20
Al dolor de su muerte, siguió el miedo. Un miedo que se había agazapado en torno a la silla de Benito desde antes, cuando todavía iba al Covadonga, y que se agudizó cuando ya no estuvo entre nosotros. Tan poco se sabía de esa maldita enfermedad, y tan poco se sabe de ella todavía, que se apoderó de nosotros —Jaime, Daniel, yo— el miedo de que el pavoroso mal también estuviera inoculado en nuestros propios genes.
Atemorizado por la posibilidad de padecerla yo también, desde que Benito presentó en el Covadonga los primeros síntomas de su enfermedad, empecé a plasmar en la novela, con el desaforado intento de retenerlos en la memoria, todos los elementos, por insignificantes que fueran, que incidían en la historia que quería contar —los bártulos del escritorio de mi padre, las palabras que le decía a Miguel cuando me preguntaba cuánto lo quería, los instrumentos médicos que salían del maletín del tío Paco…— hasta que esos elementos, en principio ancilares de mi fabulación, se enseñorearon de ella. Su enumeración, entonces, acabó por ser la figura más recursiva de mi texto.
Pero esta enumeración, en principio retórica, se me ha vuelto, en la vida, una práctica viciosa. Hago listas. Muchas listas. Listas con las que pretendo preservar mi vida del olvido, exorcizar la desmemoria, ejercitar esa especie de erotismo de las neuronas que quieren tocarse y poseerse: las listas de los compañeros que tuve en la primaria, de los profesores que me dieron clase, de los trabajos que he desempeñado, de los países que he visitado, de los amigos que se me han muerto, de las listas que he hecho, como esta… La lista de las casas en las que he vivido (Tehuantepec 121, Cedros 101, Damas 125, Sur 71 B 312, Sur 73 317, Alfa y Omega, Copilco 300…), la lista de los coches que he tenido (un vocho color mierda, un Opel rojo, un Datsun, otro vocho…), la lista de las mujeres a las que he amado (Desdémona, Julieta, Ofelia, Cordelia…). Curiosamente, los referentes más antiguos son los que con más facilidad responden a mi invocación, tal vez porque son muchas las veces que los he invocado y lo que recuerdo es el recuerdo del recuerdo del recuerdo… La primera casa, el primer coche, el primer amor.
Tehuantepec 121, colonia Roma. Tu primera casa. La casa de tu infancia. La más remota en el tiempo y de la que mejor te acuerdas. Podrías dibujar un plano de ella, aunque de ahí saliste a los siete años de edad y nunca más la volviste a ver porque la demolieron para construir un edificio de apartamentos, que tampoco existe porque se cayó con el terremoto del 85. No tienes dónde recargar los recuerdos, pero no es necesario que los recargues: mantienes en la cabeza los mosaicos del baño, las vetas de las duelas del piso del comedor, los hormigueros del patio, los dibujos de las alfombras, las manchas de humedad del techo, el asterisco que dibujabas con el dedo sobre el vaho del cristal de la ventana que daba a la lluvia de la tarde, los tablones que sostenían el colchón de la litera de arriba de la tuya —la de Ricardo—, el tapanco de la cochera y sus trebejos —un calefactor eléctrico, las figuras del nacimiento, la caja de herramientas—, la mesa extensible del comedor y sus sillas como de oficina, el tapiz guinda y florecido del sofá, el tronco mutilado de la higuera y hasta los barrotes color marfil de tu cuna.
