familiares, pero no conoció a nadie de los que Ángela habla. Lo que Irene añade al relato se basa solo en lo que ha escuchado, pero le imprime a la historia de la familia —su familia política— un carácter legendario, subrayado por unas manos expresivas, que la mirada severa de la suegra obliga a devolver al regazo. Llega el momento en que ya no sigo la conversación; solo veo las manos de ambas mujeres: unas contenidas, reposadas, envejecidas pero enérgicas; las otras desenvueltas, expresivas, claridosas. Ambas deterioradas por el trabajo. Las primeras acaban por aplacar a las segundas e imponer un silencio que no se rompe hasta que Irene, entristecida por nuestra negativa a pernoctar en Vibaño, nos invita a subir a la segunda planta y se adelanta para descolgar la ropa. Me emociona la posibilidad de conocer el lugar exacto en el que nació mi abuelo. Subimos las escaleras, pero no pasamos del corredor, así que no me queda más que observar las pequeñas puertas cerradas, tratando de adivinar tras cuál de ellas mi abuelo vino al mundo. De la pared del fondo del corredor, cuelga un espejo oval de historiado marco, en el que el azogue ha marcado cartografías ignotas. Ángela, que nos ha acompañado, acaso más como vigilante que como anfitriona, nos dice que ese es el único espejo que hay en Vibaño, y que con frecuencia los hombres del lugar le piden autorización para afeitarse frente a él. Me cuesta trabajo creerlo. Inmediatamente pienso en el nombre de mi bisabuela, Olvido, y no puedo dejar de relacionar ese tremebundo nombre con una comunidad que nunca se ha mirado en el espejo. Me pongo frente al misterioso y fascinante óvalo y me miro, mientras mi mente trata de recuperar la efigie de mi abuelo que alguna vez ahí se vio reflejada y que el espejo, por tanto, debe guardar en su memoria, pero que, celoso, mezquino, soberbio, no me permite contemplarla. ¿Y si ocurriera el milagro de que fuera su imagen la que mi rostro reprodujera? ¿No es eso justamente lo que vine a hacer a Vibaño? Pero el milagro no ocurre. ¿No ocurre?
Por indicación de Ángela, Irene, solícita, nos lleva a conocer la casa que, muy joven, habitó mi padre cuando pasó algunos días en Vibaño, asistido entonces por una niña, que no era otra que Ángela Santoveña. De eso han transcurrido ya tres cuartos de siglo. Y ya no es una casa, sino una bodega. Está deshabitada desde hace más de treinta años y se ha convertido en un almacén de patatas y ajos, donde también reposan algunos aperos de labranza y una vieja motocicleta destartalada. Se conservan los vestigios de un horno de pan en el piso y de una suerte de lavadora —un cilindro de mampostería donde se depositaba la ropa, según nos explica Irene, y se iba echando agua caliente sobre un cedazo cubierto de ceniza—, y algunas herramientas para hacer almadreñas. Huele a boñiga. Huele a chuchu, dice Irene. No puedo imaginarme ahí ni una cama ni una mesa ni una silla ni un armario.
Por lo que sé, mi abuelo nunca volvió al pueblo desde que salió de él, cuando era apenas un mozalbete de dieciséis años. No hizo lo que muchos emigrantes asturianos que, después de triunfar en América, regresaban al terruño con el único fin de hacer alarde de su prosperidad. Me pregunto entonces a qué diablos fue a Vibaño mi padre, ese joven taciturno, como lo definió Ángela, cuando murió el abuelo. No creo que tuviera ningún interés material o económico en aquel pueblo dejado de la mano de Dios y olvidado de mi propio abuelo, cuya madre, mi bisabuela, se llamaba precisamente Olvido. De seguro fue para cumplir con la misma encomienda tácita que yo cumplo ahora, inexorablemente: retornar al origen. Conocer el lugar de nacimiento de su padre, cuya sencillez, en vez de avergonzarlo o deprimirlo, lo ha de haber enorgullecido, como me enorgullece a mí. Y también de seguro, en su viaje a Vibaño, ha de haber sentido la misma nostalgia que me invade a mí ahora, aunque más primaria, más elemental. Una nostalgia de primera mano y no como la mía, que ya es nostalgia de la nostalgia, una nostalgia literaria y un tanto artificiosa.