Un Volkswagen Beetle color mierda, modelo 1959, que compraste de segunda mano en 1967. La verdad, no lo compraste tú, si por comprar se entiende pagar una cantidad de dinero a cambio del coche; pero sí hiciste el trámite. Habías visto su anuncio en el periódico, fuiste a conocerlo, te cayó bien —modesto, discreto, bastante bien cuidado—, hablaste con el dueño —el único dueño en la historia del coche, según te dijo con presunción heráldica—, regateaste el precio y llegaste a un acuerdo, que rebasaba, aunque fuera por una cantidad relativamente pequeña, el presupuesto que tu mamá había estipulado. Era para que tú lo usaras, claro, ahora que habías entrado a la Universidad y que por las mañanas trabajabas en el Museo Nacional del Virreinato, en Tepotzotlán, con tu hermano Miguel, pero ella lo pagaría y por supuesto sería su dueña y quedaría registrado a su nombre. A cambio de esa concesión que tantos beneficios te reportaría, te comprometiste a llevarla al súper los sábados y una vez al mes al Panteón Español, el cementerio donde reposan los restos de tu padre, que tu mamá quería visitar por lo menos una vez al mes y hacer, con tu ayuda, la limpieza de la cripta. Cuando le informaste que a pesar de las negociaciones que habías hecho, el coche costaba un poco más de lo que habían presupuestado, rehusó comprarlo. Insististe y ella optó por hablar con el dueño, con quien tú habías hecho una suerte de pacto de caballeros: dos adultos comprometidos en una transacción financiera. Obviamente tú no le habías dicho que el dinero lo pondría tu mamá y que necesitabas de su permiso para cerrar la operación, sino que tendrías que ver otras alternativas, pero que esa misma tarde le llamarías. Pero quien habló fue tu mamá. Y cuando él le aseguró que ya había llegado a un acuerdo contigo, según lo pudiste colegir de la conversación telefónica que sostuvieron, tu madre le espetó: ¡Pero cómo se le ocurre pensar que este escuincle —así dijo— puede tener dinero para comprarse un coche! Y añadió: ¡Quien lo va a comprar soy yo! Finalmente, ella logró la rebaja que tú no habías podido conseguir en tus negociaciones de adulto y te viste conminado a recoger el coche al día siguiente, como lo que eras: un humillado hijo de mamá, por lo menos en lo que a la posesión de tu primer coche se refiere; un coche que solo te duró dos años. Cuando Eduardo salió del seminario, se instaló de nueva cuenta en casa. Después de once años de ausencia, te encontraste con un hermano desconocido pero entrañable. Había estado entre paréntesis durante toda su adolescencia y se enfrentaba a la vida con una pujanza incontenible. Un día te pidió prestado el vocho. Accediste. Se fue. Se tomó unas copas de vino sin consagrar. Tuvo un accidente. Un amigo suyo te llamó por teléfono para informarte: Eduardo estaba herido y la policía lo había detenido. Llamaste a Benito, ¿pues a quién? Juntos fueron al lugar del siniestro. Benito resolvió el asunto policial en el Ministerio Público. A Eduardo, con el susto, se le había bajado la borrachera, pero no la hemorragia de la ceja izquierda. Una herida que al final no pasó a mayores. Pero el vochito había quedado totalmente destrozado. El movimiento estudiantil del 68, la lectura de Julio Cortázar y la oportunidad de proferir una frase lapidaria te impulsaron a decirle: me liberaste del servilismo pequeño burgués de tener coche.
Desdémona, la mujer que te quitó la virginidad y que alteró la tragedia shakesperiana, porque tú representabas el papel de Iago en el teatro de la preparatoria y, entre un acto y otro, en el camerino, hicieron, con otro acto no previsto en la tragedia, que Otelo tuviera justificación de estrangular a su esposa, sin saber que sus sospechas infundadas, que hacían de Cassio el culpable, recaían en quien a fin de cuentas —justicia poética— fue el verdadero culpable: Iago.
Pero no solo hago las listas que intentan preservar la memoria, sino las que delatan mi creciente desmemoria y a las que me aferro para poder seguir viviendo: la lista de las palabras que se me olvidan, la lista de las medicinas que tengo que tomar, la lista de los objetos que debo llevar conmigo al salir de casa.
No hace mucho, a la mitad de tu clase de literatura mexicana se te olvidó el nombre de Francisco de Terrazas, a quien siempre invocas, por su gran talento lírico y su poca fortuna épica, para hablar de precoces signos de mexicanidad en la literatura novohispana. ¿Cómo es posible que se te haya olvidado? ¿Cómo es posible que si puedes decir de memoria el soneto Dejad las hebras de oro ensortijado que el ánima me tienen enlazada y volved a la nieve no pisada lo blanco de esas rosas matizado… se te haya extraviado el nombre de su autor? Saliste bien librado casualmente porque tuviste la temeraria idea de preguntar a la clase que de quién eran esos versos, y un alumno brillante soltó el nombre que a ti se te había escapado y que se volvía más inasible en la medida en que más tratabas de recordarlo.
A partir de entonces, escribes la lista de las palabras que se te olvidan y que solo recuerdas cuando no tratas de recordarlas: exhaustivo, miliciano, hipocondriaco, indolente, Fata Morgana, ortopedista, Boscán, pretil, Luis Barragán… y muchas más que ahora se te olvidan o que no están en la lista porque también se te olvida apuntarlas o porque no te acuerdas de que llevas una lista de palabras olvidadas.