Regresamos a La Texa a despedirnos de Ángela, que ya nos espera en la puerta de la casa, acompañada por Rosendo, que no despegará los labios para manifestarnos, solo con sus ojos difuminados, que agradece nuestra visita, y por su hija Telvina. Irene lamenta nuestra partida. A fin de cuentas, yo también. Más por Ángela que por Irene. Sé que nunca más la voy a volver a ver y que con su muerte la historia familiar quedará trunca, supeditada a las buenas intenciones y datos confusos y de segunda mano de su nuera. Telvina se presta a guiarnos hasta el lugar en el que estacionamos el Seat, a la sombra del recuerdo del roble inexistente. Para nosotros no es necesario que lo haga porque desde que llegamos nos percatamos de que todas las veredas desembocan en la plaza, pero para ella sí, porque nuestros pasos de algún modo la conducen, así sea metafóricamente, hacia un mundo distinto al que habita y del que quiere emigrar a toda costa, como tantos otros que la antecedieron.
A poco de salir de Vibaño, camino a Oviedo, el mar Cantábrico nos vuelve a salir al paso, con su sonoridad profunda e imponente.
Yolanda me pide que detenga el coche en una cuneta. Sin decirme nada, se baja del automóvil y se echa a andar hacia la playa entre las rocas lamidas y redondeadas por la erosión marina, atraída por el color plúmbago que cobra el mar a esas horas del atardecer y que es el color de Yolanda, el color de su temperamento, de sus entretelas, de sus misterios insondables. Llega a la rompiente y se queda ahí, inmóvil, erguido el cuerpo, enhiesta la cabeza, echados hacia atrás los brazos para respirar más hondo, de frente al mar y de espaldas al automóvil, desde el que la miro, lejana. Cuando me percato de que esa suerte de comunión con el mar puede durar un rato largo, yo también me bajo del coche, pero no me acerco a ella. La dejo estar a solas con el mar, que es de su color. Elijo una roca para sentarme a la distancia y contemplarla a ella, que a su vez contempla el horizonte marino sin voltear a verme. Al cabo de un rato, se descalza y se arremanga los pantalones. Sus blanquísimas pantorrillas empiezan a caminar a lo largo de la pedregosa playa mientras el agua le hiela los pies. Cuando las olas se rompen contra las rocas que contienen aquí y allá sus embestidas, Yolanda retrocede, asustada como una niña, pero llena de contento, según me informa su larga cabellera, que vuela al viento como si fuera una más de las gaviotas que la circundan y que picotean en la arena; cuando la resaca se lleva el agua, se tranquiliza y sus cabellos caen, grávidos, sobre su espalda. Yo la veo desde mi pulimentado minarete. La siento feliz. Su felicidad me sosiega y me atemoriza a un tiempo porque cada vez se aleja más de mí, cada vez la veo más pequeña. ¿Y si se mimetizara con el mar? ¿Si el mar, que es tan de su color, la imantara a tal grado que ella se dejara engullir por él y se perdiera en las profundidades de sus aguas? Me sobresalto y de inmediato me tranquilizo, como las olas y sus resacas. De pronto, la pierdo de vista. Tengo el impulso de ir en su busca, pero sé que ella, ahora, prefiere estar sola. No sé adónde la han llevado sus pasos. Puedo pensar que el agua fría le ha ido ganando paulatinamente las piernas, y poco a poco la ha sacado de Asturias, de España, del mundo. Contengo mis impulsos sobreprotectores de ir por ella y decido esperarla. Va a regresar y nos iremos naturalmente a Oviedo, donde pasaremos la noche. Pero, también naturalmente, Yolanda podría confundirse con el mar y no volver. Me tacho de irresponsable y decido ir en su busca. El sol está a punto de ponerse. La encuentro. Tranquila. Plácida. Oxigenada. Busca algo en la playa. Una piedra, entre todas las que hay ahí, para nuestro hijo Gonzalo, tan bello, cercano, dulce, me dice. Más bien se lo dice a ella misma. Es difícil elegir la que mejor se corresponda con el temple de Gonzalo, escoger entre una simple y otra caprichosa. Elegimos la más sencilla, una piedra lisa, ovalada, de color gris, atravesada por el relámpago de una sutil línea blanca. Diego todavía no conoce el mar, dice Yolanda. Le escogemos la concha de un pequeño y sonoro caracol marino para que se lo vaya imaginando.
Nos despedimos del mar, tan grande y tan generoso.