Te aterra olvidar a qué ibas cuando te levantas impulsivamente de tu escritorio y te diriges a la cocina y una vez ahí se apodera de tu mente una blancura espantosa e inquietante, que no puedes disipar hasta que vuelves a sentarte a tu escritorio, de donde te vuelves a levantar impulsivamente… Te preocupa que el automatismo de tus actos no pase por tu conciencia y que no sepas si ya hiciste tal o cuál cosa. Hace unos días, después de bañarte, procediste a afeitarte, como todos los días. Abriste la llave del agua caliente del lavabo, te enjuagaste la cara varias veces para que con el calor húmedo se te abrieran los poros de la piel y la rasurada fuera más suave, mojaste la brocha —porque eres de los pocos que siguen el ritual anacrónico de afeitarse con brocha— y la hiciste circular con energía sobre el jabón del tarro, te distribuiste con puntual simetría la espuma sobre la cara… y te enjuagaste de nueva cuenta. Al sentir en las yemas de los dedos las púas de la barba, te percataste de que no te habías afeitado, de que se te había olvidado proceder a verificar el acto propio de rasurarte: pasar la navaja por la cara para cortar la barba. Y claro: el temor y la duda. ¿Es normal que a cierta edad se olvide realizar un acto que cotidianamente se hace de manera automática? ¿O es un síntoma primerizo de la enfermedad?
Te consuelas. Estabas pensando en otra cosa. Qué bueno que tienes otras cosas en qué pensar y no solo en la rasurada.
En la mañana, una tableta de Irbesartán de 150 mg para el corazón, que te late con más fuerza de la debida en las alturas de tu casa de San Nicolás Totolapan; una tableta de Alopurinol de 100 mg para el ácido úrico, que de vez en cuando se concentra en los dedos gordos de los pies; una tableta de liberación prolongada de Bezafibrato para los triglicéridos, que no bajan. En la noche, una tableta de 20 mg de Rosuvastatina para el colesterol; la Aspirina Protect para el adelgazamiento de la sangre; el Nytol para abrigar la ensoñación maravillosa, pero siempre frustrada, de poder conciliar el sueño, y unas cápsulas rojas de nombre Juventage que te dio Silvia para que siempre estés joven, y que ingieres con la misma esperanza vana de los expedicionarios españoles que perecieron en la búsqueda de la legendaria fuente de la eterna juventud. Todo esto sin contar las pastillas homeopáticas contra las malditas hemorroides, que todavía no se te han salido del recto como te dicen tus amigos que las han padecido, pero que te generan un dolor ácido inaguantable cada vez que cagas y que tratas de curarte con baños de asiento de té de manzanilla y una pomada presuntamente milagrosa de óxido de zinc que sirve, según se dice en el tubo que la contiene, para quemaduras superficiales, heridas leves, rozaduras y piquetes de insectos y no, al menos explícitamente, para esos ardores del ojo del culo, cuyas gracias y desgracias cantó Quevedo en los siglo áureos.
El miedo a perder la memoria te ha llevado a imaginar escenarios futuros escalofriantes. A partir de tus olvidos ocasionales —algunas palabras, algunos nombres, el propósito de algunos de tus impulsos—, te da por imaginar que esa pérdida de la memoria va en aumento. Imaginas que tu vida cotidiana empieza a sufrir alteraciones más o menos serias a causa de tus olvidos: no acudes a la cita que tenías programada porque no te acuerdas de ella ni de consultar oportunamente tu agenda; dejas las llaves en el buró y no tienes manera de entrar a tu casa por la noche cuando regresas de dar tu clase en la universidad; se te olvida ponerle gasolina al coche y te quedas parado a la mitad de la carretera a Cuernavaca… Imaginas que tu capacidad de concentrarte, de escribir, de leer, de hablar, de pensar va disminuyendo después, paulatina pero inexorablemente, como le ocurrió a tu hermano Benito. Imaginas que al final acabas por perder tus recuerdos más remotos, en los que cifras tu identidad y a los que te aferras como el exiliado que antes de abandonar el país busca su acta de nacimiento, su certificado de estudios y el retrato de su amada, a la que nunca más volverá a ver.
Y para salir de tu pesadilla, piensas que si escribieras esos espantosos devaneos de tu imaginación y los incorporaras a tu propia novela, quizá podrías conjurar la condición profética que tu angustia les atribuye, porque siempre has creído que la novela, lejos de ser un vaticinio, es un exorcismo. Por eso escribes.